Hay un cuadro de
Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como
si estuviese a punto de alejarse de algo que lo tiene pasmado. Sus ojos están
desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y éste deberá
ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto su rostro hacia al pasado.
Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe
única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies.
Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo
despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus
alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán lo
empuja irremediablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que
los montones de ruina crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros
llamamos progreso.
Walter Benjamin
Tesis de filosofía de la
historia
Sobre finales de
los años 60 y principios de la década del 70, nos encontramos por un lado con
una radicalización de las tendencias modernizadoras (que impulsará el abandono
de la práctica específica del intelectual en beneficio de la política) y, por
otro, con los diversos frenos, internos y externos, de esos impulsos
modernizadores. Una sociedad crispada, movilizada, dividida entre la apuesta
revolucionaria y las salidas conservadoras, va a sumergirse en el peor de los
horrores, cristalizado en los años del Proceso.
Llegamos a nuestra
última lección, aquella que he seleccionado como el punto de cierre de este
largo recorrido. Claro que la frase "punto de cierre" no significa
que aquí termine o se cancele todo un movimiento histórico, ya que la vida
histórica tiene diversas capas, y cada una de ellas tiene su propio dinamismo,
su propia lógica. Dicho de otro modo, lo que ocurre en el terreno de las artes
no tiene por qué ser análogo o formar sistema con lo que ocurre en el terreno
de la economía, la política, etcétera.
Sin embargo, es posible
afirmar que el período que se cierra en 1983 con el final de la dictadura y el
retorno del régimen democrático configura un parteaguas en nuestra historia
reciente. De allí en más, asistimos a cambios que han otorgado otro contexto,
otro clima y otros contenidos al curso histórico de nuestra sociedad.
Así las cosas, debo
confesar que, como todo final, el que ahora inicio me produce algunas
sensaciones encontradas. Primero, la de una larga tarea que concluye. Enseguida,
todas las dudas imaginables acerca del resultado acabado de tantos empeños, de
tantas clases dictadas a lo largo de tantos años (pero bien sé que de esto
último ya no hay retorno, y que sólo a ustedes corresponde juzgar y valorar sus
resultados). Por último, la extrañeza de estar escribiendo estas líneas de
cierre de un período en el momento mismo en que en nuestro país acaban de
realizarse las últimas elecciones nacionales, en octubre de 2007. Extrañeza
porque inmediatamente debo volver a abstraerme de este nuestro presente para
abocarme al relato postrero de los años entre esperanzados y finalmente atroces
que instalaron la última dictadura y el terrorismo de Estado en la Argentina.
En la base de estas
afirmaciones entre horrorizadas y melancólicas resta un último recurso, al que llamaré
"el recurso del sentido". Me explico brevemente porque sé que
enseguida comprenderán, y que la idea puede ser valiosa.
En el curso de la
historia y de nuestras vidas ocurren sucesos que cortan el hilo de los días,
que rompen nuestra cotidianidad y trastornan nuestras existencias. Esto mismo
sucede con las sociedades cuando experimentan catástrofes naturales o políticas.
Cuando eso ocurre, los seres humanos solemos mirarnos estupefactos y
preguntarnos "por qué", "para qué". Estas preguntas nos
interrogan acerca del sentido. Son aquellas que hemos visto ejemplarmente
formuladas por Sarmiento al preguntarse por qué en la Argentina de mediados del
siglo XIX había sucedido lo que sucedió.
De allí que, al
abocarnos a la última lección, también aquí apelemos al recurso del sentido,
convencidos de que hay algo peor que los sucesos traumáticos de una historia, y
eso es ignorar precisamente el sentido, el porqué y el para qué. Porque cuando
falta el sentido, los seres humanos quedamos inermes, a merced de hechos que escapan
a nuestra comprensión, a los que no podemos darles significado y que, por ende,
amenazan con dejarnos prisioneros de lo arbitrario. Entonces, si nos vemos prisioneros
de lo arbitrario, del porque sí, sólo podremos permanecer amenazados por el
pánico de padecer nuevamente los mismos males, inermes frente a ellos. Lo que
puede rescatarnos de ese estado de indefensión es comprender el significado de
lo ocurrido.
La experiencia de
los niños apropiados por la dictadura es demostrativa al respecto. Cuando,
dentro de un proceso extremadamente doloroso, esos niños, hoy adultos, recuperaron
su historia y con ella su identidad, pudieron encontrar un sentido que los sacó
de una noche oscura de misterios amenazantes y terrores ancestrales cuyo origen
ignoraban. El ejemplo es extremo e implica que el sentido tiene capacidades curativas
o que la verdad nos hace libres. Pero extrema es también la última parte de la
historia que me apresto a relatar. En las páginas que siguen intentaré ofrecer
cierta comprensión de los hechos de esas décadas. Para ello, pretendo recuperar
cierta distancia que contribuya a una mejor visión de los sucesos de esos años.
Volvamos entonces a finales de la década de 1960 para conocer algunos de sus rasgos
fundamentales. Recordemos también que a lo largo de estas lecciones hemos colocado
el acento en los aspectos culturales de todo proceso. Ahora bien: dentro de la
vastedad prácticamente infinita de sucesos albergados por esa historia, es
preciso seleccionar aquellos núcleos que resultan más explicativos de la
corriente principal de ese curso histórico. El centro de dicha corriente puede
ser ubicado en lo que hemos llamado el "proceso de modernización y
radicalización" de la segunda posguerra. Era ese mismo proceso el que
generaba profundas tensiones en la sociedad argentina, ante el
desencadenamiento de fuerzas de diversa índole, plurales y aun contrapuestas.
Para continuar en
la línea de nuestro relato, que acentúa la relación política-cultura, modernización
cultural y radicalización política describen ya a mediados de la década de 1960
una dialéctica en ascenso, es decir, que la modernización (en los consumos,
ideas, usos y costumbres) tiende puentes hacia una radicalización de estos mismos
cambios. En tanto, en el otro polo de la contradicción operaría la intervención
de fuerzas estatales y sociales defensoras del orden existente.
Centrándonos, por
su gravitación, en el bloque cívico-militar que ocupó el poder político de modo
recurrente a partir de 1955, observamos que a partir de 1966 promovió la
implantación de valores nacionalistas, tradicionalistas y familiaristas, para
lo cual apeló al acervo antimodernista de la Iglesia y a su demostrada
influencia sobre el Ejército. En el clima de la guerra fría y de la teoría de
las fronteras ideológicas interiores (que sostenía que el enemigo también se
encontraba dentro del propio país), la contradicción se polarizó en torno del
eje comunismo-anticomunismo. Todo ello cristalizó en la concepción de la
"seguridad nacional", concepción que llegará a ser dominante en las fuerzas
armadas argentinas y cuyos efectos serían graves.
En el ámbito
cultural, el "shock autoritario" desencadenado por el golpe de Estado
liderado por el general Onganía tuvo severas consecuencias. Imbuido de una
mirada autoritaria incapaz de discriminar entre el modernismo experimentalista
y las actitudes políticas expresamente orientadas al cambio revolucionario, el
régimen gobernante terminó por unificar las "almas" Lennon y Guevara
de los años 60 (tal como las caracterizamos en la lección anterior). De modo
que, para combatir a esta última, el régimen gobernante consideró necesario
desplegar campañas contra el pelo largo, los músicos de rock, el uso de la
minifalda, así como también secuestrar libros, censurar y prohibir películas
como El silencio de Ingmar Bergman o Blow-up de Michelangelo Antonioni, allanar
editoriales (y hoteles por horas). Es muy conocido el efecto destructivo que,
respecto de la Universidad, implicó la intervención autoritaria emblematizada
en la llamada "noche de los bastones largos", la cual produjo un
extraordinario drenaje de docentes e investigadores.
