Los sectores
sociales que llegaron al poder con el triunfo del radicalismo acusaron una fisonomía
muy distinta de la que caracterizaba a la generación del '80. Salvo
excepciones, los componían hombres modestos, de tronco criollo algunos y de
origen inmigrante otros. El radicalismo, que en sus comienzos expresaba las
aspiraciones de los sectores populares criollos apartados de la vida pública por
la oligarquía, había luego acogido también a los hijos de inmigrantes que
aspiraban a integrarse en la sociedad, abandonando la posición marginal de sus
padres. Así adquiría trascendencia política el fenómeno social del ascenso
económico de las familias de origen inmigrante que habían educado a sus hijos.
Las profesiones liberales, el comercio y la producción fueron instrumentos
eficaces de ascenso social, y entre los que ascendieron se reclutaron los
nuevos dirigentes políticos del radicalismo. Acaso privaba aún en muchos de
ellos el anhelo de seguir conquistando prestigio social a través del acceso a los
cargos públicos, y quizá esa preocupación era más vigorosa que la de servir a
los intereses colectivos. Y, sin duda, el anhelo de integrarse en la sociedad
los inhibió para provocar cierto cambio en la estructura económica del país que
hubiera sido la única garantía para la perpetuación de la democracia formal
conquistada con la ley Sáenz Peña.
Por lo demás, la
inmigración, detenida por la primera guerra europea, recomenzó poco después de
lograda la paz, y, por cierto, alcanzó entre 1921 y 1930 uno de los más altos
niveles, puesto que arrojó un saldo de 878.000 inmigrantes definitivamente
radicados.
Gracias a una
política colonizadora un poco más abierta que impusieron los gobiernos radicales,
logró transformarse en propietario de la tierra un número de arrendatarios
proporcionalmente más alto que en los años anteriores. Pero la población rural
siguió decreciendo, y del 42 por ciento que alcanzaba en 1914 bajó al 32 por
ciento en 1930. Su composición era muy diversa. La formaban los chacareros
(arrendatarios en su mayoría) en las provincias cerealeras, los peones de las
grandes estancias en las áreas ganaderas, los obreros semi-industriales en las
regiones donde se explotaba la caña, la madera, la yerba, el algodón o la vid,
todos estos sometidos a bajísimos niveles de vida y con escasas posibilidades
de ascenso económico y social. En cambio, en las ciudades (cuya población ascendió
del 58 al 68 por ciento sobre el total entre 1914 y 1930) las perspectivas
económicas y las posibilidades de educación de los hijos facilitó a muchos
descendientes de inmigrantes un rápido ascenso que los introdujo en una clase
media muy móvil, muy diferenciada económicamente, pero con tendencia a
uniformar la condición social de sus miembros con prescindencia de su origen.
Heterogénea en la
región del litoral, la población lo comenzó a ser también en otras regiones del
interior donde se habían instalado diversas colectividades como la
sirio-libanesa, la galesa, la judía y otras. Nuevos cultivos o nuevas formas de
industrialización de los productos naturales atrajeron a nuevas corrientes
inmigratorias que, a su vez, constituyeron comunidades marginales cuando ya las
primeras olas de inmigrantes habían comenzado a integrarse a través de la
segunda generación. Pero las zonas más ricas y productivas siguieron siendo las
del litoral, donde disminuía la producción de la oveja y se acentuaba la de los
cereales y las vacas. En parte por la creciente preferencia que la industria
textil manifestaba por el algodón y en parte por la predilección que revelaba
el mercado europeo por la carne vacuna, la producción de ovejas perdió interés
y se fue desplazando poco a poco hacia el interior (el oeste de la provincia de
Buenos Aires, La Pampa, Río Negro y la Patagonia) al tiempo que decrecía su volumen.
Las mejores tierras, en cambio, se dedicaron a la producción de un ganado
vacuno mestizado en el que prevaleció el Shorthorn, que daba gran rendimiento y
satisfacía las exigencias del mercado inglés, y a la producción de cereales,
cuya exportación alcanzó altísimo nivel.
