El 24 de marzo de
1976, la Junta de Comandantes en Jefe, integrada por el general Jorge Rafael
Videla, el almirante Emilio Eduardo Massera y el brigadier Orlando Ramón
Agosti, se hizo cargo del poder, dictó los instrumentos legales del llamado
"Proceso de Reorganización Nacional" y designó presidente de la
nación al general Videla, quien además continuó al frente del Ejército hasta
1978. En 1981, fue reemplazado por el general Roberto Viola, quien renunció a
fines de ese año. Su sucesor, el general Leopoldo Galtieri, renunció a mediados
de 1982, luego de la derrota en la guerra de Malvinas. El general Reynaldo
Bignone convocó a elecciones en octubre de 1983 y entregó el mando al
presidente electo, Raúl Alfonsín, el 10 de diciembre de ese año.
El
Estado terrorista
El caos económico
de 1975, la crisis de autoridad, las luchas facciosas y la muerte presente
cotidianamente, la acción espectacular de las organizaciones guerrilleras (que
habían fracasado en dos grandes operativos contra unidades militares en el Gran
Buenos Aires y en Formosa), el terror sembrado por la Alianza Anticomunista
Argentina (Triple A), todo ello creó las condiciones para la aceptación de un
golpe de Estado que prometía restablecer el orden y asegurar el monopolio
estatal de la fuerza. La propuesta de los militares (quienes poco habían hecho
para impedir que el caos llegara a ese extremo) iba más allá: consistía en
eliminar de raíz el problema, que en su diagnóstico se encontraba en la
sociedad misma y en la naturaleza irresoluta de sus conflictos. El carácter de
la solución proyectada podía adivinarse en las metáforas empleadas (enfermedad,
tumor, extirpación, cirugía mayor), resumidas en una más clara y contundente:
cortar con la espada el nudo gordiano.
El tajo fue en
realidad una operación integral de represión, cuidadosamente planeada por la
conducción de las tres armas, ensayada primero en Tucumán (donde el Ejército
intervino oficialmente desde 1975) y luego ejecutada de modo sistemático en
todo el país. Así lo estableció luego la justicia. Los mandos militares
concentraron en sus manos toda la acción, y los grupos parapoliciales de
distinto tipo que habían operado en los años anteriores se disolvieron o se
subordinaron a ellos. Las tres armas se asignaron diferentes zonas de
responsabilidad y hasta mantuvieron una cierta competencia, lo que dio a la
operación una fisonomía anárquica y faccional que, sin embargo, no implicó
acciones casuales, descontroladas o irresponsables, y lo que pudo haber de ello
formó parte de la concepción general de la operación.
La planificación
general y la supervisión táctica estuvieron en manos de los más altos niveles
de conducción castrense, y los oficiales superiores no desdeñaron participar
personalmente en tareas de ejecución, poniendo de relieve el compromiso
colectivo. Las órdenes bajaban, por la cadena de mandos, hasta los encargados
de la ejecución, los Grupos de Tareas (integrados principalmente por oficiales
jóvenes, con algunos suboficiales, policías y civiles), que también tenían una
organización específica. La ejecución requirió además un complejo aparato
administrativo, pues debía darse cuenta del movimiento (entradas, traslados y salidas)
de un conjunto muy numeroso de personas. La represión fue, en suma, una acción
sistemática realizada desde el Estado.
Se trató de una
acción terrorista clandestina, dividida en cuatro momentos principales: el
secuestro, la tortura, la detención y la ejecución. Para los secuestros, cada
grupo de operaciones (conocido como "la patota") operaba
preferentemente de noche, en los domicilios de las víctimas, a la vista de su
familia, que en muchos casos era incluida en la operación. Pero también muchas
detenciones fueron realizadas en fábricas o lugares de trabajo, en la calle, y
algunas en países vecinos, con la colaboración de las autoridades locales. Al
secuestro seguía el saqueo de la vivienda, perfeccionado posteriormente cuando
se obligó a las víctimas a ceder la propiedad de sus inmuebles, con todo lo
cual se conformó el botín de la horrenda operación.
El destino primero
del secuestrado era la tortura, sistemática y prolongada. La
"picana", el "submarino" (mantener sumergida la cabeza en
un recipiente con agua) y las violaciones sexuales eran las formas más comunes;
se sumaban otras que combinaban la tecnología con el refinado sadismo del
personal especializado, puesto al servicio de una operación institucional. En
principio la tortura servía para lograr la denuncia de compañeros, lugares,
operaciones; pero más en general tenía el propósito de quebrar la resistencia
del detenido, anular sus defensas, destruir su dignidad y su personalidad.
Muchos morían en la tortura, se "quedaban"; los sobrevivientes iniciaban
una detención más o menos prolongada en alguno de los trescientos cuarenta
centros clandestinos de detención (los "chupaderos") que funcionaron
en esos años. Se encontraban en unidades militares (la Escuela de Mecánica de
la Armada, Campo de Mayo, los Comandos de Cuerpo), pero generalmente en
dependencias policiales, y eran conocidos con nombres de macabra fantasía: el
Olimpo, el Vesubio, la Cacha, la Perla, la Escuelita, el Reformatorio, Puesto
Vasco, Pozo de Banfield… La administración y el control del movimiento de este
enorme número de centros dan idea de la complejidad de la operación y de la
cantidad de personas involucradas, así como de la determinación requerida para
mantener su clandestinidad. En esta etapa final de su calvario, de duración
imprecisa, se completaba la degradación de las víctimas, mal alimentadas, sin
atención médica y siempre encapuchadas o "tabicadas". Muchas
detenidas embarazadas dieron a luz en esas condiciones; muchas veces los mismos
secuestradores se apropiaban de sus hijos, o los entregaban a conocidos. No es
extraño que, en esa situación verdaderamente límite, algunos secuestrados hayan
aceptado colaborar con sus victimarios, realizando tareas de servicio o
acompañándolos para individualizar en la calle a antiguos compañeros. Pero para
la mayoría el destino final era el "traslado", es decir, su
ejecución.
Ésta era la
decisión más importante y se tomaba en el más alto nivel de mando, después de
un análisis de los antecedentes, potencial utilidad o
"recuperabilidad" de los detenidos. Pese a que la Junta Militar
estableció la pena de muerte, todas las ejecuciones fueron clandestinas. A
veces los cadáveres aparecían en la calle, como muertos en enfrentamientos o en
intentos de fuga. En algunas ocasiones se dinamitaron pilas enteras de cuerpos,
como espectacular represalia a alguna acción guerrillera. Pero en la mayoría de
los casos los cadáveres se ocultaban, enterrados en cementerios como personas
desconocidas, quemados en fosas colectivas o arrojados al mar con bloques de
cemento, luego de ser adormecidos con una inyección. De ese modo, no hubo
muertos, sino "desaparecidos".
Las desapariciones
se produjeron masivamente entre 1976 y 1978, el trienio sombrío, y luego se
redujeron a una expresión mínima. Fue una verdadera masacre. La comisión que
las investigó documentó alrededor de nueve mil casos, pero indicó que podía
haber muchos otros no denunciados, mientras que las organizaciones defensoras
de los derechos humanos reclamaron por 30 mil desaparecidos, una cifra originariamente
arbitraria que se cargó de fuerte valor simbólico. Se trató en su mayoría de
jóvenes de entre 15 y 35 años. Algunos pertenecían a las organizaciones
armadas: el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) fue diezmado entre 1975 y
1976, y a la muerte de Roberto Santucho, en julio de ese año, poco quedó de la
organización. Montoneros, que también experimentó fuertes bajas en sus cuadros,
siguió operando, aunque limitada a acciones terroristas (hubo algunos
asesinatos de gran resonancia, como el del jefe de la Policía Federal)
desvinculadas de su anterior práctica política. Su conducción y sus cuadros
principales emigraron a México, y desde allí organizaron atentados y otras
operaciones, que terminaron de manera catastrófica, como el "operativo
retorno". Lo cierto es que cuando la amenaza real de las organizaciones ya
había disminuido considerablemente, la represión continuó su marcha. Cayeron
militantes de organizaciones políticas y sociales, dirigentes gremiales de
base, con actuación en las comisiones internas de fábricas (algunos empresarios
solían requerir al efecto la colaboración de los responsables militares), y
junto con ellos militantes políticos varios, sacerdotes, intelectuales,
abogados relacionados con la defensa de presos políticos, activistas de
organizaciones de derechos humanos. Algunos tenían relaciones indirectas con
las organizaciones armadas; muchos otros cayeron por la sola razón de ser
parientes de alguien, figurar en una agenda o haber sido mencionados en una
sesión de tortura. Pero más allá de los accidentes y los errores, las víctimas
fueron las queridas: con el argumento de enfrentar y destruir en su propio
terreno a las organizaciones armadas, la operación procuraba eliminar todo
activismo, toda protesta social, toda expresión de pensamiento crítico, toda
posible dirección política de la movilización popular que se había desarrollado
desde mediados de la década anterior y que entonces era aniquilada. En ese
sentido los resultados fueron exactamente los buscados.
Las víctimas fueron
muchas, pero el verdadero objetivo eran los vivos, el conjunto de la sociedad
que, antes de emprender su transformación profunda, debía ser controlada y
dominada por el terror y la palabra. El Estado se desdobló: una parte,
clandestina y terrorista, practicó una represión sin responsables, eximida de
responder a los reclamos. La otra, pública, apoyada en un orden jurídico que
ella misma estableció, silenciaba cualquier otra voz. No sólo desaparecieron
las instituciones de la república, sino que fue clausurada autoritariamente la
expresión pública de opiniones. Los partidos y la actividad política toda
quedaron prohibidos, así como los sindicatos y la actividad gremial; se sometió
a los medios de prensa a una explícita censura, que impedía cualquier mención del
terrorismo estatal y sus víctimas, y artistas e intelectuales fueron vigilados.
Sólo quedó la voz del Estado, dirigiéndose a un conjunto atomizado de
habitantes.
