lunes, 30 de marzo de 2020

Carta abierta a la Junta Militar – Rodolfo Walsh

Historia del sistema universitario argentino: La Reforma

Manifiesto de la Federación Universitaria de Córdoba – 1918


La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sud América

Hombres de una república libre, acabamos de romper la última cadena que en pleno siglo XX nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástica. Hemos resulto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana.
La rebeldía estalla ahora en Córdoba y es violenta, porque aquí los tiranos se habían ensoberbecido y porque era necesario borrar para siempre el recuerdo de los contra-revolucionarios de Mayo. Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y (lo que es peor aún) el lugar en donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara. Las universidades han llegado a ser así el fiel reflejo de estas sociedades decadentes que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil. Por eso es que la Ciencia, frente a estas casas mudas y cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio burocrático. Cuando en un rapto fugaz abre sus puertas a los altos espíritus es para arrepentirse luego y hacerles imposible la vida en su recinto. Por eso es que, dentro de semejante régimen, las fuerzas naturales llevan a mediocrizar la enseñanza, y el ensanchamiento vital de los organismos universitarios no es el fruto del desarrollo orgánico, sino el aliento de la periodicidad revolucionaria.
Nuestro régimen universitario (aún el más reciente) es anacrónico. Está fundado sobre una especie del derecho divino: el derecho divino del profesorado universitario. Se crea a sí mismo. En él nace y en él muere. Mantiene un alejamiento olímpico. La Federación Universitaria de Córdoba se alza para luchar contra este régimen y entiende que en ello le va la vida. Reclama un gobierno estrictamente democrático y sostiene que el demos universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes. El concepto de Autoridad que corresponde y acompaña a un director o a un maestro en un hogar de estudiantes universitarios, no solo puede apoyarse en la fuerza de disciplinas extrañas a la substancia misma de los estudios. La autoridad en un hogar de estudiantes, no se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando: enseñando. Si no existe una vinculación espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda enseñanza es hostil y de consiguiente infecunda. Toda la educación es una larga obra de amor a los que aprenden. Fundar la garantía de una paz fecunda en el artículo conminatorio de un reglamento o de un estatuto es, en todo caso, amparar un régimen cuartelario, pero no a una labor de Ciencia. Mantener la actual relación de gobernantes a gobernados es agitar el fermento de futuros trastornos. Las almas de los jóvenes deben ser movidas por fuerzas espirituales. Los gastados resortes de la autoridad que emana de la fuerza no se avienen con lo que reclama el sentimiento y el concepto moderno de las universidades. El chasquido del látigo sólo puede rubricar el silencio de los inconscientes o de los cobardes. La única actitud silenciosa, que cabe en un instituto de Ciencia es la del que escucha una verdad o la del que experimenta para crearla o comprobarla.
Por eso queremos arrancar de raíz en el organismo universitario el arcaico y bárbaro concepto de Autoridad que en estas Casas es un baluarte de absurda tiranía y sólo sirve para proteger criminalmente la falsa dignidad y la falsa competencia.
Ahora advertimos que la reciente reforma, sinceramente liberal, aportada a la Universidad de Córdoba por el Dr. José Nicolás Matienzo, sólo ha venido a probar que el mal era más afligente de los que imaginábamos y que los antiguos privilegios disimulaban un estado de avanzada descomposición. La reforma Matienzo no ha inaugurado una democracia universitaria; ha sancionado el predominio de una casta de profesores. Los intereses creados en torno de los mediocres han encontrado en ella un inesperado apoyo. Se nos acusa ahora de insurrectos en nombre de una orden que no discutimos, pero que nada tiene que hacer con nosotros. Si ello es así, si en nombre del orden se nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos bien alto el derecho sagrado a la insurrección. Entonces la única puerta que nos queda abierta a la esperanza es el destino heroico de la juventud. El sacrificio es nuestro mejor estímulo; la redención espiritual de las juventudes americanas nuestra única recompensa, pues sabemos que nuestras verdades lo son (y dolorosas) de todo el continente. Que en nuestro país una ley (se dice) la de Avellaneda, se opone a nuestros anhelos. Pues a reformar la ley, que nuestra salud moral los está exigiendo.
La juventud vive siempre en trance de heroísmo. Es desinteresada, es pura. No ha tenido tiempo aún de contaminarse. No se equivoca nunca en la elección de sus propios maestros. Ante los jóvenes no se hace mérito adulando o comprando. Hay que dejar que ellos mismos elijan sus maestros y directores, seguros de que el acierto ha de coronar sus determinaciones. En adelante solo podrán ser maestros en la futura república universitaria los verdaderos constructores de alma, los creadores de verdad, de belleza y de bien.
La juventud universitaria de Córdoba cree que ha llegado la hora de plantear este grave problema a la consideración del país y de sus hombres representativos.
