La
ilusión democrática
El nuevo
presidente, Raúl Alfonsín, asumió el 10 de diciembre de 1983 y convocó a una
concentración en la Plaza de Mayo; para marcar las continuidades y las rupturas
con la tradición política anterior, desechó los "históricos balcones"
de la Casa Rosada y eligió los del Cabildo. Como en 1916, la multitud que se
volcó a las calles sentía que la civilidad había alcanzado el poder. Pronto se
puso de relieve no sólo la capacidad de resistencia de los enemigos juzgados
vencidos, sino la dificultad para satisfacer el conjunto de demandas de todo
tipo que la sociedad había venido acumulando y que esperaba ver resueltas de
inmediato, quizá porque a la clásica imagen del Estado providente se sumaba la
convicción (alimentada por el candidato triunfante) de que el retorno a la
democracia suponía la solución de todos los problemas.
Pero éstos
subsistían, y sobre todo los económicos, aunque en la campaña electoral se
habló poco de ellos. Más allá de sus problemas de fondo, la economía se
encontraba desde 1981 en estado de desgobierno y casi de caos: inflación
desatada, deuda externa multiplicada y con fuertes vencimientos inmediatos, y
un Estado carente de recursos, sin posibilidad de atender a los variados
reclamos de la sociedad, desde la educación o la salud hasta los de carácter
salarial de sus propios empleados, y aun con una fuerte limitación en su
capacidad para dirigir la crisis.
Esa incertidumbre
acerca de la capacidad del gobierno democrático se extendía a los otros campos,
donde los poderes corporativos (los militares, la Iglesia, los empresarios, los
sindicatos) habían demostrado tener una enorme fuerza. Pero casi todos ellos
habían quedado comprometidos con el régimen caído, o salpicados por su
derrumbe, y se encontraban a la defensiva. Sus viejas solidaridades estaban
rotas y faltaba un centro político que articulara sus voces, de modo que
debieron mantenerse a la expectativa, sumándose al coro de alabanzas a la
democracia restaurada y rindiendo homenaje al nuevo poder democrático. El
adversario político principal del radicalismo gobernante, el peronismo, vivía
una fuerte crisis interna, latente desde antes de la elección pero agudizada
luego de lo que fue su primera derrota en una elección presidencial. Mientras el
sindicalismo peronista se separaba de la conducción partidaria y ensayaba su
propia estrategia para enfrentar los embates del gobierno, el peronismo
político buscó sin éxito definir su perfil, atacándolo desde la derecha o desde
la izquierda, o desde ambos lados a la vez, como lo hacía el senador Vicente
Saadi.
El poder que
administraba el presidente Alfonsín era, a la vez, grande y escaso. El
radicalismo había alcanzado una proporción de votos sólo comparable con los
grandes triunfos plebiscitarios de Yrigoyen o Perón, y tenía mayoría en la
Cámara de Diputados, pero había perdido en el interior tradicional y no
controlaba la mayoría del Senado. Si el liderazgo de Alfonsín en su partido era
fuerte, la Unión Cívica Radical (UCR) constituía una fuerza no demasiado
homogénea, donde se discutieron y hasta se obstaculizaron muchas de las
iniciativas del presidente, quien prefirió rodearse de un grupo de
intelectuales y técnicos recientemente acercados a la vida política, y de un
grupo radical juvenil, la Coordinadora, que avanzó con fuerza en el manejo del
partido y del gobierno. Fuerte en la escena política, el radicalismo no tenía,
en cambio (más allá de las adhesiones que inicialmente cosecha todo triunfador),
muchos apoyos consistentes en el ámbito de los poderes corporativos, un
territorio donde sus adversarios peronistas se movían en cambio con toda
fluidez. El Estado (que debía librar sus combates contra esos poderes y al que
el gobierno no controlaba por completo) carecía de eficiencia y aun de
credibilidad para la sociedad.
Pero cuando asumió
el gobierno, el presidente Alfonsín tenía detrás de sí una enorme fuerza, cuya
capacidad era aún una incógnita: la civilidad, identificada toda ella, más allá
de sus opciones políticas, con la propuesta de construir un Estado de derecho,
al cual esos poderes corporativos debían someterse, y consolidar un conjunto de
reglas, capaces de zanjar los conflictos de una manera pacífica, ordenada,
transparente y equitativa. Era poco y muchísimo: se trataba de una identidad
política fundada en valores éticos, que subsumía los intereses específicos de
sus integrantes, en muchos casos representados precisamente por aquellas
corporaciones, pero que en el entusiasmo de la recuperación democrática
quedaban postergados. Mucho más aún que los gobernantes, la civilidad vivió la
euforia y la ilusión de la democracia, poderosa y "boba" a la vez.
Con estos respaldos, en cierto sentido fuertes y en otros débiles, el
presidente debía elegir entre gobernar activamente, tensando al máximo el polo
de la civilidad, lo que implicaba confrontar con intereses establecidos y aun
introducir fisuras en su frente de apoyo, o privilegiar las soluciones
consensuadas, los acuerdos con los poderes establecidos, lo que implicaba
postergar los problemas que requerían definiciones claras. El gobierno eligió
en general la primera línea, pero debió aceptar la segunda cuando algunos
fuertes golpes le demostraron los límites de su poder. No obstante, hasta 1987
mantuvo la iniciativa, buscando caminos alternativos y presentando ante cada
contraste nuevas propuestas, que Alfonsín sacaba (decían muchos observadores)
como de la galera de un mago.
En el diagnóstico
de la crisis, los problemas económicos parecían por entonces menos
significativos que los políticos: lo fundamental era eliminar el autoritarismo
y encontrar los modos auténticos de representación de la voluntad ciudadana. El
gobierno atribuyó una gran importancia, simbólica y real, a la política
cultural y educativa, destinada en el largo plazo a remover el autoritarismo
que anidaba en las instituciones, las prácticas y las conciencias, representado
en la difundida imagen del "enano fascista". Coincidiendo con los
deseos de la sociedad de participación y de ejercicio de la libertad de
expresión y de opinión, largamente postergada, las consignas generales fueron
la modernización cultural, la participación amplia y sobre todo el pluralismo y
el rechazo de todo dogmatismo.
En este terreno se
avanzó inicialmente con facilidad: se desarrolló un programa de alfabetización
masiva, se atacaron los mecanismos represivos que anidaban en el sistema
escolar y se abrieron los canales para discutir contenidos y formas (a veces
puestas en práctica con una alta dosis de utopismo y voluntarismo), lo que
debía culminar en un Congreso Pedagógico que, como el de cien años atrás,
determinaría qué educación quería la sociedad. En el campo de la cultura y de
los medios de comunicación manejados por el Estado, la libertad de expresión,
ampliamente ejercida, permitió un desarrollo plural de la opinión y un cierto
"destape", para algunos irritante, en las formas y en los temas. En
la universidad y en el sistema científico del Estado volvieron los mejores
intelectuales e investigadores, cuya marginación había comenzado en 1966.
Aunque en muchas universidades los cambios no fueron significativos, en otras,
como la de Buenos Aires, hubo profundas transformaciones. Estas instituciones,
que debieron resolver el problema planteado por un masivo deseo de los jóvenes
de ingresar a ellas, se reconstruyeron sobre la base de la excelencia académica
y el pluralismo, y en algunos casos alcanzaron niveles de calidad similares a
los de su época dorada, a principios de la década de 1960.
Además de volver a
la vida académica, los intelectuales se incorporaron a la política, y la
política se intelectualizó. Su presencia fue habitual en los medios de
comunicación. Alfonsín recurrió a ellos, como asesores o funcionarios técnicos,
y su discurso, que traducía en clave política lo que los académicos elaboraban,
resultó moderno, complejo y profundo, a tono con lo que en el mundo se esperaba
de un estadista. No fue el único (su más notorio compañero en ese camino fue el
peronista Antonio Cafiero) y la discusión política adquirió brillo y, en menor
medida, profundidad.
El punto culminante
de esta modernización cultural fue la aprobación de la ley que autorizaba el
divorcio vincular (un tema tabú) y posteriormente la referida a la patria
potestad compartida, que avanzaba en el proyecto de modernización de las
relaciones familiares, campo en el que la Argentina estaba sensiblemente
atrasada respecto de las tendencias mundiales. La ley sobre divorcio fue
sancionada a principios de 1987, luego de una breve pero intensa discusión. Los
sectores más tradicionales de la Iglesia católica intentaron oponerse, con los
mecanismos habituales de presión y con manifestaciones en las que hasta la
Virgen de Luján fue sacada a la calle. Fracasaron, por el alto consenso
existente alrededor de la nueva norma, incluso entre sectores católicos,
preocupados quizá por las consecuencias familiares de una práctica ya habitual
en sus propios círculos. En cambio, la Iglesia se movilizó con éxito alrededor
del Congreso Pedagógico (cuestión que le interesaba de manera directa y
profunda, por su fuerte participación en la educación privada) defendiendo,
paradójicamente, contra un supuesto avance estatal, el pluralismo y la libertad
de conciencia.