Su discurso, masivo
y abrumador, retomó dos motivos tradicionales de la cultura política argentina
y los desarrolló hasta sus últimas consecuencias. El adversario (de límites
borrosos, que podía incluir a cualquier posible disidente) era el no ser, la
"subversión apátrida" sin derecho a voz o a existencia, que podía y
merecía ser exterminada. Contra la violencia no se argumentó en favor de una
alternativa jurídica y consensual, propia de un Estado republicano y de una
sociedad democrática, sino de un orden que era, en realidad, otra versión de la
misma ecuación violenta y autoritaria. El terror cubrió a la sociedad toda.
Clausurados los espacios donde los individuos podían identificarse en
colectivos más amplios, cada uno quedó solo e indefenso ante el Estado
aterrorizador, y en una sociedad inmovilizada y sin reacción se impuso (como ha
dicho Juan Corradi) la cultura del miedo. Algunos no aceptaron esto y emigraron
al exterior (por una combinación variable de razones políticas y profesionales)
o se refugiaron en un exilio interior, en ámbitos recoletos, casi domésticos,
practicando el mimetismo a la espera de la brecha que permitiera volver a
emerger. La mayoría aceptó el discurso estatal, justificó lo poco que no podía
ignorar de la represión con el argumento del "por algo será", o se
refugió en la deliberada ignorancia de lo que sucedía a la vista de todos. Lo
más notable, sin embargo, fue una suerte de asunción e internalización de la
acción estatal, traducida en el propio control, en la autocensura, en la
vigilancia del vecino. La sociedad se patrulló a sí misma, se llenó de kapos,
ha escrito Guillermo O'Donnell, asombrado por un conjunto de prácticas que
(desde la familia a la vestimenta o las creencias) revelaban lo profundamente
arraigado que estaba el autoritarismo, potenciado por el discurso estatal.
El gobierno militar
nunca logró despertar ni entusiasmo ni adhesión explícita en el conjunto de la
sociedad, pese a que lo intentó. A mediados de 1978, cuando se celebró el
Campeonato Mundial de Fútbol, las máximas jerarquías asistieron a los estadios
donde la Argentina obtuvo el título, y a fines de ese año, agitando el turbio
sentimiento chauvinista, poco faltó para que iniciaran una guerra con Chile.
Sólo obtuvo pasividad, pero le alcanzó para encarar la transformación profunda
que (en su prospecto) habría de eliminar definitivamente los conflictos de la
sociedad, y cuyas primeras consecuencias (la fiebre especulativa) contribuyeron
por otra vía a la atomización de la sociedad y a la eliminación de cualquier
posible respuesta.
La
economía imaginaria: inflación y especulación
Esa transformación fue
conducida por José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de economía durante los
cinco años de la presidencia de Videla. Cuando asumió, debía enfrentar una
crisis cíclica aguda (inflación desatada, recesión, problemas en la balanza de
pagos), complicada por la crisis política y social y el fuerte desafío de las
organizaciones armadas al poder del Estado. La represión inicial, que descabezó
la movilización popular, sumada a una política anticrisis clásica (más o menos
similar a todas las ejecutadas desde 1952) permitió superar la coyuntura. Pero
esta vez las Fuerzas Armadas y los sectores del establishment que las
acompañaban habían decidido ir más lejos. En su diagnóstico, la inestabilidad
política y social crónica nacía de la impotencia del poder político ante los
grandes grupos corporativos (los trabajadores organizados, pero también los
empresarios) que alternativamente se enfrentaban, generando desorden y caos, o
se unían para beneficiarse con las prebendas que arrancaban al Estado. Una
solución de largo plazo debía cambiar los datos básicos de la economía y así
modificar esa configuración social y política crónicamente inestable. No se
trataba de encontrar la fórmula del crecimiento (pues se juzgaba que a menudo
allí anidaba el desorden), sino la del orden y de la seguridad. Invirtiendo lo
que hasta entonces (de Perón a Perón) habían sido los objetivos de las
distintas fórmulas políticas, se buscó solucionar los problemas que la economía
ponía a la estabilidad política, si era necesario a costa del propio crecimiento
económico.
Según un balance
que progresivamente se imponía, el Estado intervencionista, benefactor y
prebendario, que en forma gradual se había constituido desde 1930, era el gran
responsable del desorden social; en cambio, el mercado parecía el instrumento
capaz de disciplinar por igual a todos los actores, premiando la eficiencia e
impidiendo los malsanos comportamientos corporativos. Este argumento, que con
el tiempo llegó a dominar en los discursos y en el imaginario, oscureció lo que
fue, en definitiva, la solución de fondo: al final de la transformación que
condujo Martínez de Hoz, el poder económico se concentró en un conjunto de
grupos empresarios, transnacionales y nacionales, que acapararon las prebendas
estatales y redujeron los márgenes de la puja corporativa. Esta transformación
no fue el producto de la fuerza automática del mercado: requirió de una fuerte
intervención del Estado, para reprimir y desarmar a los actores del juego
corporativo, para imponer las reglas que facilitaran el crecimiento de los
vencedores y para trasladar hacia ellos los recursos del conjunto de la
sociedad.
La ejecución de esa
transformación planteaba un problema político, que ha expuesto Jorge Schvarzer:
la conducción económica debía durar en el poder un tiempo suficiente como para
que los cambios fueran irreversibles. El ministro de economía y su grupo
permanecieron durante cinco años: el efecto se manifestó de inmediato después
de su salida, cuando sus sucesores fracasaron en el intento de cambiar algo del
rumbo.
Martínez de Hoz
contó inicialmente con un fuerte apoyo, casi personal, de los organismos
internacionales y los bancos extranjeros (que le permitió sortear varias
situaciones difíciles), y del sector más concentrado del establishment local.
La relación con los militares fue más compleja, en parte por sus profundas
divisiones (entre las armas y aun entre facciones), que se expresaban en
apoyos, críticas o bloqueos a su gestión, y en parte por el peso que entre
ellos tenían muchas ideas y concepciones más tradicionales, con las que el
ministro tuvo que encontrar algún punto de acuerdo. Fue una relación
conflictiva, de potencia a potencia. Los militares juzgaban que el control de
los sindicatos y la fuerte reducción de los ingresos laborales debían equilibrarse,
por razones de seguridad, con el mantenimiento de un nivel elevado de empleo,
de modo que la receta recesiva más clásica estaba descartada. También
defendieron, por diversos motivos, la pervivencia de las empresas estatales.
Las relaciones con los empresarios tampoco fueron fáciles, debido a la cantidad
de intereses sectoriales que debían ser afectados; pero no conformaron un
frente unificado, y primó la inflexibilidad del ministro, unida a su capacidad
de predicador, mostrando la tierra prometida al final del desierto, con más
seguridad y convicción cuanto más desmentidos por la realidad resultaban sus
pronósticos. Su carta de triunfo principal fue haber colocado durante varios
años a la economía en una situación de inestabilidad tal que un cambio de
piloto garantizaba una catástrofe. Cuando esto dejó de funcionar, la
concentración y el endeudamiento ya habían creado los mecanismos para asegurar
la continuidad de sus políticas.
Las medidas
iniciales del equipo ministerial no dieron idea del rumbo futuro. Luego de
intervenir la Confederación General del Trabajo (CGT) y los principales
sindicatos, suprimir las negociaciones colectivas y prohibir las huelgas, se
congelaron los salarios, que en 1976 cayeron en términos reales alrededor del
40 por ciento. Con la ayuda suplementaria de los créditos externos, la crisis
cíclica se superó sin desocupación.
Desde mediados de
1977 (y a medida que la conducción se afirmaba) comenzaron a plantearse las
grandes reformas, que modificaron las normas básicas vigentes desde 1930. La
reforma financiera eliminó la regulación estatal de la tasa de interés y se
permitió la proliferación de bancos e instituciones financieras. El Estado no
dispuso ya de créditos subsidiados para asignar según sus prioridades, fueran
éstas grandes designios económicos o simple prebenda. Las ofertas para los
inversores se diversificaron; en un contexto de elevada inflación, las
preferidas fueron los plazos fijos a treinta días y los títulos del Estado
indexados. En un clima altamente especulativo, la competencia entre las
instituciones financieras mantuvo elevada la tasa de interés, y con ella la
inflación, que el equipo económico nunca pudo reducir, pese a su declarado
propósito. En la nueva operatoria se mantuvo una norma de la vieja concepción: el
Estado garantizaba no sólo los títulos que emitía, sino los depósitos a plazo
fijo, tomados a tasa libre por entidades privadas, de modo que, ante una
eventual quiebra, se devolvía el depósito a los ahorristas. Esta combinación de
liberalización, eliminación de controles y garantía estatal generó un mecanismo
perverso, que finalmente llevó a todo el sistema a la ruina.
La segunda gran
modificación se produjo en diciembre de 1978 con la llamada "pauta
cambiaria", adoptada poco después de que el general Videla fuera
confirmado por la Junta Militar por tres años en la presidencia, aventando
amenazas sobre la estabilidad del ministro. De acuerdo con la nueva doctrina
monetarista en boga, se trató de fortalecer la previsibilidad cambiaria, y así
reducir por pasos la inflación. El gobierno fijó una tabla de devaluación
mensual del peso, gradualmente decreciente hasta llegar en algún momento a
cero. Pero la inflación subsistió, y el peso se revaluó de modo considerable
respecto del dólar. Su efecto se sumó al de la progresiva apertura económica y
la progresiva reducción de aranceles, otra novedad en materia de políticas
económicas. La consecuencia del dólar barato y los bajos impuestos fue una
inundación de productos importados a precio ínfimo, que afectó con dureza a la
industria local.
La adopción de la
pauta cambiaria coincidió con una gran afluencia de dinero del exterior,
proveniente de los beneficios extraordinarios del petróleo, cuyo precio volvió
a elevarse notablemente en 1979. El flujo de dólares (origen del fuerte
endeudamiento externo) fue común en toda América Latina y en muchos países del
tercer mundo, pero en la Argentina lo estimuló la posibilidad de tomarlos y
colocarlos sin riesgo en el mercado financiero local, aprovechando las elevadas
tasas de interés internas y la garantía estatal sobre el precio de recompra de
dólares. Hubo mucho dinero en circulación, se obtuvieron abultados beneficios
nominales (la "plata dulce") y muchos pudieron comprar costosos
productos importados o viajar al exterior. Pero la "tablita" (tal el
nombre popular de la pauta cambiaria) no redujo ni las tasas de interés ni la
inflación, en buena medida por la incertidumbre creciente, a medida que la
sobrevaluación del peso anticipaba una futura e inevitable gran devaluación. Mientras
se constituía la base de la deuda externa, esta "bicicleta" se
agregaba a la "plata dulce" y a los "importados coreanos"
para configurar la apariencia de una modificación sustancial de la economía y
de sus reglas, beneficiosa para todos.
