miércoles, 26 de febrero de 2020

El impulso y su freno


La ilusión democrática
El nuevo presidente, Raúl Alfonsín, asumió el 10 de diciembre de 1983 y convocó a una concentración en la Plaza de Mayo; para marcar las continuidades y las rupturas con la tradición política anterior, desechó los "históricos balcones" de la Casa Rosada y eligió los del Cabildo. Como en 1916, la multitud que se volcó a las calles sentía que la civilidad había alcanzado el poder. Pronto se puso de relieve no sólo la capacidad de resistencia de los enemigos juzgados vencidos, sino la dificultad para satisfacer el conjunto de demandas de todo tipo que la sociedad había venido acumulando y que esperaba ver resueltas de inmediato, quizá porque a la clásica imagen del Estado providente se sumaba la convicción (alimentada por el candidato triunfante) de que el retorno a la democracia suponía la solución de todos los problemas.
Pero éstos subsistían, y sobre todo los económicos, aunque en la campaña electoral se habló poco de ellos. Más allá de sus problemas de fondo, la economía se encontraba desde 1981 en estado de desgobierno y casi de caos: inflación desatada, deuda externa multiplicada y con fuertes vencimientos inmediatos, y un Estado carente de recursos, sin posibilidad de atender a los variados reclamos de la sociedad, desde la educación o la salud hasta los de carácter salarial de sus propios empleados, y aun con una fuerte limitación en su capacidad para dirigir la crisis.
Esa incertidumbre acerca de la capacidad del gobierno democrático se extendía a los otros campos, donde los poderes corporativos (los militares, la Iglesia, los empresarios, los sindicatos) habían demostrado tener una enorme fuerza. Pero casi todos ellos habían quedado comprometidos con el régimen caído, o salpicados por su derrumbe, y se encontraban a la defensiva. Sus viejas solidaridades estaban rotas y faltaba un centro político que articulara sus voces, de modo que debieron mantenerse a la expectativa, sumándose al coro de alabanzas a la democracia restaurada y rindiendo homenaje al nuevo poder democrático. El adversario político principal del radicalismo gobernante, el peronismo, vivía una fuerte crisis interna, latente desde antes de la elección pero agudizada luego de lo que fue su primera derrota en una elección presidencial. Mientras el sindicalismo peronista se separaba de la conducción partidaria y ensayaba su propia estrategia para enfrentar los embates del gobierno, el peronismo político buscó sin éxito definir su perfil, atacándolo desde la derecha o desde la izquierda, o desde ambos lados a la vez, como lo hacía el senador Vicente Saadi.
El poder que administraba el presidente Alfonsín era, a la vez, grande y escaso. El radicalismo había alcanzado una proporción de votos sólo comparable con los grandes triunfos plebiscitarios de Yrigoyen o Perón, y tenía mayoría en la Cámara de Diputados, pero había perdido en el interior tradicional y no controlaba la mayoría del Senado. Si el liderazgo de Alfonsín en su partido era fuerte, la Unión Cívica Radical (UCR) constituía una fuerza no demasiado homogénea, donde se discutieron y hasta se obstaculizaron muchas de las iniciativas del presidente, quien prefirió rodearse de un grupo de intelectuales y técnicos recientemente acercados a la vida política, y de un grupo radical juvenil, la Coordinadora, que avanzó con fuerza en el manejo del partido y del gobierno. Fuerte en la escena política, el radicalismo no tenía, en cambio (más allá de las adhesiones que inicialmente cosecha todo triunfador), muchos apoyos consistentes en el ámbito de los poderes corporativos, un territorio donde sus adversarios peronistas se movían en cambio con toda fluidez. El Estado (que debía librar sus combates contra esos poderes y al que el gobierno no controlaba por completo) carecía de eficiencia y aun de credibilidad para la sociedad.
Pero cuando asumió el gobierno, el presidente Alfonsín tenía detrás de sí una enorme fuerza, cuya capacidad era aún una incógnita: la civilidad, identificada toda ella, más allá de sus opciones políticas, con la propuesta de construir un Estado de derecho, al cual esos poderes corporativos debían someterse, y consolidar un conjunto de reglas, capaces de zanjar los conflictos de una manera pacífica, ordenada, transparente y equitativa. Era poco y muchísimo: se trataba de una identidad política fundada en valores éticos, que subsumía los intereses específicos de sus integrantes, en muchos casos representados precisamente por aquellas corporaciones, pero que en el entusiasmo de la recuperación democrática quedaban postergados. Mucho más aún que los gobernantes, la civilidad vivió la euforia y la ilusión de la democracia, poderosa y "boba" a la vez. Con estos respaldos, en cierto sentido fuertes y en otros débiles, el presidente debía elegir entre gobernar activamente, tensando al máximo el polo de la civilidad, lo que implicaba confrontar con intereses establecidos y aun introducir fisuras en su frente de apoyo, o privilegiar las soluciones consensuadas, los acuerdos con los poderes establecidos, lo que implicaba postergar los problemas que requerían definiciones claras. El gobierno eligió en general la primera línea, pero debió aceptar la segunda cuando algunos fuertes golpes le demostraron los límites de su poder. No obstante, hasta 1987 mantuvo la iniciativa, buscando caminos alternativos y presentando ante cada contraste nuevas propuestas, que Alfonsín sacaba (decían muchos observadores) como de la galera de un mago.
En el diagnóstico de la crisis, los problemas económicos parecían por entonces menos significativos que los políticos: lo fundamental era eliminar el autoritarismo y encontrar los modos auténticos de representación de la voluntad ciudadana. El gobierno atribuyó una gran importancia, simbólica y real, a la política cultural y educativa, destinada en el largo plazo a remover el autoritarismo que anidaba en las instituciones, las prácticas y las conciencias, representado en la difundida imagen del "enano fascista". Coincidiendo con los deseos de la sociedad de participación y de ejercicio de la libertad de expresión y de opinión, largamente postergada, las consignas generales fueron la modernización cultural, la participación amplia y sobre todo el pluralismo y el rechazo de todo dogmatismo.
En este terreno se avanzó inicialmente con facilidad: se desarrolló un programa de alfabetización masiva, se atacaron los mecanismos represivos que anidaban en el sistema escolar y se abrieron los canales para discutir contenidos y formas (a veces puestas en práctica con una alta dosis de utopismo y voluntarismo), lo que debía culminar en un Congreso Pedagógico que, como el de cien años atrás, determinaría qué educación quería la sociedad. En el campo de la cultura y de los medios de comunicación manejados por el Estado, la libertad de expresión, ampliamente ejercida, permitió un desarrollo plural de la opinión y un cierto "destape", para algunos irritante, en las formas y en los temas. En la universidad y en el sistema científico del Estado volvieron los mejores intelectuales e investigadores, cuya marginación había comenzado en 1966. Aunque en muchas universidades los cambios no fueron significativos, en otras, como la de Buenos Aires, hubo profundas transformaciones. Estas instituciones, que debieron resolver el problema planteado por un masivo deseo de los jóvenes de ingresar a ellas, se reconstruyeron sobre la base de la excelencia académica y el pluralismo, y en algunos casos alcanzaron niveles de calidad similares a los de su época dorada, a principios de la década de 1960.
Además de volver a la vida académica, los intelectuales se incorporaron a la política, y la política se intelectualizó. Su presencia fue habitual en los medios de comunicación. Alfonsín recurrió a ellos, como asesores o funcionarios técnicos, y su discurso, que traducía en clave política lo que los académicos elaboraban, resultó moderno, complejo y profundo, a tono con lo que en el mundo se esperaba de un estadista. No fue el único (su más notorio compañero en ese camino fue el peronista Antonio Cafiero) y la discusión política adquirió brillo y, en menor medida, profundidad.
El punto culminante de esta modernización cultural fue la aprobación de la ley que autorizaba el divorcio vincular (un tema tabú) y posteriormente la referida a la patria potestad compartida, que avanzaba en el proyecto de modernización de las relaciones familiares, campo en el que la Argentina estaba sensiblemente atrasada respecto de las tendencias mundiales. La ley sobre divorcio fue sancionada a principios de 1987, luego de una breve pero intensa discusión. Los sectores más tradicionales de la Iglesia católica intentaron oponerse, con los mecanismos habituales de presión y con manifestaciones en las que hasta la Virgen de Luján fue sacada a la calle. Fracasaron, por el alto consenso existente alrededor de la nueva norma, incluso entre sectores católicos, preocupados quizá por las consecuencias familiares de una práctica ya habitual en sus propios círculos. En cambio, la Iglesia se movilizó con éxito alrededor del Congreso Pedagógico (cuestión que le interesaba de manera directa y profunda, por su fuerte participación en la educación privada) defendiendo, paradójicamente, contra un supuesto avance estatal, el pluralismo y la libertad de conciencia.
