miércoles, 26 de febrero de 2020

El Proceso


El 24 de marzo de 1976, la Junta de Comandantes en Jefe, integrada por el general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Eduardo Massera y el brigadier Orlando Ramón Agosti, se hizo cargo del poder, dictó los instrumentos legales del llamado "Proceso de Reorganización Nacional" y designó presidente de la nación al general Videla, quien además continuó al frente del Ejército hasta 1978. En 1981, fue reemplazado por el general Roberto Viola, quien renunció a fines de ese año. Su sucesor, el general Leopoldo Galtieri, renunció a mediados de 1982, luego de la derrota en la guerra de Malvinas. El general Reynaldo Bignone convocó a elecciones en octubre de 1983 y entregó el mando al presidente electo, Raúl Alfonsín, el 10 de diciembre de ese año.

El Estado terrorista
El caos económico de 1975, la crisis de autoridad, las luchas facciosas y la muerte presente cotidianamente, la acción espectacular de las organizaciones guerrilleras (que habían fracasado en dos grandes operativos contra unidades militares en el Gran Buenos Aires y en Formosa), el terror sembrado por la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), todo ello creó las condiciones para la aceptación de un golpe de Estado que prometía restablecer el orden y asegurar el monopolio estatal de la fuerza. La propuesta de los militares (quienes poco habían hecho para impedir que el caos llegara a ese extremo) iba más allá: consistía en eliminar de raíz el problema, que en su diagnóstico se encontraba en la sociedad misma y en la naturaleza irresoluta de sus conflictos. El carácter de la solución proyectada podía adivinarse en las metáforas empleadas (enfermedad, tumor, extirpación, cirugía mayor), resumidas en una más clara y contundente: cortar con la espada el nudo gordiano.
El tajo fue en realidad una operación integral de represión, cuidadosamente planeada por la conducción de las tres armas, ensayada primero en Tucumán (donde el Ejército intervino oficialmente desde 1975) y luego ejecutada de modo sistemático en todo el país. Así lo estableció luego la justicia. Los mandos militares concentraron en sus manos toda la acción, y los grupos parapoliciales de distinto tipo que habían operado en los años anteriores se disolvieron o se subordinaron a ellos. Las tres armas se asignaron diferentes zonas de responsabilidad y hasta mantuvieron una cierta competencia, lo que dio a la operación una fisonomía anárquica y faccional que, sin embargo, no implicó acciones casuales, descontroladas o irresponsables, y lo que pudo haber de ello formó parte de la concepción general de la operación.
La planificación general y la supervisión táctica estuvieron en manos de los más altos niveles de conducción castrense, y los oficiales superiores no desdeñaron participar personalmente en tareas de ejecución, poniendo de relieve el compromiso colectivo. Las órdenes bajaban, por la cadena de mandos, hasta los encargados de la ejecución, los Grupos de Tareas (integrados principalmente por oficiales jóvenes, con algunos suboficiales, policías y civiles), que también tenían una organización específica. La ejecución requirió además un complejo aparato administrativo, pues debía darse cuenta del movimiento (entradas, traslados y salidas) de un conjunto muy numeroso de personas. La represión fue, en suma, una acción sistemática realizada desde el Estado.
Se trató de una acción terrorista clandestina, dividida en cuatro momentos principales: el secuestro, la tortura, la detención y la ejecución. Para los secuestros, cada grupo de operaciones (conocido como "la patota") operaba preferentemente de noche, en los domicilios de las víctimas, a la vista de su familia, que en muchos casos era incluida en la operación. Pero también muchas detenciones fueron realizadas en fábricas o lugares de trabajo, en la calle, y algunas en países vecinos, con la colaboración de las autoridades locales. Al secuestro seguía el saqueo de la vivienda, perfeccionado posteriormente cuando se obligó a las víctimas a ceder la propiedad de sus inmuebles, con todo lo cual se conformó el botín de la horrenda operación.
El destino primero del secuestrado era la tortura, sistemática y prolongada. La "picana", el "submarino" (mantener sumergida la cabeza en un recipiente con agua) y las violaciones sexuales eran las formas más comunes; se sumaban otras que combinaban la tecnología con el refinado sadismo del personal especializado, puesto al servicio de una operación institucional. En principio la tortura servía para lograr la denuncia de compañeros, lugares, operaciones; pero más en general tenía el propósito de quebrar la resistencia del detenido, anular sus defensas, destruir su dignidad y su personalidad. Muchos morían en la tortura, se "quedaban"; los sobrevivientes iniciaban una detención más o menos prolongada en alguno de los trescientos cuarenta centros clandestinos de detención (los "chupaderos") que funcionaron en esos años. Se encontraban en unidades militares (la Escuela de Mecánica de la Armada, Campo de Mayo, los Comandos de Cuerpo), pero generalmente en dependencias policiales, y eran conocidos con nombres de macabra fantasía: el Olimpo, el Vesubio, la Cacha, la Perla, la Escuelita, el Reformatorio, Puesto Vasco, Pozo de Banfield… La administración y el control del movimiento de este enorme número de centros dan idea de la complejidad de la operación y de la cantidad de personas involucradas, así como de la determinación requerida para mantener su clandestinidad. En esta etapa final de su calvario, de duración imprecisa, se completaba la degradación de las víctimas, mal alimentadas, sin atención médica y siempre encapuchadas o "tabicadas". Muchas detenidas embarazadas dieron a luz en esas condiciones; muchas veces los mismos secuestradores se apropiaban de sus hijos, o los entregaban a conocidos. No es extraño que, en esa situación verdaderamente límite, algunos secuestrados hayan aceptado colaborar con sus victimarios, realizando tareas de servicio o acompañándolos para individualizar en la calle a antiguos compañeros. Pero para la mayoría el destino final era el "traslado", es decir, su ejecución.
Ésta era la decisión más importante y se tomaba en el más alto nivel de mando, después de un análisis de los antecedentes, potencial utilidad o "recuperabilidad" de los detenidos. Pese a que la Junta Militar estableció la pena de muerte, todas las ejecuciones fueron clandestinas. A veces los cadáveres aparecían en la calle, como muertos en enfrentamientos o en intentos de fuga. En algunas ocasiones se dinamitaron pilas enteras de cuerpos, como espectacular represalia a alguna acción guerrillera. Pero en la mayoría de los casos los cadáveres se ocultaban, enterrados en cementerios como personas desconocidas, quemados en fosas colectivas o arrojados al mar con bloques de cemento, luego de ser adormecidos con una inyección. De ese modo, no hubo muertos, sino "desaparecidos".
Las desapariciones se produjeron masivamente entre 1976 y 1978, el trienio sombrío, y luego se redujeron a una expresión mínima. Fue una verdadera masacre. La comisión que las investigó documentó alrededor de nueve mil casos, pero indicó que podía haber muchos otros no denunciados, mientras que las organizaciones defensoras de los derechos humanos reclamaron por 30 mil desaparecidos, una cifra originariamente arbitraria que se cargó de fuerte valor simbólico. Se trató en su mayoría de jóvenes de entre 15 y 35 años. Algunos pertenecían a las organizaciones armadas: el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) fue diezmado entre 1975 y 1976, y a la muerte de Roberto Santucho, en julio de ese año, poco quedó de la organización. Montoneros, que también experimentó fuertes bajas en sus cuadros, siguió operando, aunque limitada a acciones terroristas (hubo algunos asesinatos de gran resonancia, como el del jefe de la Policía Federal) desvinculadas de su anterior práctica política. Su conducción y sus cuadros principales emigraron a México, y desde allí organizaron atentados y otras operaciones, que terminaron de manera catastrófica, como el "operativo retorno". Lo cierto es que cuando la amenaza real de las organizaciones ya había disminuido considerablemente, la represión continuó su marcha. Cayeron militantes de organizaciones políticas y sociales, dirigentes gremiales de base, con actuación en las comisiones internas de fábricas (algunos empresarios solían requerir al efecto la colaboración de los responsables militares), y junto con ellos militantes políticos varios, sacerdotes, intelectuales, abogados relacionados con la defensa de presos políticos, activistas de organizaciones de derechos humanos. Algunos tenían relaciones indirectas con las organizaciones armadas; muchos otros cayeron por la sola razón de ser parientes de alguien, figurar en una agenda o haber sido mencionados en una sesión de tortura. Pero más allá de los accidentes y los errores, las víctimas fueron las queridas: con el argumento de enfrentar y destruir en su propio terreno a las organizaciones armadas, la operación procuraba eliminar todo activismo, toda protesta social, toda expresión de pensamiento crítico, toda posible dirección política de la movilización popular que se había desarrollado desde mediados de la década anterior y que entonces era aniquilada. En ese sentido los resultados fueron exactamente los buscados.
Las víctimas fueron muchas, pero el verdadero objetivo eran los vivos, el conjunto de la sociedad que, antes de emprender su transformación profunda, debía ser controlada y dominada por el terror y la palabra. El Estado se desdobló: una parte, clandestina y terrorista, practicó una represión sin responsables, eximida de responder a los reclamos. La otra, pública, apoyada en un orden jurídico que ella misma estableció, silenciaba cualquier otra voz. No sólo desaparecieron las instituciones de la república, sino que fue clausurada autoritariamente la expresión pública de opiniones. Los partidos y la actividad política toda quedaron prohibidos, así como los sindicatos y la actividad gremial; se sometió a los medios de prensa a una explícita censura, que impedía cualquier mención del terrorismo estatal y sus víctimas, y artistas e intelectuales fueron vigilados. Sólo quedó la voz del Estado, dirigiéndose a un conjunto atomizado de habitantes.