Los sucesos acaecidos recientemente en la Universidad de Córdoba, con motivo de elección rectoral, aclara singularmente nuestra razón en la manera de apreciar el conflicto universitario. La Federación Universitaria de Córdoba cree que debe hacer conocer al país y América las circunstancia de orden moral y jurídico que invalidan el acto electoral verificado el 15 de junio. El confesar los ideales y principios que mueven a la juventud en esta hora única de su vida, quiere referir los aspectos locales del conflicto y levantar bien alta la llama que está quemando el viejo reducto de la opresión clerical. En la Universidad Nacional de Córdoba y en esta ciudad no se han presenciado desordenes; se ha contemplado y se contempla el nacimiento de una verdadera revolución que ha de agrupar bien pronto bajo su bandera a todos los hombres libres del continente. Referiremos los sucesos para que se vea cuanta vergüenza nos sacó a la cara la cobardía y la perfidia de los reaccionarios. Los actos de violencia, de los cuales nos responsabilizamos íntegramente, se cumplían como en el ejercicio de puras ideas. Volteamos lo que representaba un alzamiento anacrónico y lo hicimos para poder levantar siquiera el corazón sobre esas ruinas. Aquellos representan también la medida de nuestra indignación en presencia de la miseria moral, de la simulación y del engaño artero que pretendía filtrarse con las apariencias de la legalidad. El sentido moral estaba oscurecido en las clases dirigentes por un fariseísmo tradicional y por una pavorosa indigencia de ideales.
El espectáculo que ofrecía la Asamblea Universitaria era repugnante. Grupos de amorales deseosos de captarse la buena voluntad del futuro rector exploraban los contornos en el primer escrutinio, para inclinarse luego al bando que parecía asegurar el triunfo, sin recordar la adhesión públicamente empeñada, en el compromiso de honor contraído por los intereses de la Universidad. Otros (los más) en nombre del sentimiento religioso y bajo la advocación de la Compañía de Jesús, exhortaban a la traición y al pronunciamiento subalterno (¡Curiosa religión que enseña a menospreciar el honor y deprimir la personalidad! ¡Religión para vencidos o para esclavos!). Se había obtenido una reforma liberal mediante el sacrificio heroico de una juventud. Se creía haber conquistado una garantía y de la garantía se apoderaban los únicos enemigos de la reforma. En la sombra los jesuitas habían preparado el triunfo de una profunda inmoralidad. Consentirla habría comportado otra traición. A la burla respondimos con la revolución. La mayoría expresaba la suma de represión, de la ignorancia y del vicio. Entonces dimos la única lección que cumplía y espantamos para siempre la amenaza del dominio clerical.
La sanción moral es nuestra. El derecho también. Aquellos pudieron obtener la sanción jurídica, empotrarse en la Ley. No se lo permitimos. Antes de que la iniquidad fuera un acto jurídico, irrevocable y completo, nos apoderamos del Salón de Actos y arrojamos a la canalla, solo entonces amedrentada, a la vera de los claustros. Que es cierto, lo patentiza el hecho de haber, a continuación, sesionada en el propio Salón de Actos de la Federación Universitaria y de haber firmado mil estudiantes sobre el mismo pupitre rectoral, la declaración de la huelga indefinida.
En efecto, los estatutos reformados disponen que la elección de rector terminará en una sola sesión, proclamándose inmediatamente el resultado, previa lectura de cada una de las boletas y aprobación del acta respectiva. Afirmamos sin temor de ser rectificados, que las boletas no fueron leídas, que el acta no fue aprobada, que el rector no fue proclamado, y que, por consiguiente, para la ley, aún no existe rector de esta universidad.
La juventud Universitaria de Córdoba afirma que jamás hizo cuestión de nombres ni de empleos. Se levantó contra un régimen administrativo, contra un método docente, contra un concepto de autoridad. Las funciones públicas se ejercitaban en beneficio de determinadas camarillas. No se reformaban ni planes ni reglamentos por temor de que alguien en los cambios pudiera perder su empleo. La consigna de "hoy para ti, mañana para mí", corría de boca en boca y asumía la preeminencia de estatuto universitario. Los métodos docentes estaban viciados de un estrecho dogmatismo, contribuyendo a mantener a la Universidad apartada de la Ciencia y de las disciplinas modernas. Las lecciones, encerradas en la repetición interminable de viejos textos, amparaban el espíritu de rutina y de sumisión. Los cuerpos universitarios, celosos guardianes de los dogmas, trataban de mantener en clausura a la juventud, creyendo que la conspiración del silencio puede ser ejercitada en contra de la Ciencia. Fue entonces cuando la oscura Universidad Mediterránea cerró sus puertas a Ferri, a Ferrero, a Palacios y a otros, ante el temor de que fuera perturbada su plácida ignorancia. Hicimos entonces una santa revolución y el régimen cayó a nuestros golpes.
Creímos honradamente que nuestro esfuerzo había creado algo nuevo, que por lo menos la elevación de nuestros ideales merecía algún respeto. Asombrados, contemplamos entonces cómo se coaligaban para arrebatar nuestra conquista los más crudos reaccionarios.
No podemos dejar librada nuestra suerte a la tiranía de una secta religiosa, no al juego de intereses egoístas. A ellos se nos quiere sacrificar. El que se titula rector de la Universidad de San Carlos ha dicho su primera palabra: "prefiero antes de renunciar que quede el tendal de cadáveres de los estudiantes". Palabras llenas de piedad y amor, de respeto reverencioso a la disciplina; palabras dignas del jefe de una casa de altos estudios. No invoca ideales ni propósitos de acción cultural. Se siente custodiado por la fuerza y se alza soberbio y amenazador. ¡Armoniosa lección que acaba de dar a la juventud el primer ciudadano de una democracia Universitaria! Recojamos la lección, compañero de toda América; acaso tenga el sentido de un presagio glorioso, la virtud de un llamamiento a la lucha suprema por la libertad; ella nos muestra el verdadero carácter de la autoridad universitaria, tiránica y obcecada, que ve en cada petición un agravio y en cada pensamiento una semilla de rebelión.
La juventud ya no pide. Exige que se le reconozca el derecho a exteriorizar ese pensamiento propio de los cuerpos universitarios por medio de sus representantes. Está cansada de soportar a los tiranos. Si ha sido capaz de realizar una revolución en las conciencias, no puede desconocérsele la capacidad de intervenir en el gobierno de su propia casa.
La juventud universitaria de Córdoba, por intermedio de su Federación, saluda a los compañeros de la América toda y les incita a colaborar en la obra de libertad que inicia.