La Iglesia, que en 1981 se había definido por la democracia (aunque sin hacer la crítica de su relación con el gobierno militar), fue evolucionando hacia una creciente hostilidad al gobierno radical, irritada por su escasa injerencia (al menos, menor a sus aspiraciones) en el área de la enseñanza privada, la sanción de la ley de divorcio y el tono en general laico del discurso cultural que circulaba por las instituciones y los medios del Estado. Confluyeron a ello un cambio en el equilibrio interno del episcopado local y la orientación general impresa a la Iglesia por el papa Juan Pablo II, decidido a dar una batalla por la integridad de la comunidad católica que tenía su centro precisamente en lo cultural. Ese combate, asumido por los obispos locales más conservadores, les permitió empezar a reconstruir su arco de solidaridades con otros integrismos deseosos de volver. Enfrentado de manera creciente con el gobierno radical (el presidente respondió de manera enérgica en un templo a las opiniones políticas de un obispo, que además era vicario castrense), este sector de la Iglesia, que paulatinamente empezaba a dominar en ella, asumió el papel de censor social, con un discurso de combate. La democracia (decían) resultaba ser el compendio de los males del siglo: la droga, el terrorismo, la pornografía o el aborto.
El discurso ético, centrado en los valores de la democracia, la paz, los derechos humanos, la solidaridad internacional y la independencia de los Estados, fue puesto al servicio de una reinserción del país en la comunidad internacional, que recientemente había censurado y hasta aislado al régimen militar. Pronto, la oveja negra se convirtió en el hijo pródigo; los éxitos en este terreno, expresados en la gran popularidad alcanzada por el presidente en distintos lugares del mundo, fueron utilizados para afianzar y fortalecer las instituciones democráticas locales, todavía precarias. Con esos criterios se encararon las principales cuestiones pendientes, con Chile por el Beagle y con Gran Bretaña por las Malvinas. En el primer caso, el laudo papal, que los militares habían considerado inaceptable pero sin atreverse a rechazarlo, fue asumido como la única solución posible para el gobierno democrático, que necesitaba reafirmar los valores de la paz y eliminar un conflicto capaz de mantener vivo el militarismo. Para doblegar las resistencias internas a su aprobación (nutridas en el tradicional nacionalismo y en un reluctante belicismo), se convocó a un referéndum popular no vinculante, que corroboró el amplio consenso existente para esa solución pacífica e inmediata. Aun así, la aprobación por el Senado (donde el peronismo tenía la mayoría) se logró por el mínimo margen de un voto. En el caso de las Malvinas, donde la torpeza militar había llevado a la pérdida de lo largamente ganado en la opinión pública internacional y en las negociaciones bilaterales, también se recuperó terreno: las votaciones en las Naciones Unidas, instando a las partes a la negociación, fueron cada vez más favorables, incluyeron a las principales potencias occidentales y aislaron al gobierno británico. Sin embargo, la expectativa de que ello sirviera para convencerlo de la conveniencia de iniciar una negociación que incluyera de alguna manera el tema de la soberanía resultó totalmente defraudada.
Asociada con otros países que acababan de retornar a la democracia (Uruguay, Brasil, Perú), la Argentina se propuso mediar en el conflicto en Centroamérica, y sobre todo en la cuestión de Nicaragua. Se trataba de aplicar los principios éticos y políticos generales, y también de evitar los riesgos internos que podía acarrear uno de los episodios finales de la Guerra Fría. En discrepancia con Estados Unidos, pero aprovechando su buena voluntad hacia las democracias restauradas, logró que al final se alcanzara una solución relativamente equitativa. Actuando con independencia, dialogando con los países no alineados, reivindicando los principios pero absteniéndose de los enfrentamientos más duros (por ejemplo, constituir un "club de deudores" para negociar la deuda externa), el gobierno argentino mantuvo una buena relación con el estadounidense, que respaldó con firmeza las instituciones democráticas, cortó toda vinculación con militares nostálgicos y apoyó luego los diversos intentos de estabilización de la economía.


La corporación militar y la sindical
En el terreno cultural y en el de las relaciones exteriores, el gobierno radical pudo avanzar con relativa facilidad, pero el camino se hizo más empinado cuando afrontó los problemas de las dos grandes corporaciones cuyo pacto había denunciado en la campaña electoral: la militar y la sindical. En los dos terrenos, pronto quedó claro que el poder del gobierno era insuficiente para forzar a ambas a aceptar sus reglas.
El grueso de la sociedad, que había empezado condenando a los militares por su fracaso en la guerra, se enteró de manera abrumadora de aquello que hasta entonces había preferido ignorar: las atrocidades de la represión, puestas en evidencia por un alud de denuncias judiciales, por los medios de comunicación y, sobre todo, por el cuidadoso informe realizado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), constituida por el gobierno con personalidades independientes, y presidida por el escritor Ernesto Sábato. Su texto, difundido masivamente con el título de Nunca más, resultó incontrovertible, aun para quienes querían justificar a los militares. En la sociedad se manifestaron algunas confusiones y ambigüedades: ¿eran culpables de haber hecho la guerra de Malvinas, o tan sólo de haberla perdido?; ¿eran culpables de haber torturado, o simplemente de haber torturado a inocentes? Pero la inmensa mayoría los repudió en forma masiva, se movilizó y exigió justicia, amplia y exhaustiva, y castigo a los culpables.
La derrota en la guerra de Malvinas, el rotundo fracaso político, las divisiones entre las fuerzas, los propios cuestionamientos internos, que afectaban la organización jerárquica, todo ello debilitaba la institución militar, que, sin embargo, no había sido expulsada del poder. Como se repetía por entonces, en la Argentina no había habido una toma de la Bastilla. Pronto, la solidaridad corporativa de los militares se reconstituyó en torno de lo que reivindicaban como su éxito: la victoria en la "guerra contra la subversión". Rechazaron la condena de la sociedad, recordaron que su acción contó con la complacencia generalizada, incluso de los políticos luego sumados al coro de los detractores, y que a lo sumo estaban dispuestos a admitir "excesos" propios de una "guerra sucia".
En los años del Proceso, el presidente Alfonsín había estado entre los más enérgicos defensores de los derechos humanos, y había hecho de ellos una bandera durante la campaña, en la que también fustigó duramente a la corporación militar. Sin duda compartía los reclamos generalizados de justicia, pero se preocupaba también por encontrar la manera de subordinar a las Fuerzas Armadas al poder civil, de una vez y para siempre. Para ello proponía algunas distinciones, lógicas pero difíciles de ser admitidas por la sociedad movilizada, y en particular por las organizaciones de derechos humanos: separar el juicio a los culpables del juzgamiento a la institución, que era y seguiría siendo parte del Estado, y poner límite a aquel juicio, deslindando responsabilidades y distinguiendo entre quienes dieron las órdenes que condujeron a la masacre, quienes se limitaron a cumplirlas y quienes se excedieron, cometiendo delitos aberrantes. Se trataba de concentrar el castigo en las cúpulas y en las más notorias bétes noires, y aplicar al resto el criterio de la obediencia debida. Sobre todo, el gobierno confiaba en que las propias Fuerzas Armadas se comprometieran con esta propuesta, intermedia entre las demandas de la civilidad y la postura dominante entre los militares, que asumieran la crítica de su propia acción y procedieran a su depuración, castigando a los máximos culpables. Para ello, se procedió a reformar el Código de Justicia Militar, estableciendo una primera instancia castrense y otra civil, y se dispuso el enjuiciamiento de las tres primeras Juntas Militares, a las que se sumó la cúpula de las organizaciones armadas Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) (de hecho, extinguida) y Montoneros.
