El 9 de julio de 1989,
el presidente Alfonsín entregó el mando al electo Carlos Saúl Menem. Se trataba
de la primera sucesión constitucional desde 1928, y de la primera vez, desde
1916, que un presidente dejaba el poder al candidato opositor. Por otra parte,
comenzó un nuevo ciclo de sucesivos gobiernos peronistas. El presidente electo
puso su sello en la primera fase del segundo peronismo: el menemismo. Menem
asumió en medio de la crisis hiperinflacionaria e inició un vasto conjunto de
reformas económicas y estatales, cuyas consecuencias se fueron manifestando
gradualmente. En 1995, fue reelecto, por cuatro años, luego de que la reforma
constitucional de 1994 habilitara esa posibilidad. En 1999, al fin de su
mandato, entregó el poder a Fernando de la Rúa, candidato de la Alianza, una
coalición opositora que incluía a la Unión Cívica Radical (UCR). El peronismo
conservó importantes posiciones en los gobiernos provinciales y en el Congreso.
Nuevamente, los principios institucionales parecían consolidados.
Ajuste
y reforma del Estado
Menem inició su
gobierno en medio de una crisis formidable: la hiperinflación, desatada en
abril, se prolongó hasta agosto; en julio la inflación fue del 200 por ciento,
y en diciembre todavía se mantenía en el 40 por ciento. Mientras todo el mundo
convertía sus australes en dólares, grupos de personas desesperadas asaltaron
tiendas y supermercados, y la represión dejó varios muertos. Con un fisco en
bancarrota, moneda licuada, sueldos inexistentes y violencia social, quedó
expuesta la incapacidad del Estado para gobernar y hasta para asegurar el
orden. Para Menem, además, estaba en cuestión el poder que había ganado en las
urnas y que debía legitimar con una gestión eficaz.
Lo nuevo no era la
crisis, sino su violencia y espectacularidad. Para enfrentarla, existía una
receta genérica, elaborada en el mundo, en la década anterior, reelaborada para
América Latina en el llamado "Consenso de Washington", transmitida
por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial y difundida por
economistas y periodistas, que fueron conformando un nuevo sentido común: era
necesaria una profunda transformación de la relación entre el Estado y la
sociedad, tal como estaba funcionando desde 1930. Los gastos del Estado
benefactor eran excesivos. Subsidios y prebendas restaban eficiencia a la
economía y agravaban el déficit fiscal, que se saldaba con emisión monetaria.
La pertinaz inflación había desembocado finalmente en el colapso fiscal. La
solución consistía en una drástica reforma y un ajuste del Estado, que a la vez
suprimiera el déficit fiscal y liberara a la economía de una tutela asfixiante.
Se trataba de un
consenso genérico. Carlos Altamirano recordó consensos similares en 1958 con el
"desarrollismo" y en la segunda mitad de los sesenta con el
"cambio de estructuras". Cada uno lo interpretó a su modo, a veces
actuando para el mismo gobierno. Luego, los resultados dependieron de otros
factores, no siempre previsibles. Durante el Proceso, Martínez de Hoz inició
ese camino, aunque sin avanzar mucho, y, de otro modo, también lo ensayó
Alfonsín al final, sin poder ni convicción. Había fuertes resistencias entre
quienes asociaban las reformas con la dictadura y los grandes intereses; los
empresarios, que en general acordaban con la reducción de la intervención
estatal, hacían la salvedad, cada uno, con su propio subsidio o prebenda. En
1989 la hiperinflación allanó las resistencias y convenció a todos de que no
había alternativa a la reforma y el ajuste.
Carlos Menem fue
uno de los conversos. Percibió el riesgo de la hiperinflación (terminar
atrapado por la vorágine, como su predecesor) y también la oportunidad: había
tanta necesidad social de orden público y estabilidad que las reformas, hasta
entonces rechazadas, resultarían tolerables, y además le permitirían reunir el
apoyo necesario para consolidar su poder. Debía ganar la confianza del
establishment económico, pero no lo ayudaban ni sus antecedentes ni tampoco su
campaña electoral, de estilo peronista tradicional. Pero con notable audacia,
apartándose de su tradición ideológica y discursiva, dio un giro copernicano,
anunció la necesidad de una "cirugía mayor sin anestesia", abjuró del
"estatismo", alabó la "apertura", proclamó la necesidad y
la bondad de las privatizaciones y se burló de quienes "se habían quedado
en el 45". También apeló a gestos casi desmedidos: se abrazó con el
almirante Rojas, se rodeó de los Alsogaray (padre e hija) y confió el
Ministerio de Economía a un alto directivo del grupo Bunge y Born, de quien se
decía que traía un plan económico salvador. Con frases contundentes, dio
testimonio de sus nuevas convicciones y de su capacidad para llevarlas
adelante, más allá de presiones y vetos sectoriales. Quizá por eso fue que, de
entre las muchas formas de aplicar la receta reformista (graduar los tiempos,
tomar los resguardos y calibrar las transiciones), eligió una simple, tosca y
destructiva. Es posible que también calibrara la calidad de los instrumentos
estatales disponibles, poco aptos para una instrumentación más refinada.
El gobierno
emprendió con decisión el camino de la reforma y el ajuste estatal. El Congreso
sancionó dos grandes leyes, que daban al Ejecutivo amplias prerrogativas. La
ley de emergencia económica suspendió todo tipo de subsidios, privilegios y
regímenes de promoción, y autorizó el despido de empleados estatales. La de
reforma del Estado declaró la necesidad de privatizar una extensa lista de
empresas estatales. De un plumazo se eliminó el llamado "capitalismo
asistido" (aunque hubo unas cuantas excepciones) y se redujo drásticamente
el déficit fiscal.
El gobierno se
concentró en la rápida privatización de la Empresa Nacional de
Telecomunicaciones (ENTEL) y de Aerolíneas Argentinas. Perseguía varios
propósitos: demostrar voluntad y capacidad reformista, obtener dinero contante
para el fisco, dar señales a los acreedores externos y compensar a los
contratistas que perdían sus prebendas. Así, se convocó a grupos mixtos,
integrados por empresarios locales, operadores internacionales expertos y
banqueros que aportaban títulos de la deuda externa; éstos fueron aceptados a
su valor nominal, de modo que los acreedores cambiaron papeles de dudoso cobro
por activos empresariales. Se aseguró a las nuevas empresas un sustancial
aumento de tarifas, escasas regulaciones y una situación casi monopólica. En
términos parecidos, en poco más de un año se habían privatizado la red vial,
los canales de televisión, buena parte de los ferrocarriles y de las áreas
petroleras de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). También se proclamó la
apertura económica, atenuada por las urgencias fiscales.
Pese a la mejora en
los ingresos, sobre todo por los fondos de las privatizaciones, no se alcanzó
el equilibrio fiscal y la inflación se mantuvo alta. A fines de 1989 se produjo
una segunda hiperinflación, con saqueos y pánico, aunque pasó más
silenciosamente. El nuevo ministro de Economía, Antonio Erman González, del
íntimo círculo presidencial, actuó de manera drástica. Con el Plan Bonex se
apropió de los depósitos a plazo fijo de los ahorristas, que cambió por bonos
en dólares de largo plazo. A eso agregó una fuerte restricción de los pagos
estatales y de la circulación monetaria. La inflación se redujo, pero a costa
de una fortísima recesión que, al cabo de un año, había deprimido los ingresos
fiscales. Para solucionarlo, se apeló de nuevo a la emisión, y la inflación
volvió a desatarse. A fines de 1990, con la economía otra vez en estado
crítico, estalló el escándalo del Swiftgate.
El embajador
estadounidense denunció que el frigorífico Swift era presionado por miembros
del círculo presidencial (la denominada "carpa chica") que reclamaban
coimas para permitir la sanción de determinados decretos. El tráfico de
influencias, favorecido por la excepcionalidad de las medidas, era bien
conocido; el diputado José Luis Manzano se hizo célebre por la frase "yo
robo para la Corona". En este caso, la intervención del gobierno
estadounidense provocó una serie de cambios y rotaciones en el gabinete que, a
principios de 1991, llevaron al Ministerio de Economía al entonces canciller
Domingo Cavallo.
Cavallo encaró el
problema de la inflación mediante la trascendente ley de convertibilidad, que
durante diez años marcó las pautas de la economía. Se estableció una paridad
cambiaria fija; emblemáticamente, un dólar equivaldría a un nuevo
"peso", y se prohibió al Poder Ejecutivo emitir moneda por encima de
las reservas, de modo de garantizar esa paridad. El Estado consiguió desalentar
las perspectivas inflacionarias, pero a costa de renunciar a su más importante
instrumento de intervención en la economía. Culminaba así una historia de
reducción de la capacidad de acción del Estado, iniciada en 1976 y profundizada
luego con el endeudamiento externo. Los resultados inmediatos fueron muy
exitosos: cayó la inflación y también la fuga de divisas, volvieron capitales
emigrados, bajaron las tasas de interés, hubo una rápida reactivación económica
y mejoró la recaudación fiscal.
La convertibilidad
(una drástica medida) fue reforzada por otras dos disposiciones. La reducción
general de aranceles (cayeron a una tercera parte de su anterior valor)
concretó la tantas veces anunciada apertura económica. Para mejorar rápidamente
la recaudación fiscal, se elevaron los impuestos más fáciles de cobrar (al valor
agregado y a las ganancias), a costa de mejorar el ahorro y la inversión o de
considerar algún criterio de equidad social. Por otra parte, la Dirección
General Impositiva (DGI) logró una mejor recaudación, persiguiendo a los
evasores, incluso a los "ricos y famosos", y el número tributario
personal (la Clave Única de Identificación Tributaria o CUIT) se convirtió en
el nuevo documento de identidad.
