lunes, 24 de febrero de 2020

La república radical – 1916 a 1930


Los sectores sociales que llegaron al poder con el triunfo del radicalismo acusaron una fisonomía muy distinta de la que caracterizaba a la generación del '80. Salvo excepciones, los componían hombres modestos, de tronco criollo algunos y de origen inmigrante otros. El radicalismo, que en sus comienzos expresaba las aspiraciones de los sectores populares criollos apartados de la vida pública por la oligarquía, había luego acogido también a los hijos de inmigrantes que aspiraban a integrarse en la sociedad, abandonando la posición marginal de sus padres. Así adquiría trascendencia política el fenómeno social del ascenso económico de las familias de origen inmigrante que habían educado a sus hijos. Las profesiones liberales, el comercio y la producción fueron instrumentos eficaces de ascenso social, y entre los que ascendieron se reclutaron los nuevos dirigentes políticos del radicalismo. Acaso privaba aún en muchos de ellos el anhelo de seguir conquistando prestigio social a través del acceso a los cargos públicos, y quizá esa preocupación era más vigorosa que la de servir a los intereses colectivos. Y, sin duda, el anhelo de integrarse en la sociedad los inhibió para provocar cierto cambio en la estructura económica del país que hubiera sido la única garantía para la perpetuación de la democracia formal conquistada con la ley Sáenz Peña.
Por lo demás, la inmigración, detenida por la primera guerra europea, recomenzó poco después de lograda la paz, y, por cierto, alcanzó entre 1921 y 1930 uno de los más altos niveles, puesto que arrojó un saldo de 878.000 inmigrantes definitivamente radicados.
Gracias a una política colonizadora un poco más abierta que impusieron los gobiernos radicales, logró transformarse en propietario de la tierra un número de arrendatarios proporcionalmente más alto que en los años anteriores. Pero la población rural siguió decreciendo, y del 42 por ciento que alcanzaba en 1914 bajó al 32 por ciento en 1930. Su composición era muy diversa. La formaban los chacareros (arrendatarios en su mayoría) en las provincias cerealeras, los peones de las grandes estancias en las áreas ganaderas, los obreros semi-industriales en las regiones donde se explotaba la caña, la madera, la yerba, el algodón o la vid, todos estos sometidos a bajísimos niveles de vida y con escasas posibilidades de ascenso económico y social. En cambio, en las ciudades (cuya población ascendió del 58 al 68 por ciento sobre el total entre 1914 y 1930) las perspectivas económicas y las posibilidades de educación de los hijos facilitó a muchos descendientes de inmigrantes un rápido ascenso que los introdujo en una clase media muy móvil, muy diferenciada económicamente, pero con tendencia a uniformar la condición social de sus miembros con prescindencia de su origen.
Heterogénea en la región del litoral, la población lo comenzó a ser también en otras regiones del interior donde se habían instalado diversas colectividades como la sirio-libanesa, la galesa, la judía y otras. Nuevos cultivos o nuevas formas de industrialización de los productos naturales atrajeron a nuevas corrientes inmigratorias que, a su vez, constituyeron comunidades marginales cuando ya las primeras olas de inmigrantes habían comenzado a integrarse a través de la segunda generación. Pero las zonas más ricas y productivas siguieron siendo las del litoral, donde disminuía la producción de la oveja y se acentuaba la de los cereales y las vacas. En parte por la creciente preferencia que la industria textil manifestaba por el algodón y en parte por la predilección que revelaba el mercado europeo por la carne vacuna, la producción de ovejas perdió interés y se fue desplazando poco a poco hacia el interior (el oeste de la provincia de Buenos Aires, La Pampa, Río Negro y la Patagonia) al tiempo que decrecía su volumen. Las mejores tierras, en cambio, se dedicaron a la producción de un ganado vacuno mestizado en el que prevaleció el Shorthorn, que daba gran rendimiento y satisfacía las exigencias del mercado inglés, y a la producción de cereales, cuya exportación alcanzó altísimo nivel.
Empero, los precios del mercado internacional, aunque muy lentamente, comenzaron a bajar desde 1914 y los productos manufacturados que el país importaba empezaron a costar más en relación con el precio de los cereales. Así se fue creando una situación cada vez más difícil que condujo a una crisis general de la economía cuyas manifestaciones se hicieron visibles en 1929, al compás de la crisis mundial. Gran Bretaña vigilaba cuidadosamente el problema de sus importaciones y debía atender a las exigencias de los dominios del Imperio, lo cual entrañaba una amenaza para la producción argentina, que se había orientado de acuerdo con la demanda de los frigoríficos y del mercado inglés.
