La revolución de
las trece colonias británicas en América del Norte constituyó un hito
fundamental en la historia de Occidente, un acontecimiento que sirvió de
referencia a las posteriores revoluciones en su lucha por llegar al
asentamiento del liberalismo. Se inició como un levantamiento en el que los
habitantes de las colonias pretendían sacudirse el yugo de una metrópoli que
los trataba de forma injusta. Pero se convirtió en un acontecimiento
extraordinario, un conflicto internacional que preparó el camino para la
creación de un país libre donde se llegaría a formar la primera sociedad
democrática del mundo moderno. En la conciencia de los colonos pesaba la
cultura política heredada de una nación que había llegado, después de sufrir
una revolución, a ser la cuna del liberalismo. La sensación de libertad que les
confería estar lejos de la autoridad real fue sin duda un acicate en su lucha
por construir una república, basada en unos firmes valores de independencia y
compromiso. La revolución de las trece colonias británicas dio lugar a una
república federal, regida por una constitución y por un gobierno nacional; una
gran potencia desvinculada del viejo continente. Para los europeos, los sucesos
del otro lado del Atlántico confirmaron la posibilidad de cambiar un orden de
cosas establecido que ya no satisfacía a casi nadie.
1.
Fundamentos teóricos y contexto
Los fundamentos
políticos de los ilustrados no habían podido arraigar de forma práctica en la
sociedad del Antiguo Régimen pero habían dejado una huella muy profunda en
todas las personas con sensibilidad ante los conflictos y tensiones que se
estaban sucediendo. Hasta la revolución, los colonos americanos se habían
mantenido fieles a la corona británica, orgullosos de formar parte de ese gran
imperio que se extendía por el mundo desde la India hasta los confines de las
tierras americanas; incluso la revolución se inició teniendo muy en cuenta la
defensa de la constitución británica. Los problemas con la metrópoli fueron el detonante
para que una sociedad peculiar, con unas normas propias, ya no tan cercanas a
la vida europea, rompiera con el pasado para convertirse en la vanguardia de la
libertad y el republicanismo.
La convulsión
política de las colonias, la primera de las revoluciones liberales del mundo
occidental, coincidió con la revolución industrial. El conflicto se inició en
unas circunstancias de crisis económica por el alza de precios y estancamiento
de mercancías que tuvo lugar en 1770, pero el malestar de los colonos por su
situación y la conciencia de que era necesario un cambio venía de tiempo atrás.
John Adams diría años después: "La revolución se hizo antes de que
empezara la guerra…".
Una vez ganada la
contienda, a la hora de establecer un nuevo sistema político, los ideólogos
americanos tuvieron muy en cuenta la idea de que el poder del gobierno derivaba
del pueblo, pero dieron un paso más al afirmar que la soberanía permanecía
siempre en el pueblo y que el gobierno era solamente un organismo que le
representaba de forma temporal y revocable.
La interpretación
que han hecho los historiadores de la revolución americana ha ido cambiando a
lo largo del tiempo. Durante los primeros años, después de producirse el
acontecimiento, se explicó como una lucha por la libertad contra la tiranía de
los británicos. Ya en el siglo XIX, Bancroft y sus seguidores contemplaron la
revolución como "el cumplimiento providencial del destino democrático del
pueblo americano", que existía desde la llegada de los primeros colonos.
En el siglo XX, el historiador Becker y su escuela veían en el levantamiento
algo más que una revolución colonial, y se inclinaban a pensar que los colonos
no sólo pretendían un gobierno propio sino también establecer en qué manos iba
a recaer ese gobierno. Otros autores han resaltado la faceta social como
desencadenante de los hechos; Schlesinger ha destacado el papel de los
comerciantes, Jameson se inclina por el conflicto de clases y Tolles por la
diferencia entre las colonias, o el predominio de la aristocracia del sur. A
partir de la mitad del siglo XX se ha debatido sobre el carácter conservador y
constitucional de la revolución, llegando a interpretaciones de gran
complejidad intelectual.
Las
colonias británicas en América antes de la revolución
Las trece colonias
británicas establecidas en la costa este de América del Norte eran New
Hampshire, Massachusetts, Connecticut, Rhode Island, Nueva York, Nueva Jersey,
Pensilvania, Maryland, Delaware, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur
y Georgia.
En los años previos
a la revolución las colonias formaban un pequeño mundo de gran dinamismo y
movilidad, que desde principios del siglo XVIII aumentaba de población a un
ritmo extraordinario.
En 1650 la
población de las colonias era de unos 52.000 habitantes; en 1700 contaba ya con
250.000, llegando a cerca de los dos millones en 1760; esta cifra representaba
una parte muy importante dentro del mundo británico, que también hacia mediados
del siglo XVIII había experimentado un crecimiento sin precedentes.
La corriente
migratoria desde las islas británicas a las colonias en el siglo XVIII era
incesante; protestantes irlandeses y escoceses habían iniciado la emigración a
principio de siglo, pero su marcha se hizo aún más intensa después de la guerra
de los Siete Años; entre 1764 y 1776 alrededor de 125.000 personas abandonaron
Gran Bretaña camino de América del Norte y este aumento sin precedentes
ocasionó una gran presión demográfica en una población que durante muchos años
había vivido limitada a una franja de terreno de varios cientos de kilómetros.
Las colonias estaban situadas en la costa atlántica, desde las fronteras de
Canadá, que había sido dominio francés (Nueva Francia había pasado a ser
británica en 1763) hasta la península de la Florida, territorio que desde el
siglo XVIII se disputaban franceses, ingleses y españoles, llegando a los
Apalaches en el interior del continente.
En algunas regiones
del este, las tierras de labor habían sido cultivadas en exceso y en los
primeros años del siglo XVIII estaban agotadas; las ciudades más antiguas como
Nueva York empezaban a estar superpobladas y a los jóvenes ya no les era
posible adquirir fácilmente tierras al llegar a la mayoría de edad, como había
sucedido con sus padres; tras la derrota de los franceses, las gentes se
trasladaban continuamente en busca de terrenos donde establecerse en el
interior y muchos colonos y especuladores se dirigieron al oeste, hacia
Pensilvania Occidental y al sur, hacia las Carolinas creando a su paso multitud
de nuevas poblaciones que servían para abastecer a los viajeros y extender el
comercio. Entre 1756 y 1765 se fundaron en Pensilvania veintinueve ciudades;
Carolina del Norte se convirtió en 1775 en la cuarta colonia más poblada. Pero
también a partir de 1760 se inició la exploración de nuevos caminos hacia el
oeste por cazadores y exploradores como Daniel Boone, cruzando los Apalaches.