Con las cuentas
fiscales mejoradas y con suficientes pruebas sobre la seriedad del rumbo
adoptado, el gobierno pudo renegociar su deuda externa, en el marco del Plan
Brady, acordando un plan de pagos razonable. La Argentina volvió a ser
confiable para los inversores globales, en momentos en que una masa de dólares
circulaba por el mundo a la búsqueda de "mercados emergentes" más
rendidores que los metropolitanos, por entonces retraídos. Entre 1991 y 1994,
entró al país una cantidad considerable de dólares, con los que el Estado
cumplió sus compromisos y saldó su déficit, y las empresas se reequiparon. La
estabilidad lograda con la convertibilidad potenció el primer proyecto
reformista, retomado por el ministro Cavallo, un economista de formación
ortodoxa y con fuerte vocación política. Éste incorporó a un grupo numeroso de
economistas y técnicos de alta capacidad profesional, lo dirigió de manera
coherente y disciplinada y lo proyectó a diversas áreas del gobierno, logrando
que éstas se alinearan con su proyecto. Fue decisivo el apoyo del presidente
Menem, que se encargó sobre todo de lidiar con los viejos peronistas. Durante
cuatro años, ambos se potenciaron recíprocamente, combinando claridad en el
rumbo con intuición política. Así fortalecido, el equipo gobernante dejó de
estar a merced de los humores de los operadores financieros, los acreedores o
los grandes empresarios, y pudo fijar un rumbo en forma independiente de sus
requerimientos cotidianos.
Cavallo avanzó con firmeza
en las reformas estructurales iniciadas en 1989, pero con más prolijidad. Para
achicar el déficit fiscal, el Estado nacional transfirió a las provincias la
mayoría de los servicios de salud y educativos, aunque sin incluir los recursos
presupuestarios correspondientes. Se continuó con la venta de las empresas del
Estado, pero la privatización de las de electricidad, gas y agua incluyó
garantías de competencia, mecanismos estatales de regulación y control y la
venta de acciones a particulares; incluso se previó la participación de los
sindicatos en algunas de las nuevas empresas, con lo que ganó la buena voluntad
de los gremialistas. YPF, la emblemática empresa estatal, fue privatizada por
etapas. Primero se la fraccionó, se vendieron las refinerías y se entregó a los
contratistas las áreas con reservas comprobadas de petróleo, que pudieron
exportar libremente. Luego se vendieron las acciones; diversas agencias del
Estado conservaron una cantidad importante, y los trabajadores otra parte. Con
los ingresos se saldaron deudas con los jubilados, lo que sirvió para atenuar
las opiniones adversas.
En otros terrenos
las resistencias disminuyeron el ímpetu reformista. Se encaró la privatización
del régimen previsional, lo que implicaba un problema fiscal inmediato, al
perderse los aportes de los trabajadores; pero se esperaba un beneficio en el
mediano plazo, cuando estas nuevas empresas privadas de jubilación movilizaran
una considerable masa de ahorro interno. La reforma traía un cambio de criterio
importante, pues se pasaba del conocido sistema basado en la solidaridad
intergeneracional a otro fundado en el ahorro personal. Hubo resistencias, que
se expresaron en el Congreso, y finalmente se acordó mantener en parte el
régimen estatal. Similar criterio contemporizador se tuvo con la
flexibilización del régimen laboral; los sindicatos pudieron evitar cambios
significativos, lo mismo que con la desregulación de las obras sociales. Con
las provincias se firmó un Pacto Fiscal, para que acompañaran la política de reducción
de gastos, pero se tuvo una amplia tolerancia con el empleo de recursos
fiscales para paliar los efectos del ajuste. La provincia de Buenos Aires
recibió un sustancioso Fondo de Reparación Histórica del Conurbano Bonaerense,
que significó un millón de dólares por día.
De ese modo, merced
a la feliz coyuntura financiera internacional, mientras se avanzaba en reformas
irreversibles, se atenuaron sus efectos más duros. Vistos en la perspectiva de
lo pasado y lo por venir, fueron tres años dorados: el producto bruto creció en
forma sostenida, a tasas más que respetables, la inflación cayó drásticamente,
creció la actividad económica y el Estado mejoró su recaudación y hasta gozó de
un par de años de superávit fiscal, en buena medida debido a los ingresos por
la privatización de las empresas. El consumo se expandió, con créditos pactados
en dólares; muchas personas viajaron al exterior y otras compraron artículos
importados, abaratados por la baja de aranceles.
Esta bonanza ocultó
por un tiempo los aspectos más duros de la gran transformación, particularmente
el desempleo, que pasó del 7 al 12 por ciento en 1994. Cada privatización
estuvo acompañada de una elevada cantidad de despidos, sobre todo en las
empresas estatales, dotadas de planteles superabundantes, por obra de la
histórica colusión entre administradores públicos y sindicalistas. Los efectos
se disimularon al principio, por las importantes indemnizaciones pagadas, pero
explotaron a partir de 1995. Cerraron muchas empresas privadas, que sufrieron la
competencia de los productos importados; sobrevivieron las que se tecnificaron,
incorporaron nuevas maquinarias y redujeron su personal, y también las que se
convirtieron en importadoras. Otros sectores eran golpeados por el
congelamiento de sus haberes, como los empleados estatales o los jubilados, por
el encarecimiento de los servicios públicos, debido a la privatización de las
empresas o por los cortocircuitos financieros de varios gobiernos provinciales.
Lejos de
replegarse, en estos años el Estado desplegó una importante actividad, dirigida
a aliviar los costos de la transición a algunos sectores o empresarios
seleccionados y a paliar las consecuencias sociales más duras. Sus medidas
fueron singulares y discrecionales, ajustadas a los criterios de focalización
de la intervención estatal que difundía el Banco Mundial. La Secretaría de
Desarrollo Social puso en marcha distintos planes destinados a lo que se llamó
la reconversión de los desocupados, como por ejemplo el estímulo a los
microemprendimientos, pero fue una acción esporádica e ineficiente. Más
consistente fue el apoyo a los grandes empresarios. La industria automotriz
recuperó casi todos sus beneficios, y los grandes exportadores, perjudicados
por el peso sobrevaluado, recibieron distintas compensaciones fiscales. Los
contratistas del Estado tuvieron el premio mayor: participar de las
privatizaciones en condiciones ventajosas. Algunos grandes grupos, como Pérez
Companc o Soldati, cosecharon los beneficios iniciales y luego se desprendieron
de sus participaciones.
Hacia 1994, pasada
la euforia, muchos de ellos ya podían advertir los límites de la
transformación. La sobrevaluación del peso, consecuencia de la convertibilidad,
afectó a los exportadores. El gobierno había renunciado a las herramientas
tradicionales de compensación, como el crédito subsidiado o el manejo de las
tarifas de los servicios públicos, y sólo mantuvo los reintegros a las
exportaciones, propios del viejo capitalismo asistido, que significaban para el
fisco un costo no despreciable. La solución tradicional (una devaluación que
hiciera más competitiva la producción local) era imposible, y la
convertibilidad se iba convirtiendo en un lecho de Procusto.
Para sobrevivir día
a día, enjugar el déficit y honrar los compromisos con los acreedores externos,
fijados en el Plan Brady, eran indispensables nuevos préstamos. Ya la decisión
no dependía del FMI, del cual podía esperarse una mirada general, sino de
inversores globales, como los grandes fondos de inversión, ágiles para
encontrar en cada momento el rendimiento más alto en cualquier lugar del mundo.
Pero al apelar a este recurso, cualquier oscilación global produciría una
cascada de efectos locales desastrosos: por la convertibilidad, la economía
argentina se había tornado extremadamente vulnerable.
Esa vulnerabilidad
se manifestó a principios de 1995 por el "efecto tequila": una
devaluación en México produjo una corrida mundial de inversores que abandonaron
los mercados emergentes. En la Argentina hubo un retiro masivo de fondos externos,
se precipitaron el déficit fiscal y la recesión, y la desocupación trepó al
insólito nivel del 18 por ciento. El gobierno actuó rápida y eficientemente:
hubo una poda presupuestaria, reducción de sueldos estatales, fuerte aumento de
impuestos y un consistente apoyo del FMI y del Banco Mundial. En lo inmediato,
la "crisis del tequila" fue superada. Pese a la corrida, el sistema
bancario pudo ser salvado, aunque unos cuantos bancos cerraron o fueron
vendidos. Muchos de los dólares fugados retornaron. El producto bruto, que cayó
el 4 por ciento en 1995, se recuperó en 1996 y avanzó con fuerza en 1997,
creciendo por encima del 8 por ciento. Pero la desocupación no cedió, y se
mantuvo apenas por debajo del 15 por ciento.
Por su eficacia, el
gobierno fue premiado electoralmente en 1995, y Menem (que había logrado
reformar la constitución) fue reelecto con amplitud. Pero quedó claro que la
estabilidad económica dependía de la convertibilidad, y que no existía la
opción de abandonarla. Un dato inquietante era el crecimiento de la deuda
externa, que pasó de 60 mil millones de dólares de 1992 a 100 mil en 1996.
Definitivamente, la economía argentina dependía del flujo de capitales externos
y de las volátiles decisiones de los inversores, cada vez más preocupados por
los sucesivos derrumbes en los mercados emergentes.
La restricción del
flujo de inversiones significó recesión, penuria fiscal y mayores dosis de
ajuste. Por ese camino, quedó poco margen para lo que hasta entonces había
hecho Menem, con la tolerancia de los técnicos: distribuir un poco, compensar,
acallar quejas, ganar complicidades. Los acreedores reclamaron ajuste en las
cuentas fiscales, en momentos en que aumentaban los reclamos de distintos
sectores de la sociedad. En ese punto el gobierno abandonó el diseño de largo
plazo y se limitó a capear la situación, día a día.