La Iglesia, que en
1981 se había definido por la democracia (aunque sin hacer la crítica de su
relación con el gobierno militar), fue evolucionando hacia una creciente
hostilidad al gobierno radical, irritada por su escasa injerencia (al menos,
menor a sus aspiraciones) en el área de la enseñanza privada, la sanción de la
ley de divorcio y el tono en general laico del discurso cultural que circulaba
por las instituciones y los medios del Estado. Confluyeron a ello un cambio en
el equilibrio interno del episcopado local y la orientación general impresa a
la Iglesia por el papa Juan Pablo II, decidido a dar una batalla por la
integridad de la comunidad católica que tenía su centro precisamente en lo
cultural. Ese combate, asumido por los obispos locales más conservadores, les
permitió empezar a reconstruir su arco de solidaridades con otros integrismos
deseosos de volver. Enfrentado de manera creciente con el gobierno radical (el
presidente respondió de manera enérgica en un templo a las opiniones políticas
de un obispo, que además era vicario castrense), este sector de la Iglesia, que
paulatinamente empezaba a dominar en ella, asumió el papel de censor social,
con un discurso de combate. La democracia (decían) resultaba ser el compendio
de los males del siglo: la droga, el terrorismo, la pornografía o el aborto.
El discurso ético,
centrado en los valores de la democracia, la paz, los derechos humanos, la
solidaridad internacional y la independencia de los Estados, fue puesto al
servicio de una reinserción del país en la comunidad internacional, que
recientemente había censurado y hasta aislado al régimen militar. Pronto, la
oveja negra se convirtió en el hijo pródigo; los éxitos en este terreno,
expresados en la gran popularidad alcanzada por el presidente en distintos
lugares del mundo, fueron utilizados para afianzar y fortalecer las
instituciones democráticas locales, todavía precarias. Con esos criterios se
encararon las principales cuestiones pendientes, con Chile por el Beagle y con
Gran Bretaña por las Malvinas. En el primer caso, el laudo papal, que los
militares habían considerado inaceptable pero sin atreverse a rechazarlo, fue
asumido como la única solución posible para el gobierno democrático, que
necesitaba reafirmar los valores de la paz y eliminar un conflicto capaz de
mantener vivo el militarismo. Para doblegar las resistencias internas a su
aprobación (nutridas en el tradicional nacionalismo y en un reluctante
belicismo), se convocó a un referéndum popular no vinculante, que corroboró el
amplio consenso existente para esa solución pacífica e inmediata. Aun así, la
aprobación por el Senado (donde el peronismo tenía la mayoría) se logró por el
mínimo margen de un voto. En el caso de las Malvinas, donde la torpeza militar
había llevado a la pérdida de lo largamente ganado en la opinión pública
internacional y en las negociaciones bilaterales, también se recuperó terreno:
las votaciones en las Naciones Unidas, instando a las partes a la negociación,
fueron cada vez más favorables, incluyeron a las principales potencias
occidentales y aislaron al gobierno británico. Sin embargo, la expectativa de
que ello sirviera para convencerlo de la conveniencia de iniciar una
negociación que incluyera de alguna manera el tema de la soberanía resultó
totalmente defraudada.
Asociada con otros
países que acababan de retornar a la democracia (Uruguay, Brasil, Perú), la
Argentina se propuso mediar en el conflicto en Centroamérica, y sobre todo en
la cuestión de Nicaragua. Se trataba de aplicar los principios éticos y
políticos generales, y también de evitar los riesgos internos que podía
acarrear uno de los episodios finales de la Guerra Fría. En discrepancia con
Estados Unidos, pero aprovechando su buena voluntad hacia las democracias
restauradas, logró que al final se alcanzara una solución relativamente
equitativa. Actuando con independencia, dialogando con los países no alineados,
reivindicando los principios pero absteniéndose de los enfrentamientos más
duros (por ejemplo, constituir un "club de deudores" para negociar la
deuda externa), el gobierno argentino mantuvo una buena relación con el
estadounidense, que respaldó con firmeza las instituciones democráticas, cortó
toda vinculación con militares nostálgicos y apoyó luego los diversos intentos
de estabilización de la economía.
La
corporación militar y la sindical
En el terreno
cultural y en el de las relaciones exteriores, el gobierno radical pudo avanzar
con relativa facilidad, pero el camino se hizo más empinado cuando afrontó los
problemas de las dos grandes corporaciones cuyo pacto había denunciado en la
campaña electoral: la militar y la sindical. En los dos terrenos, pronto quedó
claro que el poder del gobierno era insuficiente para forzar a ambas a aceptar
sus reglas.
El grueso de la
sociedad, que había empezado condenando a los militares por su fracaso en la
guerra, se enteró de manera abrumadora de aquello que hasta entonces había
preferido ignorar: las atrocidades de la represión, puestas en evidencia por un
alud de denuncias judiciales, por los medios de comunicación y, sobre todo, por
el cuidadoso informe realizado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición
de Personas (CONADEP), constituida por el gobierno con personalidades
independientes, y presidida por el escritor Ernesto Sábato. Su texto, difundido
masivamente con el título de Nunca más, resultó incontrovertible, aun para
quienes querían justificar a los militares. En la sociedad se manifestaron
algunas confusiones y ambigüedades: ¿eran culpables de haber hecho la guerra de
Malvinas, o tan sólo de haberla perdido?; ¿eran culpables de haber torturado, o
simplemente de haber torturado a inocentes? Pero la inmensa mayoría los repudió
en forma masiva, se movilizó y exigió justicia, amplia y exhaustiva, y castigo
a los culpables.
La derrota en la
guerra de Malvinas, el rotundo fracaso político, las divisiones entre las
fuerzas, los propios cuestionamientos internos, que afectaban la organización
jerárquica, todo ello debilitaba la institución militar, que, sin embargo, no
había sido expulsada del poder. Como se repetía por entonces, en la Argentina no
había habido una toma de la Bastilla. Pronto, la solidaridad corporativa de los
militares se reconstituyó en torno de lo que reivindicaban como su éxito: la
victoria en la "guerra contra la subversión". Rechazaron la condena
de la sociedad, recordaron que su acción contó con la complacencia
generalizada, incluso de los políticos luego sumados al coro de los
detractores, y que a lo sumo estaban dispuestos a admitir "excesos"
propios de una "guerra sucia".
En los años del
Proceso, el presidente Alfonsín había estado entre los más enérgicos defensores
de los derechos humanos, y había hecho de ellos una bandera durante la campaña,
en la que también fustigó duramente a la corporación militar. Sin duda
compartía los reclamos generalizados de justicia, pero se preocupaba también
por encontrar la manera de subordinar a las Fuerzas Armadas al poder civil, de
una vez y para siempre. Para ello proponía algunas distinciones, lógicas pero
difíciles de ser admitidas por la sociedad movilizada, y en particular por las
organizaciones de derechos humanos: separar el juicio a los culpables del
juzgamiento a la institución, que era y seguiría siendo parte del Estado, y
poner límite a aquel juicio, deslindando responsabilidades y distinguiendo
entre quienes dieron las órdenes que condujeron a la masacre, quienes se
limitaron a cumplirlas y quienes se excedieron, cometiendo delitos aberrantes.
Se trataba de concentrar el castigo en las cúpulas y en las más notorias bétes
noires, y aplicar al resto el criterio de la obediencia debida. Sobre todo, el
gobierno confiaba en que las propias Fuerzas Armadas se comprometieran con esta
propuesta, intermedia entre las demandas de la civilidad y la postura dominante
entre los militares, que asumieran la crítica de su propia acción y procedieran
a su depuración, castigando a los máximos culpables. Para ello, se procedió a
reformar el Código de Justicia Militar, estableciendo una primera instancia
castrense y otra civil, y se dispuso el enjuiciamiento de las tres primeras
Juntas Militares, a las que se sumó la cúpula de las organizaciones armadas
Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) (de hecho, extinguida) y Montoneros.