Otros se
encaminaron al sur, hacia el nacimiento de los ríos Cumberland y Tennessee o
hacia el noroeste siguiendo el recorrido del Kentucky o las cuencas del Ohio y
Mississippi hasta la recién incorporada provincia de Florida Occidental, donde
se establecieron en 1773-1774 cuatrocientas familias procedentes de
Connecticut.
La población no se
concentraba mucho en las ciudades, hacia 1765 sólo cinco de ellas tenían más de
ocho mil habitantes. Las más pobladas en esos momentos eran Filadelfia que
contaba con 20.000, Nueva York con 16.500 y Boston con 15.000.
No todos los
inmigrantes procedían de Inglaterra. A los puritanos ingleses se habían unido
poco a poco campesinos escoceses, irlandeses, alemanes, holandeses y
protestantes franceses, que no sentían lealtad a la corona británica. Alemanes,
suizos e irlandeses constituían la décima parte de la población. En 1770 había
250.000 alemanes, el 70 por ciento de ellos establecidos en las colonias
centrales. El origen de Nueva York había sido holandés (cuando se fundó la
llamaron Nueva Ámsterdam) y pasó a la corona británica en el siglo XVII. Los
holandeses habían estimulado la inmigración concediendo vastos territorios a
los patronos que llevaran consigo a cincuenta trabajadores. El carácter de
estos hombres era emprendedor, agresivo, con hábitos de libertad, y gracias a
su esfuerzo constante consiguieron un rápido crecimiento de la población. A
pesar de esta diversidad en el origen de los colonos, la vida social se regía
en la mayor parte de los estados por las normas británicas.
Los puritanos
ingleses, muy apegados a las tradiciones, habitaban las colonias del norte,
llamadas de Nueva Inglaterra. Se dedicaba a la agricultura en pequeña escala,
tenían muchos recursos madereros, caza de ballenas, abundante pesca y comercio
marítimo.
Las colonias
situadas en el centro, con ciudades tan importantes como Nueva York y
Filadelfia, se dedicaban al comercio por el río Hudson hasta el estrecho de
Long Island. Poco a poco se habían ido fundiendo con las del sur de Nueva
Inglaterra.
Los grandes
propietarios, con haciendas dedicadas al cultivo de tabaco y algodón, se habían
establecido en el sur. Comerciaban también con artículos navales y maderas.
Llegaron a contar con un gran número de esclavos procedentes de África. En 1715
había en Virginia 23.000 esclavos que al inicio de la revolución eran ya
150.000. En Carolina del Sur el número de esclavos en 1765 era de 90.000 y doblaba
el número de habitantes blancos. Las ciudades más importantes de las colonias
del sur eran Carolina del Norte y Carolina del Sur, Georgia (donde no se
asentaron colonos hasta 1733), Charleston y Savannah.
2.
La vida política en las colonias
Cada colonia se
regía de distinta forma dependiendo de su origen, pero el sistema político
continuaba basándose en el británico, ya que los colonos se sintieron durante
mucho tiempo pertenecientes a esa nación de la que habían heredado su cultura,
su forma de hacer política y su experiencia. Estaban regidas por un gobernador
y organizadas en asambleas elegidas por sufragio restringido. En algunas de
ellas el gobernador era nombrado por el monarca, y en otras era elegido por los
propietarios de bienes raíces o por la asamblea. En Connecticut y en Rhode
Island la asamblea elegía al gobernador; en los demás estados lo nombraba la
corona o los propietarios.
La vida política
era muy activa, las sesiones públicas se preparaban en reuniones privadas en
las tabernas y a pesar de que eran poco numerosos los que tenían derecho a
voto, toda la población se interesaba por las luchas que mantenían los
electores para defender la carta de la colonia (ley fundamental en la que se
establecían sus competencias e incluso les otorgaba un limitado poder
legislativo), para mantener en su sitio al gobernador o para resistir a las
presiones de los grandes propietarios de bienes raíces. Cada estado o colonia
podía funcionar de forma casi autónoma a pesar de que desde hacía siglo y medio
la metrópoli intentaba reorganizar la administración colonial. El gobierno de
Londres quedaba muy lejos, sus decisiones tardaban en llegar y mientras tanto
las asambleas coloniales actuaban a su conveniencia.
A pesar de las
diferencias administrativas, las colonias tenían economías complementarias y se
relacionaban con mucha frecuencia. Esta relación fue la base de una conciencia
común que se manifestó al iniciarse el movimiento de protesta contra Gran
Bretaña.
3.
La economía colonial
La base de la próspera
economía de las colonias inglesas era la agricultura, la caza, la pesca y el
comercio. La mayor parte de la población trabajaba el campo y adoptó muchas de
las técnicas de cultivo de los indios: fecundar la tierra quemando raíces,
alternar cosechas e ir introduciendo productos autóctonos como el maíz; en
Nueva Inglaterra, además del maíz, los granjeros cultivaban avena, centeno,
trigo y frutales. Inicialmente, importaron ganado, con el que consiguieron una
gran producción de leche. En el sur se cultivaba tabaco, que agotaba
rápidamente el suelo; a mediados del siglo XVIII los plantadores de Carolina
del Sur intentaron, con éxito, otros tipos de cultivo como el arroz, el índigo,
la morera y el cáñamo, que pronto se extendieron y exportaron en cantidades considerables.
El resto de la
población lo constituían mercaderes, marineros, mineros y pequeños artesanos ya
que la mayoría de las manufacturas seguían siendo importadas desde Gran
Bretaña. La metrópoli recibía de las colonias numerosas productos: especias,
maderas, pieles, aceite de ballena, salitre, pez, cáñamo, etc., que le servían
para no depender de los productos vendidos por otros países europeos. Las
colonias representaban para Inglaterra un negocio muy lucrativo ya que tenían
por obligación que comprar sus manufacturas y someterse a una serie de
gravámenes como utilizar para sus exportaciones navíos ingleses o que todas las
importaciones de otro país a las colonias tuvieran que pasar por un puerto
inglés y pagar un peaje. A partir de 1660, por el Acta de Navegación, el
gobierno obligó a las colonias a reservar ciertos productos como el tabaco, el
azúcar, el índigo, el algodón y algunos otros en exclusiva para el mercado
inglés. Estas cargas se fueron haciendo muy impopulares entre los colonos, ya
que les impedían desarrollar libremente su comercio.
4.
Los intentos de reforma colonial del gobierno británico
La reforma de la
administración colonial había sido discutida en el Parlamento británico en
muchas ocasiones, sin llegar a concretarse. A pesar del contrabando, las
colonias resultaban rentables con el comercio de distintos productos que la
metrópoli trataba de monopolizar.
La llegada al trono
de Jorge III en 1760, un monarca joven e inexperto que decidió intervenir
activamente en los asuntos de estado, cambiaría las relaciones con los colonos.