Empero, los precios
del mercado internacional, aunque muy lentamente, comenzaron a bajar desde 1914
y los productos manufacturados que el país importaba empezaron a costar más en
relación con el precio de los cereales. Así se fue creando una situación cada
vez más difícil que condujo a una crisis general de la economía cuyas
manifestaciones se hicieron visibles en 1929, al compás de la crisis mundial.
Gran Bretaña vigilaba cuidadosamente el problema de sus importaciones y debía
atender a las exigencias de los dominios del Imperio, lo cual entrañaba una
amenaza para la producción argentina, que se había orientado de acuerdo con la
demanda de los frigoríficos y del mercado inglés.
Una industria
relativamente poco desarrollada, que había crecido durante la primera guerra mundial
pero que se comprimió luego, una organización fiscal que obtenía casi todos sus
recursos a través de los derechos aduaneros, y un presupuesto casi normalmente
deficitario caracterizaron en otros aspectos la economía argentina durante la
era radical. No es extraño, pues, que los complejos fenómenos sociales que se
incubaban en la peculiar composición demográfica del país estallaran al calor
de las alteraciones económicas y políticas luego de que el radicalismo alcanzó
el poder en 1916.
Por lo demás, el
clima mundial estimulaba la inquietud general y favorecía las aspiraciones a un
cambio. La guerra europea dividió las opiniones y enfrentó a aliadófilos y
germanófilos, estos últimos confundidos a veces con los neutralistas, pese a
que, en verdad, la neutralidad que decretó el gobierno argentino convenía
especialmente a los aliados. A poco de comenzar la presidencia de Yrigoyen
estalló la revolución socialista en Rusia, y las vagas aspiraciones revolucionarias
de ciertos sectores obreros se encendieron ante la perspectiva de una
transformación mundial de las relaciones entre el capital y el trabajo. Las
huelgas comenzaron a hacerse más frecuentes y más intensas, pero no sólo porque
algunos grupos muy politizados esperaran desencadenar la revolución, sino
también porque, efectivamente, crecía la desocupación a medida que se comprimía
la industria de emergencia desarrollada durante la guerra, aumentaban los
precios y disminuían los salarios reales. Obreros ferroviarios, metalúrgicos, portuarios,
municipales, se lanzaron sucesivamente a la huelga y provocaron situaciones de
violencia que el gobierno reprimió con dureza. Dos dramáticos episodios dieron
la medida de las tensiones sociales que soportaba el país. Uno fue la huelga de
los trabajadores rurales de la Patagonia, inexorablemente reprimida por el
ejército con una crueldad que causó terrible impresión en las clases populares
a pesar de la vaguedad de las noticias que llegaban de una región que todavía
se consideraba remota. Otro fue la huelga general que estalló en Buenos Aires
en enero de 1919 y que conmovió al país por la inusitada gravedad de los
acontecimientos. La huelga, desencadenada originariamente por los obreros
metalúrgicos fue sofocada con energía, pero esta vez no sólo con los recursos
del Estado, sino con la colaboración de los grupos de choque organizados por
las asociaciones patronales que se habían constituido: la Asociación del
Trabajo y la Liga Patriótica Argentina. Una ola de antisemitismo acompañó a la
represión obrera, con la que las clases conservadoras creyeron reprimir la
acción de los que llamaban agitadores profesionales y la influencia de los
movimientos revolucionarios europeos.
También en otros
campos repercutió por entonces la inquietud general. Los estudiantes de la Universidad
de Córdoba desencadenaron en la vieja casa de estudios un movimiento que era
también, en cierto modo, revolucionario. Salieron a la calle y exigieron la
renuncia de los profesores más desprestigiados por su anquilosada labor docente
y por sus actitudes reaccionarias. Era, en principio, una revolución académica
que propiciaba el establecimiento de nuevos métodos de estudio, la renovación
de las ideas y, sobre todo, el desalojo de los círculos cerrados que dominaban
la universidad por el sólo hecho de coincidir con los grupos sociales
predominantes. Pero era, además, una vaga revolución de contenido más profundo.