Su verdadero
corazón se hallaba ahora en el sector financiero, donde se lograron los mayores
beneficios. Se trataba de un mercado altamente inestable, pues la masa de
dinero se encontraba colocada a corto plazo y los capitales podían salir del
país sin trabas, si cambiaba la coyuntura, de modo que, antes que la eficiencia
o el riesgo empresario, allí se premiaba la agilidad y la especulación. Muchas
empresas compensaron sus fuertes quebrantos operativos con ganancias en la
actividad financiera; muchos bancos se convirtieron en el centro de una red de
empresas, endeudadas con ellos y compradas a bajo precio. El Estado financió su
déficit operativo y sus obras públicas con endeudamiento externo. Muchas
empresas tomaron créditos en dólares y los colocaron en el circuito financiero,
y para devolverlos recurrieron a nuevos créditos; una cadena de la felicidad
que, como era previsible, en un momento se cortó.
El momento llegó a
principios de 1980. Mientras la economía real agonizaba, la economía imaginaria
del mercado financiero rodaba hacia la vorágine. Las altas tasas de interés
eran inconciliables con las tasas de beneficio normales, de modo que ninguna
actividad productiva resultaba rentable ni podía competir con la especulación.
Muchas empresas tuvieron problemas, aumentaron las quiebras y los acreedores
financieros, con infinidad de créditos incobrables, buscaron salir del aprieto
ofreciendo tasas más altas para captar más depósitos. Las consecuencias de la
combinación de liberalización y garantía estatal quedaron a la vista. En marzo
de 1980, finalmente, el Banco Central decidió la quiebra del banco privado más
grande y de otros tres importantes, que a su vez eran cabezas de sendos grupos
empresarios. Para frenar la corrida bancaria, el gobierno asumió sus pasivos,
que representaban la quinta parte del sistema financiero.
El problema
financiero siguió agravándose, y hasta el fin del gobierno militar la crisis
fue una constante. En marzo de 1981, debía asumir el nuevo presidente, general
Roberto Marcelo Viola; Martínez de Hoz dejaría el ministerio, y con él cesaría
la vigencia de la "tablita", lo que fue anticipado por una masiva
emigración de dólares. Finalmente el gobierno tuvo que abandonar la paridad
cambiaria sostenida. A lo largo de 1981, y ya con la nueva conducción
económica, el peso fue devaluado en un 400 por ciento, mientras que la
inflación recrudecida llegaba al 100 por ciento anual. La devaluación fue
catastrófica para las empresas endeudadas en dólares. El Estado, que ya había
absorbido las pérdidas del sistema bancario, concurrió en su auxilio en 1982 y
se hizo cargo de la deuda externa de las empresas, aumentando su propio
endeudamiento.
La era de la
"plata dulce" terminaba; probablemente muchos de sus beneficiarios no
sufrieron las consecuencias del catastrófico final, pero la sociedad toda debió
cargar con las pérdidas. La suba de las tasas de interés en Estados Unidos
indicó la aparición de un fuerte competidor en la captación de fondos
financieros. En 1982 México anunció que no podía pagar su deuda externa y
declaró una moratoria. Fue la señal. Los créditos fáciles para los países
latinoamericanos se cortaron, mientras los intereses subían espectacularmente y
con ellos el monto de la deuda. En 1979, ésta era de 8.500 millones de dólares;
en 1981, superaba los 25 mil millones y a principios de 1984, los 45 mil
millones. Los acreedores externos comenzaron a imponer condiciones sobre las
políticas estatales.
La
economía real: destrucción y concentración
En cuanto a la
economía "real", hubo un giro categórico. La idea de que el
crecimiento económico y el bienestar de la sociedad se asociaban con la
industria y el mercado interno fue abandonada. A la protección industrial se le
achacó su falta de competitividad, y se optó por premiar la eficiencia y la capacidad
para competir en el mercado mundial. Se trataba de un cuestionamiento similar
al del resto del mundo capitalista, pero la respuesta local fue mucho más
destructiva que constructiva.
La estrategia
centrada en el fortalecimiento del sector financiero, en la apertura y en el
endeudamiento no benefició a ninguno de los grandes sectores de la economía
(con los que el ministro mantuvo frecuentes conflictos), sino a actores
individuales privilegiados. La industria sufrió la competencia de los artículos
importados, el encarecimiento del crédito, la supresión de muchos mecanismos de
promoción y la reducción del poder adquisitivo de la población. El producto
industrial cayó en los primeros cinco años alrededor del 20 por ciento, y
también la mano de obra ocupada. Muchas plantas cerraron y en conjunto el
sector experimentó una verdadera involución. Como planteó Jorge Katz, hubo una
reestructuración de la actividad, que en la mayoría de los casos supuso una
verdadera regresión. Los sectores más antiguos e ineficientes, como el textil y
el de confecciones, fueron barridos por la competencia, pero también resultaron
muy golpeados aquellos nuevos, como el metalmecánico o el electrónico, que
habían progresado notablemente. Por entonces se producía en el mundo un avance tecnológico
muy fuerte, de modo que la brecha que separaba a la Argentina de esa
vanguardia, que se había achicado en los veinte años anteriores, volvió a
ensancharse, ya de manera irreversible. En cambio crecieron y se beneficiaron
con la reestructuración las grandes empresas elaboradoras de bienes
intermedios, como celulosa, siderurgia, aluminio, petroquímica, petróleo o
cemento, y también las automotrices. Para ellas se mantuvieron los antiguos
beneficios y promociones, propios del Estado prebendario, y se agregaron otros
nuevos, para favorecer las exportaciones. Los mercados externos les permitieron
superar las limitaciones del mercado interno.
El nuevo perfil
exportador de la economía que se insinuaba se notó también en el sector
agropecuario. Hacia 1976 culminaba una verdadera revolución productiva, que
multiplicó el producto: semillas híbridas, agroquímicos, expansión de la
frontera, desarrollo de cultivos oleaginosos y también crecimiento de la
industria aceitera. Por entonces se abrieron nuevos mercados, como el de la
Unión Soviética, afectada por el embargo cerealero estadounidense, al tiempo
que el gobierno eliminaba las retenciones a la exportación. Pero la
sobrevaluación del peso se comió los beneficios, y en 1981 el sector estaba en
una situación crítica. Por otra parte, sus ingresos influían menos en la
economía general. Ya no subsidiaron a la industria manufacturera, a través del
Estado, y en cambio se volcaron al sector financiero, local o externo. Luego,
cuando la debacle cambiaria volvió a colocarlos en buenas condiciones, la caída
de los precios internacionales de los cereales prolongó su crisis.
Si bien el sector
industrial perdió mucha mano de obra, en el conjunto de la economía la
desocupación fue escasa, tal como la conducción militar le había demandado al
ministro. Hubo transferencias de trabajadores de la industria hacia los
servicios, y muchos ensayaron la actividad por cuenta propia. La mayor
expansión se produjo en la construcción y sobre todo en las obras públicas. El
gobierno se embarcó en una serie de grandes proyectos, aprovechando los
créditos externos baratos: las obras del Mundial de Fútbol, autopistas y
caminos, represas hidroeléctricas o centrales atómicas. La presión inicial para
bajar los salarios fue cediendo en forma gradual, aunque la suspensión de las
negociaciones colectivas posibilitó fuertes disparidades entre actividades y
empresas. Pero a partir de 1981 la crisis, la inflación y la recesión hicieron
descender dramáticamente tanto la ocupación como el salario real. En vísperas
de dejar el poder, los gobernantes militares no podían exhibir en este campo
ningún logro importante.
Cuando la burbuja
financiera se derrumbó, quedó en evidencia que la principal consecuencia de la
traumática transformación había sido (junto con la deuda externa) una fuerte
concentración económica. En este caso, el principal papel no correspondió a las
empresas extranjeras. No hubo nuevas instalaciones; algunas se retiraron, o se
limitaron a la provisión de partes y de tecnología, como las automotrices. Les
resultaba difícil manejarse en un medio altamente especulativo, sometido a
bruscos cambios en las reglas, en el que las decisiones diarias significaban
grandes ganancias o grandes pérdidas. Aquí los empresarios locales tenían
ventaja. En estos años, junto con algunas transnacionales, crecieron de modo
espectacular unos cuantos grandes grupos locales, directamente ligados a un
empresario o a una familia empresarial exitosos, como Macri, Pérez Companc,
Bulgheroni, Fortabat, o transnacionales con fuerte base local, como Bunge y
Born o Techint. Así, el establishment económico adquirió una nueva fisonomía.
Los casos más
espectaculares fueron los de los conglomerados empresariales, que combinaron
actividades industriales, de servicio, comerciales y financieras, a veces por
una estrategia de diversificación y reducción del riesgo, pero sobre todo (en
el contexto fuertemente especulativo) por la búsqueda de distintos negocios de
rápido rendimiento. Los grupos que crecieron contaron con un banco o una institución
financiera que les permitió manejarse en forma independiente en el sector en
que, por unos 251 años, se obtuvieron las mayores ganancias. Muchos de ellos
desaparecieron luego de 1980. Sobrevivieron los que capitalizaron sus
beneficios comprando empresas en dificultades, con las que constituyeron los
conglomerados. Lo decisivo fue, sin embargo, establecer en torno a alguna de
las empresas una relación privilegiada con el Estado.
En los años en que
Martínez de Hoz condujo la economía, el Estado realizó importantes obras
públicas y contrató a empresas de construcción o de ingeniería pertenecientes a
estos grupos, como SADE, de Pérez Companc, o Techint. Por otra parte, las
empresas del Estado adoptaron como estrategia privatizar parte de sus
actividades, contratando con terceros el suministro de equipos (como con los
teléfonos) o la realización de tareas, como hizo Yacimientos Petrolíferos
Fiscales (YPF) con la extracción de crudo, y en torno de esas actividades se
constituyeron algunas de las más poderosas empresas nuevas. Las empresas
contratistas del Estado se beneficiaron primero con las condiciones pactadas y
luego con el mecanismo de ajustar los costos al ritmo de la inflación que, dada
la magnitud de ésta y las dificultades del gobierno para cumplir puntualmente
con sus compromisos, terminaba significando un beneficio mayor aún que el de la
obra misma. Otras empresas aprovecharon los regímenes de promoción, que, aunque
en general se redujeron, continuaron existiendo para proyectos específicos.