Se trataba de transitar un difícil camino entre dos intransigencias. El primer contratiempo sobrevino cuando se hizo evidente que los militares se negaban a revisar su acción y a juzgar a sus jefes: a fin del año 1984, cuando se sentían los primeros remezones en los cuarteles, los tribunales castrenses proclamaron la corrección de lo actuado por las Juntas, y entonces el Ejecutivo trasladó las causas judiciales a la Cámara Federal de la Capital. En abril de 1985, en un clima mucho más agitado aún, comenzó el juicio público de los excomandantes. El juicio, que duró hasta fin de año, terminó de revelar las atrocidades de la represión, pero mostró una cierta pérdida de militancia de la civilidad, mientras las organizaciones defensoras de los derechos humanos hacían oír una voz cada vez más dura e intransigente. Comenzaron a escucharse otras voces, hasta entonces prudentemente silenciadas, que defendieron la acción de los militares y reclamaron su amnistía. A fin de 1985, poco después de que el gobierno ganara las elecciones legislativas, se conoció el fallo de la Cámara Penal, que condenó a los excomandantes, negó que hubiera habido guerra alguna que justificara su acción, distinguió entre las responsabilidades de cada uno de ellos y dispuso continuar la acción penal contra los demás responsables de las operaciones. La justicia había certificado la aberrante conducta de los jefes del Proceso, había descalificado cualquier justificación y los militares habían quedado sometidos a la ley civil. Esta circunstancia fue absolutamente excepcional, y en ese sentido fue un fallo ejemplar y un fundamento notable para el Estado de derecho que la democracia se proponía establecer. Pero no clausuraba el problema pendiente entre la sociedad y la institución militar, sino que lo mantenía abierto.
De ahí en más, la justicia siguió activa, dando curso a las múltiples denuncias contra oficiales de distinta graduación, citándolos y encausándolos. La convulsión interna de las Fuerzas Armadas, y muy especialmente del Ejército, tuvo un nuevo eje: ya no se trataba tanto de la reivindicación global como de la situación de los citados por los jueces, oficiales de menor graduación y en actividad, que no se consideraban los responsables, sino los ejecutores de lo imputado. El gobierno, por su parte, inició un largo y desgastante intento de acotar y poner límites a la acción judicial, para así contener ese clima de fronda que fermentaba en los cuarteles, alimentado por una solidaridad horizontal que desbordaba la estructura jerárquica. Se trataba de una decisión política, ni ética ni jurídica, basada en un cálculo de fuerzas que demostró ser bastante ajustado, materializada sucesivamente en las leyes llamadas de Punto Final y de Obediencia Debida. La primera, sancionada a fines de 1985, ponía un límite temporal de dos meses a las citaciones judiciales, pasado el cual ya no habría otras nuevas. Nadie acompañó al gobierno en la sanción de esta ley: la derecha, peronista o liberal, porque era partidaria de una amnistía completa; los sectores progresistas, incluyendo al peronismo renovador, por no cargar con sus costos políticos. Éstos fueron altos, y sus resultados terminaron siendo contraproducentes, pues sólo se logró un alud de citaciones judiciales y enjuiciamientos que en lugar de aligerar el problema lo agudizaron.
En ese contexto, se llegó al episodio de Semana Santa de 1987. Un grupo de oficiales, encabezado por el teniente coronel Aldo Rico, se acuarteló en Campo de Mayo, exigiendo una solución política a la cuestión de las citaciones y, en general, una reconsideración de la conducta del Ejército, a su juicio injustamente condenado. No se trataba de los típicos levantamientos de los anteriores 50 o 60 años, pues los oficiales amotinados no cuestionaban el orden constitucional, sino que reclamaban al gobierno que solucionara el problema de un grupo de oficiales. Tampoco tuvieron, a diferencia de todos aquellos levantamientos anteriores, el respaldo de sectores civiles, que normalmente eran los motores de los golpes. Cuestionaban en cambio, y con vehemencia, a la propia conducción del Ejército: los generales que descargaban sus responsabilidades en los subordinados, y que además eran responsables de la derrota en Malvinas y de la "entrega" del país a los intereses extranjeros. Pues los amotinados asumieron las consignas del nacionalismo fascistizante, así como formas de acción en verdad subversivas del orden militar, movilizando a las bases (es decir, a los oficiales de baja graduación) y proclamándose como la conducción de lo que llamaron el auténtico Ejército nacional.
Frente a ellos, la reacción de la sociedad civil fue unánime y masiva. Todos los partidos políticos y todas las organizaciones de la sociedad (patronales, sindicales, culturales, civiles de todo tipo) manifestaron activamente su apoyo al orden institucional, firmaron un Acta de Compromiso Democrático (que incluía desde las organizaciones empresarias hasta a los dirigentes de izquierda) y rodearon al gobierno. La reacción masiva e instantánea permitió evitar deserciones o ambigüedades, y cortó toda posibilidad de apoyo civil a los amotinados. La civilidad se movilizó, llenó las plazas del país y se mantuvo en vigilia durante los cuatro días que duró el episodio. Muchos de ellos estaban dispuestos a marchar sobre Campo de Mayo. La tensión del polo civil (que en el fondo era el gran respaldo del gobierno) fue máxima. Alcanzó para detener un ataque directo a la institucionalidad, pero no fue suficiente para lograr que los militares se doblegaran ante la sociedad. Aunque el motín suscitó pocas adhesiones explícitas entre los militares, en el fondo todos acordaban con sus camaradas "carapintadas": ninguno de ellos estuvo dispuesto a disparar un tiro para obligarlos a deponer su actitud.
Durante las cuatro tensas jornadas hubo muchas negociaciones, pero éstas no se concretaron hasta que Alfonsín (quien presidía la gran concentración cívica de Plaza de Mayo) no se entrevistó con los amotinados en Campo de Mayo. Se llegó a un extraño acuerdo. El gobierno sostuvo que haría lo que ya había decidido hacer (lo que luego sería la ley de Obediencia Debida, que exculpaba masivamente a los subordinados) y los amotinados no impusieron ninguna condición y aceptaron la responsabilidad de su acción. Sin embargo, pareció una claudicación del gobierno, en parte porque así lo presentaron tanto los "carapintadas" amotinados como la oposición política, que no quiso asumir ninguna responsabilidad en el acuerdo. Pero pesó mucho más el desencanto, la evidencia del fin de la ilusión: la civilidad era incapaz de doblegar a los militares. Para buena parte de la sociedad, era el fin de la ilusión de la democracia y el comienzo de una prolongada desilusión. Para el gobierno, el fracaso de su intento de resolver de manera digna el enfrentamiento del Ejército con la sociedad y el comienzo de un largo y desgastante calvario.
Comparativamente, el combate con la corporación sindical, que tuvo resultados similares, fue mucho menos heroico. El poder de los sindicalistas, restaurado en parte al final del gobierno militar, se hallaba debilitado por la derrota electoral del peronismo (en cuya conducción los dirigentes sindicales tenían un peso importante) y en general por el repudio de la sociedad a las viejas prácticas de la corporación, que habían aflorado durante la campaña, a lo que debía sumarse la profunda división existente entre los dirigentes. Por otra parte, su situación era institucionalmente precaria: buena parte de la legislación que normaba la acción gremial había sido barrida por el régimen militar; muchos sindicatos estaban intervenidos, y en otros los dirigentes sólo tenían títulos provisionales, o mandatos prorrogados desde 1975, de modo que la normalización electoral debía ser inmediata.
El gobierno se propuso aprovechar esa debilidad relativa, así como el respaldo de la civilidad, que, según juzgaba, debía incluir sectores no desdeñables de trabajadores, cuya voluntad participativa se manifestaba claramente. Se lanzó a democratizar los sindicatos, para abrir las puertas a un espectro más amplio de corrientes. El ministro Antonio Mucci (un veterano sindicalista de origen socialista) proyectó una ley de normalización institucional de los sindicatos que incluía el voto secreto, directo y obligatorio, la representación de las minorías, la limitación de la reelección y, sobre todo, la fiscalización de los comicios por el Estado. Se trataba de un desafío frontal, ante el cual se unificaron todas las corrientes del peronismo, gremial y político: en marzo de 1984 la ley fue aprobada en la Cámara de Diputados, pero el Senado la rechazó, por un único pero decisivo voto. De inmediato el gobierno arrió banderas, puso a funcionarios más flexibles al frente de la negociación con los gremialistas y acordó con ellos nuevas normas electorales. A mediados de 1985 se habían normalizado los cuerpos directivos de los sindicatos, y aunque las listas de oposición habían ganado algunos lugares, en lo esencial las viejas direcciones resultaron confirmadas.