Quien primero
sintió el impacto fue Cavallo. El ministro salió con éxito de la crisis de
1995. Inició una nueva serie de privatizaciones (el correo, las centrales
nucleares), declaró la emergencia previsional y restringió los fondos
transferidos a los gobiernos provinciales, que pasaron por momentos de zozobra;
muchos no pudieron pagar los sueldos de sus empleados, y finalmente se vieron
obligados a realizar su propio y doloroso ajuste. Pero Cavallo quedó en el ojo
de la tormenta. Los políticos peronistas se hicieron eco del fuerte malestar
social, que sumaron a sus urgencias electorales, recordaron sus viejos
discursos y desde el Congreso centraron sus baterías en el ministro. Cavallo se
enfrentó también con los allegados que rodeaban a Menem, y desde la llamada
"carpa chica" gestionaban negocios poco claros y muy rendidores. Con
la ley de patentes medicinales, Cavallo chocó con los senadores, encabezados
por Eduardo Menem, que defendían al poderoso lobby de los laboratorios locales.
Con la privatización del correo, chocó con el empresario postal Alfredo Yabrán,
que manejaba negocios vastos y poco conocidos, a quien acusó de evasor de
impuestos y de mafioso; también involucró a los ministros de Interior y de
Justicia, ambos del círculo íntimo del presidente. Con sus acusaciones, instaló
en la discusión pública el tema de la corrupción gubernamental, que creció
vertiginosamente en los años siguientes. La relación con Menem se rompió, y en
julio de 1996 Cavallo fue remplazado por Roque Fernández, un economista
ortodoxo que presidía el Banco Central.
Formado en la
ortodoxia liberal, Fernández se preocupó principalmente del ajuste de las
cuentas fiscales. Elevó los impuestos, redujo el número de empleados públicos y
recortó el presupuesto. Además, impulsó las privatizaciones pendientes: el correo,
los aeropuertos y el Banco Hipotecario Nacional, y vendió las acciones de YPF
en poder del Estado, inclusive la "acción de oro". El sector político
del gobierno, preocupado por las futuras elecciones presidenciales, puso
obstáculos. Así fracasó en el Congreso el proyecto sobre flexibilización
laboral, una cuestión tan emblemática para los empresarios y para el FMI como
para los sindicalistas. Incluso fracasó Menem, quien intentó sortear la
resistencia con un decreto de necesidad y urgencia, sorpresivamente objetado
por la justicia. En 1997, en pleno tiempo electoral, Menem abandonó la reforma
y su ministro de Trabajo acordó con los gremialistas una ley intrascendente.
Fernández siguió defendiendo la ortodoxia presupuestaria: se opuso a una ley
sobre mejoramiento salarial para los docentes y rechazó un ambicioso proyecto
de construcción de 10 mil km de autopistas, que hubiera significado un rápido
descenso de la desocupación, pero también un buen aumento del déficit. En
vísperas de elecciones decisivas, y en un contexto cada vez más recesivo, el
gobierno enfrentó el desafío de encontrar un balance entre los criterios
fiscales del ministro de Economía y los criterios electorales de los políticos.
La
jefatura
Luego de electo, en
1989, y mientras se ganaba la confianza del establishment, Menem procedió a
ampliar los márgenes de poder del Ejecutivo, estirando los límites de lo legal
y hasta subvirtiendo algunas de sus instituciones. Las leyes de emergencia y de
reforma le dieron importantes atribuciones, que manejó discrecionalmente. Con
la ampliación de la Corte Suprema (en la que designó cuatro miembros de su
confianza), se aseguró la mayoría; la Corte falló en favor del Ejecutivo en
cada situación discutida, y hasta avanzó por sobre jueces y cámaras, mediante
el novedoso recurso del per saltum. Para eliminar controles y restricciones,
removió a casi todos los miembros del Tribunal de Cuentas y al fiscal general
(el prestigioso Ricardo Molinas), nombró por decreto al procurador general de
la nación, redujo el rango institucional de la Sindicatura General de Empresas
Públicas y desplazó o reubicó a jueces o fiscales cuyas iniciativas resultaban
incómodas. Más tarde, cuando el Congreso empezó a cuestionar algunas de sus
iniciativas, Menem recurrió a los vetos parciales de las leyes y a los decretos
de necesidad y urgencia. Todo ello fue convalidado por representantes,
funcionarios y magistrados, quienes aceptaron esta delegación de autoridad en
el presidente.
A eso le sumó un
estilo de gobierno singular. Se concentró en la política, pero no se ocupó
mucho de las cuestiones de administración o gestión, que delegó en un grupo de
colaboradores de destacada capacidad, como los ministros Carlos Corach, Roberto
Dromi o el ya mencionado Cavallo. Después de separarse de su esposa, Zulema
Yoma, a la que debió desalojar de la quinta de Olivos, transformó esta
residencia en una suerte de corte, rodeado de un círculo íntimo, con el que
también recorrió el mundo a bordo de un nuevo y lujoso avión presidencial. Integraban
el grupo antiguos amigos personales y compañeros de su vieja vida nocturna, a
los que sumó a políticos de provincia, sindicalistas o antiguos militantes,
reclutados de los más diversos ámbitos del peronismo. A los vínculos de amistad
se sumaron otros, derivados del poder y sus beneficios. "El jefe",
como empezó a llamárselo, concedía a sus fieles protección e impunidad, y
distribuía con generosidad los frutos de un tráfico de influencias practicado
sin disimulo. Gradualmente la corrupción se hizo menos ostentosa, se confundió
con el tradicional sistema prebendario y se integró con la máquina política.
Los agentes de los grandes lobbies, o quienes forjaban una nueva fortuna al
calor del poder, destinaban parte de los beneficios a las "cajas
negras", cuyo contenido se redistribuía entre los funcionarios, según
precisas normas de rango y jerarquía.
Este círculo íntimo
compartió responsabilidades con el grupo de técnicos dirigido por el ministro
Cavallo, que a menudo entró en conflicto con las huestes presidenciales. Los
políticos se quejaron de los costos sociales y políticos de la gran
transformación y también del recorte de los recursos que ellos manejaban
discrecionalmente. Preocupado por la opinión de los inversores externos,
Cavallo trató de corregir las formas más groseras de la corrupción y los
escándalos, como el protagonizado por Amira Yoma, cuñada del presidente y su
jefa de audiencias, que apareció vinculada con el tráfico de drogas y el lavado
de dinero.
El talento de Menem
se manifestó, sobre todo, en su capacidad para hacer que el peronismo aceptara
las reformas, que suponían un giro radical en sus tradiciones. El peronismo de
1989 ya no era el de antes. Luego de la derrota de 1983, aceptó las nuevas
condiciones de la democracia y se convirtió en un partido de organización
territorial. El control de gobernaciones e intendencias y de sus recursos
permitió a los dirigentes políticos independizarse de los sindicalistas. Por
otra parte, en el nuevo contexto de pluralismo, se atenuó la identificación
(raigal en su cultura política) del peronismo con el "pueblo". Los
otrora "enemigos del pueblo" pasaron a ser simplemente adversarios y
en ese sentido se mantuvo la convivencia política instalada en 1983.
Esos cambios no
alteraron el tradicional criterio peronista de jefatura o liderazgo, aunque fue
significativo que Menem (el primer líder, luego de Perón) llegara allí por una
elección interna. En la tradición de Roca, Yrigoyen o Perón, Menem sumó los
recursos de jefe partidario y presidente, para mandar sobre un conjunto de
dirigentes y cuadros acostumbrados a obedecer; aunque expresaran sus
disidencias, y hasta llegaran al enfrentamiento, rara vez estaban dispuestos a
romper o (según la colorida frase de Perón) a "sacar los pies del
plato". De acuerdo con la tradicional "vocación frentista" del
peronismo, Menem sumó apoyos fuera del movimiento, adecuados para su nueva
orientación: el ingeniero Alsogaray, jefe de la Unión del Centro Democrático
(UCeDe), o el periodista televisivo Bernardo Neustadt, muy ligado al
establishment, que le organizó una de sus pocas manifestaciones plebiscitarias,
la llamada "Plaza del sí", en abril de 1990.
Menem no necesitó
ni la plaza ni el balcón para comunicarse fácilmente con la gente, más allá de
sus identidades políticas. Por ejemplo, jugaba al fútbol o al básquet, o
visitaba los programas de televisión populares, opinando sobre los temas más
diversos y agregando aquí y allá su coletilla política. Atento a los humores y
a las demandas de la sociedad, percibidas a través de la prensa o de las
encuestas de opinión, daba una respuesta rápida, que no requería de mucha
deliberación. En suma, Menem demostró que, para gobernar, en última instancia,
podría prescindir del peronismo y de sus cuadros.
Los recursos del
Estado prebendario fueron ampliamente usados para construir la jefatura. El
movimiento "renovador" se disolvió, y muchos de sus dirigentes se
incorporaron a la caravana menemista. En la provincia de Buenos Aires, Cafiero
fue reemplazado por el vicepresidente Eduardo Duhalde, electo gobernador en
1991 y reelecto en 1995. Ayudado por el ya mencionado Fondo de Reparación
Histórica, que obtuvo del gobierno nacional, Duhalde construyó en la provincia
un sólido aparato político y se perfiló como candidato a la sucesión presidencial.
Entre los sindicalistas, Saúl Ubaldini intentó nuclear a los golpeados por las
reformas, como los trabajadores estatales, pero Menem logró la adhesión de
otros sindicalistas, que advirtieron los beneficios de plegarse a la política
reformista, y sobre todo los costos de no hacerlo. Muchos dirigentes obtuvieron
beneficios personales, y algunos gremios como Luz y Fuerza o la Unión
Ferroviaria, transformados en organizaciones empresarias, aprovecharon las
prebendas de la privatización.