El gobierno se enfrentó a la necesidad de reorganizar los nuevos territorios
adquiridos de Francia y España al finalizar la guerra de los Siete Años y
regular el comercio indio, así como las reclamaciones de tierras y a evitar los
conflictos surgidos entre los colonos y los nativos. Además, los enormes gastos
de la contienda provocaron graves problemas financieros, que el gobierno trató
de solucionar con nuevos impuestos sobre las colonias.
Una de las primeras
medidas fue volver a poner en vigor, de forma rigurosa, la prohibición de
comerciar con cualquier otro país que no fuera Inglaterra. Poco más tarde la
Sugar Act (1764), dictado por el ministerio Grenville gravó las importaciones
sobre las melazas que las colonias adquirían en las Antillas francesas y de las
que obtenían grandes beneficios. Las asambleas de ocho colonias redactaron
protestas, que enviaron a las autoridades inglesas, en las que explicaban los
graves perjuicios económicos que les causaba esta ley.
Por otra parte, el
Parlamento aprobó también en 1764 una nueva ley que les prohibía emitir
monedas. En 1765 se gravó mediante la ley del timbre todos los documentos
legales y comerciales que se enviaban a las colonias y también periódicos,
folletos, libros, etc., sin consultar a las asambleas coloniales, como era
costumbre. El aumento de la presión fiscal llegaba en unos momentos en que la
economía sufría un estancamiento como consecuencia de la guerra de los Siete Años
y las materias primas se amontonaban en los almacenes sin posibilidad de
salida. Las colonias reaccionaron ante estas medidas que consideraban injustas.
En octubre de 1765 nueve de ellas enviaron delegados a un ilegal congreso
reunido en Nueva York, en el que decidieron rechazar los nuevos impuestos
decretados por un Parlamento en el que no se sentían representados. Surgieron
asociaciones radicales como la titulada "Los Hijos de la Libertad"
para oponerse a esas "imposiciones sin representación"; se limitaron
las importaciones que venían de Inglaterra y los colonos consiguieron la derogación
de la Stamp Act.
Pero de nuevo el
Parlamento de Londres votó en 1767 otros impuestos sobre el té, el vidrio y el
plomo. Los disturbios ocasionados por esta nueva decisión terminaron
trágicamente con la "matanza de Boston", donde murieron cinco colonos
en un enfrentamiento con los soldados británicos.
Los colonos
consiguieron en 1770 que se derogaran los impuestos sobre el vidrio y el plomo
sin lograr lo mismo con el que gravaba al té; además, en 1773 el Parlamento
concedió a la Compañía de las Indias Occidentales el monopolio de dicho
producto, desatando las iras de los colonos que asaltaron los barcos de la compañía
arrojando al mar sus cargamentos.
La reacción de la
metrópoli no se hizo esperar; se movilizó al ejército y el Parlamento aprobó
cuatro leyes coercitivas: el cierre del puerto de Boston, la abolición de la
asamblea de Massachusetts, el traslado de los implicados en los sucesos a
Londres y la obligación de las colonias de abastecer al ejército. Estas leyes
fueron calificadas por los colonos como "intolerables".
Por el Acta de
Quebec de 1774 el gobierno de Londres anunció la expansión de esta provincia al
interior hasta los ríos Ohio y Misisipi, a las antiguas posesiones de Francia,
adquiridas por los británicos en la Paz de París (1773). Las tierras que
bordeaban los Allegheny (Apalaches), el Misisipi y Los Lagos se dedicarían a
reservas indias. Se prohibía a los colonos establecerse en estos nuevos
territorios, cortando las posibilidades de expansión tanto a los del norte como
a los virginianos del sur. Con estas medidas, el Parlamento británico pretendía
organizar la administración de los nuevos dominios para gobernarlos con más
energía que las colonias antiguas, además pretendía evitar los enfrentamientos
con los feroces indios. Esta prohibición indignó a los colonos, que se
empezaban a considerar ciudadanos de segunda clase utilizados por la corona
para sufragar con impuestos los gastos de la guerra, pero a los que no
compensaba con los territorios conquistados, como al resto de sus súbditos.
A partir de 1772,
personalidades de la vida política entre las que se contaban Jefferson, Patrick
Henry, Washington y Adams, compartían información y transmitían a través de los
Comités de Correspondencia sus inquietudes políticas basadas en los
enciclopedistas y en ideas reformistas ilustradas, que pretendían establecer los
derechos de los colonos, negando la autoridad del Parlamento de Londres sobre
ellos. También planeaban acciones conjuntas dirigidas a unir a los colonos en
contra de la represión británica. Aún no se había llegado a la idea de
independencia que se materializaría durante la guerra, pero el malestar se
hacía cada vez más vivo. En 1774, Thomas Jefferson y John Adams sostenían que
las cámaras legislativas norteamericanas independientes eran soberanas en
Norteamérica; el Parlamento no tenía ninguna autoridad sobre las colonias sólo
vinculadas al imperio británico a través del monarca. Por estas fechas, los mismos
colonos que habían celebrado diez años antes la llegada al trono del nuevo
monarca Jorge III estaban a punto de rebelarse contra la metrópoli.
En septiembre de
1774 los colonos convocaron el Primer Congreso Continental de Filadelfia, con
la asistencia de cincuenta y cinco delegados procedentes de doce colonias
(todas menos Georgia). El congreso fue dirigido por Patrick Henry, Richard
Henry Lee, de Virginia, y Samuel y John Adams, de Massachusetts. Después de
encendidos debates en los que algunos de los miembros eran partidarios de la resistencia
abierta a las leyes "intolerables", el congreso, que aún no estaba
preparado para la independencia, decidió proclamar una declaración de derechos
de las colonias, mantener el boicot a las mercancías inglesas hasta que se
reconociera su autonomía legislativa y dar fuerza legal a los Comités de
Correspondencia para difundir las ideas independentistas.
5.
La guerra de la independencia
La guerra se inició
como una represión de los británicos a los colonos rebeldes para convertirse
más tarde en una contienda generalizada entre Gran Bretaña y varias grandes
potencias extranjeras.
El gobierno
británico creía que Boston era el foco del conflicto y que castigando a esa
ciudad portuaria sometería a los rebeldes, terminando con su resistencia. Las
leyes coercitivas de 1774 se basaban en ese supuesto y los hechos que
desencadenaron el enfrentamiento se fundamentaban en la misma presunción.
Los primeros
choques entre los colonos y las tropas reales del general Gage tuvieron lugar
el 18 de abril de 1775, cuando los soldados británicos trataban de incautarse
de armas y municiones rebeldes, almacenadas en Concord. Una patrulla de colonos
avisó a los cabecillas rebeldes para que huyeran y preparó a los granjeros para
que hicieran frente a los casacas rojas. La lucha se inició en Lexington y
continuó en la ciudad de Concord, con el triunfo de los rebeldes. En su huida
hacia Boston, los británicos se vieron acosados por los rebeldes desde
Charleston y Dorchester. En la escaramuza cayeron 95 miembros de las milicias
rebeldes y 265 soldados británicos.