Su discurso, masivo y abrumador, retomó dos motivos tradicionales de la cultura política argentina y los desarrolló hasta sus últimas consecuencias. El adversario (de límites borrosos, que podía incluir a cualquier posible disidente) era el no ser, la "subversión apátrida" sin derecho a voz o a existencia, que podía y merecía ser exterminada. Contra la violencia no se argumentó en favor de una alternativa jurídica y consensual, propia de un Estado republicano y de una sociedad democrática, sino de un orden que era, en realidad, otra versión de la misma ecuación violenta y autoritaria. El terror cubrió a la sociedad toda. Clausurados los espacios donde los individuos podían identificarse en colectivos más amplios, cada uno quedó solo e indefenso ante el Estado aterrorizador, y en una sociedad inmovilizada y sin reacción se impuso (como ha dicho Juan Corradi) la cultura del miedo. Algunos no aceptaron esto y emigraron al exterior (por una combinación variable de razones políticas y profesionales) o se refugiaron en un exilio interior, en ámbitos recoletos, casi domésticos, practicando el mimetismo a la espera de la brecha que permitiera volver a emerger. La mayoría aceptó el discurso estatal, justificó lo poco que no podía ignorar de la represión con el argumento del "por algo será", o se refugió en la deliberada ignorancia de lo que sucedía a la vista de todos. Lo más notable, sin embargo, fue una suerte de asunción e internalización de la acción estatal, traducida en el propio control, en la autocensura, en la vigilancia del vecino. La sociedad se patrulló a sí misma, se llenó de kapos, ha escrito Guillermo O'Donnell, asombrado por un conjunto de prácticas que (desde la familia a la vestimenta o las creencias) revelaban lo profundamente arraigado que estaba el autoritarismo, potenciado por el discurso estatal.
El gobierno militar nunca logró despertar ni entusiasmo ni adhesión explícita en el conjunto de la sociedad, pese a que lo intentó. A mediados de 1978, cuando se celebró el Campeonato Mundial de Fútbol, las máximas jerarquías asistieron a los estadios donde la Argentina obtuvo el título, y a fines de ese año, agitando el turbio sentimiento chauvinista, poco faltó para que iniciaran una guerra con Chile. Sólo obtuvo pasividad, pero le alcanzó para encarar la transformación profunda que (en su prospecto) habría de eliminar definitivamente los conflictos de la sociedad, y cuyas primeras consecuencias (la fiebre especulativa) contribuyeron por otra vía a la atomización de la sociedad y a la eliminación de cualquier posible respuesta.

La economía imaginaria: inflación y especulación
Esa transformación fue conducida por José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de economía durante los cinco años de la presidencia de Videla. Cuando asumió, debía enfrentar una crisis cíclica aguda (inflación desatada, recesión, problemas en la balanza de pagos), complicada por la crisis política y social y el fuerte desafío de las organizaciones armadas al poder del Estado. La represión inicial, que descabezó la movilización popular, sumada a una política anticrisis clásica (más o menos similar a todas las ejecutadas desde 1952) permitió superar la coyuntura. Pero esta vez las Fuerzas Armadas y los sectores del establishment que las acompañaban habían decidido ir más lejos. En su diagnóstico, la inestabilidad política y social crónica nacía de la impotencia del poder político ante los grandes grupos corporativos (los trabajadores organizados, pero también los empresarios) que alternativamente se enfrentaban, generando desorden y caos, o se unían para beneficiarse con las prebendas que arrancaban al Estado. Una solución de largo plazo debía cambiar los datos básicos de la economía y así modificar esa configuración social y política crónicamente inestable. No se trataba de encontrar la fórmula del crecimiento (pues se juzgaba que a menudo allí anidaba el desorden), sino la del orden y de la seguridad. Invirtiendo lo que hasta entonces (de Perón a Perón) habían sido los objetivos de las distintas fórmulas políticas, se buscó solucionar los problemas que la economía ponía a la estabilidad política, si era necesario a costa del propio crecimiento económico.
Según un balance que progresivamente se imponía, el Estado intervencionista, benefactor y prebendario, que en forma gradual se había constituido desde 1930, era el gran responsable del desorden social; en cambio, el mercado parecía el instrumento capaz de disciplinar por igual a todos los actores, premiando la eficiencia e impidiendo los malsanos comportamientos corporativos. Este argumento, que con el tiempo llegó a dominar en los discursos y en el imaginario, oscureció lo que fue, en definitiva, la solución de fondo: al final de la transformación que condujo Martínez de Hoz, el poder económico se concentró en un conjunto de grupos empresarios, transnacionales y nacionales, que acapararon las prebendas estatales y redujeron los márgenes de la puja corporativa. Esta transformación no fue el producto de la fuerza automática del mercado: requirió de una fuerte intervención del Estado, para reprimir y desarmar a los actores del juego corporativo, para imponer las reglas que facilitaran el crecimiento de los vencedores y para trasladar hacia ellos los recursos del conjunto de la sociedad.
La ejecución de esa transformación planteaba un problema político, que ha expuesto Jorge Schvarzer: la conducción económica debía durar en el poder un tiempo suficiente como para que los cambios fueran irreversibles. El ministro de economía y su grupo permanecieron durante cinco años: el efecto se manifestó de inmediato después de su salida, cuando sus sucesores fracasaron en el intento de cambiar algo del rumbo.
Martínez de Hoz contó inicialmente con un fuerte apoyo, casi personal, de los organismos internacionales y los bancos extranjeros (que le permitió sortear varias situaciones difíciles), y del sector más concentrado del establishment local. La relación con los militares fue más compleja, en parte por sus profundas divisiones (entre las armas y aun entre facciones), que se expresaban en apoyos, críticas o bloqueos a su gestión, y en parte por el peso que entre ellos tenían muchas ideas y concepciones más tradicionales, con las que el ministro tuvo que encontrar algún punto de acuerdo. Fue una relación conflictiva, de potencia a potencia. Los militares juzgaban que el control de los sindicatos y la fuerte reducción de los ingresos laborales debían equilibrarse, por razones de seguridad, con el mantenimiento de un nivel elevado de empleo, de modo que la receta recesiva más clásica estaba descartada. También defendieron, por diversos motivos, la pervivencia de las empresas estatales. Las relaciones con los empresarios tampoco fueron fáciles, debido a la cantidad de intereses sectoriales que debían ser afectados; pero no conformaron un frente unificado, y primó la inflexibilidad del ministro, unida a su capacidad de predicador, mostrando la tierra prometida al final del desierto, con más seguridad y convicción cuanto más desmentidos por la realidad resultaban sus pronósticos. Su carta de triunfo principal fue haber colocado durante varios años a la economía en una situación de inestabilidad tal que un cambio de piloto garantizaba una catástrofe. Cuando esto dejó de funcionar, la concentración y el endeudamiento ya habían creado los mecanismos para asegurar la continuidad de sus políticas.
Las medidas iniciales del equipo ministerial no dieron idea del rumbo futuro. Luego de intervenir la Confederación General del Trabajo (CGT) y los principales sindicatos, suprimir las negociaciones colectivas y prohibir las huelgas, se congelaron los salarios, que en 1976 cayeron en términos reales alrededor del 40 por ciento. Con la ayuda suplementaria de los créditos externos, la crisis cíclica se superó sin desocupación.
Desde mediados de 1977 (y a medida que la conducción se afirmaba) comenzaron a plantearse las grandes reformas, que modificaron las normas básicas vigentes desde 1930. La reforma financiera eliminó la regulación estatal de la tasa de interés y se permitió la proliferación de bancos e instituciones financieras. El Estado no dispuso ya de créditos subsidiados para asignar según sus prioridades, fueran éstas grandes designios económicos o simple prebenda. Las ofertas para los inversores se diversificaron; en un contexto de elevada inflación, las preferidas fueron los plazos fijos a treinta días y los títulos del Estado indexados. En un clima altamente especulativo, la competencia entre las instituciones financieras mantuvo elevada la tasa de interés, y con ella la inflación, que el equipo económico nunca pudo reducir, pese a su declarado propósito. En la nueva operatoria se mantuvo una norma de la vieja concepción: el Estado garantizaba no sólo los títulos que emitía, sino los depósitos a plazo fijo, tomados a tasa libre por entidades privadas, de modo que, ante una eventual quiebra, se devolvía el depósito a los ahorristas. Esta combinación de liberalización, eliminación de controles y garantía estatal generó un mecanismo perverso, que finalmente llevó a todo el sistema a la ruina.
La segunda gran modificación se produjo en diciembre de 1978 con la llamada "pauta cambiaria", adoptada poco después de que el general Videla fuera confirmado por la Junta Militar por tres años en la presidencia, aventando amenazas sobre la estabilidad del ministro. De acuerdo con la nueva doctrina monetarista en boga, se trató de fortalecer la previsibilidad cambiaria, y así reducir por pasos la inflación. El gobierno fijó una tabla de devaluación mensual del peso, gradualmente decreciente hasta llegar en algún momento a cero. Pero la inflación subsistió, y el peso se revaluó de modo considerable respecto del dólar. Su efecto se sumó al de la progresiva apertura económica y la progresiva reducción de aranceles, otra novedad en materia de políticas económicas. La consecuencia del dólar barato y los bajos impuestos fue una inundación de productos importados a precio ínfimo, que afectó con dureza a la industria local.
La adopción de la pauta cambiaria coincidió con una gran afluencia de dinero del exterior, proveniente de los beneficios extraordinarios del petróleo, cuyo precio volvió a elevarse notablemente en 1979. El flujo de dólares (origen del fuerte endeudamiento externo) fue común en toda América Latina y en muchos países del tercer mundo, pero en la Argentina lo estimuló la posibilidad de tomarlos y colocarlos sin riesgo en el mercado financiero local, aprovechando las elevadas tasas de interés internas y la garantía estatal sobre el precio de recompra de dólares. Hubo mucho dinero en circulación, se obtuvieron abultados beneficios nominales (la "plata dulce") y muchos pudieron comprar costosos productos importados o viajar al exterior. Pero la "tablita" (tal el nombre popular de la pauta cambiaria) no redujo ni las tasas de interés ni la inflación, en buena medida por la incertidumbre creciente, a medida que la sobrevaluación del peso anticipaba una futura e inevitable gran devaluación. Mientras se constituía la base de la deuda externa, esta "bicicleta" se agregaba a la "plata dulce" y a los "importados coreanos" para configurar la apariencia de una modificación sustancial de la economía y de sus reglas, beneficiosa para todos.