Esos regímenes posibilitaban importantes reducciones impositivas, avales para
créditos baratos, seguros de cambio para los créditos en dólares,
monopolización del mercado interno, decisivo en el caso del papel de diario, o
suministro de energía a bajo costo, muy importante para las acerías o la
fábrica de aluminio. De ese modo, muchos grupos empresarios, a menudo sin
experiencia importante en el campo, podían constituir su capital con mínimos
aportes propios.
En un contexto de
estancamiento, estos grupos crecieron a costa de un Estado que había pasado de
la promoción general de algunos sectores de la economía a la prebenda
individualizada, en beneficio de grupos que frecuentemente colonizaban sus
oficinas. La colusión de intereses fue grande y desmintió el discurso del
liberalismo. Los grupos acumularon una fuerza tal que en el futuro resultaría
muy difícil revertir las condiciones en que actuaban y, junto con los
acreedores extranjeros, se convirtieron en los nuevos tutores del Estado.
Achicar
el Estado y silenciar a la sociedad
La reducción de
funciones del Estado, su conversión en "subsidiario", fue uno de los
propósitos más firmemente proclamados por el ministro Martínez de Hoz,
recogiendo un argumento que circulaba con fuerza creciente en todo el mundo
capitalista, donde estaban en plena revisión los principios del Estado
dirigista y benefactor, constituido en la Argentina, sucesivamente, en 1930 y
en 1945. Su propuesta suscitó un fuerte rechazo en buena parte de las Fuerzas
Armadas, pero el ministro obtuvo una importante victoria argumentativa cuando
logró ensamblar la prédica de la lucha antisubversiva con el discurso contra el
Estado, e incluso contra el industrialismo.
No es fácil saber
hasta qué punto estaba dispuesto a actuar completamente en coincidencia con
esas ideas. Muchos empresarios que lo acompañaban combinaban un genérico
liberalismo declarativo con la convicción de que el Estado debía proteger y
subvencionar a cada uno de ellos. Entre los militares, había muchos que
adherían a las ideas nacionalistas y dirigistas, y otros que aspiraban, más
simplemente, a sumarse a los beneficiarios del maná estatal. Por diferentes
razones, ambos coincidían en el mantenimiento de las empresas públicas y en el
desarrollo de los grandes emprendimientos estatales. Aún entre 1976 y 1981,
cuando Martínez de Hoz pudo imponer con más firmeza sus criterios, las
políticas económicas recogieron esas tensiones y resultaron ambiguas y
contradictorias con los principios declarados que las sustentaban.
En un punto
coincidían quienes querían aplicar el liberalismo antiestatista ortodoxo y
quienes aspiraban a monopolizar sus beneficios prebendarios: eliminar aquellos
dispositivos estatales que limitaban el uso discrecional del Estado por el
gobierno. Particularmente, los construidos desde 1930: la regulación del
crédito y de la tasa de interés, la política arancelaria y el control de
cambios, que fueron suprimidos en general pero retomados en muchos casos
singulares. Un compromiso parecido se manifestó en las empresas del Estado. Los
militares defendieron su supervivencia, e incluso toleraron el sobreempleo,
viejo fruto de la colusión con los sindicatos. Pero también toleraron su íntima
degradación, para que algunos hicieran su fortuna a costa de ellas. Los mejores
cuadros fueron alejados, las bajas tarifas que se establecieron crearon un
desastre financiero, agravado posteriormente por la recurrencia sistemática a
créditos externos. La llamada "privatización periférica" realizada
sin control ni regulación alguna, permitió crecer a su costa a los competidores
privados, cuyos directivos eran puestos con frecuencia al frente de ellas. Así
se endeudaron y deterioraron las empresas de servicios, hasta entonces
relativamente eficientes, mientras al mismo tiempo el Estado se hacía cargo de
infinidad de empresas y bancos quebrados por obra de su política económica.
Se trataba de una
manera paradójica de achicar el Estado. Si ése era el verdadero objetivo, los
resultados fueron los contrarios. Antes que estimular la eficiencia, el Estado
premió a los que sabían obtener de él distintos tipos de prebendas, por
mecanismos no demasiado diferentes de los que se había criticado, aunque
naturalmente el actor sindical había sido eliminado. Ni siquiera mejoró la
eficiencia del Estado en el campo que le era intrínseco e intransferible: la
recaudación y asignación de recursos fiscales. Pese a la proclamada aspiración
a lograr el equilibrio presupuestario, central desde la perspectiva adoptada
para contener la inflación, el gasto público creció en forma sostenida,
alimentado primero con la emisión y luego con el endeudamiento externo. Una
parte importante tuvo como beneficiario directo a las Fuerzas Armadas, que se
reequiparon con vistas al conflicto con Chile primero y con Gran Bretaña por
las Malvinas después, y otra también considerable se destinó a los grandes
programas de obras públicas. Los espacios para las negociaciones espurias se
multiplicaron debido a que las tres Fuerzas Armadas se repartieron prolijamente
la administración del Estado y la ejecución de las obras públicas,
multiplicando las demandas de recursos. Se gastaba por varias ventanillas a la
vez, lo que, sumado a la fuerte inflación, hizo borrosa la existencia de un
presupuesto del Estado.
El Estado se vio
afectado de forma más profunda aún. El llamado "Proceso de Reorganización
Nacional" supuso la coexistencia de un Estado terrorista clandestino,
encargado de la represión, y otro visible, sujeto a normas, establecidas por
las propias autoridades revolucionarias; pero que sometían sus acciones a una
cierta juridicidad. En la práctica, esta distinción no se mantuvo, y el Estado
ilegal fue corroyendo y corrompiendo al conjunto de las instituciones del
Estado y su misma organización jurídica.
La primera cuestión
oscura era dónde residía realmente el poder, pues pese a que la tradición
política del país era fuertemente presidencialista, y a que la unidad de mando
fue siempre uno de los principios de las Fuerzas Armadas, la autoridad del
presidente (al principio el primero entre sus pares, y luego ni siquiera eso)
resultó diluida y sometida a permanente escrutinio y limitación por los jefes
de las tres armas. El Estatuto del Proceso y las actas institucionales
complementarias (que suprimieron el Congreso, depuraron la justicia y
prohibieron la actividad política) crearon la Junta Militar, con atribuciones
para designar al presidente y controlar una parte importante de sus actos, pero
las atribuciones respectivas de una y otro no quedaron totalmente deslindadas,
y fueron más bien el resultado del cambiante equilibrio de fuerzas. También se
creó la Comisión de Asesoramiento Legislativo, para discutir las leyes;
integrada por tres representantes de cada arma, que obedecían órdenes de sus
mandos, dicha comisión se convirtió en una instancia más de los acuerdos y las
confrontaciones internas. Cada uno de los cargos ejecutivos, desde gobernadores
a intendentes, así como el manejo de las empresas del Estado y demás
dependencias, fue objeto del reparto entre las fuerzas, y quienes los ocupaban
dependían de una doble cadena de mandos: del Estado y de su arma, de modo que
el conjunto pudo asimilarse a la anarquía feudal antes que a un Estado
cohesionado en torno del poder.
La misma anarquía
existió respecto de las normas legales que el propio gobierno se daba. Como
demostró Enrique Groisman, existió confusión sobre su naturaleza (se mezclaron
sin criterio leyes, decretos y reglamentos), sobre quién las dictaba y sobre su
alcance. Hubo una notoria reticencia a explicitar sus fundamentos, y en
ocasiones hasta se mantuvo en secreto su misma existencia. Se prefirieron las
normas legales omnicomprensivas, y habitualmente se otorgaron facultades
amplias a los órganos de aplicación, pero además se toleró su permanente violación
o incumplimiento. Contaminado por el Estado terrorista clandestino, todo el
edificio jurídico de la república resultó así afectado, al punto que
prácticamente no hubo límites normativos para el ejercicio del poder, que
funcionó como potestad omnímoda del gobernante. La corrupción se extendió a la
administración pública, de la que fueron apartados los mejores elementos: los
criterios de arbitrariedad fueron asumidos por los funcionarios inferiores,
convertidos en pequeños autócratas sin control y, a la vez, sin capacidad para
controlar.
En suma, la
reorganización no se limitó a suprimir los mecanismos democráticos
constitucionales o a alterar profundamente las instituciones republicanas, como
había ocurrido con los regímenes militares anteriores. Desde dentro mismo se
realizó una verdadera revolución contra el Estado, afectando la posibilidad de
ejercer incluso las funciones de regulación y control básicas.
La fragmentación
del poder, las tendencias centrífugas y la anarquía derivaban de la escrupulosa
división del poder entre las tres fuerzas, al punto de no existir una instancia
superior a ellas que dirimiera los conflictos. Pero también surgía de la
existencia de definidas facciones en el propio Ejército, donde con la represión
surgieron verdaderos señores de la guerra, que casi no reconocían autoridad
sobre sí. En torno a los generales Videla y Viola (su segundo en el Ejército),
se constituyó la facción más fuerte, pero que distaba de ser dominante. Estos
jefes respaldaban a Martínez de Hoz (muy criticado por los militares más
nacionalistas, que abundaban entre los cuadros jóvenes), pero reconocían la
necesidad de encontrar en el futuro alguna salida política. Así, mantenían
comunicación con los dirigentes de los partidos políticos, que se ilusionaban
creyendo ver en ellos al sector más civilizado y hasta progresista de los
militares, quizá porque reconocían la necesidad de regular de alguna manera la
represión.