21 de junio de 1918

El imperio bizantino en minutos

Bizancio, continuadora de la tradición romana


Historia social y económica de la Edad media europea
Luis Suárez Fernández

jueves, 5 de marzo de 2020

Giorgio Agamben – Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida

Una nueva oportunidad


A fines de 2005, comenzó el período dominado por la figura de Néstor Kirchner, que se cierra con su muerte en octubre de 2010. En diciembre de 2007 completó su período presidencial y lo sucedió su esposa, la senadora Cristina Fernández, junto con el radical Julio Cobos. Comenzó entonces una etapa política singular e inédita, pues el expresidente conservó una participación importante en la dirección de los asuntos de gobierno.
En 2008, el conflicto con las entidades agrarias concluyó con una severa derrota del gobierno y un resurgimiento de la oposición. Luego de un año de intensa confrontación, en las elecciones parlamentarias de junio de 2009, los opositores obtuvieron éxitos significativos. Por entonces, la crisis económica internacional y particularmente la caída de los precios de la soja se hacían sentir en la economía y en los recursos fiscales.
Luego de la derrota, el kirchnerismo robusteció sus filas y dividió a una oposición incapaz de capitalizar su éxito. A lo largo de 2010 el prestigio del gobierno se había recuperado de manera considerable y Néstor Kirchner preparaba su candidatura presidencial, cuando murió sorpresivamente, en octubre de ese año. A fines de 2011 Cristina Kirchner obtuvo la reelección. Dentro de la continuidad del kirchnerismo, se insinuaron cambios importantes, cuyo alcance no se puede vislumbrar aún.