Su verdadero corazón se hallaba ahora en el sector financiero, donde se lograron los mayores beneficios. Se trataba de un mercado altamente inestable, pues la masa de dinero se encontraba colocada a corto plazo y los capitales podían salir del país sin trabas, si cambiaba la coyuntura, de modo que, antes que la eficiencia o el riesgo empresario, allí se premiaba la agilidad y la especulación. Muchas empresas compensaron sus fuertes quebrantos operativos con ganancias en la actividad financiera; muchos bancos se convirtieron en el centro de una red de empresas, endeudadas con ellos y compradas a bajo precio. El Estado financió su déficit operativo y sus obras públicas con endeudamiento externo. Muchas empresas tomaron créditos en dólares y los colocaron en el circuito financiero, y para devolverlos recurrieron a nuevos créditos; una cadena de la felicidad que, como era previsible, en un momento se cortó.
El momento llegó a principios de 1980. Mientras la economía real agonizaba, la economía imaginaria del mercado financiero rodaba hacia la vorágine. Las altas tasas de interés eran inconciliables con las tasas de beneficio normales, de modo que ninguna actividad productiva resultaba rentable ni podía competir con la especulación. Muchas empresas tuvieron problemas, aumentaron las quiebras y los acreedores financieros, con infinidad de créditos incobrables, buscaron salir del aprieto ofreciendo tasas más altas para captar más depósitos. Las consecuencias de la combinación de liberalización y garantía estatal quedaron a la vista. En marzo de 1980, finalmente, el Banco Central decidió la quiebra del banco privado más grande y de otros tres importantes, que a su vez eran cabezas de sendos grupos empresarios. Para frenar la corrida bancaria, el gobierno asumió sus pasivos, que representaban la quinta parte del sistema financiero.
El problema financiero siguió agravándose, y hasta el fin del gobierno militar la crisis fue una constante. En marzo de 1981, debía asumir el nuevo presidente, general Roberto Marcelo Viola; Martínez de Hoz dejaría el ministerio, y con él cesaría la vigencia de la "tablita", lo que fue anticipado por una masiva emigración de dólares. Finalmente el gobierno tuvo que abandonar la paridad cambiaria sostenida. A lo largo de 1981, y ya con la nueva conducción económica, el peso fue devaluado en un 400 por ciento, mientras que la inflación recrudecida llegaba al 100 por ciento anual. La devaluación fue catastrófica para las empresas endeudadas en dólares. El Estado, que ya había absorbido las pérdidas del sistema bancario, concurrió en su auxilio en 1982 y se hizo cargo de la deuda externa de las empresas, aumentando su propio endeudamiento.
La era de la "plata dulce" terminaba; probablemente muchos de sus beneficiarios no sufrieron las consecuencias del catastrófico final, pero la sociedad toda debió cargar con las pérdidas. La suba de las tasas de interés en Estados Unidos indicó la aparición de un fuerte competidor en la captación de fondos financieros. En 1982 México anunció que no podía pagar su deuda externa y declaró una moratoria. Fue la señal. Los créditos fáciles para los países latinoamericanos se cortaron, mientras los intereses subían espectacularmente y con ellos el monto de la deuda. En 1979, ésta era de 8.500 millones de dólares; en 1981, superaba los 25 mil millones y a principios de 1984, los 45 mil millones. Los acreedores externos comenzaron a imponer condiciones sobre las políticas estatales.

La economía real: destrucción y concentración
En cuanto a la economía "real", hubo un giro categórico. La idea de que el crecimiento económico y el bienestar de la sociedad se asociaban con la industria y el mercado interno fue abandonada. A la protección industrial se le achacó su falta de competitividad, y se optó por premiar la eficiencia y la capacidad para competir en el mercado mundial. Se trataba de un cuestionamiento similar al del resto del mundo capitalista, pero la respuesta local fue mucho más destructiva que constructiva.
La estrategia centrada en el fortalecimiento del sector financiero, en la apertura y en el endeudamiento no benefició a ninguno de los grandes sectores de la economía (con los que el ministro mantuvo frecuentes conflictos), sino a actores individuales privilegiados. La industria sufrió la competencia de los artículos importados, el encarecimiento del crédito, la supresión de muchos mecanismos de promoción y la reducción del poder adquisitivo de la población. El producto industrial cayó en los primeros cinco años alrededor del 20 por ciento, y también la mano de obra ocupada. Muchas plantas cerraron y en conjunto el sector experimentó una verdadera involución. Como planteó Jorge Katz, hubo una reestructuración de la actividad, que en la mayoría de los casos supuso una verdadera regresión. Los sectores más antiguos e ineficientes, como el textil y el de confecciones, fueron barridos por la competencia, pero también resultaron muy golpeados aquellos nuevos, como el metalmecánico o el electrónico, que habían progresado notablemente. Por entonces se producía en el mundo un avance tecnológico muy fuerte, de modo que la brecha que separaba a la Argentina de esa vanguardia, que se había achicado en los veinte años anteriores, volvió a ensancharse, ya de manera irreversible. En cambio crecieron y se beneficiaron con la reestructuración las grandes empresas elaboradoras de bienes intermedios, como celulosa, siderurgia, aluminio, petroquímica, petróleo o cemento, y también las automotrices. Para ellas se mantuvieron los antiguos beneficios y promociones, propios del Estado prebendario, y se agregaron otros nuevos, para favorecer las exportaciones. Los mercados externos les permitieron superar las limitaciones del mercado interno.
El nuevo perfil exportador de la economía que se insinuaba se notó también en el sector agropecuario. Hacia 1976 culminaba una verdadera revolución productiva, que multiplicó el producto: semillas híbridas, agroquímicos, expansión de la frontera, desarrollo de cultivos oleaginosos y también crecimiento de la industria aceitera. Por entonces se abrieron nuevos mercados, como el de la Unión Soviética, afectada por el embargo cerealero estadounidense, al tiempo que el gobierno eliminaba las retenciones a la exportación. Pero la sobrevaluación del peso se comió los beneficios, y en 1981 el sector estaba en una situación crítica. Por otra parte, sus ingresos influían menos en la economía general. Ya no subsidiaron a la industria manufacturera, a través del Estado, y en cambio se volcaron al sector financiero, local o externo. Luego, cuando la debacle cambiaria volvió a colocarlos en buenas condiciones, la caída de los precios internacionales de los cereales prolongó su crisis.
Si bien el sector industrial perdió mucha mano de obra, en el conjunto de la economía la desocupación fue escasa, tal como la conducción militar le había demandado al ministro. Hubo transferencias de trabajadores de la industria hacia los servicios, y muchos ensayaron la actividad por cuenta propia. La mayor expansión se produjo en la construcción y sobre todo en las obras públicas. El gobierno se embarcó en una serie de grandes proyectos, aprovechando los créditos externos baratos: las obras del Mundial de Fútbol, autopistas y caminos, represas hidroeléctricas o centrales atómicas. La presión inicial para bajar los salarios fue cediendo en forma gradual, aunque la suspensión de las negociaciones colectivas posibilitó fuertes disparidades entre actividades y empresas. Pero a partir de 1981 la crisis, la inflación y la recesión hicieron descender dramáticamente tanto la ocupación como el salario real. En vísperas de dejar el poder, los gobernantes militares no podían exhibir en este campo ningún logro importante.
Cuando la burbuja financiera se derrumbó, quedó en evidencia que la principal consecuencia de la traumática transformación había sido (junto con la deuda externa) una fuerte concentración económica. En este caso, el principal papel no correspondió a las empresas extranjeras. No hubo nuevas instalaciones; algunas se retiraron, o se limitaron a la provisión de partes y de tecnología, como las automotrices. Les resultaba difícil manejarse en un medio altamente especulativo, sometido a bruscos cambios en las reglas, en el que las decisiones diarias significaban grandes ganancias o grandes pérdidas. Aquí los empresarios locales tenían ventaja. En estos años, junto con algunas transnacionales, crecieron de modo espectacular unos cuantos grandes grupos locales, directamente ligados a un empresario o a una familia empresarial exitosos, como Macri, Pérez Companc, Bulgheroni, Fortabat, o transnacionales con fuerte base local, como Bunge y Born o Techint. Así, el establishment económico adquirió una nueva fisonomía.
Los casos más espectaculares fueron los de los conglomerados empresariales, que combinaron actividades industriales, de servicio, comerciales y financieras, a veces por una estrategia de diversificación y reducción del riesgo, pero sobre todo (en el contexto fuertemente especulativo) por la búsqueda de distintos negocios de rápido rendimiento. Los grupos que crecieron contaron con un banco o una institución financiera que les permitió manejarse en forma independiente en el sector en que, por unos 251 años, se obtuvieron las mayores ganancias. Muchos de ellos desaparecieron luego de 1980. Sobrevivieron los que capitalizaron sus beneficios comprando empresas en dificultades, con las que constituyeron los conglomerados. Lo decisivo fue, sin embargo, establecer en torno a alguna de las empresas una relación privilegiada con el Estado.