Otro grupo afirmaba
que la dictadura debía continuar sine die, y que la represión (que ejecutaban
de manera especialmente sanguinaria) debía llevarse hasta sus últimas
consecuencias. Sus figuras más destacadas eran los generales Luciano Benjamín
Menéndez y Carlos Suárez Masón, comandantes de los cuerpos de Ejército III y I,
con sede en Córdoba y en Buenos Aires, a los que se asociaba el general Ramón
J. Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires y figura clave en
la represión. En conflicto permanente con el comando del arma (con Videla y
sobre todo con Viola) Menéndez se insubordinó de hecho varias veces (en ocasión
del conflicto con Chile, en 1978, estuvo a punto de iniciar la guerra por su
cuenta) y de manera explícita una vez, en 1979, lo que forzó su retiro.
El tercer grupo lo
constituyó la Marina de Guerra, firmemente dirigida por su comandante Emilio
Massera, quien, confiando en sus talentos políticos, se propuso encontrar una
salida política que lo llevara a él mismo al poder. Massera (que desde la
Escuela de Mecánica de la Armada ejecutó una parte importante de la represión y
ganó sus méritos en esa tenebrosa competencia) desarrolló siempre un juego
propio; jaqueó a Videla, para acotar su poder, y tomó distancia de Martínez de
Hoz. Se preocupó por encontrar banderas para lograr alguna adhesión popular al
gobierno: el Campeonato Mundial de Fútbol (cuya organización fue presidida por
el almirante Lacoste) y luego el conflicto con Chile, que preludió la guerra de
Malvinas, también promovida por la Armada. Cuando pasó a retiro, Massera montó
una fundación de estudios políticos, un diario propio, un centro de promoción
internacional en París, un partido (de la Democracia Social) y hasta un
fantástico staff integrado por miembros de las organizaciones armadas
secuestrados en la Escuela de Mecánica y que, a cambio de su vida, accedieron a
colaborar en los proyectos políticos del almirante.
La puja era mucho
más compleja, pero poco manifiesta. El grupo de Videla y Viola fue avanzando
gradualmente en el control del poder, pero en mayo de 1978 Massera se anotó un
triunfo cuando logró que se separaran las funciones de presidente de la nación
y de comandante en jefe del Ejército, pese a que Videla fue confirmado como
presidente hasta 1981 y Viola lo sucedió como jefe del Ejército. El
desplazamiento de Menéndez fue un triunfo importante de Videla, aunque poco
después Viola pasó a retiro y fue reemplazado al frente del Ejército por el
general Leopoldo Fortunato Galtieri. En septiembre de 1980 Videla pudo imponer
en la Junta de Comandantes la designación de Viola como su sucesor, pero a
costa de una compleja negociación, que auguró el prolongado jaqueo a que sería
sometido el segundo presidente del Proceso.
En suma, podría
decirse que la política de orden empezó fracasando con las propias Fuerzas
Armadas, pues la corporación militar se comportó de manera indisciplinada y
facciosa, y poco hizo para mantener el orden que ella misma pretendía imponer a
la sociedad. A pesar de eso, durante cinco años lograron asegurar una paz
relativa, como la de los sepulcros, debido a la escasa capacidad de respuesta
del conjunto de la sociedad, en parte golpeada o amenazada por la represión y
en parte dispuesta a tolerar mucho de un gobierno que, luego del caos,
aseguraba un orden mínimo.
Sólo hacia el fin
del período de Videla, estimulados por el descontento que generó la crisis
económica, así como por las crecientes dificultades que encontraba el gobierno
militar y sus fuertes disensiones intestinas, las voces de protesta, todavía
tímidas y confusas, comenzaron a elevarse.
Esta transición del
silencio a la palabra varió según los casos. Los empresarios apoyaron el
Proceso desde el comienzo, pero a la distancia. Pese a las coincidencias
generales (sobre todo en lo relativo a la política laboral) había desconfianzas
recíprocas: los militares atribuían a los empresarios parte de la
responsabilidad del caos social que se habían propuesto modificar, y éstos, por
su parte, estaban divididos en sus intereses. Los específicamente beneficiados
todavía no constituían un grupo orgánico, institucionalizado y con voz propia.
Las voces corporativas (la Sociedad Rural, la Unión Industrial) criticaban
aspectos específicos de las políticas económicas que las afectaban y algunas
políticas generales como la elevada inflación, pero más allá de eso carecían de
unidad y fuerza para presionar en conjunto, y sólo empezaron a hacerlo cuando
el régimen militar dio, a la vez, signos de debilidad y de disposición a la
apertura. El general Viola, buscando tomar distancia de la política de Martínez
de Hoz, convocó específicamente a los voceros de los grandes sectores
empresarios y los integró en su gabinete, pero esa participación concluyó con
su caída, y desde entonces los numerosos empresarios sacudidos por la crisis
fueron integrando con creciente entusiasmo el frente opositor.
El movimiento sindical
recibió duros golpes. La represión afectó a los activistas de base y a muchos
dirigentes de primer nivel, que fueron encarcelados. Las principales fábricas
fueron ocupadas militarmente, hubo "listas negras", para mantener
alejados a los activistas, y control ideológico para los aspirantes a un
empleo. La CGT y la mayoría de los grandes sindicatos fueron intervenidos, se
suprimieron el derecho de huelga y las negociaciones colectivas y los
sindicatos fueron separados del manejo de las obras sociales. Privados casi de
funciones, reducidos como consecuencia de los cambios en el empleo, que afectó
sobre todo a los industriales, los sindicatos hicieron oír poco su voz.
El gobierno mantuvo
una mínima comunicación con los sindicalistas, casi limitada a la conformación
de la delegación que anualmente debía concurrir a la asamblea de la
Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Ginebra. Este espacio les
permitió denunciar en el exterior las duras condiciones de los trabajadores y
plantear al gobierno distintas cuestiones. Los sindicalistas se agruparon, de
manera cambiante, en dos tendencias: los dialoguistas y los combativos. En
abril de 1979, cuando la represión había menguado algo, los combativos
realizaron un paro general de protesta, que los dialoguistas no acataron y que
concluyó con la prisión de la mayoría de los dirigentes. A fines de 1980, los
combativos reconstituyeron la CGT y eligieron como secretario general a Saúl
Ubaldini, un dirigente poco conocido de un pequeño sindicato. En 1981 la CGT realizó
una nueva huelga general, con consecuencias similares a la de 1979, y a fines
de ese año una marcha obrera hacia la iglesia de San Cayetano (patrono de los
desocupados), reclamando "pan, paz y trabajo". Por entonces, sus
quejas se unían a las de los estudiantes o de algunos grupos de empresarios
regionales. Las huelgas parciales se hicieron más frecuentes e intensas; el 30
de marzo de 1982 la CGT convocó, por primera vez desde 1975, a una movilización
en la Plaza de Mayo, que el gobierno reprimió con violencia: hubo dos mil
detenidos en Buenos Aires y un muerto en Mendoza.
También la Iglesia
modificó su comportamiento a medida que el régimen militar empezaba a dar
muestras de debilidad. Al comienzo tuvo una actitud complaciente, y el gobierno
estableció una asociación muy estrecha con la jerarquía eclesiástica. Esta
aceptó mansamente los asesinatos de varios religiosos (entre ellos el obispo
Enrique Angelelli, de La Rioja), calló cualquier crítica, hizo poco por quienes
reclamaron su ayuda, justificó de manera poco velada la llamada
"erradicación de la subversión atea", y hasta toleró que algunos de
sus miembros participaran directamente en ella. Pero en forma progresiva esta
respuesta inicial, que revelaba el triunfo del sector local más tradicional,
fue dejando paso a otra más elaborada, influida por la orientación del nuevo
papa Juan Pablo II. Revisando sus anteriores posiciones, la Iglesia se propuso
renunciar a la injerencia directa en las cuestiones sociales o políticas (en
cualquier sentido) y consagrarse a la evangelización de una sociedad
excesivamente secularizada. En 1979, el Arzobispado de Buenos Aires impulsó la
Pastoral Social para reconstruir el vínculo entre Iglesia y trabajadores,
siguiendo el ejemplo del sindicato polaco Solidaridad. También se ocupó de los
jóvenes para dar forma al nuevo impulso de religiosidad que se manifestaba en
las concurridas peregrinaciones a pie a Lujan y llenar el lugar dejado vacante
por la generación anterior de activistas. Las preocupaciones por las cuestiones
morales o por la familia se extendían hacia los derechos individuales y la
política: el documento "Iglesia y comunidad nacional", de 1981,
afirmó los principios republicanos, indicó la opción de la Iglesia por la
democracia, su apartamiento del régimen militar y su vinculación con los
crecientes reclamos de la sociedad.
El más notable de
ellos fue el de los derechos humanos. En medio de lo más terrible de la
represión, un grupo de madres de desaparecidos (forma eufemística con que se
denominaba a las víctimas del terrorismo de Estado) empezó a reunirse todas las
semanas en la Plaza de Mayo. Marchaban con la cabeza cubierta por un pañuelo
blanco, reclamando por la aparición de sus hijos. Combinando lo dolorosamente
testimonial con lo ético, en nombre de principios que los militares no podían
cuestionar ni englobar en la "subversión", atacaron el centro mismo
del discurso represivo y empezaron a conmover la indiferencia de la sociedad.
En forma gradual, las Madres de Plaza de Mayo (víctimas ellas mismas de la represión)
se convirtieron en la referencia de un movimiento cada vez más amplio de
asociaciones defensoras de los derechos humanos y fueron instalando una
discusión pública, fortalecida desde el exterior por la prensa, los gobiernos y
las organizaciones civiles. Desde fines de 1981, los militares se vieron
obligados a dar alguna respuesta. Aunque en general coincidieron en que la
cuestión debía darse por concluida, mostraron diferencias y contradicciones que
agudizaron sus anteriores disensiones y ampliaron un poco más la brecha por la
que la opinión pública, largamente acallada, comenzaba a reaparecer.