El impulso civil y democrático había experimentado un temprano y fuerte contraste ante el poder sindical reconstituido, que apoyándose en las crecientes dificultades económicas se enfrentó sistemáticamente con el gobierno. Entre 1984 y 1988, cuando decidió concentrar su atención en la campaña electoral, la Confederación General del Trabajo (CGT) organizó trece paros generales contra el gobierno constitucional, cifra que contrastaba con la escasa movilización en tiempos del anterior gobierno militar. Salvo el breve período posterior a junio de 1985, cuando el gobierno obtuvo un respaldo importante de la sociedad para su plan económico, convalidado en la excelente elección de noviembre, la presión de la CGT fue intensa. Se apoyó en las indudables tensiones sociales generadas por la inflación (que llevaba a una permanente lucha por mantener el salario real) y más tarde en los comienzos del ajuste del sector estatal, que movilizó particularmente a los empleados públicos. Pero su carácter fue dominantemente político. Los sindicalistas lograron expresar de manera unificada el descontento social, e integrar a sectores no sindicalizados, como los jubilados, pero también establecieron alianzas tácticas con los empresarios, la Iglesia y los grupos de izquierda. Los reclamos fueron poco coherentes (incluían desde las aspiraciones más liberales del establishment económico hasta pedidos de ruptura con el Fondo Monetario Internacional), pero se unificaban en un común ataque contra el gobierno, que incluyó en algún momento de exaltación el reclamo de que "se vayan".
La CGT no rehusó participar en las instancias de concertación que abrió el gobierno, pero lo hizo con el estilo que había desplegado exitosamente entre 1955 y 1973: negociar y golpear, conversar y abandonar la negociación con un "portazo", lo cual permitió unir y galvanizar las fuerzas propias, que en otros aspectos presentaban profundas diferencias. Su secretario general, Saúl Ubaldini, proveniente de un pequeño sindicato, fue la figura característica de esta etapa, no sólo por su peculiar estilo político, adecuado para sellar el arco de alianzas del mundo del trabajo y la pobreza, sino sobre todo porque su escasa fuerza propia lo convertía en punto de equilibrio entre las distintas corrientes en que se dividía el sindicalismo.
El gobierno, que abrió permanentemente los espacios para el diálogo y la concertación, pero sin poner en discusión los lineamientos de la política económica, pudo resistir bien el fuerte embate sindical, pese a los inconvenientes que significaba para la estabilización económica, en tanto contó con el apoyo consistente de la civilidad y la escasa presión de otras fuerzas corporativas. A principios de 1987 la apertura de distintos frentes de oposición, y muy particularmente el militar, impulsaron al gobierno a una maniobra audaz: concertar con un grupo importante de sindicatos (los "15", que incluían a los más importantes de la actividad privada y de las empresas del Estado) y nombrar a uno de sus dirigentes en el cargo de ministro de Trabajo. El acuerdo era transparente, e incluía la sanción del conjunto de leyes que organizaba la actividad sindical (de asociaciones profesionales, de convenciones colectivas, de obras sociales, controladas por los sindicatos) en términos similares a los de 1975. A cambio de esas importantes concesiones, el gobierno (que sacrificaba principios enunciados largamente) obtenía poco: una relativa tregua social, pues la oposición sindical quedó profundamente dividida, y un eventual apoyo político, que en rigor nunca se concretó. Quizá, también, un respaldo frente al embate de la corporación militar, que no debía darse por descontado. Luego de la victoria del peronismo en la elección de septiembre de 1987, los sindicalistas abandonaron el gobierno. Pero con la nueva legislación, el poder de la corporación sindical quedaba reconstituido por completo y la ilusión de la civilidad democrática de someterlos a sus reglas se desvanecía.

El Plan Austral, la inflación y la crisis del Estado
La cuestión económica, que al principio pareció mucho menos urgente que los problemas políticos, era extremadamente grave y condicionó las políticas del gobierno. La inflación, un problema endémico, se había acelerado desde mediados de 1982. Todos los actores habían incorporado el supuesto de la incertidumbre a sus prácticas, y la gente especulaba incluso para defender modestos ingresos. Junto con el déficit fiscal y la deuda externa, que seguía creciendo, constituía la parte más visible del problema. Se prolongaba en una economía estancada desde principios de la década, cerrada e ineficiente y muy vulnerable en lo externo. Escaseaban los empresarios dispuestos a arriesgar y apostar al crecimiento, y los grupos económicos más concentrados (que absorbían una buena porción de los recursos del Estado) podían bloquear los intentos que eventualmente el gobierno hiciera para modificar su situación privilegiada.
El flujo de capitales se había cortado desde 1981, pero la deuda externa siguió creciendo por la elevación de los intereses, y al fin de la década duplicó con exceso los valores de 1981. El Estado, que en 1982 había asumido la deuda en dólares de los particulares, cargaba con el pago de unos servicios que insumían buena parte de sus ingresos corrientes. Esas obligaciones se refinanciaban con frecuencia, pero sólo cuando se contó con la buena voluntad del FMI, que a cambio presionaba para la adopción de políticas que priorizaran la capacidad de pago del gobierno. El pago de los servicios era un componente muy importante del déficit fiscal. Sobre cuáles eran las otras causas, había un debate en parte ideológico y en parte de intereses. Los críticos liberales (muy escuchados por los empresarios) culpaban a la emisión monetaria y a los gastos estatales excesivos, particularmente en el empleo. También apuntaban a los gastos sociales, acrecentados por la prometida satisfacción de muchas demandas acumuladas. Otros comenzaban a señalar a las subvenciones de todo tipo otorgadas a distintos sectores empresarios, a veces como parte de políticas generales de promoción y otras como resultado de eficaces presiones de los interesados.
Esa masa de gastos debía afrontarse con recaudaciones en baja, mermadas por la inflación y la indisciplina de los contribuyentes. El Estado tenía poco crédito externo, y el interno escaseaba porque todo el mundo transformaba sus ahorros en dólares. Tampoco había grandes masas de recursos acumulados de los que apropiarse, como antaño lo habían sido los excedentes del comercio exterior o las cajas de jubilaciones. El Estado sólo podía salir del paso emitiendo dinero, lo que producía más inflación, distorsionaba la economía, afectaba la recaudación fiscal y, finalmente, la propia capacidad del Estado, ya menguada por el deterioro de su burocracia y de sus agencias.
Las soluciones de fondo (ya instaladas en la discusión mundial) fueron postergadas por el gobierno de Alfonsín, cuya prioridad era consolidar la endeble democracia institucional. El gobierno evitó tomar decisiones que dividieran al campo de la civilidad, su gran apoyo, o que significaran costos elevados para el conjunto de la sociedad. La necesidad de una reforma profunda del Estado tampoco era evidente desde la perspectiva del radicalismo, que compartía con el peronismo la visión acerca de sus obligaciones sociales. Por otra parte, si esas reformas habrían de tener un sentido democrático, equitativo y justo, era necesario un poder estatal fuerte y sólidamente respaldado, que primero debía ser reconstruido y consolidado en lo político y en lo institucional.
Durante el primer año del gobierno radical, la política económica del ministro Bernardo Grinspun se ajustó a las fórmulas dirigistas y redistributivas clásicas, similares a las aplicadas entre 1963 y 1966, que en sus rasgos generales el radicalismo compartía con el peronismo histórico. La mejora en la remuneración de los trabajadores, junto con créditos ágiles a los empresarios medios, sirvió para la reactivación del mercado interno y la movilización de la capacidad ociosa del aparato productivo. La política incluía el control estatal del crédito, el mercado de cambios y los precios, y se completaba con importantes medidas de acción social, como el Programa Alimentario Nacional (PAN), que proveyó de las necesidades mínimas a los sectores más pobres, afectados por la recesión y el desempleo. Con todo ello se apuntaba a mejorar la situación de los sectores medios y populares y a satisfacer las demandas de justicia y equidad social, que habían sido banderas en la campaña electoral.
Pero empresarios y sindicalistas convergieron en la crítica a esta política. Los empresarios cuestionaron en general el gasto y la intervención estatal, aunque cada uno hizo salvedad de aquellas políticas que lo beneficiaban directamente. La CGT se movilizó tanto por razones sindicales como políticas, pues era la columna vertebral de la oposición peronista. Aunque sus acuerdos eran mínimos, coincidieron en hacer fracasar la política de concertación sectorial a la que habían apostado Grinspun y su equipo.