A pesar de ello, en
los años inmediatamente posteriores se generaron movimientos de recomposición
y, en el campo de las disciplinas sociales, la Facultad de Filosofía y Letras
porteña vivió el surgimiento de las llamadas "cátedras nacionales",
con profesores como Justino O'Farrell y Gonzalo Cárdenas, que venían a expresar
en sede académica el avance del nacional-populismo antiimperialista (no exento
de posiciones antimarxistas) y el ingreso explícito del peronismo en la franja
estudiantil. La película La hora de los hornos de Fernando Pino Solanas y
Octavio Gettino planteará oposiciones extraídas de ese venero, con muy buena
acogida de público en sus exhibiciones obligadamente clandestinas.
Asimismo, aunque
menos subrayado (y quizá por ese motivo), conviene recordar que el freno a la
modernización no se localizaba solamente en políticas estatales. Estos impulsos
se desplegaban en una sociedad que conservaba fuertes rasgos tradicionalistas.
De manera que también aquí se observa una compleja y crucial relación
triangular entre modernismo, radicalismo y tradicionalismo que marcó las vinculaciones
entre los campos intelectual y político. Al seguir las derivas de esta relación
se concluye que la suerte corrida por estos programas en la cultura intelectual
y estética fue diversa, aunque un balance general indica que todos ellos experimentaron
algún tipo de fracaso, bloqueo o desvío respecto de sus propósitos reformistas
y modernizadores.
Se nos presenta
entonces una pregunta crucial: ¿a qué se debió ese freno a los intentos
modernizadores? Para abordarlo de manera un tanto esquemática al principio, y
acompañarlo luego de algunos ejemplos, es posible imaginar tres tipos de causas,
tres posibles hipótesis explicativas de este fenómeno. El primero remite a un freno
interno, en el sentido de que los actores modernizadores se habrían planteado objetivos
que sobredimensionaban su capacidad de realización, verificando una vez más que
la Argentina era un país "más modernista que moderno", es decir, con
mayores expectativas de modernización que con posibilidades materiales de realizarlas.
El segundo freno resultó ser el que, por estridente hasta el ridículo, ocultó la
visibilidad de los otros dos. Me refiero al ya señalado bloqueo
tradicionalista, instalado en el Estado a partir de 1966 con una política
cultural ranciamente derechista. Por fin, un tercer fenómeno paradójico
consistió en una radicalización del cambio que, al privilegiar la práctica
política, erosionó la legitimidad de las actividades culturales modernizadoras.
Tomemos ahora
algunos ejemplos. Sabemos ya que, en una de sus líneas, ese proyecto
modernizador imaginaba y deseaba terminar con la situación periférica de la
Argentina para instalarse en "el centro", en la línea del modernismo
cosmopolita que demandaba el plástico Kenneth Kemble en 1961: "Queremos
ser conocidos y valorados en los Estados Unidos", esto es, en una matriz
occidental y moderna y con un lenguaje universal y contemporáneo. El caso
paradigmático en este terreno fue el programa desplegado por Jorge Romero Brest
en el sector de Artes Visuales del Instituto di Tella, nítidamente expresado en
la Memoria de 1965-1966: "La tarea del Instituto está centrada en la modernización
cultural del país, con la esperanza de contribuir así a desatar el nudo cultural
que traba nuestro desarrollo". Y bien, ocurrió que junto con la endeblez del
medio receptor de esos proyectos, la experiencia del di Tella fue impugnada
tanto por la crítica tradicionalista, que la consideraba ofensiva del buen
gusto y alienada a modelos extranjeros, cuanto por la crítica de izquierda, que
la consideró apolítica, frívola y elitista.
Ejemplos similares
pueden encontrarse en otras esferas. De tal manera, desde un número de 1961 de
Cuadernos de Cultura, el comunista Rodolfo Ghioldi dictaminaba que
psicoanálisis, existencialismo y sociología eran "manías burguesas".
En forma análoga, quienes practicaban el teatro realista de denuncia social
rechazaban terminantemente la vanguardia que en esos años encarnaba Griselda
Gambaro.
De modo que,
bloqueados por derecha, los afanes del modernismo reformista también serían
desafiados por izquierda. Al respecto es elocuente la transcripción de una
reunión de psicólogos en la Facultad de Filosofía y Letras en 1965 para
discutir las relaciones entre psicología, ideología y política. Allí, mientras
José Bleger y Enrique Pichon Rivière defienden la autonomía del campo, para el
psiquiatra Antonio Caparrós, el psicoanalista como científico y el psicólogo
como militante político debían coincidir. Se trata de un ejemplo entre tantos
del modo en que la política como posicionamiento y la práctica política como
actitud cubrían el ámbito de las prácticas culturales.
Aunque también es
cierto que hubo manifestaciones, no necesariamente aisladas, de defensa de la
autonomía intelectual. Desde el ámbito de las letras, un artículo de Carlos
Brocato en El Escarabajo de Oro de noviembre de 1965 protestaba contra la culpabilización
del intelectual y el antiintelectualismo, y proclamaba la legitimidad de "luchar
por otro mundo a través de la literatura".
Empero, los jóvenes
artistas que en agosto de 1968 irrumpieron en una conferencia de Romero Brest y
le impusieron la lectura de un documento parecían haber decidido el dilema en
otro sentido: "La vida del Che Guevara y la acción de los estudiantes
franceses -proclamaron- son obras de arte mayores que la mayoría de las
paparruchadas colgadas en los miles de museos del mundo". La cita condensa
con claridad una parte creciente del espíritu de la época.
En el plano de las
prácticas disciplinares, también en la sociología el pacto entre héroe
modernizador y juventud contestataria se fue erosionando, debido a que la sociología
germaniana fue cuestionada por replicar a la norteamericana y proponer un
modelo de desarrollo análogo para países diferentes, como el nuestro. Este movimiento
formó parejas con el surgimiento de la teoría cepaliana del desarrollo y el
posterior pasaje a la teoría de la dependencia y sus límites porosos con el marxismo.
Nacía así el
"desarrollismo", cuya influencia resultaría enorme en esos años en toda
Latinoamérica, y que enarbolaba (como sintetiza Cristóbal Kay) una ideología antifeudal,
antioligárquica, reformista y tecnocrática. Desde aquí, nuevamente, el despliegue
de algunas de sus premisas y el cuestionamiento de otras radicalizaría las posiciones
teóricas hasta desembocar en la llamada "teoría de la dependencia", instalada
en franca oposición a las tesis de Walt Whitman Rostow. Creció de tal modo esta
doctrina en el cruce de cepalismo, nacionalismo económico, antiimperialismo y marxismo
que llegó a ser hegemónica en su campo, en el período 1965-1975. Su libro más
representativo fue escrito entre 1966 y 1967 por Fernando Henrique Cardoso y
Enzo Faletto: Dependencia y desarrollo en América Latina.