Los colonos no
tenían ejército ni marina profesionales, cada colonia aportó una milicia local
que carecía de entrenamiento, de uniformes, de la disciplina propia de los
soldados profesionales y sólo contaban con armas ligeras, pero eran más
numerosos y en estas primeras escaramuzas vencieron también al ejército real en
Saratoga. En junio de 1775 las tropas reales, ahora al mando del general Howe,
con un refuerzo de 4.500 soldados llegados por mar, derrotaron por primera vez
a los colonos en Bunker Hill. En mayo de 1775 las noticias de los
enfrentamientos habían llegado a Filadelfia, donde se hallaba reunido el
Segundo Congreso Continental que asumió las responsabilidades de un gobierno de
todas las colonias. El congreso decidió establecer un ejército regular para
coordinar todas las fuerzas nombrando comandante en jefe a George Washington,
rico terrateniente de Virginia. El congreso autorizó la invasión de Canadá, emitió
papel moneda para sustentar a las tropas y nombró una comisión que pudiera
negociar con otros países. Los colonos se declaraban abiertamente en guerra
contra la metrópoli. El 4 de julio de 1776 el congreso votó a favor de la
independencia de los Estados Unidos.
En el verano de
1775 la situación estaba totalmente fuera de control y el gobierno británico se
convenció por fin de que lo sucedido en las colonias no era una simple
revuelta. En agosto de 1775 el rey Jorge III proclamó a las colonias en
rebeldía, en octubre las acusó de levantarse para conseguir la independencia.
En diciembre se declaró el bloqueo marítimo, de forma que los buques británicos
podían confiscar todos los barcos que pretendieran comerciar o auxiliar a los
norteamericanos.
La formación del
Ejército Continental fue muy problemática y durante toda la guerra Washington
utilizó tanto tropas regulares como milicias locales. En noviembre de 1775, por
una resolución del Congreso Continental, se creó en Filadelfia un cuerpo de
ejército, origen del actual cuerpo de marines. En 1776, Washington contaba con 20.000
hombres a su mando, de los cuales un tercio venían de las distintas milicias
estatales y dos tercios habían sido alistados para el Ejército Continental.
Durante la contienda sirvieron como soldados regulares o como milicianos un total
de 250.000 hombres, aunque nunca hubo más de 90.000 luchando al mismo tiempo.
En principio, los
británicos creyeron que muchos de los colonos permanecerían fieles a la corona,
pero la realidad fue otra. Entre un 40 por ciento y un 45 por ciento de los
colonos participaron activamente en la rebelión; del 35 por ciento y el 45 por
ciento se declararon neutrales y entre un 15 por ciento y un 20 por ciento
fueron leales a la corona británica. En cuanto a los indios, la guerra afectó
mucho a los que vivían al este del Misisipi. Algunas tribus se relacionaban de
forma amistosa con los colonos, pero en general los consideraban como una
amenaza para sus territorios. La confederación iroquesa se dividió ante el
conflicto, las tribus mohawk, séneca, onondaga y cayuga apoyaron a los
británicos y muchos de los oneida y tuscarora se alinearon con los colonos. Aproximadamente
13.000 indios lucharon junto a los británicos.
Al iniciarse el
conflicto Gran Bretaña parecía tener todas las bazas posibles para ganar
rápidamente la contienda. Desde su triunfo en la guerra de los Siete Años había
quedado establecida su superioridad naval internacional, su armada era la mayor
del mundo y casi la mitad de sus barcos participaron inicialmente en la guerra con
Norteamérica. Poseían un ejército profesional, bien entrenado, que llegó a
tener 50.000 soldados en tierras americanas con el refuerzo, en algunos
momentos, de 30.000 soldados mercenarios alemanes. Pero las desventajas británicas
eran muy grandes. Tenían que dirigir las operaciones desde el continente, con
los consiguientes problemas en las comunicaciones y el avituallamiento del
ejército, combatían en un terreno desconocido, de gran extensión, donde las
maniobras y desplazamientos constituían graves problemas. Otra desventaja
importante para los británicos era la de no poder enfrentarse a un ejército en
batallas organizadas. Al carecer los norteamericanos de un ejército
profesional, la mayor parte de la contienda se desarrolló en ataques de guerrillas
locales, con un gran apoyo de la población que les acosaba, les impedía
avituallarse y les cortaba el paso. La autoridad de los norteamericanos era
fragmentaria, no había un solo centro de poder susceptible de ser atacado y lo
que en principio parecía una tarea fácil se convirtió para los británicos en un
infierno.
En el verano de
1776 William Howe, general en jefe del ejército británico al frente de 30.000
hombres, llegó al puerto de Nueva York con la intención de aislar a Nueva
Inglaterra del resto de los rebeldes. En una campaña que duraría dos años, el
general y su hermano el almirante Richard Howe llevaron a cabo una campaña en
la que se mezclaban las acciones de guerra y los intentos de pacificación.
En agosto de 1776
el ejército de George Washington fue derrotado en Long Island, obligado a salir
de Nueva York y a huir de forma apresurada hacia el sur. Howe ocupó Nueva
Jersey y distribuyó sus tropas por varias ciudades de la zona para convencer a
los rebeldes de que estaban perdiendo la guerra. Muchos de los colonos leales a
los británicos que permanecían escondidos se unieron a las tropas de Howe, y
otros varios miles de colonos aceptaron la oferta de indulto si juraban lealtad
a la corona. Éste fue uno de los momentos en que los norteamericanos estuvieron
a punto de perder la guerra. Pero la política de pacificación de los hermanos
Howe se vio perjudicada por los saqueos de los soldados británicos y el triunfo
de Washington al tomar los puestos avanzados de Trenton en diciembre de 1776 y Princeton
en enero de 1777. El ejército de Howe tuvo que retirarse de las orillas del río
Delaware, lo que permitió a las milicias patrióticas volver a conquistar las
zonas abandonadas.
Los británicos
continuaban en la creencia de que si aislaban Nueva Inglaterra conseguirían
terminar con el foco principal de los rebeldes y ganar la guerra. Con este fin,
en 1777 movilizaron a 8.000 hombres, al mando del general Burgoyne, que debía
dirigirse desde Canadá hacia el sur, pasando por el lago Champlain para
recuperar el fuerte Ticonderoga; en las cercanías de Albany debían reunirse con
las tropas mandadas por el teniente coronel Barry St. Leger, que se
desplazarían hacia el este y con las del general Howe, que desde Nueva York
debía ir hacia el norte por el valle del río Hudson.