Una industria relativamente poco desarrollada, que había crecido durante la primera guerra mundial pero que se comprimió luego, una organización fiscal que obtenía casi todos sus recursos a través de los derechos aduaneros, y un presupuesto casi normalmente deficitario caracterizaron en otros aspectos la economía argentina durante la era radical. No es extraño, pues, que los complejos fenómenos sociales que se incubaban en la peculiar composición demográfica del país estallaran al calor de las alteraciones económicas y políticas luego de que el radicalismo alcanzó el poder en 1916.
Por lo demás, el clima mundial estimulaba la inquietud general y favorecía las aspiraciones a un cambio. La guerra europea dividió las opiniones y enfrentó a aliadófilos y germanófilos, estos últimos confundidos a veces con los neutralistas, pese a que, en verdad, la neutralidad que decretó el gobierno argentino convenía especialmente a los aliados. A poco de comenzar la presidencia de Yrigoyen estalló la revolución socialista en Rusia, y las vagas aspiraciones revolucionarias de ciertos sectores obreros se encendieron ante la perspectiva de una transformación mundial de las relaciones entre el capital y el trabajo. Las huelgas comenzaron a hacerse más frecuentes y más intensas, pero no sólo porque algunos grupos muy politizados esperaran desencadenar la revolución, sino también porque, efectivamente, crecía la desocupación a medida que se comprimía la industria de emergencia desarrollada durante la guerra, aumentaban los precios y disminuían los salarios reales. Obreros ferroviarios, metalúrgicos, portuarios, municipales, se lanzaron sucesivamente a la huelga y provocaron situaciones de violencia que el gobierno reprimió con dureza. Dos dramáticos episodios dieron la medida de las tensiones sociales que soportaba el país. Uno fue la huelga de los trabajadores rurales de la Patagonia, inexorablemente reprimida por el ejército con una crueldad que causó terrible impresión en las clases populares a pesar de la vaguedad de las noticias que llegaban de una región que todavía se consideraba remota. Otro fue la huelga general que estalló en Buenos Aires en enero de 1919 y que conmovió al país por la inusitada gravedad de los acontecimientos. La huelga, desencadenada originariamente por los obreros metalúrgicos fue sofocada con energía, pero esta vez no sólo con los recursos del Estado, sino con la colaboración de los grupos de choque organizados por las asociaciones patronales que se habían constituido: la Asociación del Trabajo y la Liga Patriótica Argentina. Una ola de antisemitismo acompañó a la represión obrera, con la que las clases conservadoras creyeron reprimir la acción de los que llamaban agitadores profesionales y la influencia de los movimientos revolucionarios europeos.
También en otros campos repercutió por entonces la inquietud general. Los estudiantes de la Universidad de Córdoba desencadenaron en la vieja casa de estudios un movimiento que era también, en cierto modo, revolucionario. Salieron a la calle y exigieron la renuncia de los profesores más desprestigiados por su anquilosada labor docente y por sus actitudes reaccionarias. Era, en principio, una revolución académica que propiciaba el establecimiento de nuevos métodos de estudio, la renovación de las ideas y, sobre todo, el desalojo de los círculos cerrados que dominaban la universidad por el sólo hecho de coincidir con los grupos sociales predominantes. Pero era, además, una vaga revolución de contenido más profundo. Propició también la idea de que la universidad tenía que asumir un papel activo en la vida del país y en su transformación, comprometiéndose quienes formaban parte de ella no sólo a gozar de los privilegios que les acordaban los títulos que otorgaba, sino también a trabajar desinteresadamente en favor de la colectividad. Afirmó el principio de que la universidad tenía, además de su misión académica, una misión social. Y en esta idea se encerraba una vaga solidaridad con los movimientos que en todas partes se sucedían en favor de las reformas sociales. No fue, pues, extraño que los estudiantes rodearan a D'Ors, ni que Korn y Palacios adhirieran a lo que empezó a llamarse la reforma universitaria.