Propició también la idea de que la universidad tenía que asumir un papel activo
en la vida del país y en su transformación, comprometiéndose quienes formaban
parte de ella no sólo a gozar de los privilegios que les acordaban los títulos
que otorgaba, sino también a trabajar desinteresadamente en favor de la
colectividad. Afirmó el principio de que la universidad tenía, además de su
misión académica, una misión social. Y en esta idea se encerraba una vaga
solidaridad con los movimientos que en todas partes se sucedían en favor de las
reformas sociales. No fue, pues, extraño que los estudiantes rodearan a D'Ors,
ni que Korn y Palacios adhirieran a lo que empezó a llamarse la reforma
universitaria.
Al cabo de poco
tiempo, todas las universidades del país se vieron sacudidas por crisis semejantes.
Los estudiantes hablaban de Bergson y repudiaban el positivismo, exigían
participación en el gobierno universitario, pedían el reemplazo de la clase
magistral por el seminario de investigación y, al mismo tiempo, vestían el
overol proletario y se acercaban a las organizaciones obreras para hablar de filosofía
o de literatura. Era, por lo demás, época de revisión de valores. También los
jóvenes filósofos rechazaban el positivismo y predicaban la buena nueva de la
filosofía de Croce, de Bergson o de los neokantianos alemanes. Pero eran sobre
todo los escritores y los artistas los que se hallaban empeñados en una
revolución más decidida. Se difundieron las tendencias del ultraísmo y quienes
adhirieron a ellas comenzaron a defenderlas en el periódico Martín Fierro. Los
jóvenes artistas y escritores declararon la insurrección contra las tradiciones
académicas que encarnaron en Rojas, en Gálvez, en Lugones. Eran los que seguían
a Güiraldes, que había publicado Don Segundo Sombra en 1926, y a Borges, el
autor de Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente. Pero en oposición a ellos
(que se llamaron los de Florida), otros artistas y escritores se aglutinaron
para defender el arte social en el popular barrio de Boedo: eran los que
acompañaban a Barletta, el de las Canciones agrarias, y a Arlt, el de El
juguete rabioso. Y un día Pettoruti sorprendió a Buenos Aires con su exposición
de pintura cubista.
Pero el signo más
evidente de la crisis se advirtió en el campo de la política. Yrigoyen llegó al
poder en 1916 como indiscutido jefe de un partido que había intentado repetidas
veces acabar con el régimen conservador por el camino de la revolución.
Yrigoyen representaba la causa, que entrañaba la misión de purificar la vida
argentina. Pero, triunfante en las elecciones, Yrigoyen aceptó todo el andamiaje
institucional que le había legado el conservadorismo: los gobiernos
provinciales, el parlamento, la justicia y, sobre todo, el andamiaje económico
en el que basaba su fuerza la vieja oligarquía. Sin duda le faltó audacia para
emprender una revolución desde su magistratura constitucional; pero no es menos
cierto que su partido estaba constituido por grupos antaño marginales que más
aspiraban a incorporarse a la situación establecida que a modificarla. Lo
cierto es que el cambio político y social que pareció traer consigo el triunfo
del radicalismo quedó frustrado por la pasividad del gobierno frente al orden
constituido.