El gobierno debió afrontar ese juego de pinzas de los dos grandes actores corporativos y la puja desatada por la distribución del ingreso, que la inflación agudizaba. Todo ponía de manifiesto la insuficiencia de una política que no tomaba en cuenta la radical transformación de las condiciones de la economía luego de 1975, y en especial el déficit fiscal y el deterioro del aparato productivo y su incapacidad para reaccionar eficientemente ante los estímulos de la demanda. Con la deuda externa (que afectaba tanto el balance fiscal como la autonomía de las decisiones), se osciló entre dos caminos, que reflejaban el espíritu del impulso democrático de la hora. Se trató de lograr la buena voluntad de los acreedores, con el argumento de que las jóvenes democracias debían ser protegidas, y también se los amenazó con la constitución de un "club de deudores" latinoamericano, que repudiara la deuda en conjunto. Ambos resultaron igualmente inconducentes.
A principios de 1985, cuando la inflación amenazaba desbordar en una hiperinflación, la conflictividad social se agudizaba y los acreedores externos hacían sentir en forma enérgica su disconformidad, el presidente Alfonsín reemplazó a su ministro de Economía por Juan Sourrouille, un economista recientemente acercado al radicalismo, que lo acompañó casi hasta el final de su gobierno. Por esos meses se sumó otro elemento conflictivo: la agitación militar, en vísperas del inicio del juicio a las Juntas. A fines de abril se denunció un posible intento de golpe de Estado contra la frágil democracia: la civilidad, convocada a la Plaza de Mayo para defender al gobierno, recibió el sorpresivo anuncio del inicio de una "economía de guerra". El 14 de junio de 1985, Sourrouille anunció el nuevo plan económico, bautizado como Plan Austral.
Su objetivo era superar la coyuntura adversa y estabilizar la economía en el corto plazo a través de un fuerte shock, de modo de crear las condiciones para poder proyectar transformaciones más profundas. Lo primero era detener la inflación, reduciendo las expectativas inflacionarias que la impulsaban. Se congelaron simultáneamente precios, salarios y tarifas de servicios públicos, se regularon los cambios y las tasas de interés, se suprimió la emisión monetaria para equilibrar el déficit fiscal (lo que suponía asumir una rígida disciplina en gastos e ingresos) y se eliminaron los mecanismos de indexación desarrollados durante la etapa de alta inflación y responsables de su mantenimiento inercial. Como símbolo del inicio de una nueva etapa, se cambió la moneda y el peso argentino fue reemplazado por el austral.
El ministro Sourrouille estuvo acompañado por un equipo técnico de excelente nivel, que no venía de la UCR. Al decidido apoyo del presidente sumó un respaldo amplio en toda la sociedad, pues pronto logró frenar la inflación, sin afectar específicamente a ningún sector. No hubo caída de la actividad ni desocupación, que con frecuencia acompañaban los planes de estabilización, pero tampoco se afectó a los sectores empresariales, incluyendo a los que medraban con el Estado. El ajuste fiscal fue sensible pero no dramático: los salarios de los empleados estatales fueron congelados más estrictamente que los del sector privado, pero no hubo despidos; la recaudación mejoró, por la fuerte reducción de la inflación, sumado a algunos impuestos excepcionales, aunque no hubo drásticas reducciones en los gastos del Estado. Los acreedores externos apreciaron la manifiesta intención del gobierno de cumplir los compromisos, la mejora de las finanzas estatales y, sobre todo, el firme apoyo que el plan recibió tanto del gobierno estadounidense como de las principales instituciones financieras mundiales. También fue apoyado por los "capitanes de industria", el núcleo de los grandes empresarios (Bulgheroni, Macri, Rocca, Pérez Companc, Pescarmona) que incluía a los contratistas del Estado y a los beneficiaros de los diversos regímenes de promoción. El gobierno mantuvo todos los mecanismos de promoción (incluso los más claramente prebendarios) y agregó otros nuevos, para estimular las exportaciones industriales, cuyo incremento debería ayudar a mejorar el balance de pagos. A cambio esperaba su colaboración para mantener estables los precios, y también que repatriaran sus capitales y los invirtieran en el país.
Se trataba del "plan de todos", quizá la más pura de las realizaciones de la ilusión democrática: entre todos, con solidaridad y sin dolor, se podían solucionar los problemas más complejos, aun aquellos que implicaban choques de intereses más profundos. El gobierno obtuvo su premio en las elecciones parciales de noviembre de 1985: apenas seis meses después de que el país estuviera al borde del caos, logró un claro éxito electoral que significaba el apoyo general de la civilidad a la política económica. La novedad estaba, sin embargo, en que en la preocupación general las cuestiones económicas, principalmente la inflación, habían pasado al primer plano, de modo que en lo sucesivo serían la medida de los éxitos y de los fracasos del gobierno.
La placidez duró poco. Ya desde fines de 1985, se advirtió la vuelta incipiente de la inflación, que el gobierno debió reconocer en abril de 1986 con un "sinceramiento" y ajuste parcial. Influyó el derrumbe de los precios mundiales de los cereales, que obligó al Estado a eliminar una fuente de ingresos (las retenciones a las exportaciones), pues los productores rurales estaban al borde de la ruina. Tampoco hubo inversiones significativas de los grandes empresarios, que aceptaron los beneficios recibidos sin dar mucho a cambio. A esto se sumó el aflojamiento de la disciplina social requerida por el plan, muy sensible a cualquier modificación de los precios relativos. Renacieron las pujas sectoriales, que realimentaron la inflación: la CGT, embanderada contra el congelamiento salarial, que afectaba sobre todo a los empleados estatales, y los empresarios, liderados por los productores rurales, que se movilizaron contra el congelamiento de precios. Esta vez, ambos coincidían en un reclamo común contra el Estado. La reaparición tan rápida de los viejos problemas indicaba que, en el fondo, nada había cambiado demasiado. El plan, eficaz para la estabilización rápida, no preveía cambiar las condiciones de fondo, o intentaba hacerlo con ajustes que no supusieran ni dolores ni conflictos.
Desde fines de 1986 el gobierno comenzó a considerar la posibilidad de reformas mayores, en particular en la relación de colusión del Estado con un conjunto de empresas beneficiarías de diversas prebendas. El problema venía de antiguo, y derivaba de las políticas industrialistas y desarrollistas de la posguerra. Los distintos regímenes de promoción, basados originariamente en criterios de interés general, se fueron convirtiendo en prebendas que favorecían a grupos con capacidad para presionar al gobierno y hasta de dirigir sus decisiones. Las prebendas florecieron en los años sesenta y setenta, y siguieron creciendo después de 1976. Las empresas del Estado, donde medraban los contratistas, sumaban otro elemento en la conformación del considerable déficit fiscal: el sobreempleo, fruto de su larga relación de colusión con los sindicatos. Pablo Gerchunoff estimó que ese conjunto de "asistencias", que explicaba el déficit fiscal, insumía hasta el 10 por ciento del producto bruto interno.
El gobierno exploró distintos caminos para atacar el problema. Hubo un proyecto para unificar y disciplinar su manejo financiero, y otro para incorporar empresas extranjeras al manejo de la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTEL) y de Aerolíneas Argentinas. Se intentó reactivar la inversión extranjera, especialmente en el área petrolera (el presidente Alfonsín anunció este plan en Houston), y también se esbozaron planes de reforma fiscal más profunda y de desregulación de la economía. Todo ello chocaba con ideas y convicciones muy firmes en la sociedad, arraigadas tanto en el peronismo como en el propio partido gobernante, de donde surgieron bloqueos a estas iniciativas. Sobre todo, cualquiera de estos rumbos hubiera significado, a diferencia del Plan Austral, enfrentarse con alguno de los fuertes intereses constituidos, o también hacer cargar al grueso de la sociedad con los costos de la reforma. A medida que se hacía más clara la necesidad de encarar soluciones de fondo, el gobierno radical descubría que sus bases de apoyo eran más tenues.
No era fácil mantener un rumbo reformista consecuente y a la vez sortear las fuertes dificultades coyunturales. Los proyectos reformistas estaban en sintonía con los reclamos del FMI (cuya buena voluntad era indispensable a medida que aumentaba el incumplimiento de los pagos externos) y también con el ánimo crecientemente liberal de los empresarios. Pero la conversión de esa sintonía en apoyos políticos concretos no era automática. Como ya se dijo, a principios de 1987, cuando volvió a agudizarse la conflictividad social, el gobierno decidió incorporar a hombres de los sindicatos más importantes y de los grandes empresarios. Un sindicalista se hizo cargo del Ministerio de Trabajo, un político radical de militancia en las asociaciones rurales fue nombrado secretario de Agricultura y un grupo de dirigentes de las grandes empresas ligadas a los contratos estatales se incorporó a la dirección de las empresas públicas. Se renunciaba así al propósito de controlar desde el Estado a los poderes corporativos.