Al cabo de poco tiempo, todas las universidades del país se vieron sacudidas por crisis semejantes. Los estudiantes hablaban de Bergson y repudiaban el positivismo, exigían participación en el gobierno universitario, pedían el reemplazo de la clase magistral por el seminario de investigación y, al mismo tiempo, vestían el overol proletario y se acercaban a las organizaciones obreras para hablar de filosofía o de literatura. Era, por lo demás, época de revisión de valores. También los jóvenes filósofos rechazaban el positivismo y predicaban la buena nueva de la filosofía de Croce, de Bergson o de los neokantianos alemanes. Pero eran sobre todo los escritores y los artistas los que se hallaban empeñados en una revolución más decidida. Se difundieron las tendencias del ultraísmo y quienes adhirieron a ellas comenzaron a defenderlas en el periódico Martín Fierro. Los jóvenes artistas y escritores declararon la insurrección contra las tradiciones académicas que encarnaron en Rojas, en Gálvez, en Lugones. Eran los que seguían a Güiraldes, que había publicado Don Segundo Sombra en 1926, y a Borges, el autor de Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente. Pero en oposición a ellos (que se llamaron los de Florida), otros artistas y escritores se aglutinaron para defender el arte social en el popular barrio de Boedo: eran los que acompañaban a Barletta, el de las Canciones agrarias, y a Arlt, el de El juguete rabioso. Y un día Pettoruti sorprendió a Buenos Aires con su exposición de pintura cubista.
Pero el signo más evidente de la crisis se advirtió en el campo de la política. Yrigoyen llegó al poder en 1916 como indiscutido jefe de un partido que había intentado repetidas veces acabar con el régimen conservador por el camino de la revolución. Yrigoyen representaba la causa, que entrañaba la misión de purificar la vida argentina. Pero, triunfante en las elecciones, Yrigoyen aceptó todo el andamiaje institucional que le había legado el conservadorismo: los gobiernos provinciales, el parlamento, la justicia y, sobre todo, el andamiaje económico en el que basaba su fuerza la vieja oligarquía. Sin duda le faltó audacia para emprender una revolución desde su magistratura constitucional; pero no es menos cierto que su partido estaba constituido por grupos antaño marginales que más aspiraban a incorporarse a la situación establecida que a modificarla. Lo cierto es que el cambio político y social que pareció traer consigo el triunfo del radicalismo quedó frustrado por la pasividad del gobierno frente al orden constituido.
Ciertamente, Yrigoyen se enfrentó con las oligarquías provinciales y las desalojó progresivamente del poder mediante el método de las intervenciones federales. Entonces se advirtió la aparición de una suerte de retroceso político. Como imitaciones de la gran figura del caudillo nacional, comenzaron a aparecer en diversas provincias caudillos locales de innegable arraigo popular que dieron a la política un aire nuevo. Lencinas en Mendoza o Cantoni en San Juan fueron los ejemplos más señalados, pero no sólo aparecieron en el ámbito provincial, sino que aparecieron también en cada departamento o partido y en cada ciudad. El caudillo era un personaje de nuevo cuño, antiguo y moderno a un tiempo, primitivo o civilizado según su auditorio, demagógico o autoritario según las ocasiones; pero, sobre todo, era el que poseía influencia popular suficiente como para triunfar en las elecciones ejerciendo, como Yrigoyen, una protección paternal sobre sus adictos. A diferencia de los políticos conservadores, un poco ensoberbecidos y distantes, el caudillo radical se preocupaba por el mantenimiento permanente de esta relación personal, de la que dependía su fuerza, y recurría al gesto premeditado de regalar su reloj o su propio abrigo cuando se encontraba con un partidario necesitado, a quien además ofrecía campechanamente un vaso de vino en cualquier cantina cercana, o se ocupaba de proveer médico y medicinas al correligionario enfermo, a cuya mujer entregaba después de la visita un billete acompañado de un protector abrazo. Y cuando llegaban las campañas electorales, ejercitaba una dialéctica florida llena de halagos para los sentimientos populares y rica en promesas para un futuro que no tardaría en llegar.
Los caudillos radicales transfirieron a la nueva situación social el paternalismo de los estancieros, en oposición a la política distante que la oligarquía había adoptado; pero obligaron a los conservadores a competir con ellos dentro de sus propias normas, y el caudillismo se generalizó. Sólo la democracia progresista de Santa Fe, inspirada por de la Torre, y el socialismo se opusieron a estos métodos, que Justo estigmatizó con el rótulo de política criolla.
Fueron los caudillos o sus protegidos quienes llegaron a las magistraturas y a las bancas parlamentarias en los procesos electorales que siguieron a la elección presidencial de 1916, algunos todavía pertenecientes a familias tradicionales, pero muchos ya nacidos de familias de origen inmigrante. Pero a pesar de eso la estructura económica del país quedó incólume, fundada en el latifundio y en el frigorífico y el gobierno radical se abstuvo de modificar el régimen de la producción y la situación de las clases no poseedoras.
Por el contrario, ciertos principios básicos acerca de la soberanía nacional, caídos en desuso, obraron activamente en la conducción del radicalismo. Donde no había situaciones creadas, como en el caso del petróleo, Yrigoyen defendió enérgicamente el patrimonio del país.