Pero Howe, en vez de
colaborar en el plan, pensando que muchos de los colonos de los estados del centro
continuaban fieles a la corona, decidió tomar la ciudad de Filadelfia, sede del
congreso. El 11 de septiembre, Washington se enfrentó con Howe en Brandywine, cerca
de Pensilvania y el 4 de octubre en Germantown. Los británicos vencieron en
ambas batallas, pero el ejército norteamericano demostró que podía enfrentarse
a los británicos en un combate organizado e impidió que Howe pudiera unirse a
las tropas de Burgoyne. Las tropas de St. Leger fueron vencidas en Oryskany,
cerca de Nueva York en el verano de 1777 y el numeroso ejército al mando del
general Burgoyne pasaba por grandes dificultades para desplazarse, ya que las
milicias de los patriotas de Nueva York les acosaban, destruían puentes,
derribaban árboles y retrasaban todo lo posible su avance. Luchando contra
tantos impedimentos, los británicos iban perdiendo fuerza mientras que los
norteamericanos se recuperaban. Al llegar a Saratoga, el ejército de Burgoyne,
debilitado por las emboscadas, los sufrimientos y el hambre se enfrentó a más
de diez mil soldados americanos al mando del general Horatio Gates, y tuvo que rendirse.
6.
La internacionalización de la guerra. La batalla de Saratoga
Tras la derrota
inglesa en Saratoga en octubre de 1777, la contienda tomó un carácter
internacional al firmar las colonias un tratado con Francia en 1778, y con
España en 1779 (las dos potencias que habían sido derrotadas por Gran Bretaña
en la guerra de los Siete Años). Lo sucedido en Saratoga decidió a los
británicos a ofrecer un acuerdo a los rebeldes, dándoles la posibilidad de
volver a la situación anterior a 1763; la oferta no fue aceptada pero sirvió
como baza a Benjamin Franklin, enviado a Francia como embajador, para negociar
un acuerdo comercial y otro militar muy beneficioso, ante el temor de los franceses
a una nueva alianza entre británicos y americanos. Desde el comienzo de la
guerra, Francia había estado suministrando a los rebeldes en secreto armas y
dinero para vengarse de su derrota en la guerra de los Siete Años y con la
esperanza de recuperar sus antiguos territorios. En 1780, Rusia firmó la Liga
de Neutralidad Armada con el resto de las potencias marítimas de Europa,
dejando a Gran Bretaña aislada por primera vez en su historia.
Las campañas
militares se desplazaron hacia el sur y tuvieron lugar en las Antillas, donde
Gran Bretaña trataba de defender sus posesiones. Con el apoyo de la armada
desplegada por la costa, los británicos, ahora al mando del general Henry
Clinton, bombardearon puertos de forma despiadada e hicieron incursiones al
interior, tratando a la vez de negociar y atraerse a líderes rebeldes, sin
conseguir grandes resultados. Concentraron sus fuerzas en el sur, se
mantuvieron a la defensiva en Nueva York y Rhode Island y abandonaron
Filadelfia. Sus planes eran conquistar el sur, donde creían tener suficientes
apoyos de los leales a la corona, que vivían aterrorizados por los indios y los
levantamientos de los esclavos, y más tarde llevar sus ejércitos al norte e ir
pacificando todos los territorios rebeldes. Pero la retirada de Filadelfia le
proporcionó a Washington la oportunidad de atacar a los británicos con un
ejército mejor organizado y más disciplinado del que había tenido hasta entonces,
gracias a la preparación ofrecida por el barón prusiano von Steuben. La batalla
tuvo lugar el 28 junio de 1778 sin que ninguno de los dos ejércitos venciera,
pero para los americanos significó una victoria por haberse enfrentado sin ser
derrotados a las bien entrenadas tropas británicas.
En el invierno de
1778-1779 los británicos consiguieron victorias importantes en el sur, tomaron
Savannah, Augusta y restablecieron el gobierno de la corona en Georgia. En 1780
consiguieron conquistar Carolina del Sur, venciendo a un ejército al mando de
Benjamin Lincoln. La rendición de los cinco mil hombres del ejército de Lincoln
supuso la mayor derrota de los patriotas en toda la guerra. Para detener la
ofensiva, el general Gates, con un ejército formado apresuradamente, se
enfrentó en agosto del mismo año a los británicos. De nuevo los americanos
fueron derrotados, pero las victorias de los británicos no sirvieron para
pacificar y consolidar los territorios conquistados. Los saqueos de los casacas
rojas y las represalias de los leales a la corona contra los revolucionarios
hicieron que muchos de los habitantes de Carolina del Sur y Georgia apoyaran la
revolución, organizando partidas de patriotas que se dedicaron a acosar a las
tropas británicas y a los partidarios de la corona.
El general
británico Cornwallis, atacado constantemente por la guerrilla revolucionaria,
decidió en el otoño de 1780 llevar sus tropas hacia Carolina del Norte, pero
las noticias de que una parte de su ejército había sido destruido le hicieron
volver a Carolina del Sur. Los americanos, entretanto, habían logrado organizar
un nuevo ejército en el sur al mando de Nathanael Green, intendente general del
Ejército Continental que trató por todos los medios de dividir las fuerzas del
enemigo. En enero de 1781 la legión británica de Tarlenton fue destruida por un
destacamento del ejército americano al mando de Daniel Morgan. Este triunfo
hizo que los británicos abandonaran su base en Charleston, reunieran sus tropas
en Carolina del Norte para pasar a Virginia y dejaran el terreno libre para que
los patriotas recuperaran el sur en la primavera y verano de 1781.
En Virginia, los
británicos eligieron Yorktown como cuartel general, y durante el verano de 1781
en una incursión a Charlottesville estuvieron a punto de capturar a Jefferson y
parte del gobierno de ese estado. Pero fuerzas conjuntas americanas y francesas
reunieron un ejército muy poderoso al mando de Washington y el conde de
Rochambeau para atacar a los británicos. Una flota francesa impidió a la armada
inglesa prestar apoyo al general Cornwallis, que en octubre tuvo que rendirse
con sus 8.000 hombres. La armada británica navegaba desde 1778 a lo largo de la
costa atlántica para apoyar al ejército, pero en esta ocasión no pudo prestar
su ayuda. La guerra continuó durante unos meses más, pero la victoria de
Yorktown significó el triunfo de los norteamericanos.