En lo inmediato, se consiguieron réditos políticos importantes. Hubo una tregua social, y cuando en abril de 1987 los militares desafiaron al poder civil, por primera vez desde 1930 no encontraron ningún apoyo en la sociedad. En cierto sentido, la institucionalidad democrática se salvó, a costa de renunciar a la posibilidad de una reforma estatal más profunda y democrática. Ninguno de los grupos convocados dejó de perseguir sus propios objetivos. Los sindicalistas reforzaron su poder y neutralizaron los proyectos de flexibilización laboral, alentados por los empresarios. Éstos lograron ventajas específicas, como la participación en la explotación de las reservas de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). Pero no acompañaron otras reformas, como la privatización de las empresas públicas, que afectaban los subsidios y las ventajas de cada uno, pues aunque creían en general en las virtudes del liberalismo económico, cada uno reclamó que se mantuvieran sus privilegios particulares.
En septiembre de 1987, luego de la derrota electoral, la posición del gobierno se debilitó aceleradamente. En noviembre, los gremialistas se alejaron del gabinete. El peronismo, sobre todo, apuntando con nuevo optimismo a las elecciones presidenciales de 1989, se negó a respaldar reformas cuyo costo social era evidente. De ese modo, la proyectada reconciliación con las corporaciones, que supuso un fuerte deterioro de la imagen del gobierno radical ante la civilidad, tampoco rindió los frutos esperados en el terreno económico, donde la inestabilidad y la sensación de falta de gobernabilidad fueron crecientes.

La apelación a la civilidad
Inicialmente el gobierno radical sólo había sido tolerado por las grandes corporaciones (en rigor, el candidato peronista hubiera satisfecho mucho más cabalmente a las Fuerzas Armadas y a la Iglesia), de modo que debía respaldarse en su poder institucional. Pero allí también su apoyo era limitado, en particular en el Congreso: la mayoría que tuvieron los radicales en la Cámara de Diputados hasta 1987 se contrapesaba con la mayoría relativa de los peronistas en el Senado, donde un grupo de representantes de partidos provinciales desempeñaba el beneficioso papel de árbitro inconstante. Así, los dos grandes partidos tenían en el Congreso (que debía ser el corazón del nuevo sistema democrático institucional) la posibilidad de vetarse recíprocamente. Debido a que no hubo acuerdos previos sobre cómo se conduciría el proceso político, que nadie dudaba en calificar como transicional, fue más difícil aún llegar a ellos cuando cada partido procuró desempeñar con eficacia sus respectivos papeles de oficialismo y oposición.
Esta situación le planteó al gobierno, necesitado de un fuerte apoyo político, dificultades para encarar los problemas de la crisis, y también los del proceso de institucionalización de la democracia, todavía frágil. A menudo se le planteó la opción entre dos alternativas: gobernar efectivamente, desplegando su voluntad pero tensando las cuerdas institucionales, o tratar de concertar las distintas opiniones y llegar a acuerdos que, al costo de soslayar problemas y opciones, fortalecieran la república. Tironeado por distintas tradiciones, el gobierno radical adoptó, mientras pudo, una suerte de vía media.
Los grandes apoyos del gobierno se encontraban en el radicalismo y en el amplio conjunto de la civilidad que directa o indirectamente lo había respaldado. Se trataba de un actor político nuevo, mucho más inestable que aquél, pero que, por las peculiares circunstancias de la crisis del régimen militar, tuvo en sus inicios un gran poder. La UCR había sido tradicionalmente el gran partido de la civilidad, y el que contaba con mayores antecedentes y capacidades para organizaría. En realidad, se trataba de un partido complejo y fragmentario, en el que coexistían variadas tendencias y donde se representaban múltiples intereses, a menudo de peso local o regional, todo lo cual daba un gran mosaico, difícil de unificar.
Desde 1983 Raúl Alfonsín estableció un fuerte liderazgo partidario, capitalizando el apoyo que había ganado en la civilidad. Su agrupación interna, el Movimiento de Renovación y Cambio (que fundó en 1972, cuando disputaba la conducción con Ricardo Balbín), era poco más que una red de alianzas personales, eficaz para ganar elecciones internas, pero poco consistente cuando se trataba de proponer a la sociedad grandes líneas programáticas. Más notable fue la acción de un grupo de dirigentes jóvenes, provenientes en su mayoría de la militancia universitaria, que integró la Junta Coordinadora Nacional, la "Coordinadora". Surgido hacia 1968, el grupo conservaba rasgos de la etapa anterior a 1975: confluencia de tradiciones socialistas y antiimperialistas, sentido de la militancia orgánica y de la disciplina partidaria, fe en la movilización de las masas. Volcados en 1982 a la vida partidaria detrás de Alfonsín, aportaron algunos elementos ideológicos a su discurso, pero sobre todo una gran capacidad para la organización y la movilización de esa civilidad que estaba constituyéndose en actor político, y a la que Alfonsín convocaba con el programa de la constitución. También aportaron cuadros tanto para la lucha partidaria como para la administración del país, que sobresalieron por su disciplina, su eficacia y también su pragmatismo para tejer alianzas y ejecutar políticas sólo genéricamente filiadas en los contenidos programáticos originales. La Coordinadora ganó mucho poder y suscitó resistencias internas, en un contexto de disputa partidaria en el que la unidad, difícil y precaria, sólo podía mantenerse gracias a la conducción, fuerte y en cierto modo caudillesca, de quien era a la vez presidente de la nación y del partido.
El pacto entre Alfonsín y la civilidad se selló en la campaña electoral de 1983, con los actos masivos y con la fe común en la democracia como panacea. Consciente de que allí residía su gran capital político, Alfonsín siguió utilizando esa movilización, convocándola para resolver la cuestión del Beagle o enfrentar el cúmulo de amenazas que se cernía en las vísperas del Plan Austral. Sobre todo, trabajó intensamente en su educación, en la constitución de la civilidad como actor político maduro y consciente. Para la movilización callejera (un estilo político emparentado con el de las grandes jornadas de diez años atrás), la Coordinadora era insustituible, pero para esta otra labor necesitó del apoyo de un conjunto de intelectuales, convocados para asesorarlo en diversos lugares e instancias. Éstos le suministraron los insumos de ideas, reelaboradas y volcadas con singular pericia por un dirigente que (como ha puntualizado Carlos Altamirano) estaba convencido de que el único gobierno legítimo era el que se basaba en el convencimiento de la sociedad por medio de argumentos racionales.
Alfonsín le propuso los grandes temas y las grandes metas. La lucha contra el autoritarismo y por la democratización cubrió la primera fase de su gobierno. Pero desde el Plan Austral, y sobre todo luego del triunfo electoral de noviembre de 1985, su discurso se orientó hacia los temas del pacto democrático, la participación y la concertación, y hacia la nueva meta de la modernización, un concepto que incluía desde las estructuras institucionales hasta los mecanismos de la economía, en los que las cuestiones de la reforma del Estado, la apertura y la desregulación aparecían formulados en el contexto de la democracia, la equidad y la ética de la solidaridad. Tales temas se manifestaron en una serie de reformas concretas, de disímil viabilidad, que sucesivamente propuso: la reforma del Estado, el traslado de la Capital al sur o la reforma constitucional, no concretadas pero con las que logró mantener la iniciativa en la discusión pública. En todos ellos subyacía una inquietud común: la convergencia de distintas tradiciones políticas detrás de un único proyecto democrático y modernizador. También una tentación: la articulación de esas tradiciones en un movimiento político que las sintetizara y que, con referencia a los antecedentes del yrigoyenismo y el peronismo, comenzó a denominarse el tercer movimiento histórico.