La economía: la soja y los subsidios
Hasta 2007, en los dos años finales del mandato de Kirchner, la economía mantuvo su ritmo de crecimiento. Desde entonces, el crecimiento a "tasas chinas" (el 8 o el 9 por ciento anual del Producto Bruto Interno) se atenuó un poco, y en 2009 hubo una fuerte caída, seguida de una recuperación en 2010. La soja siguió liderando el conjunto, pues India y China continuaron comprando porotos, aceite y pellets, usados principalmente para alimentación animal. Junto con las cantidades exportadas, subieron los precios, que en 2007 duplicaron los de 2003, aunque con la crisis de 2009 bajaron un poco. Las mejoras tecnológicas extendieron el área sembrada hasta Santiago del Estero o Salta, sin reducir las dedicadas al maíz o al trigo, que conservaron sus mercados tradicionales. Así, la producción del conjunto de cereales y oleaginosas llegó en 2010 a cerca de 100 millones de toneladas, superando el récord de 70 millones obtenido en 2005. Los principales beneficiarios fueron los grandes productores o los pools de siembra, pero la bonanza llegó también a los chacareros pequeños o medianos, y se extendió a los pueblos y ciudades, donde fue visible la abundancia de dinero. La situación no fue tan buena para el trigo, la carne o los lácteos, pues el gobierno redujo las exportaciones para aumentar la oferta interna y hacer bajar los precios.
Las exportaciones industriales colaboraron con la soja. Acero, aluminio, químicos y automotores (cuya producción estaba integrada con la de Brasil) sumaron su parte para configurar el espectacular superávit comercial. Los grandes grupos empresarios del sector, ya beneficiados con la apreciación del dólar, recibieron además subsidios gubernamentales. En este caso, los efectos sobre el conjunto de la economía fueron menores, por el bajo empleo de mano de obra y la limitada reinversión de utilidades por parte de los empresarios. En el sector orientado al mercado interno, en cambio, comenzó a notarse la reversión del fuerte impulso posterior a la crisis. Como no hubo políticas de apoyo a las pequeñas y medianas empresas, ni inversiones que mejoraran la productividad, la recuperación tocó su techo hacia 2008 y, en un contexto de abaratamiento del dólar, los productos importados reaparecieron en el mercado.
Hubo pocos cambios en la estructura del mundo industrial que se había conformado en los años noventa. La escisión en dos sectores, lejos de atenuarse, se profundizó. Uno estaba integrado en la economía mundial, obtenía importantes beneficios y sus empresarios podían influir en las decisiones económicas. Pero sus conexiones con el conjunto de la economía eran limitadas y, sobre todo, era escasa su incidencia en el empleo, que constituía la cuestión fundamental de la Argentina posterior a la crisis. El otro sector, más directamente ligado a la generación de empleo y a la expansión del consumo, era poco competitivo, carecía de peso corporativo y recibió una atención distraída por parte del gobierno. Continuaron desarrollándose dos procesos iniciados en los años noventa (la creciente concentración, así como la compra de muchas industrias por empresas extranjeras), que profundizaron las diferencias.
La minería creció en la zona andina (La Rioja, Catamarca, San Juan) por obra de grandes grupos dedicados sobre todo a la extracción de oro. Aunque la parte procesada localmente era reducida, su impacto en esas provincias escasas en recursos fue importante. También lo fue su contribución al superávit comercial. En cambio, el sector de la energía se convirtió de manera gradual en un problema serio. En petróleo y gas, la falta de inversiones redujo primero las reservas comprobadas y finalmente la producción. Tampoco hubo adecuada inversión en electricidad, de modo que se debió importar fuel oil y gas para salvar el déficit energético, que se acentuó con los años. La era de la exportación de gas y de petróleo había concluido, y también la de la autonomía energética.
El gobierno decidió reducir los precios de venta interna de los combustibles y la electricidad, compensar a las empresas con subsidios y desentenderse de las inversiones, lo que generó un problema muy serio, pues los combustibles comenzaron a pesar en el saldo del comercio exterior, socavando el superávit comercial. A la vez, el aumento de la producción industrial y agropecuaria también demandó más insumos y bienes de capital importados, y todo el balance comercial dependió de las exportaciones, como en los viejos tiempos. La soja sostenía casi todo, pero el peso de las importaciones comenzó a reducir el margen de la bonanza.