La riqueza petrolera fue confiada a Yacimientos Petrolíferos Fiscales, cuya inteligente acción aseguró no sólo la eficacia de la explotación, sino también la defensa de la riqueza nacional frente a los grandes monopolios internacionales. Cosa semejante ocurrió con los Ferrocarriles del Estado. Pero, además de la defensa del patrimonio nacional, Yrigoyen procuró contener la prepotencia de los grupos económicos extranjeros que actuaban en el país. Y frente a la agresiva política de los Estados Unidos en América Latina, defendió el principio de la no intervención ordenando, en una ocasión memorable, que los barcos de guerra argentinos saludaran el pabellón de la República Dominicana y no el de los Estados Unidos, que habían izado el suyo en la isla ocupada.
Ineficaz en el terreno económico, en el que no se adoptaron medidas de fondo ni se previeron las consecuencias del cambio que se operaba en el sistema mundial después de la guerra, el gobierno de Yrigoyen fue contradictorio en su política obrera, paternalista frente a los casos particulares, pero reaccionaria frente al problema general del crecimiento del proletariado industrial. Sin embargo, satisfizo a vastos sectores que veían en él un defensor contra la prepotencia de las oligarquías y un espíritu predispuesto a facilitar el ascenso social de los grupos marginales. Cuando Yrigoyen concluyó su presidencia, su prestigio popular era aún mayor que al llegar al poder. A él le tocó designar sucesor para 1922, y eligió a su embajador en París, Alvear, radical de la primera hora, pero tan ajeno como Yrigoyen a los problemas básicos que suscitaba la consolidación del poder social de las clases medias.
Algo más separaba, con todo, a Alvear de su antecesor. Le disgustaba la escasa jerarquía que tenía la función pública y aspiraba a que su administración adquiriera la decorosa fisonomía de los gobiernos europeos. Esta preocupación lo llevó a constituir un gabinete de hombres representativos, pero más próximos a las clases tradicionales que a las clases medias en ascenso. Era solamente un signo, pero toda su acción gubernativa confirmó esa tendencia a desplazarse hacia la derecha.
Demócrata convencido, Alvear procuró mantener los principios fundamentales del orden constitucional y trató de establecer una administración eficaz y honrada. Los presupuestos no fueron saneados, porque la situación económica no mejoró sustancialmente durante su gobierno, pero la organización fiscal fue perfeccionada y su funcionamiento ajustado. Sólo los problemas de fondo quedaron en pie sin que se advirtiera siquiera su magnitud, pese a que bastaba una ligera mirada al panorama internacional para observar que los desequilibrios de la economía de posguerra repercutirían inexorablemente en el país.
Era evidente que la situación económica y financiera del mundo se acercaba a una crisis, y como Gran Bretaña estaba incluida en ella, no era difícil prever que las posibilidades del comercio exterior argentino corrían serio peligro. Por otra parte, la crisis social y política había cobrado forma con la revolución rusa y se manifestaba de otra manera en el fascismo italiano, oponiéndose así diversos sistemas de soluciones que los distintos grupos sociales recibían como experiencias utilizables. Finalmente, la posición de los grupos capitalistas que operaban en el país se había complicado desde 1925 con el incremento de los capitales norteamericanos, que llegaban en parte aprovechando el vacío dejado por las exportaciones alemanas, y en parte como consecuencia del plan general de expansión de los Estados Unidos en Latinoamérica. Todas estas cuestiones debían repercutir sobre la débil estructura económica del país, pero era evidente que gravitarían sobre todo en el proceso de ascenso de las clases medias y de los sectores populares. Pero el radicalismo no percibió el problema y se mantuvo imperturbable en una política de buena administración y de mantenimiento del sistema económico tradicional.