En los comicios de
1991, Menem lanzó al ruedo a nuevos dirigentes: el cantante Ramón
"Palito" Ortega y el automovilista Carlos "Lole" Reutemann
fueron electos gobernadores de Tucumán y Santa Fe respectivamente. Estas
elecciones fueron un éxito para el presidente y convencieron a los dudosos de
que el peronismo tenía un nuevo jefe. La excepción fue un pequeño grupo de
diputados, "los ocho", que encabezados por Carlos "Chacho"
Álvarez abandonaron el partido. Por entonces Menem comenzó a hablar de la
"actualización doctrinaria" del peronismo: declaró que se apartaba de
la línea histórica trazada por Perón (aunque aseveró que el líder hubiera hecho
lo mismo) y empezó a pensar en la posibilidad de su reelección.
Fuera del
peronismo, la oposición política fue mínima. La UCR no pudo remontar el
descrédito de 1989, y en las elecciones de 1991 sólo ganó en la Capital
Federal, Córdoba, Río Negro, Chubut y Catamarca. En 1993 perdió incluso en la
Capital Federal, un distrito tradicionalmente adverso al peronismo. En rigor,
los radicales no sabían cómo enfrentar a Menem, que llevaba adelante de manera
brutal pero exitosa la política reformista que Alfonsín intentó encarar en
1987; las diferencias en su ejecución, aunque eran importantes, no alcanzaban
para sustentar un argumento opositor.
En 1990 Menem
clausuró el flanco militar y cerró, de un modo inesperado, el proceso iniciado
en 1983. La cuestión militar tenía dos aspectos: el castigo a los responsables
del terrorismo de Estado y el sostenido reclamo de los "carapintadas",
que apuntaba a la remoción de la conducción del Ejército. Antes de llegar al
gobierno, Menem había establecido sólidos contactos con ellos, y en especial
con el coronel Mohamed Alí Seineldín. A fines de 1989 los indultó, junto con
militares procesados, jefes guerrilleros y responsables de la guerra de
Malvinas, dentro de su política más general de reconciliación, completada en
diciembre de 1990, cuando indultó a los integrantes de las Juntas Militares condenados
en 1985, pese a la fuerte movilización en contra de la medida. Poco antes de
este segundo indulto, los "carapintadas", encabezados por Seineldín,
se habían sublevado nuevamente, reclamando el cumplimiento de una promesa de
Menem: remover al alto mando militar y entregarles la conducción del Ejército.
Menem ordenó una represión en regla y (a diferencia de lo que venía sucediendo
desde 1987) los mandos militares acataron la orden. Hubo en total 13 muertos y
más de 200 heridos; los responsables fueron juzgados y Seineldín fue condenado
a prisión perpetua.
Poco después asumió
la jefatura del Ejército el general Martín Balza, que acompañó a Menem hasta el
final de su segundo gobierno. Balza logró mantener la disciplina y la
subordinación del Ejército al poder civil, en medio de circunstancias
difíciles. El presupuesto militar fue drásticamente reducido, en el contexto
del ajuste de los gastos estatales, y se privatizaron numerosas empresas
militares. En 1994 murió en Zapala el conscripto Ornar Carrasco, víctima de
malos tratos; el escándalo, cuando Menem preparaba su reelección, culminó en la
supresión del servicio militar obligatorio y su reemplazo por un sistema de
voluntariado profesional. La función de las Fuerzas Armadas se desdibujó, pero
el gobierno encontró para los oficiales una alternativa profesional atractiva
en la participación militar en acciones internacionales, lideradas por las
Naciones Unidas o por Estados Unidos.
En 1995,
sorpresivamente, Balza realizó una crítica de la acción del Ejército en la
represión clandestina, y afirmó que la "obediencia debida" no
justificaba los actos aberrantes cometidos. Coincidió con la confesión de un
oficial de Marina, quien declaró haber participado en los llamados "vuelos
de la muerte". Se sumaron así la primera autocrítica militar y el primer
reconocimiento por parte de un protagonista. La declaración de Balza tuvo poco
eco en las otras armas y provocó reacciones hostiles en el Ejército, pero
contribuyó al comienzo de la revisión de lo actuado durante el Proceso.
Un apoyo similar
encontró Menem en la Iglesia, en el cardenal Antonio Quarracino, arzobispo de
Buenos Aires. Un grupo de obispos, que creció a medida que se agudizaban los
efectos sociales del ajuste y la reforma, comenzó a reclamar políticas compensatorias.
Quarracino moderó a este coro de disconformes, y evitó pronunciamientos masivos
de la Conferencia Episcopal; a su vez, Menem lo acompañó en la defensa de las
posiciones más tradicionales, sostenidas por el Papa, como el rechazo del
aborto y el "derecho a la vida". Así, Menem se hizo aceptar por el
grueso de la jerarquía eclesiástica, ciertamente pragmática, si se tiene en
cuenta su condición de divorciado y su conducta personal poco recatada.
Otro apoyo
importante lo obtuvo de los presidentes estadounidenses de entonces. Menem
estableció excelentes vínculos personales con George Bush, los recreó
rápidamente con Bill Clinton, y pudo acudir a ellos en busca de respaldo. El
canciller Guido di Tella estableció relaciones que denominó
"carnales", que fueron complementarias del acuerdo alcanzado con los
bancos acreedores. La Argentina abandonó el Movimiento de Países No Alineados,
se clausuró el Proyecto Cóndor de construcción de misiles, se respaldaron todas
las posiciones internacionales de Estados Unidos y se lo acompañó en sus
empresas militares, enviando tropas al Golfo Pérsico y a la ex Yugoslavia.
Involucrarse en las cuestiones de Medio Oriente tuvo un precio: dos terribles
atentados con explosivos, uno en la embajada de Israel y otro en la Asociación
Mutual Israelita Argentina (AMIA), sede de las instituciones asistenciales
judías, probablemente hayan sido consecuencias derivadas de aquellas acciones.
Di Tella inició
negociaciones con Inglaterra sobre las islas Malvinas, y postergó la cuestión
de la soberanía, para solucionar las nuevas y urgentes cuestiones sobre
derechos pesqueros. Con el mismo espíritu, en 1991 zanjó todas las cuestiones
limítrofes pendientes con Chile, con excepción de dos: Laguna del Desierto,
donde el arbitraje internacional fue favorable a la Argentina, y los Hielos
Continentales, que suscitó un fuerte debate y postergó el acuerdo final hasta
1999. Durante todo este período, Menem viajó mucho al exterior y lució su
imagen de vencedor de la inflación y reformador exitoso. Fue un personaje
popular en el mundo.
Pese a la dureza
del ajuste, el gobierno enfrentó inicialmente escasa oposición a las reformas.
Hubo algunos incipientes movimientos de resistencia: trabajadores de empresas
privatizadas, empleados de estados provinciales, con problemas para cobrar sus
sueldos, jubilados y docentes. La Central de Trabajadores Argentinos (CTA), no
encuadrada en el peronismo, y luego el Movimiento de Trabajadores Argentinos
(MTA), peronista disidente, encabezado por el camionero Hugo Moyano, lograron
coordinar sus protestas en la Marcha Federal, de julio de 1993, y un posterior
paro general al que no adhirió la Confederación General del Trabajo (CGT). En
diciembre de 1993, se produjo en Santiago del Estero un estallido violento: una
pueblada, con incendio de edificios públicos y viviendas de políticos, que
inició una nueva forma de protesta.
Desde 1991, Menem
comenzó a plantear la cuestión de su reelección, lanzando la consigna
"Menem 95". Se apoyó en el precedente de un proyecto de Alfonsín para
modernizar el texto constitucional. Menem trabajó con notable empeño en su
reelección, superó todo tipo de dificultades, políticas y personales (una
enfermedad grave y la muerte de su hijo) y finalmente lo logró. No le fue
fácil. En el peronismo encontró reticencias entre quienes aspiraban a
sucederlo, y el establishment económico temió por los posibles conflictos
aparejados. El problema principal estaba en el Congreso: la reforma
constitucional debía ser habilitada en ambas Cámaras, por dos tercios de los
votos. En 1993, Menem logró la aprobación del Senado, y convocó a una consulta
popular, no vinculante, para presionar a los diputados de la oposición. También
exploró la posibilidad de hacerla aprobar por ley, contando con la futura convalidación
de la Corte. La UCR estaba dividida, pues Alfonsín se oponía, pero los
gobernadores radicales, que dependían de los aportes del fisco nacional, eran
más proclives a un entendimiento. Sorpresivamente, en noviembre de 1993, Menem
y Alfonsín acordaron en secreto (el llamado "Pacto de Olivos") las
condiciones para la reforma constitucional, que habría de contener la cláusula
de reelección y una serie de modificaciones impulsadas por la UCR para
modernizar el texto y reducir el margen de discrecionalidad presidencial:
elección directa, con balotaje, reducción del mandato a cuatro años, con la
posibilidad de una reelección consecutiva (pero sin vedar la electividad
futura), creación del cargo de jefe de gabinete, designación de los senadores
por voto directo, incluyendo un tercero por la minoría, elección directa del
jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, creación del Consejo de la
Magistratura y reglamentación de los decretos de necesidad y urgencia. Alfonsín
fundamentó su decisión en los riesgos institucionales que tendría una reforma
llevada adelante por el presidente sin el consentimiento de las fuerzas
políticas, así como los beneficios que podrían obtenerse del acuerdo para la
modernización institucional. El partido radical lo aceptó a regañadientes, pero
en el resto del ámbito opositor el rechazo fue importante.
En las elecciones
para convencionales de abril de 1994 el justicialismo perdió votos y la UCR
sufrió un fuerte drenaje en beneficio del Frente Grande, opuesto a la reforma,
que alcanzó el 12 por ciento y se impuso en la Capital Federal y en Neuquén.