Esto se manifestó en el empleo. Hasta 2007, la ocupación creció el 5 por ciento anual, aumentaron los salarios y se redujo la desocupación. En 2008 el salario real había llegado a recuperar el nivel que tenía en 2001, al menos para los trabajadores regulares o en blanco, y en 2010 lo superaba en el 10 por ciento. El matiz es importante, pues desde 2007 el crecimiento de la industria y de la construcción se estancó, y la ocupación en ambos sectores apenas aumentó el 1 por ciento anual. La locomotora de la soja tiraba de la economía cada vez con más dificultad, y esto se debía, en buena medida, al modo de intervención del gobierno.
La fuerte intervención gubernamental, que caracterizó a la gestión de estos años, apuntó a utilizar el amplio superávit fiscal para expandir el gasto social y político, afectando lo menos posible a los otros pilares de la economía. La presencia de Kirchner en las decisiones fue grande, cuando fue presidente y también después.
Hubo varios ministros de Economía, pero ninguno tuvo un perfil comparable al de Lavagna, y se limitaron a ejecutar los lineamientos marcados por el presidente.
En los primeros años, se avanzó mucho en la reducción de la deuda externa. En diciembre de 2005, se saldó la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMl); aunque la suma a pagar era significativa, y el préstamo podía renovarse a bajo interés, Kirchner sostuvo que quería ganar "libertad para la decisión nacional", es decir, evitar las revisiones regulares del FMl y sus recomendaciones. En los años siguientes se cumplieron los pagos con los organismos internacionales, pero se dilató el acuerdo con el Club de París, lo que dificultó la gestión de nuevos préstamos. En 2010, se canceló buena parte de la deuda no canjeada en 2005, fuente de inacabables problemas judiciales en Estados Unidos. Por entonces, el Estado había recuperado una porción importante de los bonos de la deuda, en manos de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP), estatizadas en 2008. La deuda tenía un peso muchísimo menor que diez años atrás, pero el pago de servicios y amortizaciones, postergados en 2005, comenzó a hacerse gravoso, sobre todo porque era difícil conseguir nuevos préstamos externos.
Los recursos fiscales se volcaron en parte a los subsidios sociales. Los planes de ayuda existentes se mantuvieron, con algunos cambios, y se agregaron otros nuevos, como Argentina Trabaja, destinado a cooperativas de trabajo, repartido por los intendentes y en parte por las organizaciones piqueteras. A fines de 2006, y ya con vistas a las elecciones presidenciales de 2007, se extendieron los derechos jubilatorios a alrededor de dos millones de personas cuyos aportes previos eran irregulares o nulos. La medida casi duplicó el número de jubilados existente y tuvo un significativo costo fiscal: unos 10 mil millones de pesos anuales. En términos globales, la suma se compensó en parte con el congelamiento de los haberes jubilatorios, con excepción de los mínimos, que fueron regularmente aumentados. Esta situación duró hasta 2008, cuando se dispuso una actualización semestral igual para todos.
En octubre de 2009, luego de la derrota en las elecciones parlamentarias de junio, y con las elecciones presidenciales de 2011 en el horizonte, un decreto creó la Asignación Universal por Hijo. El proyecto no era propio; ya había sido propuesto en 2001, y fue reiterado posteriormente por organizaciones sociales y partidos opositores. Se dirigió al sector más vulnerable, formado por unos cuatro millones de niños y jóvenes. El costo fiscal fue grande (alrededor de 7 mil millones de pesos anuales), pero se redujo en parte por la absorción de algunos subsidios anteriores.
Los subsidios tarifarios fueron mucho más costosos. Se destinaron a las empresas de electricidad, gas y transporte (colectivos, trenes, subtes), cuyas tarifas habían sido congeladas en 2002 y reajustadas por decretos presidenciales, prescindiendo de lo establecido en los contratos. Considerados como subsidios sociales, se limitaron a la ciudad de Buenos Aires y a su conurbano (lo que indica su propósito político), y beneficiaron a todos sus habitantes, necesitados o no. Los subsidios, mal controlados por las instituciones estatales, generaron relaciones de colusión entre los empresarios (un grupo reducido y muy próspero) y los funcionarios del Ministerio de Infraestructura y de su Secretaría de Transporte, a cargo de Julio de Vido y Ricardo Jaime, respectivamente. Por otro lado, generaron distorsiones en los precios y en los incentivos de inversión. Su costo fue creciendo, y en 2010 llegó a 40 mil millones de pesos, el 12 por ciento del total del gasto fiscal y el doble de lo asignado de manera directa a los sectores vulnerables.