Este planteo, que nunca llegó a explicitarse plenamente, hizo rechinar la estructura del partido gobernante, que llevaba cuatro décadas combatiendo el movimientismo: de Perón, de Frondizi, de la corporación sindical, de algunos sectores empresarios. Pero sobre todo, la apelación a la movilización de la civilidad, sumada al fuerte protagonismo presidencial, suscitó dudas sobre su relación armónica con el proceso de institucionalización democrática. Dado el equilibrio de fuerzas y el reparto de posiciones institucionales, el gobierno a menudo debió elegir entre atenerse estrictamente a las normas republicanas y aceptar una concertación que lo alejara de sus objetivos programáticos, o combinar aquel apoyo, de naturaleza más bien plebiscitaria, con el amplio margen de autoridad presidencial que las normas y los antecedentes acordaban, y así presionar al Congreso desde la calle, pasarlo por alto, orientar quizás a la justicia. En varios casos, el gobierno de Alfonsín avanzó por este camino, pero sus sólidas convicciones éticas lo frenaron pronto, y con ello moderaron una voluntad política que, contra Maquiavelo, se negaba a convertir en razón suprema.
Las frágiles bases de su poder residían en la coherencia y la tensión de esa civilidad que lo había consagrado presidente. Sus limitaciones pasaban por la fidelidad al pacto inicial, construido en torno del principio del interés general, pronto corroído por el resurgimiento de los intereses sectoriales, por la primacía de nuevas cuestiones, no contempladas inicialmente, como la económica, y por la emergencia de nuevas alternativas políticas, que lo privaron de la iniciativa discursiva. Éstas surgieron a izquierda y derecha, pero sobre todo de un peronismo renovado.
Un heterogéneo conjunto de fuerzas provenientes de la izquierda y de la experiencia de 1973 se núcleo en torno del Partido Intransigente (PI), con un programa que se ubicaba en el mismo terreno que el del alfonsinismo (la defensa de los derechos humanos, la reivindicación de la civilidad y la democracia), aunque agregaba consignas nacionalistas y antiimperialistas, aplicadas a la cuestión de la deuda externa. Inicialmente esta fuerza aspiró (de una manera ya conocida en la izquierda) a capitalizar la prevista disgregación del peronismo, pero luego se dedicó a señalar la infidelidad del gobierno al programa primigenio y a radicalizar las consignas de los derechos humanos, al tiempo que el antiimperialismo le permitía sintonizar con aquellos sectores del sindicalismo que levantaron la bandera del repudio a la deuda externa. No lograron, sin embargo, constituir un polo alternativo: el PI se disgregó y fue absorbido por el peronismo renovado.
A la derecha, e intentando también aprovechar el debilitamiento de la bipolaridad de 1983, creció la Unión del Centro Democrático (UCeDe), fundada por Álvaro Alsogaray, el veterano mentor de las ideas liberales. Esas ideas, que gozaban de un gran predicamento en el mundo, en el contexto de las crisis del bloque soviético y del Estado de bienestar, fueron traducidas aquí de una manera novedosa y atractiva por un partido que encontró en el contexto de la democracia la fórmula de la popularidad, particularmente entre los jóvenes. Su éxito electoral fue relativo (no logró afirmarse más allá de la Capital), aunque pudo aspirar a convertirse en la tercera fuerza, que arbitrara entre radicales y peronistas. Mucho más rotundo fue su éxito ideológico, sobre todo a medida que la crisis económica ponía de relieve la necesidad de soluciones de fondo. No es seguro que el liberalismo las tuviera, pero en cambio disponía de recetas fáciles y atractivas, y de una aguda capacidad para señalar los males del estatismo y del dirigismo. Compitió con éxito con el alfonsinismo en la educación de la civilidad, y hasta reclutó adeptos en el propio partido gobernante.
Al competir con la fuerza gobernante en el terreno de la opinión pública, los partidos y las instituciones, izquierdas y derechas (con la salvedad de grupos extremos y minoritarios) contribuyeron a reforzar la institucionalidad. Algo similar ocurrió con el peronismo luego de una etapa inicial de vacilación. Inmediatamente después de las elecciones de 1983, y en medio de un gran desconcierto y de profundas divisiones, predominaron quienes (encabezados por el dirigente de Avellaneda Herminio Iglesias) quisieron combatir al gobierno desde las viejas posiciones nacionalistas de derecha, y alentaron el acuerdo de políticos y sindicalistas peronistas con los militares y con quienes, como el expresidente Frondizi, se habían convertido en sus voceros. En ese contexto, se opusieron al acuerdo con Chile y fueron categóricamente derrotados en el plebiscito. De manera progresiva fue articulándose dentro del peronismo una corriente opuesta (la Renovación) que combatió duramente con la conducción oficial, hasta que a fines del año 1985 conquistó la preeminencia en el partido. El peronismo renovador (entre sus principales figuras se encontraban Antonio Cafiero y el gobernador de La Rioja, Carlos Menem) se proponía adecuar el peronismo al nuevo contexto democrático, insertarse en el discurso de la civilidad y sumarle el de las demandas sociales tradicionalmente asumidas por el peronismo, compitiendo desde la izquierda de su propio terreno con el gobierno, al que acompañaron incluso en temas como el plebiscito sobre el Beagle. Cuando se produjo la crisis militar de Semana Santa de 1987, los dirigentes renovadores manifestaron una solidaridad total con la institucionalidad democrática y respaldaron sin condiciones al gobierno. No sólo inscribían al peronismo en el juego democrático, sino que, finalmente, parecían crear la condición de éste: la posible alternancia entre partidos competidores y copartícipes.


El fin de la ilusión
El año 1987 fue decisivo para el gobierno de Alfonsín. El episodio de Semana Santa representó la culminación de la participación de la civilidad, el máximo de tensión que se podía alcanzar, y al mismo tiempo la evidencia de su limitación para doblegar un factor de poder también tensado. En la Pascua de 1987, concluyó definitivamente la ilusión del poder ilimitado de la democracia. Además, y ya embarcado en la negociación con los distintos intereses que habían sobrevivido al embate civil (militares, empresarios, sindicalistas), Alfonsín perdió la exclusividad del liderazgo sobre la civilidad. Si bien los competidores de derecha e izquierda cosecharon algo, las mayores ganancias fueron para el peronismo renovador. En un clima de deterioro económico agudizado y de inflación creciente, las elecciones de septiembre de 1987 les dieron un triunfo si no categórico, importante en términos de poder: el radicalismo perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y el control de todas las gobernaciones, con excepción de las de Córdoba y Río Negro, únicos distritos, junto con la Capital Federal, en los que logró triunfar.
El gobierno sintió fuertemente el impacto de una derrota que cuestionaba su legitimidad y su capacidad de gobernar, y desde entonces hasta que traspasó el mando, en julio de 1989, las dificultades para su gestión fueron crecientes, hasta llegar a convertirse en un calvario. El plan económico lanzado en julio y completado en octubre le dio un momentáneo respiro, sobre todo porque la oposición peronista aceptó compartir la responsabilidad en la aprobación de los nuevos impuestos necesarios para equilibrar las cuentas del Estado. Pero no acompañó al gobierno en las transformaciones de fondo, como el programa de privatización de empresas estatales, de modo que la credibilidad de la nueva orientación fue escasa y los signos de la crisis (fuerte inflación, incapacidad para afrontar los pagos de la deuda) pronto reaparecieron. En el propio partido, alzaron sus voces los disconformes con la conducción de Alfonsín, quien rápidamente propuso como candidato presidencial para 1989 al gobernador de Córdoba, Eduardo Angeloz, proveniente de los sectores más tradicionales y poco identificado con las tendencias del alfonsinismo.
La cuestión militar, no cerrada en abril de 1987, tuvo dos nuevos episodios, en parte porque la situación de los oficiales seguía irresuelta, pero sobre todo porque los activistas militares estaban dispuestos a aprovechar la debilidad del gobierno. En enero de 1988, el teniente coronel Aldo Rico, jefe de aquel alzamiento, huyó de su prisión y volvió a sublevarse en un lejano regimiento en el nordeste. A diferencia del año anterior, la movilización civil fue mínima, aunque también el respaldo militar a los sublevados resultó escaso: Rico fue perseguido por el Ejército, y luego de un breve combate, se rindió y fue encarcelado en un establecimiento penal.