Este clima empezó a
insuflar algo de vida a los partidos políticos. La veda política, impuesta en
1976, congeló la actividad partidaria y a la vez prorrogó a las dirigencias
que, carentes de impulsos vitales, tuvieron una actitud escasamente crítica. La
prohibición política terminó de hecho en 1981. Los dispersos grupos de derecha
fueron convocados para constituir una fuerza política oficialista por el propio
gobierno, que ensayó su apertura política, mientras peronistas y radicales
entablaban conversaciones con otros partidos menores que culminaron, a mediados
de 1981, con la constitución de la Multipartidaria. Esta organización no tenía
mayor vitalidad que la ya escasa de los partidos que la integraban,
anquilosados y poco representativos. Ricardo Balbín, el veterano político
radical que animó este intento, murió en 1981 (su entierro convocó la primera
gran manifestación callejera de esos años), poniendo más en evidencia la
vacancia de dirección política. Los partidos se comprometían a no colaborar con
el gobierno en una salida electoral condicionada ni a aceptar una democracia
sometida a la tutela militar. Se trataba de un acuerdo mínimo. Pero también
ellos, progresivamente, fueron elevando su tono, se reclamaron los únicos
depositarios de la legitimidad política e incorporaron las protestas de
empresarios y sindicalistas o las vinculadas con los derechos humanos, aunque
cuidando dejar abierta la puerta para una salida concertada. Junto con las
otras voces (sindicalistas, empresarios, estudiantes, religiosos,
intelectuales, y sobre todo defensores de derechos humanos) fueron formando un
coro que, a principios de 1982, era difícil de ignorar.
La
guerra de Malvinas y la crisis del régimen militar
Desde 1980, los
dirigentes del Proceso discutían la cuestión de la salida política. Les
preocupaba la crisis económica, el aislamiento, la adversa opinión
internacional (en la que pesaban cada vez más los reclamos por los derechos
humanos, que el gobierno intentaba minimizar tachándolos de "campaña
antiargentina") y, sobre todo, los enfrentamientos intestinos, que a la
vez dificultaban los acuerdos necesarios para la salida buscada. Las
disidencias se manifestaron públicamente con la designación de Viola (a la que
se opuso la Marina), se agudizaron en el largo período que medió hasta su
asunción, en marzo de 1981, y maduraron cuando fue evidente la decisión del
nuevo presidente de modificar el rumbo de la política económica.
Viola procuró
aliviar la situación de los empresarios locales, golpeados por la crisis
financiera y la violenta devaluación de la moneda, y a la vez trató de
concertar la política económica, incorporándolos al gabinete. Tomó contacto con
distintos políticos (los "amigos" del Proceso) y discutió con ellos
las alternativas para una eventual y lejana transición, pero no logró organizar
ningún apoyo consistente, ni tampoco atenuar la crisis económica. Lo hostigaban
los sectores que habían rodeado a Martínez de Hoz, y distintos grupos militares
lo acusaban de falta de firmeza en la conducción. A fines de 1981, una
enfermedad de Viola dio la ocasión para su desplazamiento y reemplazo por el
general Leopoldo Fortunato Galtieri, quien retuvo su cargo de comandante en
jefe del Ejército, modificando así la precaria institucionalidad que los mismos
jefes militares habían establecido.
Galtieri se
presentó como el salvador del Proceso, el dirigente vigoroso capaz de
conducirlo a un final victorioso. En su reciente estancia en Estados Unidos
había sido asiduamente cultivado por miembros de la administración de Ronald
Reagan. Galtieri se manifestó dispuesto a alinear al país con Estados Unidos y
a apoyarlo en la guerra encubierta que libraba en América Central. El país contribuyó
por entonces con asesores y armamentos y obtuvo de Estados Unidos, junto con
una cálida adhesión personal a Galtieri, el levantamiento de las sanciones que
la administración de Carter había impuesto al país por las violaciones a los
derechos humanos. Probablemente fue entonces cuando Galtieri concibió su
destino de conductor de la Argentina hacia el mundo de las grandes potencias,
protegido por su poderoso aliado.
Designado
presidente, Galtieri se lanzó a la política activa e intentó armar un movimiento
en el que los "amigos políticos" sustentaran su propio liderazgo,
mientras anunciaba vagamente una futura institucionalización. Su ministro de
Economía, Roberto Alemann, se rodeó del equipo de Martínez de Hoz y retornó a
la senda inicial, definiendo sus prioridades: "la desinflación (sic), la
desregulación y la desestatización". En lo inmediato, la recesión se
agudizó, y con ella las protestas de sindicatos y empresarios; para el largo
plazo, anunció un plan de privatizaciones, particularmente del subsuelo, que
suscitó oposición incluso en sectores del gobierno. Así, el ímpetu de Galtieri
chocó pronto con resistencias cada vez más enconadas y altisonantes, y hasta
con movilizaciones callejeras, como la lanzada por la CGT el 30 de marzo de
1982.
Fue en ese contexto
cuando se concibió y lanzó el plan de ocupar las islas Malvinas, que aparecía
como la solución para los muchos problemas del gobierno. La Argentina reclamaba
infructuosamente a Inglaterra esas islas desde 1833, cuando fueron ocupadas por
los británicos. En 1965, las Naciones Unidas habían dispuesto que ambos países
debían negociar sus diferencias. Los británicos hicieron poco para avanzar en
ese sentido, mientras el gobierno argentino se acercó a los habitantes de las
islas y les suministró distintos servicios educativos y sanitarios. En el país
existía un reclamo unánime en su fondo, aunque no en las formas y en los medios
para lograrlo. Desde la perspectiva de los militares, una acción militar para
lo que llamaban "recuperar las islas" permitiría unificar a las
Fuerzas Armadas tras un objetivo común y ganar, de un golpe, la cuestionada
legitimidad ante una sociedad visiblemente disconforme.
Una acción militar
tendría una segunda ventaja: encontrar una salida al atolladero que había
creado la cuestión con Chile por el canal del Beagle. En 1971, los presidentes
Alejandro Lanusse y Salvador Allende habían acordado someter a arbitraje la
cuestión de la posesión de tres islotes que dominan el paso por aquel canal,
que une los océanos Atlántico y Pacífico. En 1977, el laudo arbitral los otorgó
a Chile, y el gobierno argentino lo rechazó. En 1978, ambos países parecían
dispuestos a dirimir la cuestión por las armas cuando, casi en el último
minuto, decidieron aceptar la mediación del Papa, por intermedio del cardenal
Antonio Samoré. A fines de 1980, el Vaticano comunicó reservadamente su
propuesta, que en lo sustantivo mantenía lo establecido en el laudo, y el
gobierno argentino (imposibilitado tanto de rechazarla como de aceptarla) optó
por dilatar la respuesta y retomar la situación de activa hostilidad con Chile.
Por entonces había
cobrado forma definida entre los militares y sus amigos una corriente de
opinión belicista, que arraigaba en una veta del nacionalismo argentino y se
alimentaba con vigorosos sentimientos chauvinistas. Diversas fantasías
largamente acuñadas en el imaginario de la sociedad (la "patria
grande", los "despojos" de los que el país había sido víctima)
se sumaban a la nueva fantasía de "entrar en el primer mundo"
mediante una política exterior "fuerte". Todo ello se sumaba al ya
tradicional mesianismo militar y a la ingenuidad de sus estrategas, ignorantes
de los datos básicos de la política internacional. La agresión a Chile,
bloqueada por la mediación papal, fue desplazada hacia Gran Bretaña, el
tradicional imperio, que se suponía viejo y achacoso. Ya en 1977, la Marina
había planteado la propuesta de ocupar las islas, vetada por Videla y por
Viola, que retomó apenas Galtieri asumió la presidencia. La idea era sencilla y
atractiva. Luego del golpe de mano, que presentaba pocas dificultades, se
contaba con el apoyo estadounidense y la reluctante reacción de Gran Bretaña,
que finalmente admitiría la ocupación, a cambio de todas las concesiones y
compensaciones necesarias. En ninguna de las hipótesis entraba la posibilidad
de una guerra.
El 2 de abril de
1982, las Fuerzas Armadas desembarcaron y ocuparon las Malvinas, luego de
vencer la débil resistencia de las escasas tropas británicas. El hecho,
sorprendente para casi todos, suscitó un amplio apoyo: la gente se reunió
espontáneamente en la Plaza de Mayo, y volvió a hacerlo, en forma
multitudinaria, allí y en las capitales provinciales, cuando fue convocada, una
semana después, en ocasión de la visita del secretario de Estado estadounidense
Alexander Haig. Ese día, el presidente Galtieri tuvo la satisfacción de arengar
a la multitud desde el "histórico balcón" de Perón. Todas las
instituciones de la sociedad (colectividades extranjeras, clubes deportivos,
asociaciones culturales, sindicatos, partidos políticos) manifestaron su
adhesión sin reserva. Los dirigentes políticos viajaron, junto con los jefes
militares, para asistir a la asunción del nuevo gobernador militar de las
islas, general Mario Benjamín Menéndez, y a la imposición de su nuevo nombre
(Puerto Argentino) a su capital, llamada hasta entonces Puerto Stanley. Los
dirigentes de la CGT, que habían sido fuertemente reprimidos apenas tres días
atrás, trataron de diferenciar su adhesión a la acción de un eventual apoyo al
gobierno, pero esta distinción no era fácil de explicar. El gobierno militar
había obtenido una cabal victoria política al identificarse con una
reivindicación de la sociedad arraigada en un profundo sentimiento, alimentado
por una tradición nacionalista y antiimperialista, que resurgió con vigor.
También había captado las formas pueriles y superficiales en que esos
sentimientos se manifestaban, el torpe chauvinismo con que se mezclaba, así
como el fácil triunfalismo y el belicismo acrítico (fue sorprendente que en la
práctica nadie discutiera la licitud de los medios), revelador de una
desintegración de convicciones políticas que otrora habían sido más sólidas y
profundas. La sociedad que había festejado el triunfo argentino en el
Campeonato Mundial de Fútbol ahora se alegraba de haber ganado una batalla, y
con la misma inconsciencia se disponía a avanzar, si era necesario, hacia una
guerra. Si triunfaban, los militares habrían saldado sus deudas con la
sociedad, al solo precio de conceder una cierta libertad para que se expresaran
voces no regimentadas.
La reacción fue
sorprendentemente dura en Gran Bretaña, donde la primera ministra Margaret
Thatcher se propuso sacar réditos políticos de una victoria militar. De
inmediato se alistó una fuerza naval de importancia, que incluía dos
portaaviones; el 17 de abril la Fuerza de Tareas se había reunido en la isla
Ascensión, en el Atlántico, e iniciaba su marcha hacia las Malvinas. Gran
Bretaña obtuvo rápidamente la solidaridad de la Comunidad Europea y el apoyo
del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que declaró a la Argentina
nación agresora y exigió el retiro de las tropas. Este poderoso bloque apenas
era contrapesado por el latinoamericano (con excepción de Chile, que colaboró
con los británicos), ampliamente solidario en lo declarativo pero de poco peso
militar; a eso podía sumarse una distante simpatía de la Unión Soviética y una
actitud equidistante y mediadora del gobierno estadounidense.