Era una fuerza política nueva, que reunió a los peronistas disidentes de Chacho
Álvarez, grupos socialistas y democristianos, y militantes de organizaciones de
derechos humanos como Graciela Fernández Meijide. En la convención, reunida en
Santa Fe y Paraná, los partidos mayoritarios respetaron el acuerdo y aprobaron
en bloque las coincidencias básicas, que debían luego ser reglamentadas por el
Congreso.
A principios de 1995,
la ya mencionada "crisis del tequila" dio nueva fuerza a la campaña
reeleccionista, pues Menem pasó a encarnar en la opinión el orden y la
estabilidad, amenazados por la crisis. En las elecciones enfrentó a una UCR
debilitada y a una nueva fuerza, el Frente para un País Solidario (Frepaso),
que sumaba al Frente Grande un nuevo grupo peronista disidente encabezado por
el exgobernador mendocino José O. Bordón. Menem, acompañado por Carlos Ruckauf,
derrotó a la fórmula Bordón-Álvarez, que dejó al candidato radical Horacio
Massaccesi en un lejano tercer lugar. El triunfo de Menem fue muy claro: logró
prácticamente el 50 por ciento de los votos. El poder del jefe llegó allí al
cénit.
Un
país transformado
Al finalizar la
década de los noventa, estaba claro que la Argentina era un país nuevo, en
cualquiera de sus dimensiones, muy distinto a la vieja Argentina, vital y
conflictiva, de las décadas anteriores. Así lo muestra cualquier indicador que
compare la situación en 1974 y en 1999. El sentido total de esa transformación
no fue claramente percibido por los contemporáneos, sobre todo porque lo mucho
que se derrumbaba era más visible que lo que apenas comenzaba a emerger. Las
políticas de la década menemista, no siempre coherentes, contribuyeron a esa
transformación, pero no fueron el único factor. El cambio estaba en marcha
desde mediado de los años setenta, por razones que también hacen a procesos de
la sociedad local y del mundo. Menem le dio un fuerte impulso al cambio y,
sobre todo, creó un modelo de gestión política, social y económica que se
mantuvo en la década siguiente.
En la economía, los
cambios fueron consecuencia de las reformas del gobierno de Menem, y también
del cese de la inflación, que había acompañado a los argentinos desde mediados
de siglo. En ciertos sentidos, los cambios profundizaron el giro iniciado en
1976. El Estado redujo la asistencia estatal a muchos sectores a través de promociones
o subsidios, hubo una apertura de la economía a los capitales y a los bienes
importados, y, como alternativa, se promovieron las exportaciones. Las
consecuencias fueron variadas.
El golpe más fuerte
lo recibió el tradicional sector industrial volcado al mercado interno, surgido
en los años treinta y cuarenta como consecuencia de las políticas de
sustitución de importaciones. Una parte importante de las empresas debió
cerrar, en especial entre las pequeñas y medianas, y sólo sobrevivieron las que
pudieron reconvertir sus procesos de producción y adecuarse a los nuevos
estándares mundiales. Algunas se convirtieron en importadoras; muchas se
vendieron a empresas extranjeras, aunque algunos empresarios locales pudieron
aprovechar el tipo de cambio favorable para comprar maquinarias y modernizarse.
Estas empresas ocupaban tradicionalmente a muchos trabajadores, de modo que los
cierres y la tecnificación produjeron una considerable reducción en el nivel de
ocupación, lo que, sumado a los despidos en las empresas estatales
privatizadas, como YPF, conformó un importante primer gran contingente de
desocupados, cuya magnitud fue desde entonces uno de los rasgos dominantes de
la nueva Argentina.
Hubo también
ganadores, sobre todo entre quienes consiguieron aprovechar las nuevas
prebendas estatales o mantener las antiguas. Los grandes grupos nacionales,
contratistas del Estado, se asociaron con los consorcios internacionales para
adquirir las empresas del Estado. Se trató de un negocio ocasional; la mayoría
vendió pronto su participación y dedicó esa ganancia extraordinaria a
consolidar su núcleo principal. Las automotrices, nunca desprotegidas,
encontraron su solución integrando su producción con plantas brasileñas al
amparo del Mercosur. Éste comenzó a funcionar eficientemente y también fue
aprovechado por otras empresas exportadoras. El gobierno alentó en especial las
exportaciones mediante subsidios (otra subsistencia del antiguo capitalismo
asistido), destinados a los grupos fabricantes de celulosa, aluminio o acero,
los productores de aceite o golosinas y las empresas petroleras. Algunas de
estas empresas instalaron filiales en otros países y se convirtieron en
cabeceras de grupos multinacionales. En suma, al fin de un proceso darwiniano,
un grupo no menor se había adecuado a las condiciones de la economía globalizada,
otro había desaparecido y un tercero subsistía con dificultad.
Más significativa
aún fue la transformación del mundo agrario. Los precios internacionales, bajos
en los años ochenta, mejoraron desde 1996, y alentaron la profundización de los
cambios productivos, ya iniciados en la década de 1970, sin que la caída fuerte
de los precios desde 1999 produjera un retroceso. El motor estuvo en los
cereales y las oleaginosas, y fue el resultado de una combinación virtuosa de
nuevos procedimientos tecnológicos y formas de organizar la producción. Se
incorporaron masivamente fertilizantes y herbicidas, lo que contribuyó a
aumentar la productividad, junto con el empleo de maquinarias de mayor
envergadura y velocidad, la siembra directa y el uso de semillas transgénicas y
del glifosato, un eficaz herbicida para la soja, que comenzó a ser demandada en
los mercados mundiales. Por otra parte, se generalizaron los pools de siembra,
que permitieron combinar de manera efectiva distintos factores de la
producción. El pool reunía a diferentes inversores medianos, ajenos al campo,
alquilaba tierras y maquinarias y colocaba a un profesional en la dirección. La
frontera agraria comenzó a expandirse, superando los tradicionales límites de
la pampa húmeda. La soja, las otras oleaginosas, los aceites y los cereales
incrementaron significativamente las exportaciones del sector, que se asomó a
los mercados asiáticos, mientras que los productores de frutas y hortalizas
encontraron su alternativa exportadora en el Mercosur.
La eficiencia de
este reducido sector industrial y agrario, todavía incipiente, no mejoró la
demanda de empleo ni derramó sus beneficios al resto de la sociedad. Los
empresarios tampoco abandonaron sus antiguas prácticas prebendarías, que
reaparecieron aquí y allá, cuando el Estado dispuso de algunos recursos. Éste,
en cambio, renunció a la posibilidad de regular a los actores económicos,
incluso para salvaguardar los intereses públicos básicos. A esto se sumó la
continua corrosión del instrumento estatal. La reforma en curso no mejoró su
eficiencia, salvo quizá en lo fiscal, ni tampoco mejoraron los instrumentos
estatales de control del gobierno, que desplegó una autoridad discrecional. Por
otra parte, el Estado fue desentendiéndose de sus funciones sociales, aun de
las más básicas. Para achicar su déficit, el Estado nacional transfirió su
responsabilidad a los estados provinciales, y hubo un deterioro en la calidad
de los servicios. En general, abandonó los principios de universalidad y,
aplicando el principio de subsidiariedad, asumió solamente la parte destinada a
los pobres o indigentes, aunque de manera focalizada, de acuerdo con las
urgencias, con la capacidad de presión sectorial o con las necesidades de
construcción de la maquinaria política.
El discurso neoliberal,
al que se apeló para impulsar reformas no siempre coherentes, impuso en la
opinión sus propuestas y su agenda de problemas. Todo el debate público se
redujo a la economía, y sobre todo a la "estabilidad". Así, se
abandonaron ilusiones caras a la sociedad, revitalizadas con el retorno a la
democracia, como el buen salario, el pleno empleo, el derecho a la salud, la
educación, la jubilación y, en general, a la igualdad de oportunidades,
garantizada por el Estado. Luego de 1995, ante las consecuencias reales de la
reforma y el ajuste, algunos actores recuperaron aquellas aspiraciones, pero de
manera casi nostálgica, limitada por los parámetros del pensamiento neoliberal.
Los cambios en la
economía y en el Estado le dieron a la sociedad un perfil absolutamente
diferente al que había tenido en los cien años anteriores. Desde fines del
siglo XIX y hasta la década de 1970, un largo ciclo expansivo fue conjugando
crecimiento económico, pleno empleo, fuerte movilidad y sostenida capacidad
para integrar nuevos contingentes al disfrute de los derechos, civiles,
políticos y sociales. Fueron oleadas sucesivas de movilización e integración,
que en las últimas décadas del siglo XX alcanzaron incluso a los migrantes de
los países limítrofes. La tendencia, que se mantuvo aún con la fuerte
conflictividad de los años sesenta y setenta, cambió de sentido luego de 1976.
La radicalidad de los cambios tardó en percibirse, en parte por las fuertes
oscilaciones cíclicas, que combinaron momentos de dinero fácil con otros de depresión
profunda, y en parte también por la ilusión colectiva instalada en 1983 sobre
la potencia de la democracia y del Estado para dar respuesta a las demandas
sociales.
Sin embargo, la
ejecución del Plan Alimentario Nacional (PAN) durante la gestión de Alfonsín
reveló un problema hasta entonces insospechado: vastos sectores de la población
padecían hambre. La hiperinflación de 1989 desnudó y escenificó los cambios,
que fueron profundizados (al menos en sus efectos inmediatos) por las políticas
reformistas de los noventa. Tanto la apertura económica como las
privatizaciones de empresas públicas agravaron los problemas de empleo,
mientras que las reformas estatales provocaron el deterioro de los servicios de
salud, educación y seguridad.