Asalto
a la conferencia de Romero Brest
"Juan Pablo
Renzi: Señoras y señores, les comunicamos que esto es un asalto a la
conferencia de Romero Brest, y que en lugar de él, vamos a hablar nosotros,
aunque muy poco tiempo, porque consideramos que las palabras no constituyen un
testimonio perdurable y pueden ser fácilmente tergiversadas, en cambio lo que
queremos que recuerden es el acto en sí, esta pequeña violencia que hemos
perpetrado al imponerles a Uds. nuestra presencia…
-Creemos que el
arte no es una actividad pacífica ni de decoración de la vida burguesa de
nadie.
-Creemos que el
arte significa un compromiso activo con la realidad, activo porque aspira a
transformar esta sociedad de clases en una mejor.
-Por lo tanto, debe
inquietar constantemente las estructuras de la cultura oficial.
-En consecuencia,
declaramos que la vida del 'Che' Guevara y la acción de los estudiantes
franceses son obras de arte mayores que la mayoría de las paparruchadas
colgadas en los miles de museos del mundo.
-Aspiramos a
transformar cada pedazo de la realidad en un objetivo artístico que se vuelva
sobre la conciencia del mundo revelando las contradicciones íntimas de esta
sociedad de clases.
-¡Mueran todas las
instituciones, viva el arte de la revolución!" (Juan Pablo Renzi, Norberto
Puzzolo, Rodolfo Elizalde y otros, en Inés Katzestein, Escritos de vanguardia.
Arte argentino de los años 60).
Más allá del
terreno económico-social, la teoría surgía de y enriquecía el espíritu creativo
latinoamericanista, resucitado, como en otros tiempos, en términos de espacio
de esperanza y recomposición civilizatoria. Del mismo modo, el desplazamiento
de la teoría de la modernización a la teoría de la dependencia trasladaba la
cuestión de un problema técnico a una cuestión política. La radicalización
política concluía en que el actor social de esa revolución no podía ser ya la
burguesía nacional, sino una alianza de los sectores populares conducida por la
clase obrera. Es fácil comprender entonces por qué, al final de este
razonamiento, emergía la idea de "revolución", abrevando en el amplio
espectro de las variables de izquierda.
Pero, además, la
radicalización avanzaba por caminos impensados poco antes, como el que recorría
el universo católico (y este factor será altamente significativo en los sucesos
políticos). Ese impulso recogía experiencias y reflexiones externas, en coincidencia
con el papado de Juan XXIII y las encíclicas Mater et Magistra y Pacem in
Terris, de 1961 y 1963 respectivamente. De modo consonante con la práctica de
los curas obreros, del personalismo francés y de la revista Esprit, en la intelectualidad
católica se expandió la influencia de Theilard de Chardin con su propuesta de
reconciliación del cristianismo con teorías científicas como el evolucionismo
y, al mismo tiempo, con una misión que también era de este mundo, al cual era
preciso comprender y transformar. Su obra formó parte de los libros más requeridos
según las listas de ventas de 1963.
En este contexto,
una serie de sacerdotes jesuitas realizaron un acercamiento crítico no exento
de reconocimientos hacia el marxismo, con Jean-Yves Calvez a la cabeza, quien
en 1956 había publicado su documentado libro El pensamiento de Karl Marx. Surge
así el diálogo entre marxistas y cristianos, que en Buenos Aires tuvo su expresión
desde el espectro católico con el filósofo Conrado Eggers Lan. Ya en 1962, Lan
expresaba que el marxismo había dejado de ser un adversario ideológico para
convertirse en la "secularización del pensamiento cristiano", y un
año después sostenía que "la revolución ha de ser integral, vale decir,
debe modificar las estructuras desde su base hasta su cúspide".
Desde el mismo
universo, la revista Cristianismo y Revolución, dirigida por Juan García
Elorrio, expresaba al sector más radicalizado, aunque también Criterio daba cabida
a intervenciones que prologaban la teología de la liberación, donde, por
ejemplo, en marzo de 1964, M.N. Ramondetti cuestionaba el derecho de propiedad,
puesto que sostenía que estaba "supeditado por el mismo Dios Creador al
derecho anterior que tienen todos los hombres, colectivamente considerados, a
poseer todos los bienes creados por Dios". Era natural que cundiera la
alarma entre los sectores tradicionalistas que veían que la radicalización se
expandía en las propias filas católicas, y que ésta no era sólo de carácter
teórico: en 1966 moría el sacerdote católico Camilo Torres, durante su lucha
como integrante de un grupo guerrillero colombiano.
Los datos resultan
convincentes. Una consecuencia de este privilegiamiento de la política, tanto
desde la izquierda peronista como marxista, fue que resultó secundarizada e
incluso llegó a ser negada la autonomía de la práctica artística e intelectual.
En rigor, esta tendencia avanzaba no sólo atraída desde los hechos por el poderoso
imán de la política, sino además porque tanto en el populismo como en el marxismo
se hallaban cláusulas ideológicas habilitantes de dicho pasaje. En efecto, el reduccionismo
marxista tendía a potenciar los posicionamientos clasistas y economicistas y a
negar, en tanto "superestructurales", el papel de las influencias ideológicas
o culturales. Por su parte, el populismo apeló a su clásico arsenal antiintelectualista,
sobre la base de su creencia en la bondad y la sabiduría intrínsecas de las
clases populares, así como en el privilegio de la práctica material sobre el saber
libresco y del hombre de acción sobre el contemplativo. Este giro clásico (que tan
eficazmente entonó entre nosotros Arturo Jauretche) fue acompañado de la culpabilización
de la clase media por su ceguera ante el fenómeno peronista, de manera que el
"intelectual pequeñoburgués" terminó por condensar un tipo social
decididamente disvalorado.
En este punto se
percibe que el momento histórico aquí analizado se proyecta sobre un fondo
mucho más arcaico. Porque lo que reemergía, lo que se activaba de esa manera,
era el vasto tema del antiintelectualismo en tierras hispanoamericanas, la vieja
diatriba entre pueblo y doctores, entre políticos prácticos y letrados presuntamente
colocados a espaldas de su verdadera realidad. Sin embargo, en la década de
1960, esta reactivación de un pasado estaba sobredeterminada, crispada por la
existencia de una revolución (la cubana) nacida justamente sin teoría y dentro de
un clima mundial que había saturado el universo de la denuncia y que sólo
parecía dejar como recurso el pasaje a la acción.
De tal modo, entre
la ideología revolucionaria y el populismo se abrió un juego de pinzas que
cuestionó desde diversos ámbitos los espacios de autonomía del intelectual crítico
y modernizador. Desde esta matriz de ideas y de sentimientos, alguien entre
nosotros se preguntaba: "¿Qué quiere decir estructuralismo para un
muchacho masacrado en Caracas?". Me gusta repetir al respecto que, en un
período donde el antiintelectualismo alcanzaba estatura mundial, se vio nacer
al más duro de los antiintelectualismos: el de los intelectuales. Ni Gabriel
García Márquez escapó al cuestionamiento: a él se le recordó que, mientras
escribía Cien años de soledad, un sacerdote (Camilo Torres) moría como
guerrillero en su mismo país.
No obstante, es
preciso contextualizar estos pronunciamientos ya que no se trataba de discursos
ni decisiones producto de alucinaciones aisladas. No resulta difícil presentar
ejemplos que así lo ilustran. En 1968 existían signos de que esos posicionamientos
tenían de su lado el huracán de la historia. Los mismos diarios que informaban
acerca de la fundación de la Confederación General de los Trabajadores (CGT) de
los argentinos daban cuenta de la incontenible ofensiva del Tet en Vietnam y
del grito libertario que otra vez provenía del París de las barricadas. También
daban cuenta de las revueltas estudiantiles que recorrían México, Córdoba, Berkeley,
Rosario, Bogotá, Berlín, Madrid, Río… En la Argentina, otro mes de mayo, pero
esta vez de 1969 y en Córdoba, vino a cerrar el decenio, llevando al extremo
las esperanzas revolucionarias de años esperanzados.