Sin respaldos
consistentes, e ignorando sus reglas, el gobierno militar se lanzó al juego
grande del primer mundo. Suponían que, luego del hecho consumado, la cuestión
se resolvería por medio de una negociación, de modo que la reacción inglesa
resultó inesperada. Estados Unidos, por medio del secretario de Estado Haig,
trató de encontrar una salida negociada y una fórmula transaccional. El
gobierno estuvo dispuesto a aceptar distintas condiciones, siempre que Gran
Bretaña se comprometiera a reconocer, a plazo fijo, la soberanía argentina
sobre las islas, lo que era inaceptable para los británicos. El gobierno
militar tampoco podía resignar lo que había proclamado como su objetivo
fundamental. Sólo así la operación podía ser presentada como una victoria ante
la sociedad y ante la multitud que se reuniría en la plaza, cuya magia ya habían
experimentado los militares. En los términos que ellos mismos habían planteado,
cualquier otro resultado equivalía a una derrota. Así, los gobernantes
argentinos quedaron apresados por la movilización patriótica que habían
lanzado, y los más prudentes debieron ceder ante las voces de los más
exaltados.
El gobierno
argentino fue víctima de un aislamiento diplomático creciente, agravado por los
antiguos reclamos sobre violaciones a los derechos humanos, pues en el exterior
se argumentó que su triunfo significaría convalidar todo su desempeño anterior.
De nada sirvió el envío al exterior, para explicar la posición argentina, de
empresarios, sindicalistas y políticos, quienes utilizaron la tribuna para
señalar sus críticas al gobierno. También intentó presionar a Estados Unidos a
través de la Organización de Estados Americanos (OEA). Los miembros mantuvieron
su respaldo a la Argentina, pero de una manera amplia y general, que no implicó
un compromiso militar. Luego de un mes de intentar convencer a la Junta
Militar, y en momentos en que empezaba el ataque británico a las islas, Estados
Unidos abandonó su mediación; el Senado votó sanciones económicas a la
Argentina y ofreció apoyo a Gran Bretaña. Cada vez más solo, el gobierno
argentino buscó aliados imposibles (los países del tercer mundo, la Unión
Soviética y hasta Cuba) que lo alejaban definitivamente de la ilusión de entrar
al primer mundo. Mientras tanto, la batalla militar se acercaba de manera
inexorable.
En los últimos días
de abril la Fuerza de Tareas británica, que había llegado a la zona de
Malvinas, recuperó las islas Georgias. El 1º de mayo, comenzaron los ataques
aéreos a las Malvinas, y al día siguiente un submarino británico hundió el
crucero argentino General Belgrano, ubicado lejos de la línea de batalla, con
lo que la flota argentina optó por alejarse definitivamente del frente de
guerra. Siguió luego un largo combate aeronaval: la aviación argentina causó
importantes daños a la flota británica, pero no logró impedir que las islas
quedaran aisladas del territorio continental. En ellas, los jefes militares
habían ubicado cerca de diez mil soldados, en su mayoría bisoños (por algún
motivo, se prefirió destinar a la tropa más entrenada a la frontera con Chile),
escasos de abastecimientos, sin equipos ni medios de movilidad, y sobre todo
sin planes, salvo resistir. En Buenos Aires, se soñaba con una resistencia
heroica y con algún cambio en el mundo. En las islas, en cambio, sometidas a un
demoledor ataque de artillería y aviones, las dudas fueron trocándose en
desmoralización.
Un cambio similar
se dio en la opinión pública, demorado en parte por la total manipulación de
las informaciones, que llegaban a un público dispuesto a creer que la Argentina
estaba ganando la guerra. En medio del clima triunfalista empezaron a aparecer
voces críticas: algunos reclamaban contra el alineamiento con regímenes
comunistas; otros exigían profundizar los aspectos antiimperialistas del
conflicto y atacar a los representantes locales de los agresores. En los actos
de la CGT por el 1° de mayo, volvieron a alzarse las voces agrias, mientras que
dentro del radicalismo, cuya conducción oficial había apoyado la política de
guerra, Raúl Alfonsín, que dirigía el sector opositor, propuso la constitución
de un gobierno civil de transición, que encabezaría el expresidente Illia. Así,
entre protestas crecientes por la falta de información, el tema del país luego
de la guerra se instaló en la opinión pública, y reafirmó a los militares en su
convicción inicial: no había otra salida que la victoria.
El 24 de mayo, los
ingleses desembarcaron y establecieron una cabecera de puente en San Carlos. El
29 se libró un combate importante en el Prado del Ganso, donde varios cientos
de argentinos se rindieron. El 10 de junio, Galtieri pudo dirigirse por última
vez a la gente reunida en la Plaza de Mayo, y dos días después llegó el papa
Juan Pablo II, quizá para preparar los ánimos ante la inminente derrota. Antes
de que finalizara su breve estadía, comenzó el ataque final a Puerto Argentino,
donde se había atrincherado la masa de las tropas. La desbandada fue rápida y
la rendición, prácticamente incondicional, se produjo el 14 de junio, 74 días
después de iniciado el conflicto, que dejó más de 700 muertos o desaparecidos y
casi 1.300 heridos. Los gobernantes convocaron al día siguiente al pueblo a la
Plaza de Mayo, sólo para reprimir en forma extremadamente violenta a aquellos
que, convencidos por los medios de difusión de que la victoria estaba cercana,
no podían ni entender ni admitir la rendición. Por entonces, los generales
exigían a Galtieri su renuncia.
La
vuelta de la democracia
La derrota agudizó
la crisis del régimen militar e hizo públicos los conflictos hasta entonces
disimulados. La cuestión de la responsabilidad de la derrota (que cada uno
atribuía a los otros) se resolvió finalmente, luego de una investigación a
cargo de prestigiosos jefes retirados. Se culpó a la Junta Militar, cuyos
miembros fueron luego enjuiciados y condenados. En lo inmediato, en medio de un
conflicto entre las tres fuerzas, fue designado presidente el general Reynaldo
Bignone, quien logró un consenso mínimo de las fuerzas políticas para un
programa de institucionalización, sin plazos precisos.
El gobierno se
proponía negociar la salida electoral y asegurar que su retirada no sería un
desbande. Se intentó lograr el acuerdo de los partidos para una serie de
cuestiones, futuras y pasadas: la política económica, la presencia
institucional de las Fuerzas Armadas en el nuevo gobierno y, sobre todo, una
garantía de que no se investigarían ni los actos de corrupción ni las
responsabilidades en lo que empezaban a llamar la "guerra sucia". La
propuesta de los militares fue rechazada por la opinión pública y por los
partidos, que convocaron poco después a una marcha civil en defensa de la
democracia. La asistencia fue masiva y, casi de inmediato, el gobierno fijó la
fecha de elecciones para fines de 1983. Pero no dejó de intentar cerrar el
debate: un documento sobre los desaparecidos declaró que no había
sobrevivientes y que todos habían caído combatiendo; una ley estableció una
autoamnistía, eximiéndolos de cualquier eventual acusación.
Quizá la mayoría de
la dirigencia política se hubiera avenido a un acuerdo que implicara correr un
telón sobre el pasado y asegurar una transformación no traumática del régimen
militar en otro civil. Pero lo impidió tanto la movilización cada vez más
intensa de la sociedad como la propia debilidad de las Fuerzas Armadas,
corroídas por sus conflictos internos. El gobierno era incapaz de controlar el
aparato represivo, que cobró algunas nuevas víctimas, registradas con horror
por la sociedad sensibilizada. Tampoco podían tomar compromisos, porque de
hecho las Fuerzas Armadas habían entrado en estado deliberativo. Los militares
debían enfrentarse con la evidencia de su fracaso como administradores de un
país desquiciado y como conductores de una guerra absurda. Debían contemplar a
sus antiguos aliados (los empresarios, la Iglesia, Estados Unidos), ganados por
la nueva fe democrática, o a los otrora disciplinados jueces llevando a juicio
a oficiales acusados de corrupción. Sobre todo, debían enfrentarse con una
sociedad que asistía al show del horror y se enteraba de la existencia de
vastos enterramientos de personas desconocidas, de centros clandestinos de
detención, de denuncias realizadas por ex agentes; en suma, de una historia
siniestra, de la que hasta entonces pocos habían querido saber.
Después de un largo
letargo, la sociedad despertaba, y encontraban nueva resonancia voces hasta
entonces poco escuchadas, como la de los militantes de las organizaciones
defensoras de los derechos humanos y muy especialmente las de las Madres de
Plaza de Mayo. Su incontrastable manera de desafiar el poder militar se
combinaba con una forma original de activismo, más laxa y menos facciosa que
las tradicionales, que no inhibía otras pertenencias. Las marchas de los
jueves, con escasa concurrencia en los años duros de la represión, se
convirtieron luego de la guerra de Malvinas en nutridas "marchas por la vida",
otro acierto discursivo que identificó al enemigo con la muerte. Las
organizaciones de derechos humanos no sólo instalaron la cuestión de los
desaparecidos y el reclamo de justicia. Impusieron a toda la práctica política
una dimensión ética, un sentido del compromiso y una valoración de los acuerdos
básicos de la sociedad por encima de las afiliaciones partidarias que, en el
contexto de las experiencias anteriores, era verdaderamente original.