Vista en su
conjunto, la sociedad se polarizó. La gran transformación dejó ganadores y
perdedores. Mientras un vasto sector se sumergió en la pobreza o vio
deteriorado su nivel de vida, muchos ricos prosperaron ostentosamente, de modo
que las desigualdades no se disimularon, sino que se escenificaron y se
espectacularizaron. El grupo "ganador" incluyó a una buena parte de
los antiguos ricos (aunque la reestructuración produjo algunas caídas
significativas) y a una porción de la antigua clase media, incorporada al
sector más dinámico de la economía. La antigua sociedad, relativamente
homogénea e igualitaria en muchos aspectos, dejó paso a otra muy segmentada, de
partes incomunicadas, separadas por su diferente capacidad de consumo y de
acceso a los servicios básicos, y hasta por desigualdades civiles o jurídicas.
Graciela Silvestri y Adrián Gorelik han mostrado la existencia en las ciudades
(las llaman "máquinas de dualizar") de un reflejo de estos cambios,
que expresan a la vez el contraste y la exclusión: deterioro de la infraestructura
urbana y de los servicios, crisis del control y del orden público, ruptura del
espacio urbano homogéneo y desarrollo de algunos espacios aislados (el
shopping, el country, ciertos barrios privados) donde grupos reducidos creían
vivir en un mundo ordenado, seguro, próspero y eficiente.
Las clases medias,
lo más característico de la vieja sociedad móvil e integrativa, experimentaron
una fuerte diferenciación interna, particularmente en sus ingresos. Las
actividades o las profesiones dejaron de indicar con certeza la posición
social. Fueron historias singulares, con factores múltiples, las que separaron
a quienes lograron "salvarse" de quienes cayeron. Los primeros
pudieron conservar su vivienda y su auto, mandar a sus hijos a una escuela
paga, tener un sistema médico prepago y mantener las expectativas de transmitir
su posición social a los hijos. Otros muchos mantuvieron la respetabilidad a
duras penas, resignando mucho de lo que creían una condición de vida digna.
También cambiaron los valores de las viejas clases medias. En un mundo
cambiante y ferozmente competitivo, la previsión (una de sus virtudes clásicas)
dejó lugar a una suerte de vivir al día, aprovechando las ocasiones (un viaje
al exterior o la compra de un aparato electrónico), mientras se alejaba la
tradicional expectativa de la casa propia, base del hogar burgués.
Un extenso sector
de las viejas clases medias se deslizó barranca abajo en los años ochenta y
noventa, sumándose gradualmente al heterogéneo mundo de la pobreza: empresarios
medianos o pequeños, comerciantes o talleristas, abatidos en alguna de las
crisis; empleados públicos despedidos o con sueldos disminuidos, como los
docentes; profesionales proletarizados, como los médicos, o egresados
universitarios sin empleo. Las diferentes historias personales tuvieron que ver
con la edad y la capacidad de adaptación a circunstancias cambiantes: poner un
kiosco, manejar un taxi, desarrollar un emprendimiento original. Lo constante
fue la vulnerabilidad en que quedaron, pues a la precariedad laboral se sumó la
pérdida de la atención médica o de la jubilación. Quienes señalaron estos
fenómenos tempranamente hablaron de los intentos de salvar las apariencias y
ajustar el modo de vida "puertas adentro". Pero de manera progresiva
la nueva pobreza se exhibió abiertamente, cuando la familia debió emigrar a una
vivienda más económica, o, como anota Inés González Bombal, cuando frecuentaron
los "clubes de trueque", que se expandieron luego de 1996, buscando
no sólo la provisión de las necesidades básicas, sino también la sociabilidad.
La formación de un
extenso mundo de pobreza fue el dato más significativo de la nueva sociedad.
Este mundo era visible sobre todo en el conurbano de Buenos Aires, que ya
alojaba a una cuarta parte de la población del país, y también en otros grandes
conglomerados industriales, como el de Rosario. Los cambios laborales fueron
decisivos: reducción del empleo estable, aumento del trabajo ocasional y del
empleo informal o "en negro", baja de los salarios y aumento de la
desocupación son los datos generales. Desde el punto de vista del trabajador,
significó una pérdida de la cantidad y calidad del trabajo, y la combinación
habitual de ciclos de empleo ocasional con otros de desocupación. Pero el
cambio fue más profundo. Los índices que medían niveles salariales o de
desempleo fueron perdiendo su antiguo sentido, en beneficio de los referidos a
la pobreza o indigencia, basados en los hogares y sus necesidades. Se ha
estimado que en el Gran Buenos Aires hacia 2000 el índice de pobreza variaba
entre el 25 por ciento en las zonas más protegidas y el 43 por ciento en las
más abandonadas.
Las cifras globales
no dan cuenta de la heterogeneidad de este mundo ni del impacto diferente que
tuvieron tanto los cambios del antiguo mundo laboral como el ingreso de nuevos
pobres, provenientes de los sectores medios en declinación, así como de nuevos
contingentes de migrantes, tanto del interior como de países vecinos. María del
Carmen Feijóo trazó un cuadro de esas diferencias en el Gran Buenos Aires en
2000, en vísperas de la crisis. En los barrios más viejos y cercanos a la
Capital, con pocos asentamientos nuevos, había muchos talleres cerrados, a
menudo convertidos en kioscos. En el segundo cordón, se encontraban las ruinas
del antiguo mundo industrial (fábricas desaparecidas, remplazadas por
hipermercados) y muchos asentamientos nuevos, en tierras fiscales o privadas,
en general inadecuadas para asentar viviendas. En el tercer cordón,
predominaban los asentamientos posteriores a 1960, donde una habitación
precaria indicaba el inicio frustrado del proyecto de casa propia. El cuarto
cordón, el más pobre, entre urbano y rural, carente de infraestructura y
servicios, reunía a los expulsados de las villas de Buenos Aires con los
inmigrantes recientes. Es un dibujo grueso, pues lo característico del
conurbano es el imbricado entrelazamiento de lo viejo y lo nuevo, los barrios
deteriorados de clase media, las villas de emergencia más pobres y también los
lujosos countries y barrios privados, cercados y vigilados.
Otros cambios, más
profundos, tuvieron que ver con los valores y proyectos de vida. El mundo de
los ricos y exitosos, profusamente exhibido por la televisión, puso en cuestión
las expectativas de la antigua sociedad: para qué trabajar o ahorrar, para qué
estudiar, para qué obedecer la ley, si no había recompensa probable. El
cuestionamiento fue más fuerte entre aquellos jóvenes cuyos padres no llegaron
a tener un trabajo estable, que no trabajaban ni estudiaban y combinaban el
consumo de cerveza o de drogas con la delincuencia ocasional. Según Gabriel
Kessler, la misma combinación entre trabajo y delito ocasional era frecuente
entre quienes salían cada día a buscar cómo mantener a su familia y
eventualmente hacerse de un ingreso extra. Pero la lucha por la supervivencia
también estimuló una solidaridad orientada a unir y fortalecer las demandas:
tierra para una vivienda precaria, alimentos o alguno de los diversos subsidios
repartidos por el Estado o las organizaciones no gubernamentales.
La retirada del
Estado fue uno de los aspectos más dramáticos de la nueva situación. La
atención médica, que ya era desigual, declinó espectacularmente. Los hospitales
públicos (que supieron ser el orgullo de la vieja Argentina) se deterioraron
por sus escuálidos presupuestos y por la concurrencia masiva de los pobres
carentes de obras sociales sindicales. Aunque también deterioradas, las
escuelas fueron de las pocas instituciones estatales que permanecieron en pie.
Se convirtieron en agencias múltiples, dedicadas a ofrecer alimentación, salud
o contención familiar, a costa de su función docente específica. Otros factores
concurrieron en el deterioro de la escuela pública: un sindicalismo que
concentró sus huelgas en las escuelas estatales, un sostenido deterioro de la
formación docente y, por último, una reforma educativa mal encarada (particularmente
en la provincia de Buenos Aires), que destruyó las instituciones existentes sin
alcanzar a reemplazarlas por otras. Quien pudo pagarlo, abandonó la escuela
pública, que perdió su tradicional papel integrador y se convirtió en otra
institución reproductora de la desigualdad.
También retrocedió
el Estado en su función de proveer seguridad. En los grandes conglomerados se
hizo más difícil la prestación de servicios, en parte por el acelerado
crecimiento de la población y también por el acentuado cuestionamiento social a
las normas, ya fuera por declararlas autoritarias, por no percibir que hubiera
sanciones por su incumplimiento o simplemente por ignorancia de su vigencia y
sentido. También contribuyó la propia corrupción de la institución policial, en
particular la de la provincia de Buenos Aires, y algo parecido ocurrió con la
justicia. En la "zona gris", que caracterizó Javier Auyero, el delito
entró en la habitualidad social, y la policía participó de sus frutos y hasta
lo organizó. Con la aquiescencia de las autoridades provinciales, la célebre
"bonaerense" participó en las distintas actividades delictivas: las
tradicionales, como el juego y la prostitución, y las más novedosas, como el
robo de autos y camiones, el tráfico de drogas o los secuestros.
El Estado reemplazó
las costosas y complejas políticas universales de sus épocas de esplendor por
intervenciones parciales y focalizadas, allí donde detectó emergencias. Fue un
conjunto de acciones esporádicas, no sistemáticas y poco articuladas, menos
costosas y a la vez más útiles para obtener réditos políticos. Se nutrieron de criterios
y discursos diversos (desde la vieja beneficencia a la moderna solidaridad
social) y fueron ejecutadas por agencias de distinto tipo: agencias estatales
de distintos niveles, organizaciones no gubernamentales, de índole y seriedad
diferente, y también las iglesias. Los fondos venían principalmente del Estado,
aunque en muchos casos los recibía de organismos internacionales como el Banco
Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que las recomendaron
como un sustituto factible de las antiguas políticas, que el Estado era incapaz
de mantener. Se destinaron a programas muy variados: vivienda, recalificación
laboral, fomento de emprendimientos, salud y educación. Es difícil cuantificar
la magnitud de la ayuda y también hacer un balance de su eficacia. Puede
afirmarse que el mundo de la pobreza no desapareció, sino que, por el contrario,
se consolidó. También que estas acciones, aunque de manera irregular y poco
equitativa, contribuyeron a hacer menos terribles las consecuencias de la gran
mutación social.