Ciertamente,
Yrigoyen se enfrentó con las oligarquías provinciales y las desalojó progresivamente
del poder mediante el método de las intervenciones federales. Entonces se
advirtió la aparición de una suerte de retroceso político. Como imitaciones de
la gran figura del caudillo nacional, comenzaron a aparecer en diversas
provincias caudillos locales de innegable arraigo popular que dieron a la
política un aire nuevo. Lencinas en Mendoza o Cantoni en San Juan fueron los
ejemplos más señalados, pero no sólo aparecieron en el ámbito provincial, sino
que aparecieron también en cada departamento o partido y en cada ciudad. El
caudillo era un personaje de nuevo cuño, antiguo y moderno a un tiempo,
primitivo o civilizado según su auditorio, demagógico o autoritario según las
ocasiones; pero, sobre todo, era el que poseía influencia popular suficiente
como para triunfar en las elecciones ejerciendo, como Yrigoyen, una protección
paternal sobre sus adictos. A diferencia de los políticos conservadores, un
poco ensoberbecidos y distantes, el caudillo radical se preocupaba por el mantenimiento
permanente de esta relación personal, de la que dependía su fuerza, y recurría
al gesto premeditado de regalar su reloj o su propio abrigo cuando se
encontraba con un partidario necesitado, a quien además ofrecía campechanamente
un vaso de vino en cualquier cantina cercana, o se ocupaba de proveer médico y
medicinas al correligionario enfermo, a cuya mujer entregaba después de la
visita un billete acompañado de un protector abrazo. Y cuando llegaban las
campañas electorales, ejercitaba una dialéctica florida llena de halagos para
los sentimientos populares y rica en promesas para un futuro que no tardaría en
llegar.
Los caudillos
radicales transfirieron a la nueva situación social el paternalismo de los estancieros,
en oposición a la política distante que la oligarquía había adoptado; pero
obligaron a los conservadores a competir con ellos dentro de sus propias
normas, y el caudillismo se generalizó. Sólo la democracia progresista de Santa
Fe, inspirada por de la Torre, y el socialismo se opusieron a estos métodos,
que Justo estigmatizó con el rótulo de política criolla.
Fueron los caudillos
o sus protegidos quienes llegaron a las magistraturas y a las bancas parlamentarias
en los procesos electorales que siguieron a la elección presidencial de 1916,
algunos todavía pertenecientes a familias tradicionales, pero muchos ya nacidos
de familias de origen inmigrante. Pero a pesar de eso la estructura económica
del país quedó incólume, fundada en el latifundio y en el frigorífico y el
gobierno radical se abstuvo de modificar el régimen de la producción y la
situación de las clases no poseedoras.
Por el contrario,
ciertos principios básicos acerca de la soberanía nacional, caídos en desuso, obraron
activamente en la conducción del radicalismo. Donde no había situaciones
creadas, como en el caso del petróleo, Yrigoyen defendió enérgicamente el patrimonio
del país.
La riqueza
petrolera fue confiada a Yacimientos Petrolíferos Fiscales, cuya inteligente
acción aseguró no sólo la eficacia de la explotación, sino también la defensa
de la riqueza nacional frente a los grandes monopolios internacionales. Cosa
semejante ocurrió con los Ferrocarriles del Estado. Pero, además de la defensa
del patrimonio nacional, Yrigoyen procuró contener la prepotencia de los grupos
económicos extranjeros que actuaban en el país. Y frente a la agresiva política
de los Estados Unidos en América Latina, defendió el principio de la no
intervención ordenando, en una ocasión memorable, que los barcos de guerra
argentinos saludaran el pabellón de la República Dominicana y no el de los
Estados Unidos, que habían izado el suyo en la isla ocupada.
Ineficaz en el
terreno económico, en el que no se adoptaron medidas de fondo ni se previeron las
consecuencias del cambio que se operaba en el sistema mundial después de la
guerra, el gobierno de Yrigoyen fue contradictorio en su política obrera,
paternalista frente a los casos particulares, pero reaccionaria frente al
problema general del crecimiento del proletariado industrial. Sin embargo,
satisfizo a vastos sectores que veían en él un defensor contra la prepotencia
de las oligarquías y un espíritu predispuesto a facilitar el ascenso social de
los grupos marginales. Cuando Yrigoyen concluyó su presidencia, su prestigio
popular era aún mayor que al llegar al poder. A él le tocó designar sucesor
para 1922, y eligió a su embajador en París, Alvear, radical de la primera
hora, pero tan ajeno como Yrigoyen a los problemas básicos que suscitaba la
consolidación del poder social de las clases medias.