A medida que la
represión retrocedía, empezaron a aparecer nuevos protagonistas sociales, junto
con otros que habían sobrevivido ocultándose. La crisis económica generó
motivos movilizadores: impuestos, indexación, suba de alquileres, deudas
impagas dejadas por una quiebra bancaria; quienes reclamaron cuestionaban tanto
la política económica como la clausura de lo público. En otros casos fue todo
un fragmento de sociedad (un barrio, un pueblo) el que se organizó para
reclamar (a veces con violencia, como en los "vecinazos" del Gran
Buenos Aires a fines de 1982), así como para buscar solidariamente soluciones
al margen de las autoridades: cooperativas, asociaciones de fomento o ligas de
amas de casa eran la respuesta a un Estado cuya crisis se hacía visible. El
nuevo activismo social se manifestó en los campos más diversos. Los grupos
culturales, como Teatro Abierto, que desde 1980 mostró la vitalidad de una
práctica cultural convertida en acción política sucedánea. Lo mismo ocurrió con
los jóvenes que animaban grupos en las parroquias, los que nutrían las
multitudinarias peregrinaciones a Lujan o los gigantescos recitales de rock
nacional, que a su manera también resultaban actos políticos. El activismo
renació en las universidades, reclamando contra los cupos de ingreso o el
arancelamiento, y en las fábricas, donde empezaron a reconstituirse las
comisiones internas y la participación sindical.
La sociedad
experimentaba una nueva primavera: el enemigo común, algo menos peligroso pero
aún temible, estimulaba la solidaridad y alentaba una organización y una acción
de la que se esperaban resultados concretos. Nuevamente, los conflictos de la
realidad aparecían transparentes, y la solución de los problemas era posible si
los hombres y las mujeres de buena voluntad se organizaban en una fuerza
consistente. Pero a diferencia de la anterior primavera, a fines de los años
sesenta, no sólo había un repudio total de la violencia o de cualquier forma
velada de guerra, sino también una confianza menor en la posibilidad de
encontrar una gran solución, única, radical y definitiva. También era menor la
seguridad de que el amplio conjunto de demandas planteadas definiera un gran
protagonista, un actor único de la gesta, como lo había sido, por mucho tiempo,
el "pueblo peronista". En esa diversidad se nutrió la nueva
democracia, pluralista y consensual.
Parte de este nuevo
espíritu vino de la movilización sindical, que fue intensa: los sindicalistas
sacaron a la gente a la calle para reclamar contra la crisis económica y en
favor de la democracia. A lo largo de 1982 y 1983, hubo una serie de paros
generales y abundantes huelgas parciales, en las que se destacaron, por su
nueva y aguerrida militancia, los gremios estatales. Pero los sindicalistas
pusieron sus mejores esfuerzos en la recuperación del control de los sindicatos
intervenidos, la "normalización", que negociaron con el gobierno
combinando la presión y el acuerdo. Las distintas fracciones coincidieron en
este objetivo. Su acción movilizadora fue perdiendo especificidad y confluyó en
la lucha más general por aquello que concentraba las mayores ilusiones: la
recuperación de la democracia.
La democracia fue
en primer lugar una ilusión: la tierra prometida, que sería alcanzada sin
esfuerzo por una sociedad cuyos integrantes, en su mayoría, muy poco antes,
adherían a los términos y las opciones planteados por los militares. Luego del
doble sacudón de la crisis económica y la derrota militar, la democracia
aparecía como la llave para superar desencuentros y frustraciones; sería una
fórmula de convivencia política y también la solución de cada uno de los
problemas concretos. Varias décadas sin una práctica real hacían necesario un
nuevo aprendizaje de las reglas del juego, y también de sus valores y
principios más generales, de la democracia y también de la república. Ese
conocimiento vago y aproximativo, que subrayaba más los derechos que los
deberes, facilitó que se encabalgaran en la nueva ilusión quienes nunca habían
creído en ella. Pero se la aprendió con intensidad y se la puso en práctica
pronto. La afiliación a los partidos políticos (luego de que el gobierno
levantó definitivamente la veda) fue tan masiva que uno de cada tres electores
pertenecía a alguno de ellos. Las movilizaciones en defensa de la democracia
recordaron por su número a las de diez años atrás, pero, a diferencia de
aquéllas, no eran ni fiestas ni ejercicios para la toma del poder, sino la
expresión de una voluntad colectiva: mostrarse y reconocerse como integrantes
de la civilidad. Esa diferencia se expresó también en los lugares de
concentración elegidos: junto con la tradicional Plaza de Mayo, estuvo el
Cabildo o los Tribunales, lo que indicaba el papel central que se esperaba de
la justicia.
La afiliación
masiva transformó a los partidos políticos. Hubo un amplio deseo de
participación y se animaron los comités o las unidades básicas. También se
renovaron los cuadros dirigentes, y se incorporaron quienes venían de militar
en organizaciones juveniles o estudiantiles, como en el caso de la Coordinadora
radical, así como muchos intelectuales, que renovaron los temas de la discusión.
Los viejos cuadros dirigentes se vieron desafiados por otros que desde los
márgenes habían planteado posiciones discrepantes, de modo que la renovación
fue amplia e integral.
Las
transformaciones del peronismo fueron notables, pues el viejo movimiento,
siempre en tensión con la democracia, empezó a convertirse en un aceptable
partido. La cuestión del verticalismo quedó postergada (Isabel Perón sólo había
ocupado simbólicamente la presidencia), y el partido combinó la organización
territorial con la sindical. Tímidamente, aparecieron las formas participativas
y los temas democráticos, que nunca habían sido el fuerte del movimiento. Pero
la renovación más sustantiva fue lenta. Los viejos caudillos provinciales
compartieron las decisiones con el metalúrgico Lorenzo Miguel, jefe de las 62
Organizaciones, y Herminio Iglesias, un sindicalista de trayectoria poco clara,
fue candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires. El candidato a
presidente fue ítalo Luder, un jurista de prestigio, que no pudo disipar la
desconfianza suscitada por el peronismo en sectores importantes de la sociedad.
El radicalismo se
renovó por impulso de Raúl Alfonsín, que en 1972 había creado el Movimiento de
Renovación y Cambio para disputarle el liderazgo a Ricardo Balbín. Durante el
Proceso se distinguió del resto de los políticos, pues criticó a los militares
con mucha energía, asumió la defensa de detenidos políticos y el reclamo por
los desaparecidos y evitó envolverse en la euforia de la guerra de Malvinas.
Desde el fin de la guerra, su ascenso fue vertiginoso y en la puja interna le
permitió derrotar a los herederos de Balbín. Hizo de la democracia su bandera,
y la combinó con un conjunto de propuestas de modernización de la sociedad y el
Estado, una reivindicación de los aspectos éticos de la política y un discurso
ganador, muy distinto del tradicional discurso radical, que atrajeron al
partido a una masa de afiliados y simpatizantes.
Radicales y
peronistas cosecharon amplios apoyos y dejaron poco espacio para otros partidos.
A la derecha, como siempre, fue difícil unificar las fuerzas. Muchas de ellas
habían militado entre los "amigos" del Proceso. El ingeniero
Alsogaray fundó la Unión del Centro Democrático y predicó el liberalismo
económico ortodoxo, pero sus mejores frutos vendrían años después. A la
izquierda, el Partido Intransigente logró reunir un amplio y heterogéneo
espectro de simpatizantes, que, aunque compartían muchas de sus propuestas,
eran reacios al dirigente radical.
Alimentados por la
movilización de la sociedad y por esta segunda y apacible primavera de los
pueblos, los partidos, sin embargo, tuvieron dificultades para dar completa
cabida a las múltiples demandas y no llegaron a constituir plenamente un
espacio de negociación de los intereses. Las organizaciones de derechos humanos
fueron cada vez más intransigentes en un reclamo (la aparición con vida y el
juicio y castigo a los responsables) que los partidos intentaban traducir en
términos aceptables para el juego político. La misma dificultad se manifestó
respecto de los intereses sociales más estructurados, como los sindicales o los
empresarios, que prefirieron canalizar sus demandas por los cauces corporativos
tradicionales.
No era un problema
inquietante por entonces, pues en la sociedad se manifestaba una entusiasta
adhesión a una democracia que entendía como la primacía de la civilidad. Las
formas de hacer política del pasado reciente (la intransigencia de las
facciones, la subordinación de los medios a los fines, la exclusión del
adversario, el conflicto entendido como guerra) dejaban paso a otras en las que
se afirmaba el pluralismo, el respeto de las formas institucionales y una
subordinación de la práctica política a la ética. Celebrando la novedad (en
rigor, el país nunca había conocido una democracia institucional de este tipo),
se valoró y hasta sobrevaloró la eficacia de este instrumento. Para cuidarlo,
nutrirlo y fortalecerlo, se puso sobre todo el acento en el consenso alrededor
de las reglas y en la acción conjunta para la defensa del sistema. Se postergó
una dimensión esencial de la práctica política: la discusión de programas y
opciones, que necesariamente implican conflictos, ganadores y perdedores, y se
confió sólo en el poder de la civilidad unida. Esta combinación de la
valoración de la civilidad con un fuerte voluntarismo derivó en un cierto
facilismo, en una especie de "democracia boba", aséptica y
conformista.
Los problemas se
verían más adelante. Por el momento, la civilidad vivió plenamente su ilusión,
y acompañó al candidato que mejor captó ese estado de ánimo colectivo. El
peronismo encaró su campaña con mucho del viejo estilo, convocando a la
liberación contra la dependencia, apeló a lo peor de su folclore político y
pagó los costos. Raúl Alfonsín, en cambio, recurrió en primer lugar a la
Constitución, cuyo preámbulo (seguramente escuchado por primera vez por muchos
de sus jóvenes adherentes) era un "rezo laico". Agregó una apelación
a la transformación de la sociedad, que definía como moderna, laica, justa y
colaborativa. Estigmatizó al régimen militar, aseguró que se haría justicia con
los responsables y denunció un espurio pacto de impunidad entre militares y
sindicalistas. Sobre todo aseguró que la democracia no sólo podía resolver los
problemas de largo plazo (los cincuenta años de decadencia), sino también
satisfacer la masa de demandas acumuladas y prestas a plantearse. La mayoría de
la sociedad le creyó, y el radicalismo, con más de la mitad de los votos,
superó holgadamente al peronismo, que por primera vez en su historia perdía una
elección nacional. Una alegría profunda y sustantiva, aunque un poco
inconsciente, envolvió a sus seguidores y en alguna medida a toda la civilidad,
que por un momento olvidó cuántos problemas quedaban pendientes y qué poco
margen de maniobra tenía el nuevo gobierno.
Luis Alberto Romero
Breve historia contemporánea de
la Argentina (1916 – 2010)
Nueva edición revisada y actualizada
FCE, 2012
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