En los años en que Martínez de Hoz condujo la economía, el Estado realizó importantes obras públicas y contrató a empresas de construcción o de ingeniería pertenecientes a estos grupos, como SADE, de Pérez Companc, o Techint. Por otra parte, las empresas del Estado adoptaron como estrategia privatizar parte de sus actividades, contratando con terceros el suministro de equipos (como con los teléfonos) o la realización de tareas, como hizo Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) con la extracción de crudo, y en torno de esas actividades se constituyeron algunas de las más poderosas empresas nuevas. Las empresas contratistas del Estado se beneficiaron primero con las condiciones pactadas y luego con el mecanismo de ajustar los costos al ritmo de la inflación que, dada la magnitud de ésta y las dificultades del gobierno para cumplir puntualmente con sus compromisos, terminaba significando un beneficio mayor aún que el de la obra misma. Otras empresas aprovecharon los regímenes de promoción, que, aunque en general se redujeron, continuaron existiendo para proyectos específicos. Esos regímenes posibilitaban importantes reducciones impositivas, avales para créditos baratos, seguros de cambio para los créditos en dólares, monopolización del mercado interno, decisivo en el caso del papel de diario, o suministro de energía a bajo costo, muy importante para las acerías o la fábrica de aluminio. De ese modo, muchos grupos empresarios, a menudo sin experiencia importante en el campo, podían constituir su capital con mínimos aportes propios.
En un contexto de estancamiento, estos grupos crecieron a costa de un Estado que había pasado de la promoción general de algunos sectores de la economía a la prebenda individualizada, en beneficio de grupos que frecuentemente colonizaban sus oficinas. La colusión de intereses fue grande y desmintió el discurso del liberalismo. Los grupos acumularon una fuerza tal que en el futuro resultaría muy difícil revertir las condiciones en que actuaban y, junto con los acreedores extranjeros, se convirtieron en los nuevos tutores del Estado.

Achicar el Estado y silenciar a la sociedad
La reducción de funciones del Estado, su conversión en "subsidiario", fue uno de los propósitos más firmemente proclamados por el ministro Martínez de Hoz, recogiendo un argumento que circulaba con fuerza creciente en todo el mundo capitalista, donde estaban en plena revisión los principios del Estado dirigista y benefactor, constituido en la Argentina, sucesivamente, en 1930 y en 1945. Su propuesta suscitó un fuerte rechazo en buena parte de las Fuerzas Armadas, pero el ministro obtuvo una importante victoria argumentativa cuando logró ensamblar la prédica de la lucha antisubversiva con el discurso contra el Estado, e incluso contra el industrialismo.
No es fácil saber hasta qué punto estaba dispuesto a actuar completamente en coincidencia con esas ideas. Muchos empresarios que lo acompañaban combinaban un genérico liberalismo declarativo con la convicción de que el Estado debía proteger y subvencionar a cada uno de ellos. Entre los militares, había muchos que adherían a las ideas nacionalistas y dirigistas, y otros que aspiraban, más simplemente, a sumarse a los beneficiarios del maná estatal. Por diferentes razones, ambos coincidían en el mantenimiento de las empresas públicas y en el desarrollo de los grandes emprendimientos estatales. Aún entre 1976 y 1981, cuando Martínez de Hoz pudo imponer con más firmeza sus criterios, las políticas económicas recogieron esas tensiones y resultaron ambiguas y contradictorias con los principios declarados que las sustentaban.
En un punto coincidían quienes querían aplicar el liberalismo antiestatista ortodoxo y quienes aspiraban a monopolizar sus beneficios prebendarios: eliminar aquellos dispositivos estatales que limitaban el uso discrecional del Estado por el gobierno. Particularmente, los construidos desde 1930: la regulación del crédito y de la tasa de interés, la política arancelaria y el control de cambios, que fueron suprimidos en general pero retomados en muchos casos singulares. Un compromiso parecido se manifestó en las empresas del Estado. Los militares defendieron su supervivencia, e incluso toleraron el sobreempleo, viejo fruto de la colusión con los sindicatos. Pero también toleraron su íntima degradación, para que algunos hicieran su fortuna a costa de ellas. Los mejores cuadros fueron alejados, las bajas tarifas que se establecieron crearon un desastre financiero, agravado posteriormente por la recurrencia sistemática a créditos externos. La llamada "privatización periférica" realizada sin control ni regulación alguna, permitió crecer a su costa a los competidores privados, cuyos directivos eran puestos con frecuencia al frente de ellas. Así se endeudaron y deterioraron las empresas de servicios, hasta entonces relativamente eficientes, mientras al mismo tiempo el Estado se hacía cargo de infinidad de empresas y bancos quebrados por obra de su política económica.
Se trataba de una manera paradójica de achicar el Estado. Si ése era el verdadero objetivo, los resultados fueron los contrarios. Antes que estimular la eficiencia, el Estado premió a los que sabían obtener de él distintos tipos de prebendas, por mecanismos no demasiado diferentes de los que se había criticado, aunque naturalmente el actor sindical había sido eliminado. Ni siquiera mejoró la eficiencia del Estado en el campo que le era intrínseco e intransferible: la recaudación y asignación de recursos fiscales. Pese a la proclamada aspiración a lograr el equilibrio presupuestario, central desde la perspectiva adoptada para contener la inflación, el gasto público creció en forma sostenida, alimentado primero con la emisión y luego con el endeudamiento externo. Una parte importante tuvo como beneficiario directo a las Fuerzas Armadas, que se reequiparon con vistas al conflicto con Chile primero y con Gran Bretaña por las Malvinas después, y otra también considerable se destinó a los grandes programas de obras públicas. Los espacios para las negociaciones espurias se multiplicaron debido a que las tres Fuerzas Armadas se repartieron prolijamente la administración del Estado y la ejecución de las obras públicas, multiplicando las demandas de recursos. Se gastaba por varias ventanillas a la vez, lo que, sumado a la fuerte inflación, hizo borrosa la existencia de un presupuesto del Estado.
El Estado se vio afectado de forma más profunda aún. El llamado "Proceso de Reorganización Nacional" supuso la coexistencia de un Estado terrorista clandestino, encargado de la represión, y otro visible, sujeto a normas, establecidas por las propias autoridades revolucionarias; pero que sometían sus acciones a una cierta juridicidad. En la práctica, esta distinción no se mantuvo, y el Estado ilegal fue corroyendo y corrompiendo al conjunto de las instituciones del Estado y su misma organización jurídica.
La primera cuestión oscura era dónde residía realmente el poder, pues pese a que la tradición política del país era fuertemente presidencialista, y a que la unidad de mando fue siempre uno de los principios de las Fuerzas Armadas, la autoridad del presidente (al principio el primero entre sus pares, y luego ni siquiera eso) resultó diluida y sometida a permanente escrutinio y limitación por los jefes de las tres armas. El Estatuto del Proceso y las actas institucionales complementarias (que suprimieron el Congreso, depuraron la justicia y prohibieron la actividad política) crearon la Junta Militar, con atribuciones para designar al presidente y controlar una parte importante de sus actos, pero las atribuciones respectivas de una y otro no quedaron totalmente deslindadas, y fueron más bien el resultado del cambiante equilibrio de fuerzas. También se creó la Comisión de Asesoramiento Legislativo, para discutir las leyes; integrada por tres representantes de cada arma, que obedecían órdenes de sus mandos, dicha comisión se convirtió en una instancia más de los acuerdos y las confrontaciones internas. Cada uno de los cargos ejecutivos, desde gobernadores a intendentes, así como el manejo de las empresas del Estado y demás dependencias, fue objeto del reparto entre las fuerzas, y quienes los ocupaban dependían de una doble cadena de mandos: del Estado y de su arma, de modo que el conjunto pudo asimilarse a la anarquía feudal antes que a un Estado cohesionado en torno del poder.
La misma anarquía existió respecto de las normas legales que el propio gobierno se daba. Como demostró Enrique Groisman, existió confusión sobre su naturaleza (se mezclaron sin criterio leyes, decretos y reglamentos), sobre quién las dictaba y sobre su alcance. Hubo una notoria reticencia a explicitar sus fundamentos, y en ocasiones hasta se mantuvo en secreto su misma existencia. Se prefirieron las normas legales omnicomprensivas, y habitualmente se otorgaron facultades amplias a los órganos de aplicación, pero además se toleró su permanente violación o incumplimiento. Contaminado por el Estado terrorista clandestino, todo el edificio jurídico de la república resultó así afectado, al punto que prácticamente no hubo límites normativos para el ejercicio del poder, que funcionó como potestad omnímoda del gobernante. La corrupción se extendió a la administración pública, de la que fueron apartados los mejores elementos: los criterios de arbitrariedad fueron asumidos por los funcionarios inferiores, convertidos en pequeños autócratas sin control y, a la vez, sin capacidad para controlar.
En suma, la reorganización no se limitó a suprimir los mecanismos democráticos constitucionales o a alterar profundamente las instituciones republicanas, como había ocurrido con los regímenes militares anteriores. Desde dentro mismo se realizó una verdadera revolución contra el Estado, afectando la posibilidad de ejercer incluso las funciones de regulación y control básicas.
La fragmentación del poder, las tendencias centrífugas y la anarquía derivaban de la escrupulosa división del poder entre las tres fuerzas, al punto de no existir una instancia superior a ellas que dirimiera los conflictos. Pero también surgía de la existencia de definidas facciones en el propio Ejército, donde con la represión surgieron verdaderos señores de la guerra, que casi no reconocían autoridad sobre sí. En torno a los generales Videla y Viola (su segundo en el Ejército), se constituyó la facción más fuerte, pero que distaba de ser dominante. Estos jefes respaldaban a Martínez de Hoz (muy criticado por los militares más nacionalistas, que abundaban entre los cuadros jóvenes), pero reconocían la necesidad de encontrar en el futuro alguna salida política. Así, mantenían comunicación con los dirigentes de los partidos políticos, que se ilusionaban creyendo ver en ellos al sector más civilizado y hasta progresista de los militares, quizá porque reconocían la necesidad de regular de alguna manera la represión.