La gran
transformación tuvo efectos contundentes en la política, sobre todo en el Gran
Buenos Aires, de decisivo peso electoral. En las barriadas pobres, la sociedad
se articuló en torno de un complejo universo de sociedades de fomento, juntas
municipales, cooperativas, comunidades parroquiales o evangélicas (de notable
crecimiento), centros sociales y culturales, clubes de fútbol o comedores. En
este entramado social surgieron dirigentes, comúnmente llamados
"referentes", con capacidad para establecer un cierto orden y ayudar
en la solución de las situaciones de emergencia. Su tarea requería relacionarse
con la administración municipal que, a través de funcionarios de distinto
nivel, repartía de manera selectiva los bienes y servicios otrora asignados con
criterios más universales. Se planteó un desafío para los partidos políticos. Quien
más rápido se adecuó a estos cambios fue el peronismo, a través de una densa
red de unidades básicas, promovidas por espontáneos punteros. Las unidades
básicas fueron simultánea o alternativamente comedores, jardines o centros
culturales, convertidos en potenciales beneficiarios de los subsidios
destinados a las organizaciones no gubernamentales. Le dieron al Partido
Justicialista (PJ) una organización permanente, flexible y autofinanciada, que
también podía conectarse con las zonas más oscuras de la sociedad (barras
bravas y delincuentes de tiempo parcial) que podían encargarse de una parte del
trabajo político.
Punteros y
referentes sociales articularon las redes políticas y sociales. En una zona de
legalidad imprecisa y lealtades cambiantes, circularon empleos precarios,
bolsones de comida, medicamentos, favores variados y alguna protección judicial
o policial. Entre punteros y jefes barriales se negociaban contingentes de
votantes, importantes sobre todo para la disputa interna. Se trataba de conjuntos
antes que de individuos: redes familiares extensas, grupos unidos por diversos
tipos de solidaridades o simplemente habitantes de un par de manzanas. El
individuo sufragante, presionado por la necesidad de asegurar la subsistencia y
sin el amparo de otras instituciones, se pareció poco al modelo de ciudadano
racional y autónomo. Subsumido en el grupo, encontraba en la elección la
ocasión para obtener, a cambio de su sufragio, algo de lo mucho que necesitaba.
Pero el beneficio concreto debía incluirse en un contexto de solidaridades,
valores y discursos compartidos, cuya construcción constituyó todo un desafío
para las organizaciones políticas. Allí es donde el peronismo obtuvo una
ventaja decisiva.
En el resto de la
sociedad, se produjo una evolución convergente. A partir de 1983 la ciudadanía
militante y comprometida dio nueva vida a los partidos políticos, que
discutieron los problemas de la agenda en un clima de concordia, tolerancia y
consenso. Pero, gradualmente, perdió relevancia el debate de ideas y la
formulación de líneas y propuestas. A la desconfianza hacia lo que se llamó
"las ideologías", propia de la época, se sumó el repliegue de la
ciudadanía activa de 1983, desilusionada con las promesas no cumplidas de la
democracia, y también la concentración del poder de decisión en la cúpula del
gobierno. Los partidos acompañaron esta transformación y desarrollaron otras
funciones, no menos importantes. Nuclearon a una cantidad de gente joven que
había decidido hacer de la política su profesión. La nueva generación demostró
eficiencia en manejar campañas electorales de nuevo estilo (los medios masivos
y las encuestas de opinión reemplazaron las antiguas prácticas militantes) y en
proveer de cuadros eficientes para el Congreso o el gobierno, capaces de adecuarse
a las líneas políticas establecidas por las jefaturas. Los dirigentes también
se hicieron expertos en la construcción de sus carreras y, gradualmente, fueron
conformando una nueva corporación. De ese modo, aunque la democracia funcionó
de manera normal, sin alteraciones institucionales, la ciudadanía se fue
reduciendo y los partidos perdieron vitalidad y representatividad.
Las instituciones
republicanas, restablecidas en 1983, se fueron resintiendo, sobre todo después
de 1989. Las urgencias de la crisis y la idea de jefatura del peronismo
tensaron al límite la relación entre los poderes y de manera gradual se fue
restableciendo la antigua concepción de la democracia de líder. Sin embargo, en
momentos significativos el Congreso y la justicia, junto con la opinión
pública, marcaron al Ejecutivo límites que la reforma constitucional buscó
consolidar. Se trató entonces de equilibrar las necesidades del gobierno en
tiempos de emergencia con las exigencias republicanas de controles, balances y
contrapesos.
En la segunda mitad
de la década de 1990, se advirtió un cierto renacimiento del espíritu
ciudadano, que se manifestó con intensidad en las cuestiones pendientes del
terrorismo de Estado. Las organizaciones de derechos humanos trabajaron sobre
una brecha legal de la ley de obediencia debida (la sustracción de niños) que
permitió retomar la acción penal contra algunos de los responsables. También
hubo una acción militante por la construcción de una memoria colectiva más fiel
a los principios de 1983. Instituciones especializadas, un competente grupo de
profesionales y hasta una nueva especialidad académica revitalizaron, con
saludables controversias, el discurso político moral original, que había sido
arrinconado al comenzar los años noventa. Su acción se desarrolló al costado de
la política partidaria, acentuando su función vigilante y censora. Por otra
parte, entre el activismo contestatario creció una nueva lectura del pasado,
que recordó el carácter de militantes de las llamadas "víctimas
inocentes", soslayado en la versión del Nunca más. A la vez, iniciaron la
reivindicación de la lucha de los años setenta (e incluso de su dimensión
armada), acorde con el nuevo clima de protesta social que se insinuaba.
El
fin del menemismo
Cuando el anunciado
final de su mandato colocaba al presidente Menem en la incómoda situación del
"pato rengo", una nueva crisis internacional desequilibró el edificio
económico e inició una larga recesión. La devaluación de Tailandia en julio de
1997 dio lugar a una serie de derrumbes (Corea del Sur, Japón, Rusia) que minó
la confianza global en las "economías emergentes" y reorientó las
inversiones hacia mercados más seguros. Otro golpe duro fue la devaluación de
la moneda brasileña, a principios de 1999. La imprevista medida alteró las
relaciones comerciales, intensificadas desde 1995 con el Mercosur. Cayeron las
exportaciones y hubo un aluvión de importaciones. Las empresas locales
reclamaron protección, y las más grandes consideraron la posibilidad de
trasladarse a Brasil. La devaluación del peso, que habría solucionado de manera
sencilla estos desequilibrios, era imposible por el régimen de la
convertibilidad, que comenzó a mostrar su cara negativa.
La crisis fue más
profunda y prolongada que la del "tequila". Todo se sumó: aumento de
los intereses de la deuda, escasez y alto costo del crédito, caída de los
precios de productos exportables y recesión interna. En 1998, el PBI retrocedió
alrededor del 4 por ciento y la producción de automotores cayó casi a la mitad.
Muchas empresas y bancos fueron vendidos a corporaciones multinacionales o a
grandes fondos de inversión. El gobierno de Menem llegó a su final sin margen
siquiera para hacer beneficencia electoral, y debió cerrar su presupuesto con
un déficit abultado y una deuda externa que trepaba por entonces a 160 mil
millones de dólares, el doble que en 1994.
Constreñido a
profundizar el ajuste, Menem empezó a sufrir una oposición social cada vez más
activa. Quienes hasta entonces habían callado empezaron a hablar, y las
demandas confluyeron, se expresaron de manera novedosa y efectiva y ganaron una
nueva legitimidad.
Antes de 1995, las
manifestaciones sociales habían tenido, en general, escasa difusión y
proyección. En 1995, se hicieron más violentas y espectaculares en varias
provincias, encabezadas por empleados públicos que cobraban en bonos
provinciales de dudoso valor; en Tucumán se agregó el cierre de varios ingenios
y en Tierra del Fuego, el retiro de las fábricas electrónicas, ante el fin del
régimen promocional. Al año siguiente, mientras las organizaciones gremiales
(la CGT, el MTA y la CTA) confluían para realizar dos huelgas generales contra
la ley de flexibilización laboral y la política económica, la oposición
política impulsó una protesta ciudadana consistente en un apagón eléctrico y un
"cacerolazo". En esa época, la Iglesia cambió su anterior posición y
empezó a sumarse a las protestas. En 1997, los gremios docentes instalaron
frente al Congreso una "carpa blanca", donde desarrollaron una
protesta de gran repercusión en los medios y la opinión, sin el costo de la
interrupción de las clases.
Por entonces,
estaban surgiendo las organizaciones de desocupados, los "piqueteros",
identificados en primer lugar por una forma novedosa de protesta: el corte de
la ruta. Comenzaron en 1996 en Cutral Có, en Neuquén, y de manera más
contundente poco después en Tartagal y General Mosconi, en Salta. En ambos
lugares la presencia de YPF era central en toda la vida comunitaria, y los
trabajadores despedidos encabezaron la protesta. Los "piqueteros"
cortaron las rutas, incendiaron neumáticos, organizaron ollas populares y
reunieron además a jóvenes que nunca pudieron trabajar, a sus familiares y
amigos, dispuestos a enfrentar a pecho descubierto, con piedras y palos, una
represión que fue muy dura. Era la movilización de los desocupados, violenta y
a la vez reacia a cualquier tipo de acción organizada. El gobierno a veces
apeló a la justicia y otras a la gendarmería, y entonces hubo violencia,
heridos y hasta muertos. Otras veces negoció, entregando ayuda en alimentos o
ropa, y sobre todo contratos de empleo, los "planes Trabajar",
transitorios y siempre insuficientes; con ellos lograba un alivio momentáneo
del conflicto, pero a la vez generaba nuevos reclamos.