Empero, al abrirse
la década de 1970, el signo que progresivamente unificará esos procesos en
nuestro país a lo largo del decenio estará marcado literalmente a fuego por la
violencia política.
Queda claro hasta
aquí que en esos tiempos los movimientos culturales resultaron cada vez más
dependientes de un escenario político poblado por actores involucrados en
prácticas progresivamente confrontativas. En especial cuando, desde 1970, sobre
aquel trasfondo de alta conflictividad social, organizaciones
político-militares provenientes de la izquierda marxista y peronista comenzaron
a operar de manera creciente tras el proclamado objetivo de liberación nacional
y social. Ese modo operativo incluyó magnicidios y asesinatos políticos, como
aquellos que se cobraron como víctimas al general Pedro E. Aramburu y a los dirigentes
sindicales Augusto T. Vandor y José Alonso. Muchas de estas acciones fueron
justificadas puesto que se las inscribía en una historia de violaciones e
injusticias anteriores que había tenido como víctima a las clases populares y
el movimiento peronista.
En tanto, en un
sector de los intelectuales también avanzaba el consenso sobre la necesidad de
una salida revolucionaria, respecto de la cual sólo cabía discutir sus formas
(insurrección de masas, foquismo guerrillero, guerra popular y prolongada…). Entre
1970 y 1973, diversos debates acerca de la relación entre literatura y política
pueden ser observados en los once números de la revista Nuevos Aires, entre
otros medios. Allí, Mario Vargas Llosa, Ricardo Carpani, Ángel Rama y otros
discuten activamente acerca de las relaciones entre intelectuales, política y revolución,
con posiciones que van desde la apuesta por la revolución en las formas estéticas
hasta la total subordinación de la estética a la política.
La crispación y
radicalización del discurso se correspondían con la aceleración de la política.
Luego del relevo del general Onganía, los siguientes gobiernos militares se estrellaron
con el ascenso del conflicto social y "el repiquetear incesante de la
guerrilla", como se dirá en el editorial de 1973 de la revista gramsciana
Pasado y Presente. Desde el otro polo, el asesinato de dieciséis guerrilleros
en la cárcel de Trelew reforzó el carácter de un enfrentamiento del tipo
amigo-enemigo.
En este marco, la
ilegitimidad del régimen dirigente seguía teniendo su punto crucial en la
proscripción del peronismo y de su líder. De hecho, cuando el presidente de
facto Agustín Lanusse cedió a la presión en pro de la apertura electoral, dicha
convocatoria mantuvo la proscripción de Juan Domingo Perón.
Sea como fuere,
simplemente ojeando los diarios de la época es posible advertir una
precipitación del tiempo histórico y de los acontecimientos. En consonancia con
ese ritmo acelerado, esta sensación de vértigo se materializó con el triunfo de
la fórmula encabezada por el doctor Cámpora. Su muy breve presidencia marcará
el momento de mayor gravitación en el poder de la tendencia revolucionaria del
peronismo.
Si dentro de este
complejo proceso recortamos el campo cultural, comprobamos que esta gravitación
alcanzará carácter hegemónico en las universidades estatales. Allí, junto con
un marcado proceso participativo de docentes, estudiantes y no docentes, en un
cruce de hegemonismo y populismo, los objetivos académicos resultaron
subordinados a los lineamientos ideológicos e intereses políticos del peronismo
radicalizado. Esos lineamientos signaron los criterios de selección del cuerpo
docente, los programas de estudio y los estilos de la relación profesor-alumno.
La política se presentaba con claridad como la práctica ordenadora del mundo académico;
en rigor, cubría todos los aspectos de la vida argentina.
El retorno y la
posterior elección presidencial de Perón en junio de 1973 pusieron fin a casi
dos décadas de proscripción y abrieron al mismo tiempo la caja de Pandora de un
enfrentamiento literalmente a muerte dentro del movimiento. A partir de dicho
retorno, la guerrilla peronista comenzó a perder terreno al persistir en una vía
deslegitimada por el viejo líder y golpeada duramente por la represión legal e ilegal
montada desde ese mismo gobierno.
El mismo día del
regreso del líder se produjeron los sangrientos episodios de Ezeiza; luego,
siguió la descalificación del propio Perón hacia los sectores radicalizados. La
organización paraestatal conocida como la Triple A inicia una cadena de asesinatos
políticos que alternan con algunos resonantes crímenes de la organización Montoneros,
como el llevado a efecto contra el dirigente sindical José Ignacio Rucci dos
días después del triunfo electoral de la fórmula Perón-Perón.
De allí en más, el
contraataque ya no se detendrá. En su avance figuraron desde el atentado al
senador radical Hipólito Solari Yrigoyen y asesinatos como los de Ortega Peña y
Silvio Frondizi entre tantos otros, hasta el desplazamiento de gobernadores sospechados
de simpatizar con el peronismo radicalizado. Las manifestaciones culturales no
escaparían a la represión estatal y paraestatal. En 1973, mediante un acto
terrorista, se destruyó la sala del teatro donde se representaba la ópera-rock Jesucristo
Superstar, se quemaron miles de ejemplares de El marxismo de Henri Lefebvre, se
secuestró la película El último tango en París de Bernardo Bertolucci, Miguel
Tato ejercía activamente la censura desde el Ente de Calificación Cinematográfica,
y la Triple A arrojaba al exilio a escritores, artistas e intelectuales,
amenazados de muerte.
De todos modos,
aquí y allá permanecieron reductos de resistencia cultural. Aún en el duro año
de 1974 se exhibieron con éxito películas como La Patagonia rebelde de Héctor Olivera,
con guion de Ayala sobre libro de Osvaldo Bayer; Quebracho de Ricardo
Wullicher; La hora de los hornos de Gettino y Solanas, Operación Masacre con
libro de Rodolfo Walsh. Según lo muestra a partir de 1969 y hasta comienzos de 1976
la revista Los Libros, seguirán introduciéndose nuevos estímulos intelectuales como
los provenientes del marxismo renovado por Louis Althusser, la nueva crítica de
inspiración barthesiana, la semiología o el psicoanálisis lacaniano.
Más aún. Así como a
escala latinoamericana el libro del escritor uruguayo Eduardo Galeano Las venas
abiertas de América Latina, publicado en numerosísimas ediciones a partir de
1971, había expresado el talante de indignada protesta en nombre de los marginados
y explotados, la muy difundida revista Crisis describe con precisión entre 1973
y 1976 ese momento en el campo del sector de los intelectuales radicalizados cercanos
al peronismo revolucionario. Allí, el contenido de los artículos presenta una visión
construida con los poderosos fragmentos que habían alimentado el imaginario radicalizado
hasta el momento, en un cruce de nombres y doctrinas que no mucho antes hubiese
sido considerado insostenible: Lenin y Perón, José Hernández y Marx, Rosas y
Mao; populismo, nacionalismo y revisionismo con revolución cubana y cristianismo
revolucionario… El tono imperante en Crisis está dominado por la certeza de que
el panorama se ha iluminado hasta tal punto que los debates huelgan, y sólo
basta con fortalecer la valoración del hombre de acción respecto del contemplativo;
hombre de acción capaz de poner en riesgo su vida, en la medida en que, como se
lee en su número 17, la muerte no es propia del individuo, ya que "es el pueblo
quien determina la suerte de la vida y la muerte de sus hijos".