Una vez ganada la
guerra, los americanos tuvieron que negociar una paz complicada por las
alianzas a las que habían llegado durante la contienda con Francia y España. Se
habían comprometido con Francia a firmar una paz conjunta con Gran Bretaña, lo
que significaba tener en cuenta a España, que por su parte pretendía recuperar Gibraltar
y mantener sus territorios del valle del Misisipi. Ni a Francia ni a España les
interesaba una Norteamérica poderosa e independiente y España temía que las ideas
republicanas se extendieran a sus colonias de América. Los diplomáticos
enviados a Europa para la negociación, Franklin, Adams y Jay, decidieron negociar
solamente con Gran Bretaña y consiguieron que reconociera unos límites muy
ventajosos para el nuevo país. Las fronteras de Estados Unidos llegarían por el
oeste hasta el río Misisipi, por el norte hasta la actual frontera de Canadá y
por el sur hasta el paralelo treinta y uno. Gran Bretaña renunciaba a sus
territorios entre los Allegheny (Apalaches) y el Misisipi. Dicho río haría de
frontera entre los Estados Unidos y los territorios españoles. Los británicos
conservarían Canadá y podían navegar libremente por el Misisipi y los
americanos el derecho de pesca en Terranova y en San Lorenzo. Una vez conseguido
el preacuerdo con Gran Bretaña los embajadores americanos negociaron con
Francia, que aceptó el acuerdo con algunas reticencias. Francia recobraba
Saint-Pierre-et-Miquelon y algunas concesiones en la India y en África. España
tuvo que renunciar a su pretensión de que le fuera devuelto Gibraltar y
conservó la Florida. En el tratado de Versalles firmado en septiembre de 1783
se reconocía la independencia de los Estados Unidos por parte de la corona británica.
La mayor parte de
los realistas permanecieron en Estados Unidos después de la guerra,
aproximadamente 37.000 marcharon a Canadá, donde el gobierno británico creó
para ellos en 1784 la provincia de New Brunswick, algunos se exiliaron en
Inglaterra y en las Indias Occidentales. Decenas de miles de esclavos escaparon
durante la contienda. El gobierno británico invirtió en total 4.000.000 de
libras en compensar a más de 4.000 antiguos colonos realistas por sus pérdidas territoriales.
7.
Del modelo confederal a la federación
En el verano de
1776, cuando los británicos iban ganado la guerra, se reunió de nuevo el
Congreso Continental de Filadelfia. La violencia y el bloqueo a que estaban
sometidos los colonos les hizo cambiar de actitud y exigir la independencia
política. En un folleto titulado Sentido común, escrito por el radical inglés
Thomas Paine, el autor defendía la causa independentista y las ventajas del
sistema republicano sobre el monárquico. Esta obra tuvo tanto impacto que se
vendieron más de 100.000 ejemplares. Su principal mérito fue su estilo muy
directo y llano, no basado en principios legales que eran los que solían esgrimirse
y resultaban aburridos para el gran público.
"Un gobierno celoso
de nuestra prosperidad ¿es el que debe gobernarnos? Quien conteste que no a
esta pregunta, es partidario de la independencia, pues independencia significa
sencillamente: ¿haremos nosotros mismos nuestras leyes o abandonaremos esta
labor al rey, que es el mayor enemigo de nuestro continente?… Un solo hombre
honrado es más precioso a la sociedad que todos los bribones coronados de la
tierra… La distancia a la que el todopoderoso ha colocado a Inglaterra de
América es una prueba natural de que la autoridad de la una sobre la otra no
entraba nunca en los designios de la providencia… (fragmento de la obra de Paine,
Sentido común).
Con la guerra como
telón de fondo, el 4 de julio de 1776 el congreso aprobó el acta de independencia
basada en un borrador elaborado por Thomas Jefferson, John Adams y Benjamin
Franklin. Los principios en los que fundamentaron el acta tenían su origen en
Locke, quien en el siglo XVII, en su obra Dos tratados de gobierno, había
demostrado que todo sujeto posee derechos naturales y que, en el caso de que
éstos fueran violados, el pacto social entre el soberano y el pueblo quedaba
deshecho. Esta doctrina les permitía a los americanos romper de forma honorable
con la corona británica "en virtud de las leyes de la naturaleza y por la
voluntad de Dios…". El acta de independencia también tenía influencias de Rousseau,
al declarar que el objetivo de todo gobierno era la garantía de los derechos
del hombre; que todo gobierno debía obtener sus poderes con el consentimiento
de los gobernados y que, si un gobierno dejaba de garantizar esos derechos, el
deber del pueblo estriba en modificarlo o suprimirlo.
El proceso político
siguiente pasó por profundas divisiones entre los delegados de los distintos estados.
Los grupos realistas minoritarios de Nueva Inglaterra se vieron obligados a
aceptar la independencia o a emigrar a la metrópoli o hacia Nueva Escocia. En
el sur, los realistas fueron sometidos por la fuerza. Alguna de las colonias
centrales, como Pensilvania, permaneció realista.
En cuanto al modelo
político a adoptar, en el centro y en el sur los federalistas pretendían que se
instaurara un fuerte gobierno central, con mayor poder en manos del ejecutivo;
los más radicales se sentían republicanos confederales y demócratas y se
oponían tanto a la monarquía como a un gobierno que limitara el poder de los
grupos locales.
Ya desde mediados
de 1775 los rebeldes habían conseguido controlar políticamente la mayor parte
del territorio. Las trece colonias se denominaban a sí mismas estados, habían
expulsado a los gobernadores británicos, cerrado los tribunales e iban preparando
constituciones propias que desplazaran las cartas otorgadas por la corona
británica. La primera constitución estatal ratificada fue la de New Hampshire,
en 1776, seis meses antes de la declaración de independencia. Poco después
Virginia, Carolina del Sur y Nueva Jersey redactaron nuevos textos
constitucionales mientras que en Connecticut y Rhode Island continuaron
rigiéndose por sus cartas otorgadas de las que habían eliminado cualquier
alusión a la corona.
La diferencia
social en la población de cada nuevo estado tuvo una gran influencia en las
distintas soluciones adoptadas en relación con las cuestiones constitucionales
como el sufragio universal o el censitario; el poder ejecutivo más o menos
fuerte frente al legislativo o la legislatura unicameral o bicameral, y en
muchos casos dio lugar a la protesta de aquellos que no veían sus ideas
representadas en la constitución de su estado.
En 1777 el congreso
aprobó los Artículos de la Confederación y Unión Perpetua, que se ratificarían
en marzo de 1781 pasando a denominarse Congreso de la Confederación. Los Artículos
de la Confederación establecían, entre otras cuestiones, que el congreso era la
única institución por encima de los trece estados, pero afirmaba la prioridad de
los estados separados sobre el gobierno de la confederación y limitaba los
poderes del gobierno central a dirigir las relaciones exteriores, a declarar la
guerra; a establecer los pesos y medidas y a ser árbitro final en las disputas
entre los estados miembros; cada uno de los estados tenía un voto en el
Congreso de la Confederación y una delegación de dos a siete miembros que eran
designados por los órganos legislativos locales. Se requería la aprobación de
nueve estados para admitir a otros en la confederación y se aprobó por
adelantado la admisión de Canadá. Los gastos serían financiados por fondos
recaudados por los congresos locales teniendo en cuenta el valor de sus
propiedades. La confederación aceptaba la deuda de guerra del congreso antes de
la promulgación de los artículos.