El Estado subsidió a sus empresas (la reestatizada Aerolíneas Argentinas recibió unos 700 millones de pesos por año) y a programas de asistencia denominados genéricamente "Para Todos". Hubo muchos, anunciados en cada caso con gran despliegue propagandístico, aunque, en la mayoría de los casos, los efectos fueron reducidos. El más famoso fue el más caro: la televisación del fútbol por canales abiertos, acordada con la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), costó, el primer año, 600 millones de pesos.
Hubo también subsidios a distintas actividades económicas, por unos 8 mil millones de pesos anuales; su efecto fue reforzar el perfil productivo y beneficiar a las grandes empresas. Una agencia estatal, la Oficina Nacional de Control Comercial Agropecuario (ONCCA), los distribuyó entre las agroalimentarias, como compensación por la moderación en la suba de precios de los alimentos. Se mantuvieron varios regímenes de promoción establecidos en los años noventa, y se les sumó la llamada "Ley Techint" (el holding recibió buena parte de los beneficios) que favoreció al grupo de grandes empresas exportadoras.
La obra pública (viviendas, calles y caminos, obras sanitarias) constituyó una parte importante del gasto fiscal y un estímulo significativo al empleo. El gobierno nacional distribuyó de manera discrecional los fondos entre los gobiernos provinciales y locales. Otros se destinaron a financiar el consumo, a través de préstamos a tasa subsidiada, que fueron aplicados sobre todo a la compra de electrodomésticos, pantallas de plasma o productos similares. Esas ventas contribuyeron a mantener elevado el nivel de la actividad económica.
La expansión del gasto y el incremento del consumo, en una economía no preparada para una expansión similar de la oferta, generó inflación. En 2006, ya fue del 12 por ciento y en los años siguientes estuvo por encima del 20 por ciento; hasta 2010 acumuló un incremento superior al 100 por ciento, casi el triple de lo reconocido por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC), cuyos datos fueron alterados por el gobierno. Para controlarla o disimularla, sin reducir el gasto fiscal y el fomento del consumo, el gobierno recurrió al acuerdo de precios con supermercados y grandes proveedores. Los negoció el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, que ganó notoriedad por sus métodos poco burocráticos y contundentes. Inicialmente, los acuerdos funcionaron, pero pronto se redujeron a un sector menor de la oferta, que sirvió para justificar las mediciones oficiales de la inflación. Sin embargo, los acuerdos salariales surgidos de las paritarias se atuvieron a los precios reales estimados y los salarios en blanco acompañaron la inflación real. Por su parte, el gobierno decidió que el valor del dólar no acompañara la inflación, y el Banco Central, con reservas abundantes, administró su precio. Por esa vía, el peso se fue apreciando, y el valor de la paridad, que en 2003 duplicaba el de 2001, en 2010 era sólo de 1.29. No se estaba lejos de la paridad de la convertibilidad.
A fines de 2007, cuando Néstor Kirchner se aprestaba a transferir el poder a Cristina Fernández de Kirchner, distintos problemas afectaban al llamado "modelo" de políticas económicas y sociales. El gasto fiscal se incrementó significativamente durante la campaña electoral. Las exportaciones seguían viento en popa, pero el crecimiento de las importaciones achicó el saldo comercial. Los "superávits gemelos" (el fiscal y el comercial), pilares del crecimiento económico, estaban amenazados. La inflación se conjugó con el atraso cambiario, y se sumó una incipiente fuga de capitales, que expresaba de manera clara las dudas y los temores de los grandes empresarios y de los banqueros. Los pagos de la deuda y el mantenimiento del superávit fiscal comenzaron a constituir un problema. Al año siguiente sobrevino la crisis de Wall Street y poco después, en 2009, una sequía pertinaz y la caída de los precios de los productos primarios se sumaron para golpear fuertemente los ingresos por las exportaciones.
Pasadas las elecciones presidenciales de 2007, el gobierno buscó recursos fiscales adicionales. El primer objetivo fue la soja. A fin de año se elevaron las retenciones a las exportaciones del 28 al 35 por ciento y en marzo de 2008, en plena escalada del precio internacional, un decreto estableció un sistema que elevaba el porcentaje acompañando el aumento del precio. La medida suscitó un fuerte rechazo en todo el sector agropecuario y en un amplio sector de la sociedad, generando un fuerte conflicto. Culminó, tres meses después, cuando el Congreso rechazó la ley que pretendía convalidar el nuevo impuesto. Poco después la cuestión se tornó abstracta, pues a fin de año el precio de la soja había caído el 40 por ciento.