Expresiones de la
peronización de un sector del campo intelectual, la revista Envido conjuntará
por su parte a integrantes y estilos ideológicos provenientes en buena medida
de la experiencia de las "cátedras nacionales", mientras el grupo
Cine Liberación (tras el impacto de La hora de los hornos) realizará en 1971 un
sonado reportaje de "actualización doctrinaria" a Juan Domingo Perón,
donde éste se refiere a la necesidad del "trasvasamiento generacional"
y designa a los grupos político-militares como "formaciones especiales".
Como resulta
evidente, la política argentina había ingresado en una suerte de caldera del
diablo donde se fundían las fuerzas más disímiles y enemigas. De allí que este
relato avance y retroceda, siguiendo el ritmo ya señalado de una temporalidad aparentemente
trastrocada. Agreguemos así a este panorama un fenómeno de enorme gravitación
pero que provenía de otras corrientes de la historia local. Me refiero a la
notable radicalización del mundo católico, que tendría su guía ideológica en la
"teología de la liberación", con cuyo título el sacerdote peruano
Gustavo Gutiérrez publicó su libro canónico en 1971. En la Argentina, el pasaje
de la teología a la filosofía de la liberación tuvo una de sus primeras
manifestaciones públicas en 1972 durante el II Congreso Nacional de Filosofía
en Alta Gracia, Córdoba; hacia 1976, alcanzaba una expresión desarrollada en la
obra de Juan Carlos Scannone, Teología de la liberación y praxis popular.
La muerte de Perón
en julio de 1974 y la sucesión por su esposa, María Estela Martínez, implicaron
el ingreso en la recta final de la lucha por la hegemonía dentro del movimiento
peronista y un despliegue superior de la represión, dentro de un creciente
vacío de poder y sus consecuentes efectos de ingobernabilidad, exasperados por
una salvaje puja corporativa. Como recuerda María Sáenz Quesada, en diciembre
de 1974 la escritora Martha Mercader se dirigió a la presidenta refiriéndose a
los casi trescientos asesinatos políticos y preguntándose "¿con cuántos muertos
celebraremos nuestra cristiana Navidad?". El Ejército Revolucionario del Pueblo
(ERP) consideró a su vez que la muerte del "líder de la burguesía"
abría por fin el camino para la autonomía de la clase obrera, en el momento en
que decidía la instalación de destacamentos armados en el monte tucumano. En
febrero de 1975, el Operativo Independencia contra esta guerrilla anticipará
brutales prácticas de contrainsurgencia que no hicieron sino incrementarse en
los años por venir.
Como parte de ese
violento contraataque, se puso coto a la presencia del peronismo revolucionario
en las universidades nacionales. Luego del relevo del ministro Taiana y su
reemplazo por Oscar Ivanissevich, en septiembre de 1974 se produjo la intervención
de la Universidad de Buenos Aires y se entregó su gestión a sectores del integrismo
católico nacionalista encabezados por Alberto Ottalagano. El diario La Opinión
del 6 de diciembre de 1974 recogió la siguiente declaración del nuevo decano de
la Facultad de Filosofía y Letras porteña, Raúl Sánchez Abelenda, quien acababa
de cesantear a más de mil docentes: "Los profesores devotos de Marx y Freud
tendrán ahora que ir a enseñar a la Unión Soviética y a París".
Cancelado este
espacio, otros ámbitos intelectuales resultaron también alcanzados, y en varios
casos fue la vida misma de profesionales y académicos la que resultó amenazada
cuando no tronchada. El 23 de marzo de 1975, el Buenos Aires Herald registraba
un asesinato político cada dos horas en los últimos dos días. Fiel a la consigna
de ese mismo año enarbolada por la publicación de ultraderecha El Caudillo ("el
mejor enemigo es el enemigo muerto"), hasta 1976 se registraron casi mil asesinatos
adjudicados a la represión paraestatal. Junto con ello se producían clausuras
de diarios y revistas, así como la prohibición y censura de películas. El 23 de
enero de 1975, la Triple A voló el edificio del diario cordobés La Voz del
Interior y también se atentó contra El Pueblo de Tucumán. A principios de 1976,
monseñor Primatesta denunció ya entonces y desde Córdoba la desaparición de
personas.
Así las cosas, la
puja inter e intracorporativa, el descontrol económico, el malestar social, las
disensiones dentro del gobierno, la crisis de autoridad y la presencia cotidiana
de la violencia fueron condiciones de posibilidad para que muchos sectores de
la sociedad recibieran con una mezcla de alivio, temores y expectativas el
nuevo golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Pero he aquí que, para la
reinstauración de un orden, la dictadura militar sistematizó el terrorismo de Estado
y extendió con inusitada crueldad una represión de redisciplinamiento social y
cultural. El terror estatal planificado y sistemático contó como parte de su
metodología con el secuestro, la tortura, la desaparición de personas y hasta
el robo y la desidentificación de bebés. Se produjo un cierre brutal de la
escena pública y tuvo lugar el arrasamiento de toda institucionalidad
republicana. Al decir de Luis Alberto Romero, "sólo quedó la voz del Estado,
dirigiéndose a un conjunto atomizado de habitantes", aun cuando habría que
agregar que esa interpelación encontró oídos no sólo pasivos sino también
activamente receptores. Son conocidos los pronunciamientos de apoyo y
aquiescencia que la dictadura reclutó entre partidos políticos, jerarcas de la
Iglesia católica, cámaras empresariales, sindicatos de trabajadores, medios de
comunicación, periodistas y también intelectuales. Sin ir más lejos, desde la
jerarquía católica, pocos meses antes del golpe de marzo del 76, monseñor
Bonamín había acuñado una expresión temible: "El pueblo argentino ha cometido
pecados que sólo se pueden redimir con sangre".
Había llegado el
tiempo más amargo y atroz de la Argentina moderna. Desde entonces hasta el
presente, no han sido escasos los intentos por abordar aquellos trágicos
sucesos desde el periodismo, la crónica, el ensayo, la literatura y también la
historiografía. Sucesos cuya gravedad ético-política pueden sintetizarse no
sólo en la tortura sistemática e infinita a que fueron sometidas miles de
víctimas, sino en las figuras terribles del desaparecido y los niños
expropiados hasta de su identidad.
Estos hechos son
conocidos por todos. Sin embargo, no quise dejar de mencionarlos una vez más,
así sea porque, en ciertos momentos, esos sucesos alientan en mí la desazón
ante las atrocidades que nuestra sociedad ha albergado. Por el contrario, actitudes
como las de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo nos restituyen cierta esperanza
sobre eso que solemos llamar el género humano. Nada menos.
Reconocido una vez más
el horror que nos habitó, es preciso regresar a la tarea de dotar de sentido a
esos hechos atroces precisamente para inscribirlos en una serie que nos permita
sostener que no se trató de rayos caídos desde el cielo sereno de una Argentina
idílica. Lejos de ello, esa maquinaria del terrorismo estatal fue montándose
pieza por pieza a lo largo de un tiempo cuyos orígenes se discuten: la violencia
política en nuestro país ¿proviene tal cual de la violencia del siglo XIX;
tiene que ver con la inconmensurabilidad de legitimidades políticas que se abre
en la segunda década del siglo XX o con el golpe de Estado de 1930? ¿Se vincula
con la escisión de la sociedad entre peronistas y antiperonistas en la década
de 1940, proseguida en el derrocamiento y posterior proscripción del peronismo?