Se trataba de
transitar un difícil camino entre dos intransigencias. El primer contratiempo
sobrevino cuando se hizo evidente que los militares se negaban a revisar su
acción y a juzgar a sus jefes: a fin del año 1984, cuando se sentían los
primeros remezones en los cuarteles, los tribunales castrenses proclamaron la
corrección de lo actuado por las Juntas, y entonces el Ejecutivo trasladó las
causas judiciales a la Cámara Federal de la Capital. En abril de 1985, en un
clima mucho más agitado aún, comenzó el juicio público de los excomandantes. El
juicio, que duró hasta fin de año, terminó de revelar las atrocidades de la
represión, pero mostró una cierta pérdida de militancia de la civilidad,
mientras las organizaciones defensoras de los derechos humanos hacían oír una
voz cada vez más dura e intransigente. Comenzaron a escucharse otras voces,
hasta entonces prudentemente silenciadas, que defendieron la acción de los
militares y reclamaron su amnistía. A fin de 1985, poco después de que el
gobierno ganara las elecciones legislativas, se conoció el fallo de la Cámara
Penal, que condenó a los excomandantes, negó que hubiera habido guerra alguna
que justificara su acción, distinguió entre las responsabilidades de cada uno
de ellos y dispuso continuar la acción penal contra los demás responsables de
las operaciones. La justicia había certificado la aberrante conducta de los
jefes del Proceso, había descalificado cualquier justificación y los militares
habían quedado sometidos a la ley civil. Esta circunstancia fue absolutamente
excepcional, y en ese sentido fue un fallo ejemplar y un fundamento notable
para el Estado de derecho que la democracia se proponía establecer. Pero no
clausuraba el problema pendiente entre la sociedad y la institución militar,
sino que lo mantenía abierto.
De ahí en más, la justicia
siguió activa, dando curso a las múltiples denuncias contra oficiales de distinta
graduación, citándolos y encausándolos. La convulsión interna de las Fuerzas
Armadas, y muy especialmente del Ejército, tuvo un nuevo eje: ya no se trataba
tanto de la reivindicación global como de la situación de los citados por los
jueces, oficiales de menor graduación y en actividad, que no se consideraban
los responsables, sino los ejecutores de lo imputado. El gobierno, por su
parte, inició un largo y desgastante intento de acotar y poner límites a la
acción judicial, para así contener ese clima de fronda que fermentaba en los
cuarteles, alimentado por una solidaridad horizontal que desbordaba la
estructura jerárquica. Se trataba de una decisión política, ni ética ni
jurídica, basada en un cálculo de fuerzas que demostró ser bastante ajustado,
materializada sucesivamente en las leyes llamadas de Punto Final y de
Obediencia Debida. La primera, sancionada a fines de 1985, ponía un límite
temporal de dos meses a las citaciones judiciales, pasado el cual ya no habría
otras nuevas. Nadie acompañó al gobierno en la sanción de esta ley: la derecha,
peronista o liberal, porque era partidaria de una amnistía completa; los
sectores progresistas, incluyendo al peronismo renovador, por no cargar con sus
costos políticos. Éstos fueron altos, y sus resultados terminaron siendo
contraproducentes, pues sólo se logró un alud de citaciones judiciales y
enjuiciamientos que en lugar de aligerar el problema lo agudizaron.
En ese contexto, se
llegó al episodio de Semana Santa de 1987. Un grupo de oficiales, encabezado
por el teniente coronel Aldo Rico, se acuarteló en Campo de Mayo, exigiendo una
solución política a la cuestión de las citaciones y, en general, una
reconsideración de la conducta del Ejército, a su juicio injustamente
condenado. No se trataba de los típicos levantamientos de los anteriores 50 o
60 años, pues los oficiales amotinados no cuestionaban el orden constitucional,
sino que reclamaban al gobierno que solucionara el problema de un grupo de
oficiales. Tampoco tuvieron, a diferencia de todos aquellos levantamientos
anteriores, el respaldo de sectores civiles, que normalmente eran los motores
de los golpes. Cuestionaban en cambio, y con vehemencia, a la propia conducción
del Ejército: los generales que descargaban sus responsabilidades en los
subordinados, y que además eran responsables de la derrota en Malvinas y de la
"entrega" del país a los intereses extranjeros. Pues los amotinados
asumieron las consignas del nacionalismo fascistizante, así como formas de
acción en verdad subversivas del orden militar, movilizando a las bases (es
decir, a los oficiales de baja graduación) y proclamándose como la conducción
de lo que llamaron el auténtico Ejército nacional.
Frente a ellos, la
reacción de la sociedad civil fue unánime y masiva. Todos los partidos políticos
y todas las organizaciones de la sociedad (patronales, sindicales, culturales,
civiles de todo tipo) manifestaron activamente su apoyo al orden institucional,
firmaron un Acta de Compromiso Democrático (que incluía desde las
organizaciones empresarias hasta a los dirigentes de izquierda) y rodearon al
gobierno. La reacción masiva e instantánea permitió evitar deserciones o
ambigüedades, y cortó toda posibilidad de apoyo civil a los amotinados. La
civilidad se movilizó, llenó las plazas del país y se mantuvo en vigilia
durante los cuatro días que duró el episodio. Muchos de ellos estaban
dispuestos a marchar sobre Campo de Mayo. La tensión del polo civil (que en el
fondo era el gran respaldo del gobierno) fue máxima. Alcanzó para detener un
ataque directo a la institucionalidad, pero no fue suficiente para lograr que
los militares se doblegaran ante la sociedad. Aunque el motín suscitó pocas
adhesiones explícitas entre los militares, en el fondo todos acordaban con sus
camaradas "carapintadas": ninguno de ellos estuvo dispuesto a
disparar un tiro para obligarlos a deponer su actitud.
Durante las cuatro
tensas jornadas hubo muchas negociaciones, pero éstas no se concretaron hasta
que Alfonsín (quien presidía la gran concentración cívica de Plaza de Mayo) no
se entrevistó con los amotinados en Campo de Mayo. Se llegó a un extraño
acuerdo. El gobierno sostuvo que haría lo que ya había decidido hacer (lo que
luego sería la ley de Obediencia Debida, que exculpaba masivamente a los
subordinados) y los amotinados no impusieron ninguna condición y aceptaron la
responsabilidad de su acción. Sin embargo, pareció una claudicación del
gobierno, en parte porque así lo presentaron tanto los "carapintadas"
amotinados como la oposición política, que no quiso asumir ninguna responsabilidad
en el acuerdo. Pero pesó mucho más el desencanto, la evidencia del fin de la
ilusión: la civilidad era incapaz de doblegar a los militares. Para buena parte
de la sociedad, era el fin de la ilusión de la democracia y el comienzo de una
prolongada desilusión. Para el gobierno, el fracaso de su intento de resolver
de manera digna el enfrentamiento del Ejército con la sociedad y el comienzo de
un largo y desgastante calvario.
Comparativamente,
el combate con la corporación sindical, que tuvo resultados similares, fue
mucho menos heroico. El poder de los sindicalistas, restaurado en parte al
final del gobierno militar, se hallaba debilitado por la derrota electoral del
peronismo (en cuya conducción los dirigentes sindicales tenían un peso importante)
y en general por el repudio de la sociedad a las viejas prácticas de la
corporación, que habían aflorado durante la campaña, a lo que debía sumarse la
profunda división existente entre los dirigentes. Por otra parte, su situación
era institucionalmente precaria: buena parte de la legislación que normaba la
acción gremial había sido barrida por el régimen militar; muchos sindicatos
estaban intervenidos, y en otros los dirigentes sólo tenían títulos
provisionales, o mandatos prorrogados desde 1975, de modo que la normalización
electoral debía ser inmediata.
El gobierno se
propuso aprovechar esa debilidad relativa, así como el respaldo de la
civilidad, que, según juzgaba, debía incluir sectores no desdeñables de
trabajadores, cuya voluntad participativa se manifestaba claramente. Se lanzó a
democratizar los sindicatos, para abrir las puertas a un espectro más amplio de
corrientes. El ministro Antonio Mucci (un veterano sindicalista de origen
socialista) proyectó una ley de normalización institucional de los sindicatos
que incluía el voto secreto, directo y obligatorio, la representación de las
minorías, la limitación de la reelección y, sobre todo, la fiscalización de los
comicios por el Estado. Se trataba de un desafío frontal, ante el cual se
unificaron todas las corrientes del peronismo, gremial y político: en marzo de
1984 la ley fue aprobada en la Cámara de Diputados, pero el Senado la rechazó,
por un único pero decisivo voto. De inmediato el gobierno arrió banderas, puso
a funcionarios más flexibles al frente de la negociación con los gremialistas y
acordó con ellos nuevas normas electorales. A mediados de 1985 se habían
normalizado los cuerpos directivos de los sindicatos, y aunque las listas de
oposición habían ganado algunos lugares, en lo esencial las viejas direcciones
resultaron confirmadas.