Otro grupo afirmaba que la dictadura debía continuar sine die, y que la represión (que ejecutaban de manera especialmente sanguinaria) debía llevarse hasta sus últimas consecuencias. Sus figuras más destacadas eran los generales Luciano Benjamín Menéndez y Carlos Suárez Masón, comandantes de los cuerpos de Ejército III y I, con sede en Córdoba y en Buenos Aires, a los que se asociaba el general Ramón J. Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires y figura clave en la represión. En conflicto permanente con el comando del arma (con Videla y sobre todo con Viola) Menéndez se insubordinó de hecho varias veces (en ocasión del conflicto con Chile, en 1978, estuvo a punto de iniciar la guerra por su cuenta) y de manera explícita una vez, en 1979, lo que forzó su retiro.
El tercer grupo lo constituyó la Marina de Guerra, firmemente dirigida por su comandante Emilio Massera, quien, confiando en sus talentos políticos, se propuso encontrar una salida política que lo llevara a él mismo al poder. Massera (que desde la Escuela de Mecánica de la Armada ejecutó una parte importante de la represión y ganó sus méritos en esa tenebrosa competencia) desarrolló siempre un juego propio; jaqueó a Videla, para acotar su poder, y tomó distancia de Martínez de Hoz. Se preocupó por encontrar banderas para lograr alguna adhesión popular al gobierno: el Campeonato Mundial de Fútbol (cuya organización fue presidida por el almirante Lacoste) y luego el conflicto con Chile, que preludió la guerra de Malvinas, también promovida por la Armada. Cuando pasó a retiro, Massera montó una fundación de estudios políticos, un diario propio, un centro de promoción internacional en París, un partido (de la Democracia Social) y hasta un fantástico staff integrado por miembros de las organizaciones armadas secuestrados en la Escuela de Mecánica y que, a cambio de su vida, accedieron a colaborar en los proyectos políticos del almirante.
La puja era mucho más compleja, pero poco manifiesta. El grupo de Videla y Viola fue avanzando gradualmente en el control del poder, pero en mayo de 1978 Massera se anotó un triunfo cuando logró que se separaran las funciones de presidente de la nación y de comandante en jefe del Ejército, pese a que Videla fue confirmado como presidente hasta 1981 y Viola lo sucedió como jefe del Ejército. El desplazamiento de Menéndez fue un triunfo importante de Videla, aunque poco después Viola pasó a retiro y fue reemplazado al frente del Ejército por el general Leopoldo Fortunato Galtieri. En septiembre de 1980 Videla pudo imponer en la Junta de Comandantes la designación de Viola como su sucesor, pero a costa de una compleja negociación, que auguró el prolongado jaqueo a que sería sometido el segundo presidente del Proceso.
En suma, podría decirse que la política de orden empezó fracasando con las propias Fuerzas Armadas, pues la corporación militar se comportó de manera indisciplinada y facciosa, y poco hizo para mantener el orden que ella misma pretendía imponer a la sociedad. A pesar de eso, durante cinco años lograron asegurar una paz relativa, como la de los sepulcros, debido a la escasa capacidad de respuesta del conjunto de la sociedad, en parte golpeada o amenazada por la represión y en parte dispuesta a tolerar mucho de un gobierno que, luego del caos, aseguraba un orden mínimo.
Sólo hacia el fin del período de Videla, estimulados por el descontento que generó la crisis económica, así como por las crecientes dificultades que encontraba el gobierno militar y sus fuertes disensiones intestinas, las voces de protesta, todavía tímidas y confusas, comenzaron a elevarse.
Esta transición del silencio a la palabra varió según los casos. Los empresarios apoyaron el Proceso desde el comienzo, pero a la distancia. Pese a las coincidencias generales (sobre todo en lo relativo a la política laboral) había desconfianzas recíprocas: los militares atribuían a los empresarios parte de la responsabilidad del caos social que se habían propuesto modificar, y éstos, por su parte, estaban divididos en sus intereses. Los específicamente beneficiados todavía no constituían un grupo orgánico, institucionalizado y con voz propia. Las voces corporativas (la Sociedad Rural, la Unión Industrial) criticaban aspectos específicos de las políticas económicas que las afectaban y algunas políticas generales como la elevada inflación, pero más allá de eso carecían de unidad y fuerza para presionar en conjunto, y sólo empezaron a hacerlo cuando el régimen militar dio, a la vez, signos de debilidad y de disposición a la apertura. El general Viola, buscando tomar distancia de la política de Martínez de Hoz, convocó específicamente a los voceros de los grandes sectores empresarios y los integró en su gabinete, pero esa participación concluyó con su caída, y desde entonces los numerosos empresarios sacudidos por la crisis fueron integrando con creciente entusiasmo el frente opositor.
El movimiento sindical recibió duros golpes. La represión afectó a los activistas de base y a muchos dirigentes de primer nivel, que fueron encarcelados. Las principales fábricas fueron ocupadas militarmente, hubo "listas negras", para mantener alejados a los activistas, y control ideológico para los aspirantes a un empleo. La CGT y la mayoría de los grandes sindicatos fueron intervenidos, se suprimieron el derecho de huelga y las negociaciones colectivas y los sindicatos fueron separados del manejo de las obras sociales. Privados casi de funciones, reducidos como consecuencia de los cambios en el empleo, que afectó sobre todo a los industriales, los sindicatos hicieron oír poco su voz.
El gobierno mantuvo una mínima comunicación con los sindicalistas, casi limitada a la conformación de la delegación que anualmente debía concurrir a la asamblea de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Ginebra. Este espacio les permitió denunciar en el exterior las duras condiciones de los trabajadores y plantear al gobierno distintas cuestiones. Los sindicalistas se agruparon, de manera cambiante, en dos tendencias: los dialoguistas y los combativos. En abril de 1979, cuando la represión había menguado algo, los combativos realizaron un paro general de protesta, que los dialoguistas no acataron y que concluyó con la prisión de la mayoría de los dirigentes. A fines de 1980, los combativos reconstituyeron la CGT y eligieron como secretario general a Saúl Ubaldini, un dirigente poco conocido de un pequeño sindicato. En 1981 la CGT realizó una nueva huelga general, con consecuencias similares a la de 1979, y a fines de ese año una marcha obrera hacia la iglesia de San Cayetano (patrono de los desocupados), reclamando "pan, paz y trabajo". Por entonces, sus quejas se unían a las de los estudiantes o de algunos grupos de empresarios regionales. Las huelgas parciales se hicieron más frecuentes e intensas; el 30 de marzo de 1982 la CGT convocó, por primera vez desde 1975, a una movilización en la Plaza de Mayo, que el gobierno reprimió con violencia: hubo dos mil detenidos en Buenos Aires y un muerto en Mendoza.
También la Iglesia modificó su comportamiento a medida que el régimen militar empezaba a dar muestras de debilidad. Al comienzo tuvo una actitud complaciente, y el gobierno estableció una asociación muy estrecha con la jerarquía eclesiástica. Esta aceptó mansamente los asesinatos de varios religiosos (entre ellos el obispo Enrique Angelelli, de La Rioja), calló cualquier crítica, hizo poco por quienes reclamaron su ayuda, justificó de manera poco velada la llamada "erradicación de la subversión atea", y hasta toleró que algunos de sus miembros participaran directamente en ella. Pero en forma progresiva esta respuesta inicial, que revelaba el triunfo del sector local más tradicional, fue dejando paso a otra más elaborada, influida por la orientación del nuevo papa Juan Pablo II. Revisando sus anteriores posiciones, la Iglesia se propuso renunciar a la injerencia directa en las cuestiones sociales o políticas (en cualquier sentido) y consagrarse a la evangelización de una sociedad excesivamente secularizada. En 1979, el Arzobispado de Buenos Aires impulsó la Pastoral Social para reconstruir el vínculo entre Iglesia y trabajadores, siguiendo el ejemplo del sindicato polaco Solidaridad. También se ocupó de los jóvenes para dar forma al nuevo impulso de religiosidad que se manifestaba en las concurridas peregrinaciones a pie a Lujan y llenar el lugar dejado vacante por la generación anterior de activistas. Las preocupaciones por las cuestiones morales o por la familia se extendían hacia los derechos individuales y la política: el documento "Iglesia y comunidad nacional", de 1981, afirmó los principios republicanos, indicó la opción de la Iglesia por la democracia, su apartamiento del régimen militar y su vinculación con los crecientes reclamos de la sociedad.
El más notable de ellos fue el de los derechos humanos. En medio de lo más terrible de la represión, un grupo de madres de desaparecidos (forma eufemística con que se denominaba a las víctimas del terrorismo de Estado) empezó a reunirse todas las semanas en la Plaza de Mayo. Marchaban con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco, reclamando por la aparición de sus hijos. Combinando lo dolorosamente testimonial con lo ético, en nombre de principios que los militares no podían cuestionar ni englobar en la "subversión", atacaron el centro mismo del discurso represivo y empezaron a conmover la indiferencia de la sociedad. En forma gradual, las Madres de Plaza de Mayo (víctimas ellas mismas de la represión) se convirtieron en la referencia de un movimiento cada vez más amplio de asociaciones defensoras de los derechos humanos y fueron instalando una discusión pública, fortalecida desde el exterior por la prensa, los gobiernos y las organizaciones civiles. Desde fines de 1981, los militares se vieron obligados a dar alguna respuesta. Aunque en general coincidieron en que la cuestión debía darse por concluida, mostraron diferencias y contradicciones que agudizaron sus anteriores disensiones y ampliaron un poco más la brecha por la que la opinión pública, largamente acallada, comenzaba a reaparecer.