¿O acaso (ya casi asomándonos al terreno de la metafísica) remite al presunto
abismo abierto entre "las dos Argentinas"? Estas y otras preguntas se
han formulado. Las respuestas han sido numerosas y cubren una vasta bibliografía.
No obstante, la que persiste, muchas veces enunciada con tono sorprendido, es
la siguiente: ¿cómo fue posible que en un país como la Argentina ocurriera lo
que ocurrió?
"A veces (no
es joda) pienso que somos la generación del 37. Perdidos en la diáspora. ¿Quién
de nosotros escribirá el Facundo?…
Era como moverse a
ciegas, tratar de captar un hecho que iba a pasar en otro lado, algo que iba a
suceder en el futuro y que se anunciaba de un modo tan enigmático que jamás se
podía estar seguro de haber comprendido. El mayor esfuerzo consistía siempre en
eludir el contenido, el sentido literal de la frase y buscar el mensaje cifrado
que estaba debajo de lo escrito, encerrado entre las letras, como un discurso del
que sólo pudieran oírse fragmentos, frases aisladas, palabras sueltas en un
idioma incomprensible, a partir del cual había que reconstruir el sentido"
(Ricardo Piglia, Respiración artificial).
Mientras dejamos
que estas preguntas sigan haciendo su camino, de algo podemos estar seguros:
las cosas que ocurrieron siempre han tenido muy buenos motivos para ocurrir. No
es que estuvieran inexorablemente destinadas a cumplirse, pero sí que operaron
fuerzas sustantivas que contribuyeron a generar los acontecimientos.
Sobre estas bases,
volvamos sobre nuestro relato para vislumbrar en concreto fenómenos más
distantes y profundos de intolerancia en el plano de la cultura, nuestro eje de
análisis. Al respecto, en los últimos tiempos se ha investigado el grado de
centralización y planificación de la censura y represión cultural durante el Proceso,
y se impone la impresión de que se trató de un emprendimiento mucho más elaborado
que el que dejaba traslucir el señalamiento de ciertas torpes ignorancias como
la de prohibir por subversivos El Principito, La cuba electrolítica o la
matemática moderna.
En rigor, y como
subraya Andrés Avellaneda, la censura y su reglamentación venían
incrementándose en todo el período 1966-1976, pero ahora intervenciones como la
diseñada por la Operación Claridad (dirigida desde el Ministerio de Educación y
dotada de fondos secretos) revelan el grado de planificación de la represión
cultural, destinada por ejemplo a advertir, en un memorando puesto a la luz por
Hernán Invernizzi y Judith Gociol, acerca de la radicalización de "docentes,
alumnos y no docentes".
Asimismo, el
opúsculo de octubre de 1977 del Ministerio de Educación titulado Subversión en
el ámbito educativo (conozcamos a nuestro enemigo) revela los intentos sistemáticos
de penetración de los mensajes de la dictadura, minuciosos hasta en la
prohibición de palabras como "prostituta" y "huelga" en
escuelas y colegios.
Análoga finalidad
dirigía la confección de numerosas listas negras que cubrían un amplio espectro
de escritores, intelectuales, periodistas y artistas. Por lo demás, a esta
persecución se le sumaba la clausura de editoriales (como Siglo XXI) y la quema
de libros (como el millón de ejemplares del Centro Editor de América Latina
incinerados en 1980).
Empero, también la
Operación Claridad revela en su fundamentación oficial la sospecha de las
principales autoridades del Proceso de que la depuración política e ideológica
en los cuerpos docentes se estrellaba contra obstáculos difíciles de sortear. Esta
percepción forma parte de un par de preguntas vinculadas con la evaluación de los
alcances represivos de la dictadura y con el carácter de su eventual política cultural.
Por un lado, no caben dudas de que los hechos evocados aquí estimularon adrede
un clima de temor, terror y autocensura. Más dudoso resulta determinar la existencia
de una política cultural de la dictadura, entendida como una propuesta positiva
con capacidad de construcción de consenso de la derecha en el campo cultural, y
no como una actitud básicamente reactiva, represiva y policial.
Al respecto, puede
suponerse que esta última dificultad debe estar conectada en parte con el marco
ideológico general de la dictadura, en cuyo caso, y a través de los discursos
oficiales, se comprueba que dicha propuesta se hallaba construida sobre una
serie de convicciones y motivos largamente cultivados en los ámbitos institucionales
y de sociabilidad de las fuerzas armadas argentinas, ahora insertos en el clima
mundial de una nueva etapa de la guerra fría, dentro de la cual la política de los
Estados Unidos de América había promovido en 1973 el derrocamiento de gobiernos
democráticamente elegidos como el de Salvador Allende en Chile. Dicho espíritu
dizque actualizado estuvo armado con las viejas piezas del catolicismo integrista
y antimodernista, en tiempos de anticomunismo maccartista, y animado por un
impulso de cruzada religiosa.
Es posible
sintetizarlo diciendo que los mensajes que emanaban de esa concepción construyeron
una discursividad nacionalista (referida a la esencialidad del "ser nacional"),
autoritaria, antiliberal, heterofóbica y familiarista, términos dignos de ser analizados
en detalle. En la vida de todos los días, esa actitud impulsada desde el corazón
del Estado tuvo como efecto inmediato el reforzamiento autoritario de todas las
jerarquías establecidas: en la familia, la escuela, el taller, la fábrica, la
oficina; así como entre géneros y escalones etarios, con un evidente efecto
identificatorio entre juvenilismo y subversión.
En ese contexto,
una y otra vez en las declaraciones de principios de la Junta militar argentina
se encuentran llamamientos a retornar a lo que se denomina "el espíritu de
Occidente", del que buena parte de ese mismo Occidente real se habría
desviado, dejando a la Argentina como uno de sus últimos bastiones, y encargada
por ello mismo de liderar un emprendimiento de regeneracionismo mesiánico, y a
que, según el almirante Massera, Occidente no era un lugar geográfico sino "una
actitud del alma".
No obstante, esta
visión convivía con la y a presente influencia neoliberal, como aquella que
según Carlos M. Túrolo influyó sobre el Ejército a partir del grupo liderado
por el filósofo Jaime Perriaux, y del cual formaría parte José Alfredo Martínez
de Hoz, entre otros. Más allá de su interés por capturar la conducción y los destinos
de la economía argentina, en un plano estratégico esta influencia bien podría haber
hallado un punto de encuentro con los objetivos redisciplinadores del Proceso, en
la medida en que las decisiones económicas apuntaban a erradicar presuntos
males que (como han señalado Palermo y Novaro) se hundían ante los ojos del nuevo
poder en la estructura de la Argentina populista, estatista, industrialista y redistributiva
(también reparen por un instante en cada uno de estos términos).