El impulso civil y
democrático había experimentado un temprano y fuerte contraste ante el poder
sindical reconstituido, que apoyándose en las crecientes dificultades
económicas se enfrentó sistemáticamente con el gobierno. Entre 1984 y 1988,
cuando decidió concentrar su atención en la campaña electoral, la Confederación
General del Trabajo (CGT) organizó trece paros generales contra el gobierno
constitucional, cifra que contrastaba con la escasa movilización en tiempos del
anterior gobierno militar. Salvo el breve período posterior a junio de 1985,
cuando el gobierno obtuvo un respaldo importante de la sociedad para su plan
económico, convalidado en la excelente elección de noviembre, la presión de la
CGT fue intensa. Se apoyó en las indudables tensiones sociales generadas por la
inflación (que llevaba a una permanente lucha por mantener el salario real) y
más tarde en los comienzos del ajuste del sector estatal, que movilizó
particularmente a los empleados públicos. Pero su carácter fue dominantemente
político. Los sindicalistas lograron expresar de manera unificada el
descontento social, e integrar a sectores no sindicalizados, como los
jubilados, pero también establecieron alianzas tácticas con los empresarios, la
Iglesia y los grupos de izquierda. Los reclamos fueron poco coherentes (incluían
desde las aspiraciones más liberales del establishment económico hasta pedidos
de ruptura con el Fondo Monetario Internacional), pero se unificaban en un
común ataque contra el gobierno, que incluyó en algún momento de exaltación el
reclamo de que "se vayan".
La CGT no rehusó
participar en las instancias de concertación que abrió el gobierno, pero lo
hizo con el estilo que había desplegado exitosamente entre 1955 y 1973:
negociar y golpear, conversar y abandonar la negociación con un
"portazo", lo cual permitió unir y galvanizar las fuerzas propias,
que en otros aspectos presentaban profundas diferencias. Su secretario general,
Saúl Ubaldini, proveniente de un pequeño sindicato, fue la figura
característica de esta etapa, no sólo por su peculiar estilo político, adecuado
para sellar el arco de alianzas del mundo del trabajo y la pobreza, sino sobre
todo porque su escasa fuerza propia lo convertía en punto de equilibrio entre
las distintas corrientes en que se dividía el sindicalismo.
El gobierno, que
abrió permanentemente los espacios para el diálogo y la concertación, pero sin
poner en discusión los lineamientos de la política económica, pudo resistir
bien el fuerte embate sindical, pese a los inconvenientes que significaba para
la estabilización económica, en tanto contó con el apoyo consistente de la
civilidad y la escasa presión de otras fuerzas corporativas. A principios de
1987 la apertura de distintos frentes de oposición, y muy particularmente el
militar, impulsaron al gobierno a una maniobra audaz: concertar con un grupo
importante de sindicatos (los "15", que incluían a los más
importantes de la actividad privada y de las empresas del Estado) y nombrar a
uno de sus dirigentes en el cargo de ministro de Trabajo. El acuerdo era
transparente, e incluía la sanción del conjunto de leyes que organizaba la
actividad sindical (de asociaciones profesionales, de convenciones colectivas,
de obras sociales, controladas por los sindicatos) en términos similares a los
de 1975. A cambio de esas importantes concesiones, el gobierno (que sacrificaba
principios enunciados largamente) obtenía poco: una relativa tregua social,
pues la oposición sindical quedó profundamente dividida, y un eventual apoyo
político, que en rigor nunca se concretó. Quizá, también, un respaldo frente al
embate de la corporación militar, que no debía darse por descontado. Luego de
la victoria del peronismo en la elección de septiembre de 1987, los
sindicalistas abandonaron el gobierno. Pero con la nueva legislación, el poder
de la corporación sindical quedaba reconstituido por completo y la ilusión de
la civilidad democrática de someterlos a sus reglas se desvanecía.
El
Plan Austral, la inflación y la crisis del Estado
La cuestión
económica, que al principio pareció mucho menos urgente que los problemas
políticos, era extremadamente grave y condicionó las políticas del gobierno. La
inflación, un problema endémico, se había acelerado desde mediados de 1982.
Todos los actores habían incorporado el supuesto de la incertidumbre a sus
prácticas, y la gente especulaba incluso para defender modestos ingresos. Junto
con el déficit fiscal y la deuda externa, que seguía creciendo, constituía la
parte más visible del problema. Se prolongaba en una economía estancada desde
principios de la década, cerrada e ineficiente y muy vulnerable en lo externo.
Escaseaban los empresarios dispuestos a arriesgar y apostar al crecimiento, y
los grupos económicos más concentrados (que absorbían una buena porción de los
recursos del Estado) podían bloquear los intentos que eventualmente el gobierno
hiciera para modificar su situación privilegiada.
El flujo de
capitales se había cortado desde 1981, pero la deuda externa siguió creciendo
por la elevación de los intereses, y al fin de la década duplicó con exceso los
valores de 1981. El Estado, que en 1982 había asumido la deuda en dólares de
los particulares, cargaba con el pago de unos servicios que insumían buena
parte de sus ingresos corrientes. Esas obligaciones se refinanciaban con
frecuencia, pero sólo cuando se contó con la buena voluntad del FMI, que a
cambio presionaba para la adopción de políticas que priorizaran la capacidad de
pago del gobierno. El pago de los servicios era un componente muy importante
del déficit fiscal. Sobre cuáles eran las otras causas, había un debate en
parte ideológico y en parte de intereses. Los críticos liberales (muy
escuchados por los empresarios) culpaban a la emisión monetaria y a los gastos
estatales excesivos, particularmente en el empleo. También apuntaban a los
gastos sociales, acrecentados por la prometida satisfacción de muchas demandas
acumuladas. Otros comenzaban a señalar a las subvenciones de todo tipo
otorgadas a distintos sectores empresarios, a veces como parte de políticas
generales de promoción y otras como resultado de eficaces presiones de los
interesados.
Esa masa de gastos
debía afrontarse con recaudaciones en baja, mermadas por la inflación y la
indisciplina de los contribuyentes. El Estado tenía poco crédito externo, y el
interno escaseaba porque todo el mundo transformaba sus ahorros en dólares.
Tampoco había grandes masas de recursos acumulados de los que apropiarse, como antaño
lo habían sido los excedentes del comercio exterior o las cajas de
jubilaciones. El Estado sólo podía salir del paso emitiendo dinero, lo que
producía más inflación, distorsionaba la economía, afectaba la recaudación
fiscal y, finalmente, la propia capacidad del Estado, ya menguada por el
deterioro de su burocracia y de sus agencias.
Las soluciones de
fondo (ya instaladas en la discusión mundial) fueron postergadas por el
gobierno de Alfonsín, cuya prioridad era consolidar la endeble democracia institucional.
El gobierno evitó tomar decisiones que dividieran al campo de la civilidad, su
gran apoyo, o que significaran costos elevados para el conjunto de la sociedad.
La necesidad de una reforma profunda del Estado tampoco era evidente desde la
perspectiva del radicalismo, que compartía con el peronismo la visión acerca de
sus obligaciones sociales. Por otra parte, si esas reformas habrían de tener un
sentido democrático, equitativo y justo, era necesario un poder estatal fuerte
y sólidamente respaldado, que primero debía ser reconstruido y consolidado en
lo político y en lo institucional.
Durante el primer
año del gobierno radical, la política económica del ministro Bernardo Grinspun
se ajustó a las fórmulas dirigistas y redistributivas clásicas, similares a las
aplicadas entre 1963 y 1966, que en sus rasgos generales el radicalismo
compartía con el peronismo histórico. La mejora en la remuneración de los
trabajadores, junto con créditos ágiles a los empresarios medios, sirvió para
la reactivación del mercado interno y la movilización de la capacidad ociosa
del aparato productivo. La política incluía el control estatal del crédito, el
mercado de cambios y los precios, y se completaba con importantes medidas de
acción social, como el Programa Alimentario Nacional (PAN), que proveyó de las
necesidades mínimas a los sectores más pobres, afectados por la recesión y el
desempleo. Con todo ello se apuntaba a mejorar la situación de los sectores
medios y populares y a satisfacer las demandas de justicia y equidad social,
que habían sido banderas en la campaña electoral.
Pero empresarios y
sindicalistas convergieron en la crítica a esta política. Los empresarios
cuestionaron en general el gasto y la intervención estatal, aunque cada uno
hizo salvedad de aquellas políticas que lo beneficiaban directamente. La CGT se
movilizó tanto por razones sindicales como políticas, pues era la columna
vertebral de la oposición peronista. Aunque sus acuerdos eran mínimos,
coincidieron en hacer fracasar la política de concertación sectorial a la que
habían apostado Grinspun y su equipo.