Algo más separaba,
con todo, a Alvear de su antecesor. Le disgustaba la escasa jerarquía que tenía
la función pública y aspiraba a que su administración adquiriera la decorosa
fisonomía de los gobiernos europeos. Esta preocupación lo llevó a constituir un
gabinete de hombres representativos, pero más próximos a las clases
tradicionales que a las clases medias en ascenso. Era solamente un signo, pero
toda su acción gubernativa confirmó esa tendencia a desplazarse hacia la
derecha.
Demócrata
convencido, Alvear procuró mantener los principios fundamentales del orden constitucional
y trató de establecer una administración eficaz y honrada. Los presupuestos no
fueron saneados, porque la situación económica no mejoró sustancialmente
durante su gobierno, pero la organización fiscal fue perfeccionada y su
funcionamiento ajustado. Sólo los problemas de fondo quedaron en pie sin que se
advirtiera siquiera su magnitud, pese a que bastaba una ligera mirada al panorama
internacional para observar que los desequilibrios de la economía de posguerra
repercutirían inexorablemente en el país.
Era evidente que la
situación económica y financiera del mundo se acercaba a una crisis, y como
Gran Bretaña estaba incluida en ella, no era difícil prever que las
posibilidades del comercio exterior argentino corrían serio peligro. Por otra
parte, la crisis social y política había cobrado forma con la revolución rusa y
se manifestaba de otra manera en el fascismo italiano, oponiéndose así diversos
sistemas de soluciones que los distintos grupos sociales recibían como
experiencias utilizables. Finalmente, la posición de los grupos capitalistas
que operaban en el país se había complicado desde 1925 con el incremento de los
capitales norteamericanos, que llegaban en parte aprovechando el vacío dejado
por las exportaciones alemanas, y en parte como consecuencia del plan general
de expansión de los Estados Unidos en Latinoamérica. Todas estas cuestiones
debían repercutir sobre la débil estructura económica del país, pero era
evidente que gravitarían sobre todo en el proceso de ascenso de las clases medias
y de los sectores populares. Pero el radicalismo no percibió el problema y se
mantuvo imperturbable en una política de buena administración y de
mantenimiento del sistema económico tradicional.
Los sectores
conservadores, por el contrario, reaccionaron en defensa de sus propios intereses.
La simpatía popular se mantenía fiel a Yrigoyen, cuya figura adquiría poco a
poco más que los caracteres de un caudillo, los de un santón. Un grupo militar
encabezado por el ministro de guerra, Justo, comenzó a organizarse para impedir
el retorno de Yrigoyen al poder; pero Alvear se opuso a que se siguiera por ese
camino, sin poder evitar, sin embargo, que la conspiración continuara
subterráneamente con el apoyo de los sectores conservadores. Distanciado de
Yrigoyen, el presidente prefirió, en cambio, estimular la formación de un
partido de radicales disidentes que se llamaron antipersonalistas y que tenían
estrechos contactos con los conservadores. Cuando en 1928 llegó el momento de
la renovación presidencial, el nuevo partido (que sostenía la fórmula
Melo-Gallo) fue derrotado e Yrigoyen volvió al gobierno, ya valetudinario e
incapaz. Muy pronto se advirtió que ni la simple acción administrativa se desenvolvía
correctamente. El presidente no distinguía los pequeños asuntos cotidianos de
los problemas fundamentales de gobierno, y el país todo sufría las
consecuencias de una verdadera acefalía. Pero, con todo, no era ése el problema
más grave. Ya en su primer gobierno Yrigoyen se había comportado como un
político anacrónico; hombre del pasado, pensaba en una Argentina que ya no existía,
la vieja Argentina criolla de Alsina y de Alem, y obraba en función de sus
estructuras. Pero su triunfo mismo, imposible con el solo apoyo de los grupos
marginales criollos, había demostrado que el país cambiaba velozmente merced a
la integración de los grupos marginales criollos con los de origen inmigratorio.