Este clima empezó a insuflar algo de vida a los partidos políticos. La veda política, impuesta en 1976, congeló la actividad partidaria y a la vez prorrogó a las dirigencias que, carentes de impulsos vitales, tuvieron una actitud escasamente crítica. La prohibición política terminó de hecho en 1981. Los dispersos grupos de derecha fueron convocados para constituir una fuerza política oficialista por el propio gobierno, que ensayó su apertura política, mientras peronistas y radicales entablaban conversaciones con otros partidos menores que culminaron, a mediados de 1981, con la constitución de la Multipartidaria. Esta organización no tenía mayor vitalidad que la ya escasa de los partidos que la integraban, anquilosados y poco representativos. Ricardo Balbín, el veterano político radical que animó este intento, murió en 1981 (su entierro convocó la primera gran manifestación callejera de esos años), poniendo más en evidencia la vacancia de dirección política. Los partidos se comprometían a no colaborar con el gobierno en una salida electoral condicionada ni a aceptar una democracia sometida a la tutela militar. Se trataba de un acuerdo mínimo. Pero también ellos, progresivamente, fueron elevando su tono, se reclamaron los únicos depositarios de la legitimidad política e incorporaron las protestas de empresarios y sindicalistas o las vinculadas con los derechos humanos, aunque cuidando dejar abierta la puerta para una salida concertada. Junto con las otras voces (sindicalistas, empresarios, estudiantes, religiosos, intelectuales, y sobre todo defensores de derechos humanos) fueron formando un coro que, a principios de 1982, era difícil de ignorar.


La guerra de Malvinas y la crisis del régimen militar
Desde 1980, los dirigentes del Proceso discutían la cuestión de la salida política. Les preocupaba la crisis económica, el aislamiento, la adversa opinión internacional (en la que pesaban cada vez más los reclamos por los derechos humanos, que el gobierno intentaba minimizar tachándolos de "campaña antiargentina") y, sobre todo, los enfrentamientos intestinos, que a la vez dificultaban los acuerdos necesarios para la salida buscada. Las disidencias se manifestaron públicamente con la designación de Viola (a la que se opuso la Marina), se agudizaron en el largo período que medió hasta su asunción, en marzo de 1981, y maduraron cuando fue evidente la decisión del nuevo presidente de modificar el rumbo de la política económica.
Viola procuró aliviar la situación de los empresarios locales, golpeados por la crisis financiera y la violenta devaluación de la moneda, y a la vez trató de concertar la política económica, incorporándolos al gabinete. Tomó contacto con distintos políticos (los "amigos" del Proceso) y discutió con ellos las alternativas para una eventual y lejana transición, pero no logró organizar ningún apoyo consistente, ni tampoco atenuar la crisis económica. Lo hostigaban los sectores que habían rodeado a Martínez de Hoz, y distintos grupos militares lo acusaban de falta de firmeza en la conducción. A fines de 1981, una enfermedad de Viola dio la ocasión para su desplazamiento y reemplazo por el general Leopoldo Fortunato Galtieri, quien retuvo su cargo de comandante en jefe del Ejército, modificando así la precaria institucionalidad que los mismos jefes militares habían establecido.
Galtieri se presentó como el salvador del Proceso, el dirigente vigoroso capaz de conducirlo a un final victorioso. En su reciente estancia en Estados Unidos había sido asiduamente cultivado por miembros de la administración de Ronald Reagan. Galtieri se manifestó dispuesto a alinear al país con Estados Unidos y a apoyarlo en la guerra encubierta que libraba en América Central. El país contribuyó por entonces con asesores y armamentos y obtuvo de Estados Unidos, junto con una cálida adhesión personal a Galtieri, el levantamiento de las sanciones que la administración de Carter había impuesto al país por las violaciones a los derechos humanos. Probablemente fue entonces cuando Galtieri concibió su destino de conductor de la Argentina hacia el mundo de las grandes potencias, protegido por su poderoso aliado.
Designado presidente, Galtieri se lanzó a la política activa e intentó armar un movimiento en el que los "amigos políticos" sustentaran su propio liderazgo, mientras anunciaba vagamente una futura institucionalización. Su ministro de Economía, Roberto Alemann, se rodeó del equipo de Martínez de Hoz y retornó a la senda inicial, definiendo sus prioridades: "la desinflación (sic), la desregulación y la desestatización". En lo inmediato, la recesión se agudizó, y con ella las protestas de sindicatos y empresarios; para el largo plazo, anunció un plan de privatizaciones, particularmente del subsuelo, que suscitó oposición incluso en sectores del gobierno. Así, el ímpetu de Galtieri chocó pronto con resistencias cada vez más enconadas y altisonantes, y hasta con movilizaciones callejeras, como la lanzada por la CGT el 30 de marzo de 1982.
Fue en ese contexto cuando se concibió y lanzó el plan de ocupar las islas Malvinas, que aparecía como la solución para los muchos problemas del gobierno. La Argentina reclamaba infructuosamente a Inglaterra esas islas desde 1833, cuando fueron ocupadas por los británicos. En 1965, las Naciones Unidas habían dispuesto que ambos países debían negociar sus diferencias. Los británicos hicieron poco para avanzar en ese sentido, mientras el gobierno argentino se acercó a los habitantes de las islas y les suministró distintos servicios educativos y sanitarios. En el país existía un reclamo unánime en su fondo, aunque no en las formas y en los medios para lograrlo. Desde la perspectiva de los militares, una acción militar para lo que llamaban "recuperar las islas" permitiría unificar a las Fuerzas Armadas tras un objetivo común y ganar, de un golpe, la cuestionada legitimidad ante una sociedad visiblemente disconforme.
Una acción militar tendría una segunda ventaja: encontrar una salida al atolladero que había creado la cuestión con Chile por el canal del Beagle. En 1971, los presidentes Alejandro Lanusse y Salvador Allende habían acordado someter a arbitraje la cuestión de la posesión de tres islotes que dominan el paso por aquel canal, que une los océanos Atlántico y Pacífico. En 1977, el laudo arbitral los otorgó a Chile, y el gobierno argentino lo rechazó. En 1978, ambos países parecían dispuestos a dirimir la cuestión por las armas cuando, casi en el último minuto, decidieron aceptar la mediación del Papa, por intermedio del cardenal Antonio Samoré. A fines de 1980, el Vaticano comunicó reservadamente su propuesta, que en lo sustantivo mantenía lo establecido en el laudo, y el gobierno argentino (imposibilitado tanto de rechazarla como de aceptarla) optó por dilatar la respuesta y retomar la situación de activa hostilidad con Chile.
Por entonces había cobrado forma definida entre los militares y sus amigos una corriente de opinión belicista, que arraigaba en una veta del nacionalismo argentino y se alimentaba con vigorosos sentimientos chauvinistas. Diversas fantasías largamente acuñadas en el imaginario de la sociedad (la "patria grande", los "despojos" de los que el país había sido víctima) se sumaban a la nueva fantasía de "entrar en el primer mundo" mediante una política exterior "fuerte". Todo ello se sumaba al ya tradicional mesianismo militar y a la ingenuidad de sus estrategas, ignorantes de los datos básicos de la política internacional. La agresión a Chile, bloqueada por la mediación papal, fue desplazada hacia Gran Bretaña, el tradicional imperio, que se suponía viejo y achacoso. Ya en 1977, la Marina había planteado la propuesta de ocupar las islas, vetada por Videla y por Viola, que retomó apenas Galtieri asumió la presidencia. La idea era sencilla y atractiva. Luego del golpe de mano, que presentaba pocas dificultades, se contaba con el apoyo estadounidense y la reluctante reacción de Gran Bretaña, que finalmente admitiría la ocupación, a cambio de todas las concesiones y compensaciones necesarias. En ninguna de las hipótesis entraba la posibilidad de una guerra.
El 2 de abril de 1982, las Fuerzas Armadas desembarcaron y ocuparon las Malvinas, luego de vencer la débil resistencia de las escasas tropas británicas. El hecho, sorprendente para casi todos, suscitó un amplio apoyo: la gente se reunió espontáneamente en la Plaza de Mayo, y volvió a hacerlo, en forma multitudinaria, allí y en las capitales provinciales, cuando fue convocada, una semana después, en ocasión de la visita del secretario de Estado estadounidense Alexander Haig. Ese día, el presidente Galtieri tuvo la satisfacción de arengar a la multitud desde el "histórico balcón" de Perón. Todas las instituciones de la sociedad (colectividades extranjeras, clubes deportivos, asociaciones culturales, sindicatos, partidos políticos) manifestaron su adhesión sin reserva. Los dirigentes políticos viajaron, junto con los jefes militares, para asistir a la asunción del nuevo gobernador militar de las islas, general Mario Benjamín Menéndez, y a la imposición de su nuevo nombre (Puerto Argentino) a su capital, llamada hasta entonces Puerto Stanley. Los dirigentes de la CGT, que habían sido fuertemente reprimidos apenas tres días atrás, trataron de diferenciar su adhesión a la acción de un eventual apoyo al gobierno, pero esta distinción no era fácil de explicar. El gobierno militar había obtenido una cabal victoria política al identificarse con una reivindicación de la sociedad arraigada en un profundo sentimiento, alimentado por una tradición nacionalista y antiimperialista, que resurgió con vigor. También había captado las formas pueriles y superficiales en que esos sentimientos se manifestaban, el torpe chauvinismo con que se mezclaba, así como el fácil triunfalismo y el belicismo acrítico (fue sorprendente que en la práctica nadie discutiera la licitud de los medios), revelador de una desintegración de convicciones políticas que otrora habían sido más sólidas y profundas. La sociedad que había festejado el triunfo argentino en el Campeonato Mundial de Fútbol ahora se alegraba de haber ganado una batalla, y con la misma inconsciencia se disponía a avanzar, si era necesario, hacia una guerra. Si triunfaban, los militares habrían saldado sus deudas con la sociedad, al solo precio de conceder una cierta libertad para que se expresaran voces no regimentadas.
La reacción fue sorprendentemente dura en Gran Bretaña, donde la primera ministra Margaret Thatcher se propuso sacar réditos políticos de una victoria militar. De inmediato se alistó una fuerza naval de importancia, que incluía dos portaaviones; el 17 de abril la Fuerza de Tareas se había reunido en la isla Ascensión, en el Atlántico, e iniciaba su marcha hacia las Malvinas. Gran Bretaña obtuvo rápidamente la solidaridad de la Comunidad Europea y el apoyo del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que declaró a la Argentina nación agresora y exigió el retiro de las tropas. Este poderoso bloque apenas era contrapesado por el latinoamericano (con excepción de Chile, que colaboró con los británicos), ampliamente solidario en lo declarativo pero de poco peso militar; a eso podía sumarse una distante simpatía de la Unión Soviética y una actitud equidistante y mediadora del gobierno estadounidense.