El gobierno debió
afrontar ese juego de pinzas de los dos grandes actores corporativos y la puja
desatada por la distribución del ingreso, que la inflación agudizaba. Todo
ponía de manifiesto la insuficiencia de una política que no tomaba en cuenta la
radical transformación de las condiciones de la economía luego de 1975, y en
especial el déficit fiscal y el deterioro del aparato productivo y su
incapacidad para reaccionar eficientemente ante los estímulos de la demanda.
Con la deuda externa (que afectaba tanto el balance fiscal como la autonomía de
las decisiones), se osciló entre dos caminos, que reflejaban el espíritu del
impulso democrático de la hora. Se trató de lograr la buena voluntad de los acreedores,
con el argumento de que las jóvenes democracias debían ser protegidas, y
también se los amenazó con la constitución de un "club de deudores"
latinoamericano, que repudiara la deuda en conjunto. Ambos resultaron
igualmente inconducentes.
A principios de
1985, cuando la inflación amenazaba desbordar en una hiperinflación, la
conflictividad social se agudizaba y los acreedores externos hacían sentir en
forma enérgica su disconformidad, el presidente Alfonsín reemplazó a su
ministro de Economía por Juan Sourrouille, un economista recientemente acercado
al radicalismo, que lo acompañó casi hasta el final de su gobierno. Por esos
meses se sumó otro elemento conflictivo: la agitación militar, en vísperas del
inicio del juicio a las Juntas. A fines de abril se denunció un posible intento
de golpe de Estado contra la frágil democracia: la civilidad, convocada a la
Plaza de Mayo para defender al gobierno, recibió el sorpresivo anuncio del inicio
de una "economía de guerra". El 14 de junio de 1985, Sourrouille
anunció el nuevo plan económico, bautizado como Plan Austral.
Su objetivo era
superar la coyuntura adversa y estabilizar la economía en el corto plazo a
través de un fuerte shock, de modo de crear las condiciones para poder
proyectar transformaciones más profundas. Lo primero era detener la inflación,
reduciendo las expectativas inflacionarias que la impulsaban. Se congelaron
simultáneamente precios, salarios y tarifas de servicios públicos, se regularon
los cambios y las tasas de interés, se suprimió la emisión monetaria para
equilibrar el déficit fiscal (lo que suponía asumir una rígida disciplina en
gastos e ingresos) y se eliminaron los mecanismos de indexación desarrollados
durante la etapa de alta inflación y responsables de su mantenimiento inercial.
Como símbolo del inicio de una nueva etapa, se cambió la moneda y el peso
argentino fue reemplazado por el austral.
El ministro
Sourrouille estuvo acompañado por un equipo técnico de excelente nivel, que no
venía de la UCR. Al decidido apoyo del presidente sumó un respaldo amplio en
toda la sociedad, pues pronto logró frenar la inflación, sin afectar
específicamente a ningún sector. No hubo caída de la actividad ni desocupación,
que con frecuencia acompañaban los planes de estabilización, pero tampoco se
afectó a los sectores empresariales, incluyendo a los que medraban con el
Estado. El ajuste fiscal fue sensible pero no dramático: los salarios de los
empleados estatales fueron congelados más estrictamente que los del sector
privado, pero no hubo despidos; la recaudación mejoró, por la fuerte reducción
de la inflación, sumado a algunos impuestos excepcionales, aunque no hubo
drásticas reducciones en los gastos del Estado. Los acreedores externos
apreciaron la manifiesta intención del gobierno de cumplir los compromisos, la
mejora de las finanzas estatales y, sobre todo, el firme apoyo que el plan
recibió tanto del gobierno estadounidense como de las principales instituciones
financieras mundiales. También fue apoyado por los "capitanes de
industria", el núcleo de los grandes empresarios (Bulgheroni, Macri, Rocca,
Pérez Companc, Pescarmona) que incluía a los contratistas del Estado y a los
beneficiaros de los diversos regímenes de promoción. El gobierno mantuvo todos
los mecanismos de promoción (incluso los más claramente prebendarios) y agregó
otros nuevos, para estimular las exportaciones industriales, cuyo incremento
debería ayudar a mejorar el balance de pagos. A cambio esperaba su colaboración
para mantener estables los precios, y también que repatriaran sus capitales y
los invirtieran en el país.
Se trataba del
"plan de todos", quizá la más pura de las realizaciones de la ilusión
democrática: entre todos, con solidaridad y sin dolor, se podían solucionar los
problemas más complejos, aun aquellos que implicaban choques de intereses más
profundos. El gobierno obtuvo su premio en las elecciones parciales de
noviembre de 1985: apenas seis meses después de que el país estuviera al borde
del caos, logró un claro éxito electoral que significaba el apoyo general de la
civilidad a la política económica. La novedad estaba, sin embargo, en que en la
preocupación general las cuestiones económicas, principalmente la inflación,
habían pasado al primer plano, de modo que en lo sucesivo serían la medida de
los éxitos y de los fracasos del gobierno.
La placidez duró
poco. Ya desde fines de 1985, se advirtió la vuelta incipiente de la inflación,
que el gobierno debió reconocer en abril de 1986 con un
"sinceramiento" y ajuste parcial. Influyó el derrumbe de los precios
mundiales de los cereales, que obligó al Estado a eliminar una fuente de
ingresos (las retenciones a las exportaciones), pues los productores rurales
estaban al borde de la ruina. Tampoco hubo inversiones significativas de los
grandes empresarios, que aceptaron los beneficios recibidos sin dar mucho a
cambio. A esto se sumó el aflojamiento de la disciplina social requerida por el
plan, muy sensible a cualquier modificación de los precios relativos.
Renacieron las pujas sectoriales, que realimentaron la inflación: la CGT,
embanderada contra el congelamiento salarial, que afectaba sobre todo a los
empleados estatales, y los empresarios, liderados por los productores rurales,
que se movilizaron contra el congelamiento de precios. Esta vez, ambos
coincidían en un reclamo común contra el Estado. La reaparición tan rápida de
los viejos problemas indicaba que, en el fondo, nada había cambiado demasiado.
El plan, eficaz para la estabilización rápida, no preveía cambiar las
condiciones de fondo, o intentaba hacerlo con ajustes que no supusieran ni
dolores ni conflictos.
Desde fines de 1986
el gobierno comenzó a considerar la posibilidad de reformas mayores, en
particular en la relación de colusión del Estado con un conjunto de empresas
beneficiarías de diversas prebendas. El problema venía de antiguo, y derivaba
de las políticas industrialistas y desarrollistas de la posguerra. Los
distintos regímenes de promoción, basados originariamente en criterios de
interés general, se fueron convirtiendo en prebendas que favorecían a grupos
con capacidad para presionar al gobierno y hasta de dirigir sus decisiones. Las
prebendas florecieron en los años sesenta y setenta, y siguieron creciendo
después de 1976. Las empresas del Estado, donde medraban los contratistas,
sumaban otro elemento en la conformación del considerable déficit fiscal: el
sobreempleo, fruto de su larga relación de colusión con los sindicatos. Pablo
Gerchunoff estimó que ese conjunto de "asistencias", que explicaba el
déficit fiscal, insumía hasta el 10 por ciento del producto bruto interno.
El gobierno exploró
distintos caminos para atacar el problema. Hubo un proyecto para unificar y
disciplinar su manejo financiero, y otro para incorporar empresas extranjeras
al manejo de la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTEL) y de Aerolíneas
Argentinas. Se intentó reactivar la inversión extranjera, especialmente en el
área petrolera (el presidente Alfonsín anunció este plan en Houston), y también
se esbozaron planes de reforma fiscal más profunda y de desregulación de la
economía. Todo ello chocaba con ideas y convicciones muy firmes en la sociedad,
arraigadas tanto en el peronismo como en el propio partido gobernante, de donde
surgieron bloqueos a estas iniciativas. Sobre todo, cualquiera de estos rumbos
hubiera significado, a diferencia del Plan Austral, enfrentarse con alguno de
los fuertes intereses constituidos, o también hacer cargar al grueso de la
sociedad con los costos de la reforma. A medida que se hacía más clara la
necesidad de encarar soluciones de fondo, el gobierno radical descubría que sus
bases de apoyo eran más tenues.
No era fácil
mantener un rumbo reformista consecuente y a la vez sortear las fuertes
dificultades coyunturales. Los proyectos reformistas estaban en sintonía con
los reclamos del FMI (cuya buena voluntad era indispensable a medida que
aumentaba el incumplimiento de los pagos externos) y también con el ánimo
crecientemente liberal de los empresarios. Pero la conversión de esa sintonía
en apoyos políticos concretos no era automática. Como ya se dijo, a principios
de 1987, cuando volvió a agudizarse la conflictividad social, el gobierno
decidió incorporar a hombres de los sindicatos más importantes y de los grandes
empresarios. Un sindicalista se hizo cargo del Ministerio de Trabajo, un
político radical de militancia en las asociaciones rurales fue nombrado
secretario de Agricultura y un grupo de dirigentes de las grandes empresas
ligadas a los contratos estatales se incorporó a la dirección de las empresas
públicas. Se renunciaba así al propósito de controlar desde el Estado a los
poderes corporativos.