Y frente a ese conglomerado (y frente a los problemas que su aparición y su
ascenso entrañaban) Yrigoyen no pudo modificar sus esquemas mentales ni diseñar
una nueva política. Si su acción de gobierno fue endeble e inorgánica durante
la primera presidencia, en la segunda fue prácticamente inexistente.
No faltó, sin
embargo, cierta persistencia en las actitudes que lo habían caracterizado
frente a los grandes intereses extranjeros. Las palabras que dirigiera al
presidente Hoover o el proyecto de ley petrolera lo revelaban. Pero ni en ese
terreno ni en el de la política interna supo obrar Yrigoyen con la energía
suficiente para evitar que cuajaran algunas amenazas que se cernían sobre el
gobierno sobre el país.
La primera era la
del ejército que el propio Yrigoyen había politizado, y que desde principios de
siglo había caído bajo la influencia prusiana. Predispuesto a la conspiración
desde la presidencia de Alvear, se volcó decididamente a ella cuando la
ineficacia del gobierno, convenientemente destacada por una activa prensa
opositora, comenzó a provocar su descrédito popular. Y el paternalismo de Yrigoyen
impidió que el general Dellepiane, su ministro de guerra, obrara oportunamente
para desalentarlo.
La segunda era la
evolución de ciertos grupos conservadores que abandonaban sus convicciones
liberales y comenzaban a asimilar los principios del fascismo italiano mezclado
con algunas ideas del movimiento monárquico francés. Desde algunos periódicos,
como La nueva república y La fronda, esas ideas empezaron a proyectarse hacia
los grupos autoritarios del ejército y algunos sectores juveniles del
conservadorismo: muy pronto parecerían también atrayentes algunos jefes militares
propensos a la subversión.
Pero las más graves
eran las amenazas económicas y sociales derivadas de la situación mundial que,
finalmente, había hecho crisis en 1929, y que empezaban a hacerse notar en el
país. Los grupos ganaderos y la industria frigorífica se sintieron en peligro y
comenzaron a buscar un camino que les permitiera sortear las dificultades. Y,
simultáneamente los grupos petroleros internacionales creyeron que había
llegado el momento de forzar la resistencia del Estado argentino y comenzaron a
buscar aliados en las fuerzas que se oponían a Yrigoyen.
En cierto momento,
todos los factores adversos al gobierno coincidieron y desencadenaron un
levantamiento militar. El general Justo, que había preparado la conspiración,
se hizo a un lado cuando advirtió la penetración del ideario fascista entre
algunos de los conjurados, y dejó que encabezara el movimiento el general
Uriburu, antiguo diputado conservador convertido luego en defensor del corporativismo.
El 6 de septiembre de 1930 llegó la hora de la espada que había profetizado el
poeta Lugones, ahora nacionalista reaccionario pese a su tradición de viejo
anarquista. El general Justo se quedó en la retaguardia, en contacto con los
políticos conservadores, radicales antipersonalistas y socialistas
independientes, tratando de organizar una fuerza política que recogiera la
herencia de la revolución. Con los cadetes del colegio militar y unas pocas
tropas de la escuela de comunicaciones, el general Uriburu emprendió la marcha
hacia la casa de gobierno y, tras algún tiroteo, entró en ella y exigió la
renuncia del vicepresidente, Martínez, en quien Yrigoyen había delegado el
poder pocos días antes.
El triunfo de la
revolución cerró el período de la república radical, sin que Yrigoyen pudiera comprender
las causas de la versatilidad de su pueblo, que no mucho antes lo había
aclamado hasta la histeria y lo abandonaba ahora en manos de sus enemigos de la
oligarquía. Su vieja casa de la calle Brasil (que los opositores llamaban la
cueva del peludo) fue saqueada, con olvido de la indiscutible dignidad personal
de un hombre cuya única culpa había sido llegar al poder cuando el país era ya incomprensible
para él.
José Luis Romero
Breve historia de la Argentina
FCE – 2004
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En caso de comentar una publicación se ruega tener especial cuidado con la ortografía y el vocabulario empleado.