Sin respaldos consistentes, e ignorando sus reglas, el gobierno militar se lanzó al juego grande del primer mundo. Suponían que, luego del hecho consumado, la cuestión se resolvería por medio de una negociación, de modo que la reacción inglesa resultó inesperada. Estados Unidos, por medio del secretario de Estado Haig, trató de encontrar una salida negociada y una fórmula transaccional. El gobierno estuvo dispuesto a aceptar distintas condiciones, siempre que Gran Bretaña se comprometiera a reconocer, a plazo fijo, la soberanía argentina sobre las islas, lo que era inaceptable para los británicos. El gobierno militar tampoco podía resignar lo que había proclamado como su objetivo fundamental. Sólo así la operación podía ser presentada como una victoria ante la sociedad y ante la multitud que se reuniría en la plaza, cuya magia ya habían experimentado los militares. En los términos que ellos mismos habían planteado, cualquier otro resultado equivalía a una derrota. Así, los gobernantes argentinos quedaron apresados por la movilización patriótica que habían lanzado, y los más prudentes debieron ceder ante las voces de los más exaltados.
El gobierno argentino fue víctima de un aislamiento diplomático creciente, agravado por los antiguos reclamos sobre violaciones a los derechos humanos, pues en el exterior se argumentó que su triunfo significaría convalidar todo su desempeño anterior. De nada sirvió el envío al exterior, para explicar la posición argentina, de empresarios, sindicalistas y políticos, quienes utilizaron la tribuna para señalar sus críticas al gobierno. También intentó presionar a Estados Unidos a través de la Organización de Estados Americanos (OEA). Los miembros mantuvieron su respaldo a la Argentina, pero de una manera amplia y general, que no implicó un compromiso militar. Luego de un mes de intentar convencer a la Junta Militar, y en momentos en que empezaba el ataque británico a las islas, Estados Unidos abandonó su mediación; el Senado votó sanciones económicas a la Argentina y ofreció apoyo a Gran Bretaña. Cada vez más solo, el gobierno argentino buscó aliados imposibles (los países del tercer mundo, la Unión Soviética y hasta Cuba) que lo alejaban definitivamente de la ilusión de entrar al primer mundo. Mientras tanto, la batalla militar se acercaba de manera inexorable.
En los últimos días de abril la Fuerza de Tareas británica, que había llegado a la zona de Malvinas, recuperó las islas Georgias. El 1º de mayo, comenzaron los ataques aéreos a las Malvinas, y al día siguiente un submarino británico hundió el crucero argentino General Belgrano, ubicado lejos de la línea de batalla, con lo que la flota argentina optó por alejarse definitivamente del frente de guerra. Siguió luego un largo combate aeronaval: la aviación argentina causó importantes daños a la flota británica, pero no logró impedir que las islas quedaran aisladas del territorio continental. En ellas, los jefes militares habían ubicado cerca de diez mil soldados, en su mayoría bisoños (por algún motivo, se prefirió destinar a la tropa más entrenada a la frontera con Chile), escasos de abastecimientos, sin equipos ni medios de movilidad, y sobre todo sin planes, salvo resistir. En Buenos Aires, se soñaba con una resistencia heroica y con algún cambio en el mundo. En las islas, en cambio, sometidas a un demoledor ataque de artillería y aviones, las dudas fueron trocándose en desmoralización.
Un cambio similar se dio en la opinión pública, demorado en parte por la total manipulación de las informaciones, que llegaban a un público dispuesto a creer que la Argentina estaba ganando la guerra. En medio del clima triunfalista empezaron a aparecer voces críticas: algunos reclamaban contra el alineamiento con regímenes comunistas; otros exigían profundizar los aspectos antiimperialistas del conflicto y atacar a los representantes locales de los agresores. En los actos de la CGT por el 1° de mayo, volvieron a alzarse las voces agrias, mientras que dentro del radicalismo, cuya conducción oficial había apoyado la política de guerra, Raúl Alfonsín, que dirigía el sector opositor, propuso la constitución de un gobierno civil de transición, que encabezaría el expresidente Illia. Así, entre protestas crecientes por la falta de información, el tema del país luego de la guerra se instaló en la opinión pública, y reafirmó a los militares en su convicción inicial: no había otra salida que la victoria.
El 24 de mayo, los ingleses desembarcaron y establecieron una cabecera de puente en San Carlos. El 29 se libró un combate importante en el Prado del Ganso, donde varios cientos de argentinos se rindieron. El 10 de junio, Galtieri pudo dirigirse por última vez a la gente reunida en la Plaza de Mayo, y dos días después llegó el papa Juan Pablo II, quizá para preparar los ánimos ante la inminente derrota. Antes de que finalizara su breve estadía, comenzó el ataque final a Puerto Argentino, donde se había atrincherado la masa de las tropas. La desbandada fue rápida y la rendición, prácticamente incondicional, se produjo el 14 de junio, 74 días después de iniciado el conflicto, que dejó más de 700 muertos o desaparecidos y casi 1.300 heridos. Los gobernantes convocaron al día siguiente al pueblo a la Plaza de Mayo, sólo para reprimir en forma extremadamente violenta a aquellos que, convencidos por los medios de difusión de que la victoria estaba cercana, no podían ni entender ni admitir la rendición. Por entonces, los generales exigían a Galtieri su renuncia.

La vuelta de la democracia
La derrota agudizó la crisis del régimen militar e hizo públicos los conflictos hasta entonces disimulados. La cuestión de la responsabilidad de la derrota (que cada uno atribuía a los otros) se resolvió finalmente, luego de una investigación a cargo de prestigiosos jefes retirados. Se culpó a la Junta Militar, cuyos miembros fueron luego enjuiciados y condenados. En lo inmediato, en medio de un conflicto entre las tres fuerzas, fue designado presidente el general Reynaldo Bignone, quien logró un consenso mínimo de las fuerzas políticas para un programa de institucionalización, sin plazos precisos.
El gobierno se proponía negociar la salida electoral y asegurar que su retirada no sería un desbande. Se intentó lograr el acuerdo de los partidos para una serie de cuestiones, futuras y pasadas: la política económica, la presencia institucional de las Fuerzas Armadas en el nuevo gobierno y, sobre todo, una garantía de que no se investigarían ni los actos de corrupción ni las responsabilidades en lo que empezaban a llamar la "guerra sucia". La propuesta de los militares fue rechazada por la opinión pública y por los partidos, que convocaron poco después a una marcha civil en defensa de la democracia. La asistencia fue masiva y, casi de inmediato, el gobierno fijó la fecha de elecciones para fines de 1983. Pero no dejó de intentar cerrar el debate: un documento sobre los desaparecidos declaró que no había sobrevivientes y que todos habían caído combatiendo; una ley estableció una autoamnistía, eximiéndolos de cualquier eventual acusación.
Quizá la mayoría de la dirigencia política se hubiera avenido a un acuerdo que implicara correr un telón sobre el pasado y asegurar una transformación no traumática del régimen militar en otro civil. Pero lo impidió tanto la movilización cada vez más intensa de la sociedad como la propia debilidad de las Fuerzas Armadas, corroídas por sus conflictos internos. El gobierno era incapaz de controlar el aparato represivo, que cobró algunas nuevas víctimas, registradas con horror por la sociedad sensibilizada. Tampoco podían tomar compromisos, porque de hecho las Fuerzas Armadas habían entrado en estado deliberativo. Los militares debían enfrentarse con la evidencia de su fracaso como administradores de un país desquiciado y como conductores de una guerra absurda. Debían contemplar a sus antiguos aliados (los empresarios, la Iglesia, Estados Unidos), ganados por la nueva fe democrática, o a los otrora disciplinados jueces llevando a juicio a oficiales acusados de corrupción. Sobre todo, debían enfrentarse con una sociedad que asistía al show del horror y se enteraba de la existencia de vastos enterramientos de personas desconocidas, de centros clandestinos de detención, de denuncias realizadas por ex agentes; en suma, de una historia siniestra, de la que hasta entonces pocos habían querido saber.
Después de un largo letargo, la sociedad despertaba, y encontraban nueva resonancia voces hasta entonces poco escuchadas, como la de los militantes de las organizaciones defensoras de los derechos humanos y muy especialmente las de las Madres de Plaza de Mayo. Su incontrastable manera de desafiar el poder militar se combinaba con una forma original de activismo, más laxa y menos facciosa que las tradicionales, que no inhibía otras pertenencias. Las marchas de los jueves, con escasa concurrencia en los años duros de la represión, se convirtieron luego de la guerra de Malvinas en nutridas "marchas por la vida", otro acierto discursivo que identificó al enemigo con la muerte. Las organizaciones de derechos humanos no sólo instalaron la cuestión de los desaparecidos y el reclamo de justicia. Impusieron a toda la práctica política una dimensión ética, un sentido del compromiso y una valoración de los acuerdos básicos de la sociedad por encima de las afiliaciones partidarias que, en el contexto de las experiencias anteriores, era verdaderamente original.