En lo inmediato, se
consiguieron réditos políticos importantes. Hubo una tregua social, y cuando en
abril de 1987 los militares desafiaron al poder civil, por primera vez desde
1930 no encontraron ningún apoyo en la sociedad. En cierto sentido, la institucionalidad
democrática se salvó, a costa de renunciar a la posibilidad de una reforma
estatal más profunda y democrática. Ninguno de los grupos convocados dejó de
perseguir sus propios objetivos. Los sindicalistas reforzaron su poder y
neutralizaron los proyectos de flexibilización laboral, alentados por los
empresarios. Éstos lograron ventajas específicas, como la participación en la
explotación de las reservas de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). Pero no
acompañaron otras reformas, como la privatización de las empresas públicas, que
afectaban los subsidios y las ventajas de cada uno, pues aunque creían en
general en las virtudes del liberalismo económico, cada uno reclamó que se
mantuvieran sus privilegios particulares.
En septiembre de
1987, luego de la derrota electoral, la posición del gobierno se debilitó
aceleradamente. En noviembre, los gremialistas se alejaron del gabinete. El
peronismo, sobre todo, apuntando con nuevo optimismo a las elecciones
presidenciales de 1989, se negó a respaldar reformas cuyo costo social era
evidente. De ese modo, la proyectada reconciliación con las corporaciones, que
supuso un fuerte deterioro de la imagen del gobierno radical ante la civilidad,
tampoco rindió los frutos esperados en el terreno económico, donde la
inestabilidad y la sensación de falta de gobernabilidad fueron crecientes.
La
apelación a la civilidad
Inicialmente el
gobierno radical sólo había sido tolerado por las grandes corporaciones (en
rigor, el candidato peronista hubiera satisfecho mucho más cabalmente a las
Fuerzas Armadas y a la Iglesia), de modo que debía respaldarse en su poder
institucional. Pero allí también su apoyo era limitado, en particular en el
Congreso: la mayoría que tuvieron los radicales en la Cámara de Diputados hasta
1987 se contrapesaba con la mayoría relativa de los peronistas en el Senado,
donde un grupo de representantes de partidos provinciales desempeñaba el
beneficioso papel de árbitro inconstante. Así, los dos grandes partidos tenían
en el Congreso (que debía ser el corazón del nuevo sistema democrático
institucional) la posibilidad de vetarse recíprocamente. Debido a que no hubo
acuerdos previos sobre cómo se conduciría el proceso político, que nadie dudaba
en calificar como transicional, fue más difícil aún llegar a ellos cuando cada
partido procuró desempeñar con eficacia sus respectivos papeles de oficialismo
y oposición.
Esta situación le
planteó al gobierno, necesitado de un fuerte apoyo político, dificultades para
encarar los problemas de la crisis, y también los del proceso de
institucionalización de la democracia, todavía frágil. A menudo se le planteó
la opción entre dos alternativas: gobernar efectivamente, desplegando su
voluntad pero tensando las cuerdas institucionales, o tratar de concertar las
distintas opiniones y llegar a acuerdos que, al costo de soslayar problemas y
opciones, fortalecieran la república. Tironeado por distintas tradiciones, el
gobierno radical adoptó, mientras pudo, una suerte de vía media.
Los grandes apoyos
del gobierno se encontraban en el radicalismo y en el amplio conjunto de la
civilidad que directa o indirectamente lo había respaldado. Se trataba de un
actor político nuevo, mucho más inestable que aquél, pero que, por las
peculiares circunstancias de la crisis del régimen militar, tuvo en sus inicios
un gran poder. La UCR había sido tradicionalmente el gran partido de la
civilidad, y el que contaba con mayores antecedentes y capacidades para
organizaría. En realidad, se trataba de un partido complejo y fragmentario, en
el que coexistían variadas tendencias y donde se representaban múltiples
intereses, a menudo de peso local o regional, todo lo cual daba un gran
mosaico, difícil de unificar.
Desde 1983 Raúl
Alfonsín estableció un fuerte liderazgo partidario, capitalizando el apoyo que
había ganado en la civilidad. Su agrupación interna, el Movimiento de
Renovación y Cambio (que fundó en 1972, cuando disputaba la conducción con
Ricardo Balbín), era poco más que una red de alianzas personales, eficaz para
ganar elecciones internas, pero poco consistente cuando se trataba de proponer
a la sociedad grandes líneas programáticas. Más notable fue la acción de un
grupo de dirigentes jóvenes, provenientes en su mayoría de la militancia
universitaria, que integró la Junta Coordinadora Nacional, la "Coordinadora".
Surgido hacia 1968, el grupo conservaba rasgos de la etapa anterior a 1975:
confluencia de tradiciones socialistas y antiimperialistas, sentido de la
militancia orgánica y de la disciplina partidaria, fe en la movilización de las
masas. Volcados en 1982 a la vida partidaria detrás de Alfonsín, aportaron
algunos elementos ideológicos a su discurso, pero sobre todo una gran capacidad
para la organización y la movilización de esa civilidad que estaba
constituyéndose en actor político, y a la que Alfonsín convocaba con el
programa de la constitución. También aportaron cuadros tanto para la lucha
partidaria como para la administración del país, que sobresalieron por su
disciplina, su eficacia y también su pragmatismo para tejer alianzas y ejecutar
políticas sólo genéricamente filiadas en los contenidos programáticos
originales. La Coordinadora ganó mucho poder y suscitó resistencias internas,
en un contexto de disputa partidaria en el que la unidad, difícil y precaria,
sólo podía mantenerse gracias a la conducción, fuerte y en cierto modo
caudillesca, de quien era a la vez presidente de la nación y del partido.
El pacto entre
Alfonsín y la civilidad se selló en la campaña electoral de 1983, con los actos
masivos y con la fe común en la democracia como panacea. Consciente de que allí
residía su gran capital político, Alfonsín siguió utilizando esa movilización,
convocándola para resolver la cuestión del Beagle o enfrentar el cúmulo de
amenazas que se cernía en las vísperas del Plan Austral. Sobre todo, trabajó
intensamente en su educación, en la constitución de la civilidad como actor
político maduro y consciente. Para la movilización callejera (un estilo
político emparentado con el de las grandes jornadas de diez años atrás), la
Coordinadora era insustituible, pero para esta otra labor necesitó del apoyo de
un conjunto de intelectuales, convocados para asesorarlo en diversos lugares e
instancias. Éstos le suministraron los insumos de ideas, reelaboradas y
volcadas con singular pericia por un dirigente que (como ha puntualizado Carlos
Altamirano) estaba convencido de que el único gobierno legítimo era el que se
basaba en el convencimiento de la sociedad por medio de argumentos racionales.
Alfonsín le propuso
los grandes temas y las grandes metas. La lucha contra el autoritarismo y por
la democratización cubrió la primera fase de su gobierno. Pero desde el Plan
Austral, y sobre todo luego del triunfo electoral de noviembre de 1985, su
discurso se orientó hacia los temas del pacto democrático, la participación y
la concertación, y hacia la nueva meta de la modernización, un concepto que
incluía desde las estructuras institucionales hasta los mecanismos de la
economía, en los que las cuestiones de la reforma del Estado, la apertura y la
desregulación aparecían formulados en el contexto de la democracia, la equidad
y la ética de la solidaridad. Tales temas se manifestaron en una serie de
reformas concretas, de disímil viabilidad, que sucesivamente propuso: la
reforma del Estado, el traslado de la Capital al sur o la reforma
constitucional, no concretadas pero con las que logró mantener la iniciativa en
la discusión pública. En todos ellos subyacía una inquietud común: la
convergencia de distintas tradiciones políticas detrás de un único proyecto
democrático y modernizador. También una tentación: la articulación de esas
tradiciones en un movimiento político que las sintetizara y que, con referencia
a los antecedentes del yrigoyenismo y el peronismo, comenzó a denominarse el tercer
movimiento histórico.