En cuanto al
desempeño estrictamente militar, en su modus operandi las fuerzas armadas
aplicaron esquemas incorporados desde la década de 1950 a través de la escuela
francesa de guerra contrarrevolucionaria, y redefinieron al enemigo según la
teoría que instalaba las fronteras ideológicas en el interior del mismo
territorio nacional. Reactivaron de tal modo la paranoia por una infiltración
que veían realizada dentro de sus propios grupos de pertenencia (de hecho,
realmente verificada en las propias familias), infiltración tan sutil que se
creía que podía ocurrir incluso por medio de cambios en el lenguaje casi
imperceptibles. El general Camps habló por eso de "fraude semántico",
lo cual dice de aquella paranoia pero al mismo tiempo (junto con una cita de
Martin Heidegger) de la utilización de un vocabulario que no puede provenir del
cuartel sino de la participación activa de intelectuales orgánicos de la
dictadura.
Si sobre todas las
expresiones de la vida pública descendió en los primeros años de la dictadura
una asfixiante niebla de represión y censura, uno de los rasgos consciente o
inconscientemente perversos de dicha censura fue su carácter indefinido y sólo
parcialmente explicitado, lo cual dejaba en manos de las víctimas la estimación
de sus alcances e incentivaba así una autocensura ilimitada y
autoculpabilizante.
Un par de ejemplos.
En el caso de la escritora para niños Elsa Bornemann, la prohibición de Un
elefante ocupa mucho espacio determinó que en las bibliotecas de muchas
escuelas se eliminaran todos sus libros. En el mismo sentido, Carlos Gorostiza denunciaba
entonces que quienes seguían persistiendo desde la Argentina en una tarea
inclaudicable de cultura "nos hemos visto obligados a adaptarnos a un modo
de vida y de trabajo que genera autocensura". Además, la inexistencia de
un centro unificado de la censura le dio el mismo tenor de la compartimentación
y territorialización reticular de la represión militar y paraestatal, que sumó
a su eficacia su carácter aleatorio y, por ende, terrorista en forma superlativa.
Obviamente, la
represión cultural era un aspecto de la represión tanto más cruel y sangrienta
que se ejercía sobre los cuerpos de las víctimas. El saldo de esta última durante
1976 resulta altamente indicativo del curso del enfrentamiento: 1354 muertos en
acciones armadas, de los cuales 167 fueron policías y militares y 1187 guerrilleros,
más unos 3500 desaparecidos. En todo el período dictatorial (aun reconociendo
que se trata de un punto controversial hasta el día de hoy), el número de
desaparecidos se calcula entre 20.000 y 30.000 personas, mientras que los muertos
reconocidos suman unos 2000. De más difícil determinación, se estima que los
exiliados en esos años habrían alcanzado un total de 40.000.
Estas cifras no
pretenden apelar a la evocación de un horror suficientemente considerado, sino
contribuir a la caracterización del tipo de represión instaurado, en la medida
en que también los modos de vigilar y asesinar hablan de matrices culturales e
historias nacionales específicas. Razonando por contraste, y como remarca
Silvina Merenson al comparar con la dictadura uruguaya, se ve que allí hubo
entre 30 y 100 desaparecidos (según su captura haya tenido lugar en su país o
en el extranjero), mientras uno de cada cinco ciudadanos pasó un período de su
vida en las cárceles uruguayas. El cotejo con el caso argentino es llamativo y
habla de matrices profundamente instaladas en la historia y la sociedad
nacionales.
Volviendo otra vez
a la cuestión cultural, concluimos que el régimen argentino consideró que la
cultura en general, y la intelectual en particular, era una cuestión de Estado
de primer orden, y que era preciso sepultar la discursividad laicizante, libertaria
o aun modernista o marxista que habría operado como sustento de la subversión. Incluso
cuando se consideró derrotada la oposición armada, abundaron las expresiones
que insistían en que la batalla cultural debía continuar, puesto que allí el
literal enemigo podía ser más astuto e insidioso, penetrando por intersticios
aún no suficientemente protegidos de las instituciones. Dentro de tal tesitura,
aún en abril de 1980 monseñor Antonio Plaza seguía denunciando la infiltración
marxista en la Universidad de La Plata. Esta visión sólo podía prometer una
lucha sin fin contra elementos tan residuales como prontos a resurgir al menor
descuido de los cancerberos de la pureza cultural; elementos que actuaban,
según el general Omar Riveros, "con Satán por cabecera".
No obstante, aquí
se impone un nuevo matiz. Preciso es reparar en que la represión en la
Argentina no se ejerció de manera completamente indiscriminada, y comprender
también que resultaron desiguales los efectos operados sobre el campo intelectual.
De tal modo, y en sus extremos, mientras en noviembre de 1977 el almirante
Massera era designado profesor honorario de la Universidad del Salvador o el mundial
de fútbol de 1978 era saludado como un bien nacional incluso por algún escritor
consagrado, ya sumaban centenares los artistas e intelectuales que habían ensanchado
el camino del exilio y muchísimos más, por cierto, los que resistían en un estado
de semiclandestinidad cultural.
Durante esos años
de sangre y horror, la producción intelectual no se extinguió. Por una parte,
se mantuvo la producción y circulación de autores protegidos por su consagración,
su apoliticismo o su adhesión pasiva o activa al régimen. Como ha señalado
Jorge Lafforgue:
"El aparato
visible de la cultura consagrada prosiguió su marcha con escasos
inconvenientes: ni Borges ni Mujica Lainez, ni Sábato ni Bioy Casares fueron
molestados; academias e instituciones no detuvieron su funcionamiento (o sus
respectivas rutinas); aunque mermó la producción literaria, no pocos escritores
publicaron sus libros en Buenos Aires".
Entre estos últimos
incluso se contaron algunos como Enrique Medina, José Pablo Feinmann, Ricardo
Piglia, Rodolfo Fogwill o Andrés Rivera, de quienes no se ignoraba que formaban
parte de la oposición cultural y política a los proyectos del régimen.
Esta cultura de
resistencia produjo, en especial a partir de 1978, numerosas revistas, la gran
mayoría de vida efímera, y otras, como El Ornitorrinco o Punto de Vista, de mayor
perdurabilidad. Desde las ciencias sociales, Crítica y Utopía mantuvo de igual
modo las pretensiones de resistencia cultural. De la misma manera, varias editoriales
persistieron en su producción; entre ellas resalta la valerosa prosecución de
la labor de Boris Spivacow y sus colaboradores en el Centro Editor de América
Latina. Asimismo, se constituyeron grupos de estudio y talleres literarios, la producción
se refugió en institutos de ciencias sociales, se alcanzó un espacio público ampliado
a través de recitales de rock nacional y, desde 1980, de la experiencia de Teatro
Abierto.
Una mirada
panorámica (a la espera de indagaciones más detalladas) muestra que la retícula
represiva no alcanzó, por feliz ineficiencia, los niveles de cerrazón de los regímenes
totalitarios: Pablo Jacovkis recuerda así que el CONICET fue un pequeño nicho
ideológico para expulsados de la Universidad también estatal. De tal modo, las dificultades
para tornar más eficaz, reticular y capilar la represión, y sobre todo una adhesión
más pasiva que activa por parte de la sociedad, explicarían la subsistencia de
esas "fallas" que abrían espacios por donde la resistencia iría
canalizando sus críticas y demandas. En cualquier caso, esta cuestión sigue
abierta.