En los meses siguientes, se discutieron diversas alternativas: una devaluación drástica, la búsqueda de financiamiento externo (que hubiera requerido un acuerdo con el Club de París y con el FMI) y la gestión de un crédito con el gobierno de Venezuela, concretado en términos onerosos. Al final se encontró una solución transitoriamente eficaz: la estatización de las AFJP, creadas en los años noventa para manejar los fondos de pensión privados. Los beneficios inmediatos fueron notables: los ingresos fiscales se incrementaron en 1.600 millones de pesos, y el Estado se apropió de un Fondo de Garantías de 100 mil millones de pesos. El fondo incluía bonos de la deuda externa, con lo que la porción privada de ésta se achicó considerablemente, así como acciones de grandes empresas, lo que habilitó al gobierno a participar, como accionista, en sus directorios.
No fue suficiente, pues 2009 fue un mal año. Lo fue por la crisis internacional, la baja de los precios de bienes primarios, las devaluaciones de los países vecinos, especialmente el brasileño, que dificultaron las exportaciones, y también por la fuga de capitales, estimulada por la convicción de que antes o después habría una actualización del precio del dólar. Además, luego de la derrota electoral de junio, y con el propósito de recuperar apoyo popular, el gobierno decidió aumentar el gasto estatal, tanto en el área social (la Asignación Universal por Hijo) como en subsidios al consumo. Frente al problema de cerrar el déficit fiscal y cumplir con los vencimientos de la deuda, el gobierno apeló a un nuevo recurso extraordinario: las reservas del Banco Central, cuyo fortalecimiento había sido una de las claves del "modelo" consolidado por Lavagna y Kirchner. Un decreto estableció el Fondo del Bicentenario, que autorizaba su uso para pagar la deuda; la resistencia del presidente del Banco Central culminó con su destitución.
El año 2010 fue más auspicioso. La inflación no cedió, el dólar siguió atrasado, se acentuó la fuga de divisas y creció enormemente el gasto fiscal por las demandas electorales. Pero, en cambio, repuntaron los precios internacionales, la producción cerealera se acercó a los 100 millones de toneladas, Brasil volvió a importar automotores y se negoció con la casi totalidad de los tenedores de bonos de la deuda que no habían ingresado al canje en 2005. El gobierno celebró el bicentenario de la patria con optimismo y un gran despliegue festivo.
Sin embargo, en 2009 se había vislumbrado el límite de la fórmula que desde el fondo de la crisis de 2002 había posibilitado uno de los crecimientos más espectaculares de la Argentina. Quienes podían mirar más allá de la fiesta de subsidios y de consumo característica de ese año advertían que los datos básicos habían cambiado sustancialmente. La locomotora de las exportaciones sojeras funcionaba a pleno, el endeudamiento externo se había reducido al mínimo y las reservas del Banco Central eran considerables. Pero en todo el resto, lo que quedaba del modelo era poco. El aumento de las importaciones achicó el superávit comercial; sólo una parte de éstas era prescindible, pues el grueso (combustibles, bienes de capital e insumos) era esencial para el sector industrial, las exportaciones y el empleo. El superávit fiscal había desaparecido, sin que se advirtiera mayor preocupación por revertir la situación. La inflación se encontraba por encima del 20 por ciento, alimentada por la política gubernamental de incrementar el consumo, y el dólar la seguía con gran retraso. Esa situación de inflación alta y dólar bajo era excepcional en el contexto de los países sudamericanos (con excepción de Venezuela), que, al igual que la Argentina, se beneficiaban con el aumento de las exportaciones.
A la hora de las cuentas, la balanza de pagos oscilaba entre un ligero superávit o un ligero déficit. La posibilidad de obtener préstamos externos era lejana, tanto por la crisis internacional como por la errática política gubernamental. Por el contrario, la huida de capitales fue enorme. Las reservas del Banco Central eran la única fuente segura para afrontar las importaciones, el déficit fiscal, los servicios de la deuda y la eventual fuga de capitales. Aunque en otra escala, y con mucho más margen de maniobra, a fines de 2010 el país se acercaba a la conocida situación de los ciclos de stop and go.