Este planteo, que
nunca llegó a explicitarse plenamente, hizo rechinar la estructura del partido
gobernante, que llevaba cuatro décadas combatiendo el movimientismo: de Perón,
de Frondizi, de la corporación sindical, de algunos sectores empresarios. Pero sobre
todo, la apelación a la movilización de la civilidad, sumada al fuerte
protagonismo presidencial, suscitó dudas sobre su relación armónica con el
proceso de institucionalización democrática. Dado el equilibrio de fuerzas y el
reparto de posiciones institucionales, el gobierno a menudo debió elegir entre
atenerse estrictamente a las normas republicanas y aceptar una concertación que
lo alejara de sus objetivos programáticos, o combinar aquel apoyo, de
naturaleza más bien plebiscitaria, con el amplio margen de autoridad
presidencial que las normas y los antecedentes acordaban, y así presionar al
Congreso desde la calle, pasarlo por alto, orientar quizás a la justicia. En
varios casos, el gobierno de Alfonsín avanzó por este camino, pero sus sólidas
convicciones éticas lo frenaron pronto, y con ello moderaron una voluntad
política que, contra Maquiavelo, se negaba a convertir en razón suprema.
Las frágiles bases
de su poder residían en la coherencia y la tensión de esa civilidad que lo
había consagrado presidente. Sus limitaciones pasaban por la fidelidad al pacto
inicial, construido en torno del principio del interés general, pronto corroído
por el resurgimiento de los intereses sectoriales, por la primacía de nuevas
cuestiones, no contempladas inicialmente, como la económica, y por la
emergencia de nuevas alternativas políticas, que lo privaron de la iniciativa
discursiva. Éstas surgieron a izquierda y derecha, pero sobre todo de un
peronismo renovado.
Un heterogéneo
conjunto de fuerzas provenientes de la izquierda y de la experiencia de 1973 se
núcleo en torno del Partido Intransigente (PI), con un programa que se ubicaba
en el mismo terreno que el del alfonsinismo (la defensa de los derechos
humanos, la reivindicación de la civilidad y la democracia), aunque agregaba
consignas nacionalistas y antiimperialistas, aplicadas a la cuestión de la
deuda externa. Inicialmente esta fuerza aspiró (de una manera ya conocida en la
izquierda) a capitalizar la prevista disgregación del peronismo, pero luego se
dedicó a señalar la infidelidad del gobierno al programa primigenio y a
radicalizar las consignas de los derechos humanos, al tiempo que el
antiimperialismo le permitía sintonizar con aquellos sectores del sindicalismo
que levantaron la bandera del repudio a la deuda externa. No lograron, sin
embargo, constituir un polo alternativo: el PI se disgregó y fue absorbido por
el peronismo renovado.
A la derecha, e
intentando también aprovechar el debilitamiento de la bipolaridad de 1983,
creció la Unión del Centro Democrático (UCeDe), fundada por Álvaro Alsogaray,
el veterano mentor de las ideas liberales. Esas ideas, que gozaban de un gran
predicamento en el mundo, en el contexto de las crisis del bloque soviético y
del Estado de bienestar, fueron traducidas aquí de una manera novedosa y
atractiva por un partido que encontró en el contexto de la democracia la
fórmula de la popularidad, particularmente entre los jóvenes. Su éxito
electoral fue relativo (no logró afirmarse más allá de la Capital), aunque pudo
aspirar a convertirse en la tercera fuerza, que arbitrara entre radicales y
peronistas. Mucho más rotundo fue su éxito ideológico, sobre todo a medida que
la crisis económica ponía de relieve la necesidad de soluciones de fondo. No es
seguro que el liberalismo las tuviera, pero en cambio disponía de recetas
fáciles y atractivas, y de una aguda capacidad para señalar los males del
estatismo y del dirigismo. Compitió con éxito con el alfonsinismo en la
educación de la civilidad, y hasta reclutó adeptos en el propio partido
gobernante.
Al competir con la
fuerza gobernante en el terreno de la opinión pública, los partidos y las
instituciones, izquierdas y derechas (con la salvedad de grupos extremos y
minoritarios) contribuyeron a reforzar la institucionalidad. Algo similar ocurrió
con el peronismo luego de una etapa inicial de vacilación. Inmediatamente
después de las elecciones de 1983, y en medio de un gran desconcierto y de
profundas divisiones, predominaron quienes (encabezados por el dirigente de
Avellaneda Herminio Iglesias) quisieron combatir al gobierno desde las viejas
posiciones nacionalistas de derecha, y alentaron el acuerdo de políticos y
sindicalistas peronistas con los militares y con quienes, como el expresidente
Frondizi, se habían convertido en sus voceros. En ese contexto, se opusieron al
acuerdo con Chile y fueron categóricamente derrotados en el plebiscito. De
manera progresiva fue articulándose dentro del peronismo una corriente opuesta
(la Renovación) que combatió duramente con la conducción oficial, hasta que a
fines del año 1985 conquistó la preeminencia en el partido. El peronismo
renovador (entre sus principales figuras se encontraban Antonio Cafiero y el
gobernador de La Rioja, Carlos Menem) se proponía adecuar el peronismo al nuevo
contexto democrático, insertarse en el discurso de la civilidad y sumarle el de
las demandas sociales tradicionalmente asumidas por el peronismo, compitiendo
desde la izquierda de su propio terreno con el gobierno, al que acompañaron
incluso en temas como el plebiscito sobre el Beagle. Cuando se produjo la
crisis militar de Semana Santa de 1987, los dirigentes renovadores manifestaron
una solidaridad total con la institucionalidad democrática y respaldaron sin
condiciones al gobierno. No sólo inscribían al peronismo en el juego
democrático, sino que, finalmente, parecían crear la condición de éste: la
posible alternancia entre partidos competidores y copartícipes.
El
fin de la ilusión
El año 1987 fue
decisivo para el gobierno de Alfonsín. El episodio de Semana Santa representó
la culminación de la participación de la civilidad, el máximo de tensión que se
podía alcanzar, y al mismo tiempo la evidencia de su limitación para doblegar
un factor de poder también tensado. En la Pascua de 1987, concluyó
definitivamente la ilusión del poder ilimitado de la democracia. Además, y ya
embarcado en la negociación con los distintos intereses que habían sobrevivido
al embate civil (militares, empresarios, sindicalistas), Alfonsín perdió la
exclusividad del liderazgo sobre la civilidad. Si bien los competidores de
derecha e izquierda cosecharon algo, las mayores ganancias fueron para el
peronismo renovador. En un clima de deterioro económico agudizado y de
inflación creciente, las elecciones de septiembre de 1987 les dieron un triunfo
si no categórico, importante en términos de poder: el radicalismo perdió la
mayoría en la Cámara de Diputados y el control de todas las gobernaciones, con
excepción de las de Córdoba y Río Negro, únicos distritos, junto con la Capital
Federal, en los que logró triunfar.
El gobierno sintió
fuertemente el impacto de una derrota que cuestionaba su legitimidad y su
capacidad de gobernar, y desde entonces hasta que traspasó el mando, en julio
de 1989, las dificultades para su gestión fueron crecientes, hasta llegar a convertirse
en un calvario. El plan económico lanzado en julio y completado en octubre le
dio un momentáneo respiro, sobre todo porque la oposición peronista aceptó
compartir la responsabilidad en la aprobación de los nuevos impuestos
necesarios para equilibrar las cuentas del Estado. Pero no acompañó al gobierno
en las transformaciones de fondo, como el programa de privatización de empresas
estatales, de modo que la credibilidad de la nueva orientación fue escasa y los
signos de la crisis (fuerte inflación, incapacidad para afrontar los pagos de
la deuda) pronto reaparecieron. En el propio partido, alzaron sus voces los
disconformes con la conducción de Alfonsín, quien rápidamente propuso como
candidato presidencial para 1989 al gobernador de Córdoba, Eduardo Angeloz,
proveniente de los sectores más tradicionales y poco identificado con las
tendencias del alfonsinismo.
La cuestión
militar, no cerrada en abril de 1987, tuvo dos nuevos episodios, en parte
porque la situación de los oficiales seguía irresuelta, pero sobre todo porque
los activistas militares estaban dispuestos a aprovechar la debilidad del
gobierno. En enero de 1988, el teniente coronel Aldo Rico, jefe de aquel
alzamiento, huyó de su prisión y volvió a sublevarse en un lejano regimiento en
el nordeste. A diferencia del año anterior, la movilización civil fue mínima,
aunque también el respaldo militar a los sublevados resultó escaso: Rico fue
perseguido por el Ejército, y luego de un breve combate, se rindió y fue
encarcelado en un establecimiento penal.