El deseo de
mantener su independencia llevó a los colonos a no querer establecer un gobierno
nacional poderoso. El congreso, para proteger la libertad de cada uno de los estados,
creó una estructura unicameral débil y la confederación carecía de mecanismos
para obligar a los estados a que pagaran impuestos o incluso a que pagaran sus
deudas.
Los problemas
surgieron enseguida. Cada estado actuaba de forma soberana y disponía de un
solo voto en la asamblea legislativa y esto daba lugar a que los más poblados
se veían en muchas ocasiones bloqueados por las decisiones de otros más
pequeños.
En cuanto a la
política exterior, cada uno defendía sus intereses de forma que para que los
tratados fueran eficaces las potencias extranjeras tenían que firmarlos con
cada estado, lo cual era un peligro ya que existían serias amenazas de las
potencias vecinas que aún tenían colonias. La carencia de protección por parte
de un poder central podía tentar a algunos estados limítrofes a pactar con
ingleses o españoles que les garantizaran su apoyo y abandonar su lealtad por
la confederación. Los que estaban situados en la costa, que tenían gran actividad
comercial, gravaban las mercancías que pasaban por sus tierras en dirección a
sus vecinos del interior. Otros llegaban a acuñar su propia moneda. Las
relaciones comerciales y la libre circulación se veían coartadas también por
las rencillas y por las distintas leyes locales.
Durante la guerra, el
país había contraído una enorme deuda, el Congreso Continental había recurrido
a la emisión de papel moneda para financiar la contienda que perdió rápidamente
su valor, la inflación se disparó y los soldados se lamentaban de que sus pagas
llevaban muchísimo retraso. En el mes de marzo de 1783 se extendieron los
rumores de un levantamiento en el cuartel general de Newburg (Nueva York) y de
una conspiración para exigir el dinero que se debía a los soldados. La
intervención de George Washington fue decisiva a la hora de frenar un
descontento muy peligroso en un ejército que había ganado la guerra.
No todos los estados
tenían la misma capacidad para gestionar sus asuntos públicos. Mientras que
Nueva York, Pensilvania y Rhode Island resolvían con éxito sus problemas, otros
como Delaware o New Hampshire eran incapaces de salir adelante. La mayor parte
de los estados del sur, con la excepción de Carolina del Norte y Georgia, que
prosperaron, decidieron no pagar sus deudas lo que significó una grave
depresión de las economías privadas y un importante deterioro del crédito
público. En 1786, Massachusetts vivió una verdadera revolución ante la negativa
de los granjeros a pagar los altos impuestos establecidos para saldar la deuda.
Los Artículos de la
Confederación no sirvieron para establecer el nuevo estado ya que no eran
suficientes para afrontar todos los problemas del país. Se basaban en la buena
voluntad, no podían garantizar los compromisos adquiridos ni hacer respetar los
tratados de paz. El poder federal era muy débil, existía un vacío en la
legislación y era necesario crear una administración interior y una hacienda
capaz de hacer frente a la fuerte deuda exterior.
La
convención de Filadelfia
Ante este cúmulo de
problemas parecía inevitable que se revisaran los Artículos de la Confederación.
Los representantes de Virginia y Maryland, que querían llegar a un tratado que
regulara el comercio y la navegación por el río Potomac, se reunieron en
Alexandria, en septiembre de 1786. Influenciados por James Madison, representante
de Virginia, decidieron celebrar una convención de todos los estados para
tratar en común muchas cuestiones pendientes.
En mayo de 1787 se
reunió la convención en Filadelfia como Convención Federal, con la asistencia
de todos los estados (menos el de Rhode Island), representados por sus hombres
más notables. De los cincuenta y cinco que componían esta asamblea, veintinueve
eran universitarios y el resto militares, políticos o juristas tan importantes como
George Washington, Benjamin Franklin o Alexander Hamilton. Como presidente fue
elegido George Washington, por su reconocido prestigio militar y político.
En principio, los
dirigentes políticos creían que debía darse nuevos poderes al congreso para
enmendar los Artículos de la Confederación, y conceder al congreso autoridad
para regular el comercio y establecer impuestos. La delegación de Virginia,
representada por Madison, inició el debate con propuestas radicales que no eran
una revisión de los Artículos de la Confederación sino un proyecto para un
cambio muy significativo del gobierno. Los representantes de los estados
grandes apoyaban la propuesta de Madison, propugnando la creación de un nuevo
gobierno nacional mucho más poderoso que fuera capaz de resolver todos los
problemas pendientes en cuanto al comercio, las relaciones exteriores, el
crédito, etcétera.
El Plan de Virginia
proponía la creación de dos cámaras, una elegida por sufragio universal y otra
elegida por la primera. La representación en ambas debía ser proporcional a la
población. El ejecutivo y el judicial debían ser elegidos y nombrados por las cámaras,
que podían decidir sobre la constitucionalidad de las leyes votadas por los
distintos estados. Madison creía que así el gobierno podía desempeñar un papel
de árbitro como el de la corona en el imperio británico.
Muchos de los
delegados rechazaron el plan de Madison porque suponía ir mucho más allá de lo
que en un principio habían proyectado, que era una reforma de los Artículos de
la Confederación otorgando más poder al gobierno federal. El plan presentado
por Virginia suponía debilitar de forma extraordinaria la autoridad estatal.
William Paterson, representante de Nueva Jersey, de acuerdo con los delegados de
Connecticut, Delaware y Nueva York presentó otra propuesta para aumentar los
poderes del congreso, reformar Artículos de la Confederación y conservar la
soberanía de los estados. Los nacionalistas, representados por Madison y
Wilson, convencieron a la mayoría para que rechazaran este plan que mantenía
todos los Artículos de la Confederación que habían sido causa de debilidad: una
sola cámara, representación igual para todos los estados, el único poder
ejecutivo representado por un comité elegido por los legisladores… No obstante,
tuvieron que hacer algunas concesiones de importancia como ceder en su
propuesta sobre la autoridad de la asamblea nacional para vetar la legislación
de los estados o el principio de representación proporcional en ambas cámaras.
Pero ganaron la batalla al conseguir la aprobación sobre los puntos fundamentales
como el referido a la creación de un poderoso gobierno central.
La primera
dificultad fue conseguir el consenso entre las propuestas de los grandes y los
pequeños estados, que hasta esos momentos tenía derecho a un voto en el congreso.
Los grandes proponían una representación proporcional a la población y a los
impuestos directos, mientras que los pequeños pretendían que se siguiera con un
voto por estado. El texto constitucional fue el resultado de importantes y
encendidos debates entre los partidarios del republicanismo clásico, antifederalistas
y los federalistas.