A fines de 1988, hubo una nueva sublevación, encabezada por el coronel Mohamed Alí Seineldín, que como Rico pertenecía al grupo de los denominados "héroes de las Malvinas", y a quienes todos sindicaban como el verdadero jefe de los "carapintadas". Seineldín se sublevó en un regimiento próximo a la Capital y reclamó una amplia amnistía, una reivindicación de la institución y una renovación de los mandos, pues simultáneamente se dirimía una cuestión interna. Como en Semana Santa, se comprobó que el grueso del Ejército, y probablemente porciones importantes de las otras armas, se negaban a reprimirlo, compartían sus ideas y hasta hacían suyo su programa. Como en Semana Santa, y pese a que los amotinados terminaron en prisión, el resultado final fue incierto. Desde el punto de vista del gobierno, quedaba claro que no acertaba a conformar ni a la civilidad (que lo encontraba claudicante) ni a los oficiales, cuyos reclamos pasaban de la "amplia amnistía" al indulto a los condenados y la reivindicación de la lucha contra la subversión. En definitiva, el proyecto de reconciliar a la sociedad con las Fuerzas Armadas había fracasado. Aquélla se sentía del todo ajena a las inquietudes de los "carapintadas", y aun quienes tradicionalmente habían apelado a los militares repudiaban su actitud subversiva y el nacionalismo fascistizante que esgrimían. Éstas, por su parte, se encerraban en reivindicaciones por completo corporativas, pues la demanda de su rehabilitación se sumaba a novedosos planteos salariales que mostraban que también ellos habían sido alcanzados por la crisis del Estado.
En enero de 1989 un grupo terrorista, escaso en número, pobre en recursos, aislado y trasnochado, asaltó el cuartel de La Tablada en el Gran Buenos Aires, y el Ejército encontró la ocasión para realizar una aplastante demostración de fuerza, que culminó con el aniquilamiento de los asaltantes. El reconocimiento que recogió por la acción fue el primer indicio del cambio de prioridades y valores en la opinión pública. Podía anticiparse que finalmente la cuestión militar abierta llevaría a la reivindicación de los militares, el olvido de los crímenes de la "guerra sucia" y el entierro de las ilusiones de la civilidad, aunque le tocaría al gobierno de Menem dar el gran paso de amnistiar a los jefes condenados.
La cuestión política tampoco se cerró satisfactoriamente para la civilidad democrática. Luego de la elección de septiembre de 1987 creció la figura de Antonio Cafiero, gobernador de Buenos Aires, presidente del Partido Justicialista y jefe del grupo renovador, que se perfilaba como probable sucesor de Alfonsín. En muchos aspectos, Cafiero y los renovadores habían remodelado el peronismo a imagen y semejanza del alfonsinismo: estricto respeto a la institucionalidad republicana, combinada con un persistente movimientismo; propuestas modernas y democráticas, elaboradas por sectores de intelectuales; distanciamiento de las grandes corporaciones, y establecimiento de acuerdos mínimos con el gobierno para asegurar el tránsito ordenado entre una presidencia y otra.
Quizás eso los perjudicó frente a su competidor dentro del peronismo: el gobernador de La Rioja, Carlos Menem, también enrolado en la Renovación, pero cultor de un estilo político mucho más tradicional. Menem demostró una notable capacidad para reunir en torno suyo diferentes segmentos del peronismo, desde los dirigentes sindicales, rechazados por Cafiero, hasta antiguos militantes de la extrema derecha o la extrema izquierda de los años setenta, junto con caudillos o dirigentes locales desplazados por los renovadores, como Eduardo Duhalde, que le construyó una sólida base electoral en la provincia de Buenos Aires. Con este heterogéneo apoyo, explotando su figura de caudillo tradicional para diferenciarse de sus rivales modernizadores, y sin necesidad de precisar una propuesta o programa, ganó la elección interna (realizada mediante el voto directo de los afiliados), y en julio de 1988 quedó consagrado candidato a presidente.
En los meses siguientes extendió y perfeccionó su fórmula. Se familiarizó con las propuestas neoliberales, que estaban ganando consenso, y se vinculó con el grupo Bunge y Born. Tejió en privado sólidas alianzas con los dirigentes de la Iglesia y los oficiales de las Fuerzas Armadas, incluyendo a los "carapintadas". Pero en público apeló al vasto mundo de "los humildes", a quienes se dirigió con un mensaje de estilo mesiánico, con un despliegue escenográfico que resaltaba su figura de santón, en el que la "revolución productiva" y el "salariazo" preanunciaban la entrada en la tierra de promisión. Si en el voluntarismo se acercaba al estilo de Alfonsín, todo lo demás lo diferenciaba, al tiempo que testimoniaba la realidad de una sociedad que estaba emergiendo, dominada por la miseria, en la que este tipo de discurso resultaba mucho más eficaz que la interpelación racional. En suma, nadie podía asegurar qué haría exactamente el candidato peronista en caso de resultar triunfante, pero estaba claro que sería pragmático y poco apegado a compromisos programáticos.
El gobernador de Córdoba, Eduardo Angeloz, su competidor, trató de capitalizar el temor que suscitaba el populismo de Menem y también intentó captar al electorado que criticaba las facetas más progresistas de Alfonsín. Por ello, se acercó a las propuestas neoliberales, y mientras Menem prometía volver al paraíso de la distribución, Angeloz anticipaba un recorte del gasto fiscal, que simbolizaba con un lápiz rojo dispuesto a tachar todo rubro innecesario.
Es posible que con esas alternativas fuera inevitable el triunfo del candidato opositor, según una dinámica muy propia de las democracias consolidadas, en las que las dificultades de la sociedad se cargan en la cuenta de los gobernantes. Pero faltaba el ingrediente final, que transformó una posible transición ordenada en otra catastrófica. En agosto de 1988 el gobierno lanzó un nuevo plan económico, que denominó "Primavera", con el propósito de llegar a las elecciones con la inflación controlada, pero sin realizar ajustes que pudieran enajenar la voluntad de la población. Al congelamiento de precios, salarios y tarifas (aceptado a regañadientes por los representantes empresarios), se agregó la declarada intención de reducir drásticamente el déficit estatal, condición para lograr el indispensable apoyo de los acreedores externos, mucho más remisos que antes. En condiciones políticas muy distintas que las de 1985, el plan marchó de entrada con dificultades: la predisposición de los distintos actores a mantener el congelamiento fue escasa; los cortes en los gastos fiscales fueron resistidos, sobre todo por los aguerridos sindicatos estatales; la negociación con las entidades financieras externas marchó muy lentamente, y los fondos prometidos llegaron con cuentagotas; en cambio lo hicieron los capitales especulativos, para aprovechar la diferencia entre tasas de interés elevadas y cambio fijo, contando con retornar en cuanto se anunciara la posibilidad de una devaluación.
Se trataba, en suma, de una situación explosiva, que reposaba exclusivamente sobre la confianza existente en la capacidad del gobierno para mantener la paridad cambiaria. En diciembre de 1988 ocurrió el episodio de Seineldín, al que siguió una aguda crisis en el suministro de electricidad y, poco después, el asalto al cuartel de La Tablada. Por entonces el Banco Mundial y el FMI limitaron sus créditos al gobierno argentino. Cuando ambas instituciones hicieron este anuncio, todo el edificio se derrumbó. El 6 de febrero de 1989, el gobierno anunció la devaluación del austral (que devoró la fortuna o los ahorros de quienes no supieron retirarse a tiempo, incluyendo a importantes grupos empresarios) e inició un período en que el dólar y los precios subieron vertiginosamente y la economía entró en descontrol. Luego de largos períodos de alta inflación, había llegado la hiperinflación, que destruyó el valor del salario y de la moneda misma y afectó la producción y la circulación de bienes.
En ese clima se votó el 14 de mayo de 1989. El Partido Justicialista obtuvo un rotundo triunfo y Carlos Menem quedó consagrado presidente. La fecha prevista para el traspaso era el 10 de diciembre, pero pronto fue evidente que el gobierno saliente no estaba en condiciones de gobernar hasta esa fecha, máxime cuando el candidato triunfante rehusó toda colaboración para la transición. A fines de mayo la hiperinflación tuvo sus primeros efectos dramáticos: asaltos y saqueos a supermercados, duramente reprimidos. Poco después, Alfonsín renunció, para anticipar el traspaso del gobierno, que se concretó el 9 de julio, seis meses antes del plazo constitucional. La imagen de 1983 se había invertido, y quien había sido recibido como la expresión de la regeneración deseada se retiraba acusado de incapacidad y de claudicación.

Luis Alberto Romero
Breve historia contemporánea de la Argentina (1916 – 2010)
Nueva edición revisada y actualizada
FCE, 2012

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