Los sectores conservadores, por el contrario, reaccionaron en defensa de sus propios intereses. La simpatía popular se mantenía fiel a Yrigoyen, cuya figura adquiría poco a poco más que los caracteres de un caudillo, los de un santón. Un grupo militar encabezado por el ministro de guerra, Justo, comenzó a organizarse para impedir el retorno de Yrigoyen al poder; pero Alvear se opuso a que se siguiera por ese camino, sin poder evitar, sin embargo, que la conspiración continuara subterráneamente con el apoyo de los sectores conservadores. Distanciado de Yrigoyen, el presidente prefirió, en cambio, estimular la formación de un partido de radicales disidentes que se llamaron antipersonalistas y que tenían estrechos contactos con los conservadores. Cuando en 1928 llegó el momento de la renovación presidencial, el nuevo partido (que sostenía la fórmula Melo-Gallo) fue derrotado e Yrigoyen volvió al gobierno, ya valetudinario e incapaz. Muy pronto se advirtió que ni la simple acción administrativa se desenvolvía correctamente. El presidente no distinguía los pequeños asuntos cotidianos de los problemas fundamentales de gobierno, y el país todo sufría las consecuencias de una verdadera acefalía. Pero, con todo, no era ése el problema más grave. Ya en su primer gobierno Yrigoyen se había comportado como un político anacrónico; hombre del pasado, pensaba en una Argentina que ya no existía, la vieja Argentina criolla de Alsina y de Alem, y obraba en función de sus estructuras. Pero su triunfo mismo, imposible con el solo apoyo de los grupos marginales criollos, había demostrado que el país cambiaba velozmente merced a la integración de los grupos marginales criollos con los de origen inmigratorio. Y frente a ese conglomerado (y frente a los problemas que su aparición y su ascenso entrañaban) Yrigoyen no pudo modificar sus esquemas mentales ni diseñar una nueva política. Si su acción de gobierno fue endeble e inorgánica durante la primera presidencia, en la segunda fue prácticamente inexistente.


No faltó, sin embargo, cierta persistencia en las actitudes que lo habían caracterizado frente a los grandes intereses extranjeros. Las palabras que dirigiera al presidente Hoover o el proyecto de ley petrolera lo revelaban. Pero ni en ese terreno ni en el de la política interna supo obrar Yrigoyen con la energía suficiente para evitar que cuajaran algunas amenazas que se cernían sobre el gobierno sobre el país.
La primera era la del ejército que el propio Yrigoyen había politizado, y que desde principios de siglo había caído bajo la influencia prusiana. Predispuesto a la conspiración desde la presidencia de Alvear, se volcó decididamente a ella cuando la ineficacia del gobierno, convenientemente destacada por una activa prensa opositora, comenzó a provocar su descrédito popular. Y el paternalismo de Yrigoyen impidió que el general Dellepiane, su ministro de guerra, obrara oportunamente para desalentarlo.
La segunda era la evolución de ciertos grupos conservadores que abandonaban sus convicciones liberales y comenzaban a asimilar los principios del fascismo italiano mezclado con algunas ideas del movimiento monárquico francés. Desde algunos periódicos, como La nueva república y La fronda, esas ideas empezaron a proyectarse hacia los grupos autoritarios del ejército y algunos sectores juveniles del conservadorismo: muy pronto parecerían también atrayentes algunos jefes militares propensos a la subversión.
Pero las más graves eran las amenazas económicas y sociales derivadas de la situación mundial que, finalmente, había hecho crisis en 1929, y que empezaban a hacerse notar en el país. Los grupos ganaderos y la industria frigorífica se sintieron en peligro y comenzaron a buscar un camino que les permitiera sortear las dificultades. Y, simultáneamente los grupos petroleros internacionales creyeron que había llegado el momento de forzar la resistencia del Estado argentino y comenzaron a buscar aliados en las fuerzas que se oponían a Yrigoyen.
En cierto momento, todos los factores adversos al gobierno coincidieron y desencadenaron un levantamiento militar. El general Justo, que había preparado la conspiración, se hizo a un lado cuando advirtió la penetración del ideario fascista entre algunos de los conjurados, y dejó que encabezara el movimiento el general Uriburu, antiguo diputado conservador convertido luego en defensor del corporativismo. El 6 de septiembre de 1930 llegó la hora de la espada que había profetizado el poeta Lugones, ahora nacionalista reaccionario pese a su tradición de viejo anarquista. El general Justo se quedó en la retaguardia, en contacto con los políticos conservadores, radicales antipersonalistas y socialistas independientes, tratando de organizar una fuerza política que recogiera la herencia de la revolución. Con los cadetes del colegio militar y unas pocas tropas de la escuela de comunicaciones, el general Uriburu emprendió la marcha hacia la casa de gobierno y, tras algún tiroteo, entró en ella y exigió la renuncia del vicepresidente, Martínez, en quien Yrigoyen había delegado el poder pocos días antes.
El triunfo de la revolución cerró el período de la república radical, sin que Yrigoyen pudiera comprender las causas de la versatilidad de su pueblo, que no mucho antes lo había aclamado hasta la histeria y lo abandonaba ahora en manos de sus enemigos de la oligarquía. Su vieja casa de la calle Brasil (que los opositores llamaban la cueva del peludo) fue saqueada, con olvido de la indiscutible dignidad personal de un hombre cuya única culpa había sido llegar al poder cuando el país era ya incomprensible para él.

José Luis Romero
Breve historia de la Argentina
FCE – 2004

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