A medida que la represión retrocedía, empezaron a aparecer nuevos protagonistas sociales, junto con otros que habían sobrevivido ocultándose. La crisis económica generó motivos movilizadores: impuestos, indexación, suba de alquileres, deudas impagas dejadas por una quiebra bancaria; quienes reclamaron cuestionaban tanto la política económica como la clausura de lo público. En otros casos fue todo un fragmento de sociedad (un barrio, un pueblo) el que se organizó para reclamar (a veces con violencia, como en los "vecinazos" del Gran Buenos Aires a fines de 1982), así como para buscar solidariamente soluciones al margen de las autoridades: cooperativas, asociaciones de fomento o ligas de amas de casa eran la respuesta a un Estado cuya crisis se hacía visible. El nuevo activismo social se manifestó en los campos más diversos. Los grupos culturales, como Teatro Abierto, que desde 1980 mostró la vitalidad de una práctica cultural convertida en acción política sucedánea. Lo mismo ocurrió con los jóvenes que animaban grupos en las parroquias, los que nutrían las multitudinarias peregrinaciones a Lujan o los gigantescos recitales de rock nacional, que a su manera también resultaban actos políticos. El activismo renació en las universidades, reclamando contra los cupos de ingreso o el arancelamiento, y en las fábricas, donde empezaron a reconstituirse las comisiones internas y la participación sindical.
La sociedad experimentaba una nueva primavera: el enemigo común, algo menos peligroso pero aún temible, estimulaba la solidaridad y alentaba una organización y una acción de la que se esperaban resultados concretos. Nuevamente, los conflictos de la realidad aparecían transparentes, y la solución de los problemas era posible si los hombres y las mujeres de buena voluntad se organizaban en una fuerza consistente. Pero a diferencia de la anterior primavera, a fines de los años sesenta, no sólo había un repudio total de la violencia o de cualquier forma velada de guerra, sino también una confianza menor en la posibilidad de encontrar una gran solución, única, radical y definitiva. También era menor la seguridad de que el amplio conjunto de demandas planteadas definiera un gran protagonista, un actor único de la gesta, como lo había sido, por mucho tiempo, el "pueblo peronista". En esa diversidad se nutrió la nueva democracia, pluralista y consensual.
Parte de este nuevo espíritu vino de la movilización sindical, que fue intensa: los sindicalistas sacaron a la gente a la calle para reclamar contra la crisis económica y en favor de la democracia. A lo largo de 1982 y 1983, hubo una serie de paros generales y abundantes huelgas parciales, en las que se destacaron, por su nueva y aguerrida militancia, los gremios estatales. Pero los sindicalistas pusieron sus mejores esfuerzos en la recuperación del control de los sindicatos intervenidos, la "normalización", que negociaron con el gobierno combinando la presión y el acuerdo. Las distintas fracciones coincidieron en este objetivo. Su acción movilizadora fue perdiendo especificidad y confluyó en la lucha más general por aquello que concentraba las mayores ilusiones: la recuperación de la democracia.
La democracia fue en primer lugar una ilusión: la tierra prometida, que sería alcanzada sin esfuerzo por una sociedad cuyos integrantes, en su mayoría, muy poco antes, adherían a los términos y las opciones planteados por los militares. Luego del doble sacudón de la crisis económica y la derrota militar, la democracia aparecía como la llave para superar desencuentros y frustraciones; sería una fórmula de convivencia política y también la solución de cada uno de los problemas concretos. Varias décadas sin una práctica real hacían necesario un nuevo aprendizaje de las reglas del juego, y también de sus valores y principios más generales, de la democracia y también de la república. Ese conocimiento vago y aproximativo, que subrayaba más los derechos que los deberes, facilitó que se encabalgaran en la nueva ilusión quienes nunca habían creído en ella. Pero se la aprendió con intensidad y se la puso en práctica pronto. La afiliación a los partidos políticos (luego de que el gobierno levantó definitivamente la veda) fue tan masiva que uno de cada tres electores pertenecía a alguno de ellos. Las movilizaciones en defensa de la democracia recordaron por su número a las de diez años atrás, pero, a diferencia de aquéllas, no eran ni fiestas ni ejercicios para la toma del poder, sino la expresión de una voluntad colectiva: mostrarse y reconocerse como integrantes de la civilidad. Esa diferencia se expresó también en los lugares de concentración elegidos: junto con la tradicional Plaza de Mayo, estuvo el Cabildo o los Tribunales, lo que indicaba el papel central que se esperaba de la justicia.
La afiliación masiva transformó a los partidos políticos. Hubo un amplio deseo de participación y se animaron los comités o las unidades básicas. También se renovaron los cuadros dirigentes, y se incorporaron quienes venían de militar en organizaciones juveniles o estudiantiles, como en el caso de la Coordinadora radical, así como muchos intelectuales, que renovaron los temas de la discusión. Los viejos cuadros dirigentes se vieron desafiados por otros que desde los márgenes habían planteado posiciones discrepantes, de modo que la renovación fue amplia e integral.
Las transformaciones del peronismo fueron notables, pues el viejo movimiento, siempre en tensión con la democracia, empezó a convertirse en un aceptable partido. La cuestión del verticalismo quedó postergada (Isabel Perón sólo había ocupado simbólicamente la presidencia), y el partido combinó la organización territorial con la sindical. Tímidamente, aparecieron las formas participativas y los temas democráticos, que nunca habían sido el fuerte del movimiento. Pero la renovación más sustantiva fue lenta. Los viejos caudillos provinciales compartieron las decisiones con el metalúrgico Lorenzo Miguel, jefe de las 62 Organizaciones, y Herminio Iglesias, un sindicalista de trayectoria poco clara, fue candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires. El candidato a presidente fue ítalo Luder, un jurista de prestigio, que no pudo disipar la desconfianza suscitada por el peronismo en sectores importantes de la sociedad.
El radicalismo se renovó por impulso de Raúl Alfonsín, que en 1972 había creado el Movimiento de Renovación y Cambio para disputarle el liderazgo a Ricardo Balbín. Durante el Proceso se distinguió del resto de los políticos, pues criticó a los militares con mucha energía, asumió la defensa de detenidos políticos y el reclamo por los desaparecidos y evitó envolverse en la euforia de la guerra de Malvinas. Desde el fin de la guerra, su ascenso fue vertiginoso y en la puja interna le permitió derrotar a los herederos de Balbín. Hizo de la democracia su bandera, y la combinó con un conjunto de propuestas de modernización de la sociedad y el Estado, una reivindicación de los aspectos éticos de la política y un discurso ganador, muy distinto del tradicional discurso radical, que atrajeron al partido a una masa de afiliados y simpatizantes.
Radicales y peronistas cosecharon amplios apoyos y dejaron poco espacio para otros partidos. A la derecha, como siempre, fue difícil unificar las fuerzas. Muchas de ellas habían militado entre los "amigos" del Proceso. El ingeniero Alsogaray fundó la Unión del Centro Democrático y predicó el liberalismo económico ortodoxo, pero sus mejores frutos vendrían años después. A la izquierda, el Partido Intransigente logró reunir un amplio y heterogéneo espectro de simpatizantes, que, aunque compartían muchas de sus propuestas, eran reacios al dirigente radical.
Alimentados por la movilización de la sociedad y por esta segunda y apacible primavera de los pueblos, los partidos, sin embargo, tuvieron dificultades para dar completa cabida a las múltiples demandas y no llegaron a constituir plenamente un espacio de negociación de los intereses. Las organizaciones de derechos humanos fueron cada vez más intransigentes en un reclamo (la aparición con vida y el juicio y castigo a los responsables) que los partidos intentaban traducir en términos aceptables para el juego político. La misma dificultad se manifestó respecto de los intereses sociales más estructurados, como los sindicales o los empresarios, que prefirieron canalizar sus demandas por los cauces corporativos tradicionales.
No era un problema inquietante por entonces, pues en la sociedad se manifestaba una entusiasta adhesión a una democracia que entendía como la primacía de la civilidad. Las formas de hacer política del pasado reciente (la intransigencia de las facciones, la subordinación de los medios a los fines, la exclusión del adversario, el conflicto entendido como guerra) dejaban paso a otras en las que se afirmaba el pluralismo, el respeto de las formas institucionales y una subordinación de la práctica política a la ética. Celebrando la novedad (en rigor, el país nunca había conocido una democracia institucional de este tipo), se valoró y hasta sobrevaloró la eficacia de este instrumento. Para cuidarlo, nutrirlo y fortalecerlo, se puso sobre todo el acento en el consenso alrededor de las reglas y en la acción conjunta para la defensa del sistema. Se postergó una dimensión esencial de la práctica política: la discusión de programas y opciones, que necesariamente implican conflictos, ganadores y perdedores, y se confió sólo en el poder de la civilidad unida. Esta combinación de la valoración de la civilidad con un fuerte voluntarismo derivó en un cierto facilismo, en una especie de "democracia boba", aséptica y conformista.
Los problemas se verían más adelante. Por el momento, la civilidad vivió plenamente su ilusión, y acompañó al candidato que mejor captó ese estado de ánimo colectivo. El peronismo encaró su campaña con mucho del viejo estilo, convocando a la liberación contra la dependencia, apeló a lo peor de su folclore político y pagó los costos. Raúl Alfonsín, en cambio, recurrió en primer lugar a la Constitución, cuyo preámbulo (seguramente escuchado por primera vez por muchos de sus jóvenes adherentes) era un "rezo laico". Agregó una apelación a la transformación de la sociedad, que definía como moderna, laica, justa y colaborativa. Estigmatizó al régimen militar, aseguró que se haría justicia con los responsables y denunció un espurio pacto de impunidad entre militares y sindicalistas. Sobre todo aseguró que la democracia no sólo podía resolver los problemas de largo plazo (los cincuenta años de decadencia), sino también satisfacer la masa de demandas acumuladas y prestas a plantearse. La mayoría de la sociedad le creyó, y el radicalismo, con más de la mitad de los votos, superó holgadamente al peronismo, que por primera vez en su historia perdía una elección nacional. Una alegría profunda y sustantiva, aunque un poco inconsciente, envolvió a sus seguidores y en alguna medida a toda la civilidad, que por un momento olvidó cuántos problemas quedaban pendientes y qué poco margen de maniobra tenía el nuevo gobierno.

Luis Alberto Romero
Breve historia contemporánea de la Argentina (1916 – 2010)
Nueva edición revisada y actualizada
FCE, 2012

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