La organización de
los desocupados también se desarrolló, en un contexto distinto, en el Gran
Buenos Aires, donde el mundo de la pobreza era más antiguo y diverso. Allí
había una tradición de organizaciones sociales dedicadas a los problemas de la
tierra (la falta de títulos de propiedad) y de la vivienda. En la zona de La
Matanza (un distrito que ya contaba con más de un millón de habitantes), la
Federación de Tierra y Vivienda (FTV) y la CTA (que incluía distintos grupos
gremiales y sociales no peronistas) impulsaron los reclamos de los desocupados,
y lo mismo hizo la Corriente Clasista y Combativa (CCC), originada en grupos
sindicales de izquierda. El gobierno nacional y el provincial distribuían por
entonces distintos planes de ayuda, como el ya mencionado "Trabajar",
principalmente a través de las intendencias y las redes políticas del
peronismo. Las nuevas organizaciones reclamaron su parte en el reparto de
planes, y lo hicieron cortando rutas. En 1998, estas organizaciones estaban
sólidamente instaladas en La Matanza, y otros grupos se desarrollaban en la
parte sur del conurbano.
Este tipo de
movilización callejera se acentuó a medida que avanzaba la crisis, involucrando
a grupos muy variados: estudiantes, empleados públicos, productores rurales o
desocupados, que marchaban, cortaban las calles o atacaban edificios públicos.
Como en los años setenta, la política volvía a las calles; lo hacía sin la
dimensión revolucionaria de aquella época, pero se desarrollaba ante la
televisión, pues la espectacularidad fue clave en la nueva protesta.
Simultáneamente, la
perspectiva de las elecciones presidenciales de 1999 agitó el ambiente en el
peronismo, donde comenzó a cuestionarse la "gran transformación". Ya
en 1995, apenas reelecto Menem, el gobernador de Buenos Aires, Eduardo Duhalde,
anunció su candidatura, tomó distancia del "modelo" y reivindicó las
banderas históricas del peronismo. Pese a que la constitución era categórica al
respecto, Menem intentó jugar la carta de otra reelección (la "re-reelección"),
en parte para tratar de conservar el poder hasta el final, y lanzó de modo
informal su candidatura, distribuyendo millones de camisetas, globos y carteles
que decían simplemente "Menem 99".
Se inició una
guerra violenta entre el antiguo jefe del justicialismo y quien pretendía
sucederlo. Uno de los caminos fue la denuncia periodística de hechos de
corrupción, nutrida con informaciones que unos y otros hacían circular para
perjudicar a sus ocasionales rivales. Los medios difundieron ampliamente
episodios como la venta clandestina de armas a Croacia y a Ecuador, las
exportaciones ficticias de la "mafia del oro", la "aduana
paralela", más tolerante que la oficial, o los sobornos de la empresa IBM
a los directores del Banco Nación. También hubo hechos violentos, como la
explosión de la fábrica de armamentos de Río Tercero, que habría borrado las
huellas del contrabando de armas, a costa de muchas vidas.
Se trató de un
"destape", que instaló el tema de la corrupción en la agenda pública.
La Policía de la Provincia de Buenos Aires, "la bonaerense", apareció
implicada en varios casos de delincuencia, incluido el atentado a la AMIA,
ocurrido en 1994. Poco después estalló el "caso Cabezas": el brutal
asesinato de un periodista gráfico, por orden del empresario Alfredo Yabrán,
con la complicidad de miembros de la bonaerense. Poco antes de ser capturado,
Yabrán se suicidó. Quedó claro que la corrupción penetraba en todas las
instituciones del Estado, y que la violencia mafiosa era parte de la disputa
por el poder y los negocios.
En octubre de 1997,
el justicialismo sufrió una fuerte derrota en las elecciones legislativas.
Perdió incluso en sus bastiones: Santa Fe y Buenos Aires, donde la esposa del
gobernador encabezaba la lista de diputados. Duhalde, el "candidato
natural", quedó maltrecho, y Menem lo golpeó aún más: afirmó que sólo él
podía ganar en 1999, y se lanzó abiertamente a una nueva reelección. Como en
1994, jugó varias cartas: una interpretación caprichosa de la constitución por
parte de la Corte, o un plebiscito que demandara la reforma constitucional. A
la vez, presionó a los gobernadores para alinearlos con él y dejar desamparado
a Duhalde. Al fin la justicia declaró que su proyecto era absolutamente ilegal.
Enfrascados en su
conflicto, Menem y Duhalde se desentendieron de las instituciones, y también de
la suerte del peronismo, cuya derrota se adivinaba. Aunque fracasó, Menem pudo
mantener viva la ilusión casi hasta el final de su período. Además, logró herir
a Duhalde, que en la campaña electoral tuvo que acentuar su perfil opositor al
gobierno que integraba, y presentar propuestas alternativas, que cuestionaban
la convertibilidad. Los gobernadores peronistas prefirieron tomar distancia del
conflicto; abandonaron el proyecto de Menem, pero sin comprometerse con el
destino de Duhalde, que no pudo encabezar un partido unido y galvanizado. Como
en 1983, el peronismo llegó a la elección de 1999 sin líder, y fue derrotado.
Por entonces, el
despertar de la civilidad se manifestó en la política. Fue una nueva
"primavera" ciudadana, más modesta que las anteriores, pero
indicativa de que la sociedad seguía viva. A las batallas por la memoria y la
protesta social, se agregó el debate público sobre la injusticia social, la
corrupción, el abuso de poder y la impunidad. En ese contexto, la propuesta del
Frepaso, una coalición política reciente, logró dar forma al entusiasmo y la
voluntad colectivos.
En 1995 (se dijo
antes), el Frepaso había tenido en su debut un promisorio desempeño en las
elecciones presidenciales, aunque casi en seguida se alejó su candidato
presidencial, José O. Bordón. Pero a fin de ese año, Graciela Fernández Meijide
fue electa senadora por la Capital Federal, con el 46 por ciento de los votos,
mientras el gobierno sufría otras dos derrotas, en Tucumán y en Chaco.
Convergían en el Frepaso disidentes del peronismo y del radicalismo,
socialistas y otros grupos de izquierda, movimientos sociales, vinculados con
la CTA, así como fragmentos de la maquinaria electoral justicialista. Fue una
fuerza política sin una gran inserción territorial ni una estructura
institucional clara, pero con un dirigente de fuerte liderazgo: Chacho Álvarez.
El Frepaso recogió distintas aspiraciones del momento: la renovación de la
política y de los hombres, y la constitución de una fuerza de centroizquierda,
alternativa de los dos partidos tradicionales. Sin repudiar de raíz las
políticas de la gran transformación de los noventa, puso el acento en los
problemas sociales y en las cuestiones éticas y políticas: la corrupción y el
deterioro de las instituciones. Manejó con habilidad las nuevas técnicas de
comunicación y logró imponer su mensaje.
La UCR logró
superar los efectos del final de la presidencia de Alfonsín y obtuvo algunos
éxitos electorales significativos, sobre todo con Fernando de la Rúa, electo en
1996 primer jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, cuya autonomía
política había sido establecida en la reforma constitucional de 1994. Desde
1995, la UCR y el Frepaso iniciaron conversaciones para concertar su acción y
avanzar hacia una alianza formal, no fácil de establecer, pues la UCR tenía una
vieja resistencia a los acuerdos políticos. Pero primó la convicción de que
juntos podían vencer al justicialismo. En 1997 crearon la Alianza por el
Trabajo, la Justicia y la Educación, y obtuvieron un notable triunfo en las
elecciones legislativas: en total, superaron al PJ por diez puntos, y Graciela
Fernández Meijide, dos veces triunfadora en la Capital, venció en la provincia
de Buenos Aires a Chiche Duhalde, la esposa del gobernador.
Mientras el
justicialismo se desgarraba en su pelea interna, la Alianza avanzó hacia el
triunfo en 1999. Como la mayoría de la opinión tenía puesta su fe en la
convertibilidad, se acordó no cuestionarla y poner el acento en la equidad
social, las instituciones republicanas y la lucha contra la corrupción. La
candidatura presidencial se resolvió mediante una elección abierta, en la que de
la Rúa venció ampliamente a Fernández Meijide. Lo acompañó en la fórmula Chacho
Álvarez; en el justicialismo, Palito Ortega hizo lo propio con Duhalde; por su
parte, Domingo Cavallo creó otra fuerza política, Acción para la República,
para ganar el voto del sector de centroderecha.
En las elecciones
de octubre de 1999, de la Rúa y Álvarez obtuvieron un triunfo claro: el 48.5
por ciento de los votos, casi diez puntos más que Duhalde. En el momento de
asumir, la Alianza gobernaba en seis distritos y tenía mayoría en la Cámara de
Diputados; el justicialismo tenía amplia mayoría en el Senado y controlaba 14
distritos, entre ellos los más importantes: Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba,
donde en el año anterior los radicales habían perdido la gobernación por
primera vez desde 1983. De la Rúa recibió un poder limitado en lo político y
condicionado por la crisis económica, que seguía su desarrollo. Pronto se
agregaría la dificultad para transformar una alianza electoral en una fuerza
gobernante. Mientras tanto, el segundo peronismo, replegado en sus bastiones,
continuó desarrollando su proceso de transformación y arraigo.
Luis Alberto Romero
Breve historia contemporánea de
la Argentina (1916 – 2010)
Nueva edición revisada y
actualizada
FCE, 2012
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