Estos movimientos
en el espacio cultural marchaban parejos con la emergencia y el desarrollo de
la resistencia política, que halló en el tema de los derechos humanos su
palanca fundamental. Muy tempranamente habían surgido denuncias, con alcance público,
de torturas, asesinatos y también de la desaparición de personas. En agosto de
1976, la Conferencia Argentina de Religiosos elevó una nota a la Conferencia Episcopal
denunciando esos hechos. En febrero de 1977, un conjunto de escritores (Silvina
Ocampo, José Bianco, Ramón Plaza, Luisa Mercedes Levinson, Eduardo Gudiño
Kieffer, Ulises Petit de Murat, Juan José Hernández y Héctor Yánover) se pronunció
con denuncias similares. En mayo de 1977, la Iglesia católica dio a conocer una
carta pública denunciando torturas y desapariciones. El 30 de abril de ese
mismo año se registró la primera reunión de madres de desaparecidos en Plaza de
Mayo, y de allí en más, con ese organismo a la vanguardia, la presencia de los organismos
de derechos humanos cobró mayor visibilidad desde que en diciembre de 1977 habían
publicado la solicitada "Por una Navidad en paz", donde reclamaban la
verdad acerca de los desaparecidos. También efectos de apertura tuvo la visita
de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979 y su posterior
informe de 1980, así como la actitud en el mismo sentido del gobierno de los
Estados Unidos.
En otro plano, en
abril de 1979 se producía el primer paro general obrero durante la dictadura.
Ese año es señalado por diversos testimonios como el momento en que comenzó a
resquebrajarse cierta sensación de eternidad que había acompañado los primeros
tres años del Proceso. Al año siguiente, Pérez Esquivel recibía el premio Nobel
de la Paz, reforzando el apoyo internacional a la causa de los derechos humanos.
Para entonces existían síntomas de debilitamiento de la censura, y en la narrativa
y en el cine emergía, así fuera oblicuamente, la tematización de la violencia,
mientras desde el público se aprendía a decodificar algunas metáforas críticas
de la situación imperante. Después de todo, en esos años se publica la que ha sido
considerada una de las mejores novelas de la literatura argentina: Respiración artificial
de Ricardo Piglia, donde precisamente surgen, aquí y allá, signos inquietantes
de un horror en busca de un sentido. Desde otro espacio, las revistas Humor y
El Porteño funcionarán como tábanos de oposición al régimen. A partir de mediados
de 1980 se formulan denuncias periodísticas que se suman a las que de modo
permanente habían sido dadas a conocer en el diario de lengua inglesa Buenos
Aires Herald.
Ese movimiento puede
seguirse en parte en la trayectoria de la revista Punto de Vista, tal como ha
sido advertido por José Luis de Diego. En efecto, revisando los dieciocho
números que se editaron desde marzo de 1978 hasta diciembre de 1983, puede
observarse cómo una publicación centrada en la literatura explicita en forma progresiva
su mensaje político-cultural, en especial a partir del número de julio-octubre de
1981. Pero no deja de asombrar al lector contemporáneo que el artículo inaugural
del primer número, si bien protegido por la autoría de una catedrática de
Stanford, incluya en unas de sus líneas la autoridad expresa de Marx para
avalar su razonamiento. De manera análoga, el comentario del número siguiente
de la película Padre Padrone de los hermanos Taviani consigna que "la
opresión siempre genera resistencia". Otros signos residen en la nítida
introducción de los marxistas Pierre Bourdieu y Raymond Williams como así
también de algunos comentarios acerca de Michel Foucault y del libro de Pierre
Legendre de título sin duda referencial con los tiempos que se vivían: El amor
del censor. Por fin, el editorial de julio-octubre de 1981 y a no deja lugar a
dudas respecto del linaje que la revista se construye (vinculada con la
tradición contestataria nacional), el discurso de protesta que entona y la
rebelión explícita contra el autoritarismo y la censura. El número siguiente a
la derrota de Malvinas nada oculta con el artículo de Carlos Altamirano, quien
extrae lecciones de dicha guerra y señala que al aislamiento del régimen
militar y al manotón de la aventura belicista y su fracaso sólo podía seguirle
la reapertura democrática, en los mismos términos en que lo expresa en el mismo
número una nota del grupo PEHESA titulada ¿Dónde anida la democracia?
En los diversos
ámbitos del exilio (España, México, Suecia, Francia, entre otros) también
emergieron persistentes reclamos en torno de la violación de los derechos humanos
y se llevaron a cabo algunos emprendimientos intelectuales, registrados en la
publicación Argentina: cómo matar la cultura, de 1981, o en el número 420-421
de Les Temps Modernes, preparado por César Fernández Moreno y dedicado a la situación
nacional. Entre las revistas publicadas en ese mismo escenario, casi seguramente
la más significativa fue Controversia, editada en México.
Con todo esto, el
régimen ya no daba ni la sensación de eternidad ni de invencibilidad. Los
factores que erosionaron dicha sensación fueron múltiples y variados. En
principio, las graves dificultades experimentadas por el plan económico diagramado
por los intelectuales del liberalismo autoritario (en rigor
"liberistas", en tanto liberales de mercado y autoritarios en la
política y la cultura). Luego, las fracturas inocultables en las fuerzas
armadas y la reemergencia de las primeras manifestaciones de protesta social.
Por fin, el hecho de que el presidente de facto Fortunato Galtieri intentó
resolver o encubrir estas falencias y debilidades mediante la activación del
mito nacional por excelencia: las Islas Malvinas como territorio irredento
arrancado del territorio nacional por una potencia extranjera.
Que la elección de
la cuestión Malvinas no era desacertada desde el punto de vista del oportunismo
político lo reveló la notable adhesión que ese emprendimiento reclutó en vastos
sectores de la sociedad argentina, incluyendo apoyos de políticos e intelectuales
locales y aun de integrantes del exilio y de la militancia de izquierda argentina.
La derrota y el posterior aunque rápido conocimiento de las condiciones en que
se había librado una lucha que desnudó el aventurerismo, la corrupción y la decadencia
de los núcleos fundamentales de la institución militar terminaron por desquiciar
todo criterio de legitimidad de la dictadura.
No obstante, ante
la reapertura de la vía electoral, la dirigencia política seguía mostrando,
dentro del arco peronista y el oficialismo del partido radical, actitudes escasamente
proclives a realizar un balance terminantemente crítico del período que se
cancelaba. Empero, el candidato radical finalmente triunfante en las elecciones
de fines de 1983, Raúl Alfonsín, había intuido con su denuncia del pacto militar-sindical
los humores hastiados ante la violencia y el integrismo político de la década
de 1970.
Junto con este
ánimo, la realización de elecciones democráticas y el triunfo de Raúl Alfonsín
brindaban nuevas condiciones para un renacer de la cultura argentina. La cultura
de resistencia refugiada en diversos ámbitos reaparecía a la luz pública, se producía
el retorno de numerosos intelectuales exiliados y se operaba una recomposición
de las instituciones científicas y académicas, dentro de una nueva jerarquización
de temáticas que colocaba en el sitio superior la revaloración de la democracia
y la cuestión de los derechos humanos.
Nuevas lecciones
que abordan los tiempos que llegan hasta el presente están siendo escritas y
publicadas en diversos ámbitos. Las mías se cierran en ese giro crucial de los
años 1983-1984. Empero, estos nuevos tiempos no estarían exentos de nuevas
crisis y sobresaltos en la ya atormentada historia de los argentinos. Todas
estas circunstancias (sumadas a los cambios epocales producidos a escala
planetaria) rediseñaron el mapa, las temáticas y los estilos intelectuales en
el contexto de una reconfiguración general que llega hasta el momento en que
hablamos.
Oscar Terán
Historia de las ideas en la
Argentina (1810 – 1980)
Siglo Veintiuno Editores, 2008
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