A fines de 1988,
hubo una nueva sublevación, encabezada por el coronel Mohamed Alí Seineldín,
que como Rico pertenecía al grupo de los denominados "héroes de las
Malvinas", y a quienes todos sindicaban como el verdadero jefe de los
"carapintadas". Seineldín se sublevó en un regimiento próximo a la
Capital y reclamó una amplia amnistía, una reivindicación de la institución y
una renovación de los mandos, pues simultáneamente se dirimía una cuestión
interna. Como en Semana Santa, se comprobó que el grueso del Ejército, y
probablemente porciones importantes de las otras armas, se negaban a
reprimirlo, compartían sus ideas y hasta hacían suyo su programa. Como en
Semana Santa, y pese a que los amotinados terminaron en prisión, el resultado
final fue incierto. Desde el punto de vista del gobierno, quedaba claro que no
acertaba a conformar ni a la civilidad (que lo encontraba claudicante) ni a los
oficiales, cuyos reclamos pasaban de la "amplia amnistía" al indulto
a los condenados y la reivindicación de la lucha contra la subversión. En
definitiva, el proyecto de reconciliar a la sociedad con las Fuerzas Armadas
había fracasado. Aquélla se sentía del todo ajena a las inquietudes de los
"carapintadas", y aun quienes tradicionalmente habían apelado a los
militares repudiaban su actitud subversiva y el nacionalismo fascistizante que
esgrimían. Éstas, por su parte, se encerraban en reivindicaciones por completo
corporativas, pues la demanda de su rehabilitación se sumaba a novedosos
planteos salariales que mostraban que también ellos habían sido alcanzados por
la crisis del Estado.
En enero de 1989 un
grupo terrorista, escaso en número, pobre en recursos, aislado y trasnochado,
asaltó el cuartel de La Tablada en el Gran Buenos Aires, y el Ejército encontró
la ocasión para realizar una aplastante demostración de fuerza, que culminó con
el aniquilamiento de los asaltantes. El reconocimiento que recogió por la
acción fue el primer indicio del cambio de prioridades y valores en la opinión
pública. Podía anticiparse que finalmente la cuestión militar abierta llevaría
a la reivindicación de los militares, el olvido de los crímenes de la
"guerra sucia" y el entierro de las ilusiones de la civilidad, aunque
le tocaría al gobierno de Menem dar el gran paso de amnistiar a los jefes
condenados.
La cuestión
política tampoco se cerró satisfactoriamente para la civilidad democrática.
Luego de la elección de septiembre de 1987 creció la figura de Antonio Cafiero,
gobernador de Buenos Aires, presidente del Partido Justicialista y jefe del
grupo renovador, que se perfilaba como probable sucesor de Alfonsín. En muchos
aspectos, Cafiero y los renovadores habían remodelado el peronismo a imagen y
semejanza del alfonsinismo: estricto respeto a la institucionalidad
republicana, combinada con un persistente movimientismo; propuestas modernas y
democráticas, elaboradas por sectores de intelectuales; distanciamiento de las
grandes corporaciones, y establecimiento de acuerdos mínimos con el gobierno
para asegurar el tránsito ordenado entre una presidencia y otra.
Quizás eso los
perjudicó frente a su competidor dentro del peronismo: el gobernador de La
Rioja, Carlos Menem, también enrolado en la Renovación, pero cultor de un
estilo político mucho más tradicional. Menem demostró una notable capacidad
para reunir en torno suyo diferentes segmentos del peronismo, desde los
dirigentes sindicales, rechazados por Cafiero, hasta antiguos militantes de la
extrema derecha o la extrema izquierda de los años setenta, junto con caudillos
o dirigentes locales desplazados por los renovadores, como Eduardo Duhalde, que
le construyó una sólida base electoral en la provincia de Buenos Aires. Con
este heterogéneo apoyo, explotando su figura de caudillo tradicional para
diferenciarse de sus rivales modernizadores, y sin necesidad de precisar una
propuesta o programa, ganó la elección interna (realizada mediante el voto
directo de los afiliados), y en julio de 1988 quedó consagrado candidato a
presidente.
En los meses
siguientes extendió y perfeccionó su fórmula. Se familiarizó con las propuestas
neoliberales, que estaban ganando consenso, y se vinculó con el grupo Bunge y
Born. Tejió en privado sólidas alianzas con los dirigentes de la Iglesia y los
oficiales de las Fuerzas Armadas, incluyendo a los "carapintadas".
Pero en público apeló al vasto mundo de "los humildes", a quienes se
dirigió con un mensaje de estilo mesiánico, con un despliegue escenográfico que
resaltaba su figura de santón, en el que la "revolución productiva" y
el "salariazo" preanunciaban la entrada en la tierra de promisión. Si
en el voluntarismo se acercaba al estilo de Alfonsín, todo lo demás lo
diferenciaba, al tiempo que testimoniaba la realidad de una sociedad que estaba
emergiendo, dominada por la miseria, en la que este tipo de discurso resultaba
mucho más eficaz que la interpelación racional. En suma, nadie podía asegurar
qué haría exactamente el candidato peronista en caso de resultar triunfante,
pero estaba claro que sería pragmático y poco apegado a compromisos
programáticos.
El gobernador de
Córdoba, Eduardo Angeloz, su competidor, trató de capitalizar el temor que
suscitaba el populismo de Menem y también intentó captar al electorado que
criticaba las facetas más progresistas de Alfonsín. Por ello, se acercó a las
propuestas neoliberales, y mientras Menem prometía volver al paraíso de la
distribución, Angeloz anticipaba un recorte del gasto fiscal, que simbolizaba
con un lápiz rojo dispuesto a tachar todo rubro innecesario.
Es posible que con
esas alternativas fuera inevitable el triunfo del candidato opositor, según una
dinámica muy propia de las democracias consolidadas, en las que las
dificultades de la sociedad se cargan en la cuenta de los gobernantes. Pero
faltaba el ingrediente final, que transformó una posible transición ordenada en
otra catastrófica. En agosto de 1988 el gobierno lanzó un nuevo plan económico,
que denominó "Primavera", con el propósito de llegar a las elecciones
con la inflación controlada, pero sin realizar ajustes que pudieran enajenar la
voluntad de la población. Al congelamiento de precios, salarios y tarifas (aceptado
a regañadientes por los representantes empresarios), se agregó la declarada
intención de reducir drásticamente el déficit estatal, condición para lograr el
indispensable apoyo de los acreedores externos, mucho más remisos que antes. En
condiciones políticas muy distintas que las de 1985, el plan marchó de entrada
con dificultades: la predisposición de los distintos actores a mantener el
congelamiento fue escasa; los cortes en los gastos fiscales fueron resistidos,
sobre todo por los aguerridos sindicatos estatales; la negociación con las
entidades financieras externas marchó muy lentamente, y los fondos prometidos
llegaron con cuentagotas; en cambio lo hicieron los capitales especulativos, para
aprovechar la diferencia entre tasas de interés elevadas y cambio fijo,
contando con retornar en cuanto se anunciara la posibilidad de una devaluación.
Se trataba, en
suma, de una situación explosiva, que reposaba exclusivamente sobre la
confianza existente en la capacidad del gobierno para mantener la paridad
cambiaria. En diciembre de 1988 ocurrió el episodio de Seineldín, al que siguió
una aguda crisis en el suministro de electricidad y, poco después, el asalto al
cuartel de La Tablada. Por entonces el Banco Mundial y el FMI limitaron sus
créditos al gobierno argentino. Cuando ambas instituciones hicieron este
anuncio, todo el edificio se derrumbó. El 6 de febrero de 1989, el gobierno
anunció la devaluación del austral (que devoró la fortuna o los ahorros de
quienes no supieron retirarse a tiempo, incluyendo a importantes grupos
empresarios) e inició un período en que el dólar y los precios subieron vertiginosamente
y la economía entró en descontrol. Luego de largos períodos de alta inflación,
había llegado la hiperinflación, que destruyó el valor del salario y de la
moneda misma y afectó la producción y la circulación de bienes.
En ese clima se
votó el 14 de mayo de 1989. El Partido Justicialista obtuvo un rotundo triunfo
y Carlos Menem quedó consagrado presidente. La fecha prevista para el traspaso
era el 10 de diciembre, pero pronto fue evidente que el gobierno saliente no
estaba en condiciones de gobernar hasta esa fecha, máxime cuando el candidato
triunfante rehusó toda colaboración para la transición. A fines de mayo la
hiperinflación tuvo sus primeros efectos dramáticos: asaltos y saqueos a
supermercados, duramente reprimidos. Poco después, Alfonsín renunció, para
anticipar el traspaso del gobierno, que se concretó el 9 de julio, seis meses
antes del plazo constitucional. La imagen de 1983 se había invertido, y quien
había sido recibido como la expresión de la regeneración deseada se retiraba
acusado de incapacidad y de claudicación.
Luis Alberto Romero
Breve historia contemporánea de
la Argentina (1916 – 2010)
Nueva edición revisada y
actualizada
FCE, 2012
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