Finalmente, una
comisión formada por un miembro de cada estado presentó un informe, conocido
como la Transacción de Connecticut que fue aceptado: se crearían dos asambleas,
una como Cámara de los Representantes, dando a cada estado un número de
diputados proporcional a la población; la segunda, el Senado con dos senadores
por estado independientemente de la población de éste. Se crearía una federación,
la soberanía popular pasaría de los estados a dicha federación; los poderes
ejecutivo, legislativo y judicial que emanaban del pueblo se mantendrían
totalmente separados y se controlarían mutuamente. El ejecutivo sería ejercido
por un presidente elegido por cuatro años, mediante un sufragio indirecto. El
poder judicial se confió a un tribunal supremo de nueve jueces, designados por
el presidente de acuerdo con el Senado, y sería el encargado de dirimir los conflictos
entre el congreso y el presidente. El congreso, compuesto por el Senado y la
Cámara de Representantes, ostentaría el poder legislativo y podría proponer
enmiendas a la constitución, que a su vez tendrían que ser ratificadas por los
estados. En este nuevo modelo político, los representantes de los estados del
norte pidieron ventajas en materias comerciales, y los del sur lucharon por
conservar la esclavitud.
La
federación: la constitución
La constitución fue
redactada durante el verano de 1787, aprobada por la convención el 17 de
septiembre de 1787 y enviada para su ratificación a los trece estados el 28 de
septiembre del mismo año. Una vez ratificado el texto constitucional por el
noveno estado en junio de 1788, el congreso fijó la fecha del 4 de marzo de
1789 para que el gobierno empezara a trabajar (las primeras elecciones bajo la nueva
constitución habían tenido lugar a finales de 1788). Como todavía cuatro de los
trece estados estaban pendientes de la prometida inclusión de una declaración
de derechos, el congreso propuso 12 enmiendas en septiembre de 1789; diez de
ellas fueron ratificadas por los estados y su adopción certificada el 15 de
diciembre de 1791.
En los debates para
la ratificación del texto constitucional los antifederalistas estaban en contra
de instituir un fuerte gobierno central que consideraban parecido a una
monarquía, puesto que concentraba el poder a expensas de la libertad de los estados;
además, consideraban que no sería posible gobernar una república tan extensa
sin caer en la tiranía al eliminar la soberanía independiente de cada uno de
ellos. Creían que la nueva constitución iba en contra de los principios
revolucionarios y de los de la confederación. Pero los federalistas se oponían
a estos argumentos al afirmar que no negaban el principio de soberanía sino que
lo trasladaban a todo el pueblo. Así se creaba una nueva forma de relación del
gobierno con la sociedad. Este principio de soberanía se había ido forjando en
Norteamérica durante todos los años de la revolución en los que el pueblo había
controlado directamente las instituciones del gobierno para hacerlas más
eficaces y rápidas. Madison, en uno de los artículos publicados en El Federalista
en defensa de la constitución, afirmaba que el tamaño de la nueva república era
una de sus fuentes de fortaleza ya que los intereses de la sociedad aumentarían
de forma que se controlarían unos a otros y sería difícil que una mayoría
tiránica se aliara con el poder para oprimir los derechos de las minorías.
Jefferson,
antifederalista, manifestó que no podía considerar completo el texto
constitucional mientras no se le añadiese una declaración de derechos, como
compensación por haber cedido ante cuestiones importantes en las que no estaba
de acuerdo con los federalistas. Madison propuso una serie de enmiendas que
constituían una garantía de las libertades humanas. Aseguraban la tolerancia
religiosa, la libertad de pensamiento, de prensa, de reunión y la libertad del
pueblo para llevar armas, constituyendo el conjunto más completo de garantías
que ninguna sociedad había tenido hasta el momento.
Las instituciones
políticas inglesas se tuvieron presentes en todo momento, hay que recordar que
la mayor parte de los revolucionarios americanos se habían formado en la
metrópoli y en cierto modo, se sentían culturalmente británicos.
"Virginia
insistirá en anexar una declaración de derechos a la nueva constitución, es
decir, un documento en el que el gobierno declare: 1º la libertad religiosa; 2º
la libertad de prensa; 3º el juicio por jurados se mantendrá en todos los
casos; 4ª que no habrá monopolios en el comercio; 5º que no habrá ejército
permanente.
Hay solamente dos
enmiendas que deseo sean aceptadas: una declaración de derechos, que interesa
de tal modo a todos que me imagino que será aceptada. La primera enmienda
propuesta por Massachusetts responde en cierto grado a ese fin, pero no del
todo. Hará demasiado en algunos casos y demasiado poco en otros. Atará al
gobierno federal en algunos casos en que debiera tener libertad y no le
coartará en otros en que la restricción sería justa. La segunda enmienda que me
parece necesaria es la restauración del principio de rotación obligatoria,
particularmente para el Senado y la presidencia, pero sobre todo para la
última. La reelegibilidad hace del presidente un funcionario vitalicio y los
desastres insuperables de una monarquía electiva hacen que sea preferible, si
no podemos desandar ese paso, que sigamos adelante y nos refugiemos en una
monarquía hereditaria. Pero al presente no tengo esperanza alguna de que sea
corregido ese artículo de la constitución, porque veo que apenas ha provocado
objeciones en América. Y si no se hace esa corrección inmediatamente no se hará
nunca, de seguro…" (fragmento de los comentarios de Jefferson sobre la
constitución norteamericana).
La
influencia de la revolución norteamericana
Con el nacimiento
de Estados Unidos se inició en Europa un periodo de grandes conmociones ya que
la constitución americana supuso un antes y un después en la vida política del
mundo occidental. La formación de un nuevo país, con una constitución democrática
en la que se plasmaban de forma práctica los principios enunciados por los
filósofos de la Ilustración mostraba a los europeos que era posible romper con
las trabas que suponía el absolutismo monárquico y el conjunto de normas
obsoletas del Antiguo Régimen. También a las colonias iberoamericanas llegó el
eco de la revolución y tuvo una gran importancia a la hora de plantear su
independencia. La propaganda del proceso revolucionario se extendió gracias a
los diplomáticos americanos destinados en Europa, como Franklin y Jefferson, a
los militares europeos que habían luchado en la revolución americana, como La
Fayette o Mazzei. En 1789, en Inglaterra, Irlanda, Bélgica, Suiza y las
Provincias Unidas se iniciaron protestas o procesos revolucionarios poco antes
de que estallara la revolución francesa, y en todo el continente se vivía un
ambiente de levantamiento en contra del orden establecido, que sin duda debía
tener una conexión directa con lo sucedido al otro lado del Atlántico.
Florentina Vidal Galache
en Ángeles Lario (coord.)
Historia contemporánea
universal
Alianza Editorial
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