El Estado y la caja
Los recursos disponibles (la caja) y su uso discrecional para acumular poder constituyeron la clave de las políticas del gobierno de Kirchner, que tenía una larga experiencia previa de ese tipo de manejo en su provincia. En los dos primeros años Kirchner aceptó las limitaciones puestas por la presencia del ministro Lavagna, y también por una opinión pública que desde la crisis reclamaba mayor control de los gobernantes. Luego de la elección de 2005, esas restricciones dejaron de preocuparlo.
Las políticas tributarias se orientaron a conservar el superávit logrado con los ajustes de 2002. Así, se mantuvieron elevados los mínimos imponibles (pese a la inflación), el impuesto al cheque y el Impuesto al Valor Agregado (IVA) del 21 por ciento, establecidos durante la gestión de Cavallo, y se elevaron las retenciones a las exportaciones. Como se señaló, cuando el superávit fiscal comenzó a flaquear, se apeló a ahorros acumulados, como los de las AFJP o las reservas del Banco Central.
El Ejecutivo tuvo una enorme libertad para disponer de los fondos. El Congreso prorrogó las leyes de excepción que desde los años noventa le delegaban la reasignación de partidas presupuestarias, así como la ley de emergencia de 2002, que suspendió los regímenes de reajuste de las tarifas de servicios públicos. La sistemática subestimación del presupuesto aprobado generó excedentes de libre disposición, estimados en unos 25 mil millones de dólares entre 2003 y 2010. El Ejecutivo nacional se apropió de una porción creciente de los fondos provinciales, reduciendo la coparticipación. En suma, el presidente dispuso con libertad de una parte importante de una caja fiscal cuyo llenado se atendió prioritariamente.
También dispuso de una "caja negra". Todo gobierno la tiene, pero su cuantía es variable. En parte depende de la cantidad de asuntos que el gobierno resuelve, en favor de unos u otros, y en los que se puede reclamar una comisión, soborno o "coima". En los años noventa, en tiempos de la "carpa chica", estos ingresos ya habían aumentado considerablemente. Con Kirchner hubo un enorme incremento y sobre todo una organización más sistemática, a cargo de un grupo de funcionarios con amplia experiencia previa en Santa Cruz, a quienes se conoció como "pingüinos".
El rubro principal fueron los contratos para obras públicas o vivienda popular, que se adjudicaban por licitación. La práctica habitual incluía el acuerdo entre los participantes, los sobreprecios y el pago de elevadas comisiones (el tradicional 10 por ciento se habría elevado al 25 por ciento), que eran costeadas con los anticipos hechos por la Tesorería del Estado, y que engrosaban la "caja negra". Esquemas similares funcionaron en otros negocios importantes, como los subsidios al transporte (pagados sin los mínimos controles), las concesiones para los casinos o las concesiones petroleras, y en muchos otros de menor envergadura. Los negocios con Venezuela (a la que se compraban combustibles) constituyeron un capítulo especial, vislumbrado cuando en un aeropuerto apareció una valija llena de dólares, traída por funcionarios de ese país. Indicios más contundentes aparecieron en el caso de la constructora extranjera Skanska, que admitió haber pagado sobornos. Todo indica que cualquier decisión del gobierno que involucrara intereses tuvo características similares.
En el montaje de estos negocios privilegiados probablemente participaron funcionarios de confianza de Kirchner, testaferros y empresarios amigos: los más mencionados fueron Julio de Vido y Ricardo Jaime entre los funcionarios, y Lázaro Báez, Cristóbal López y Claudio Cirigliano entre los empresarios. En un segundo círculo estaban los empresarios "amigos", como los banqueros Jorge Brito y Sebastián Eskenazi, quien adquirió, casi sin costo, una porción de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), en una operación que habría diseñado el propio Kirchner. También participaron dueños de canales de televisión, gerentes de las empresas extranjeras de servicios públicos o jefes de grandes grupos empresariales. Cada uno de sus negocios dependía de una decisión del gobierno, cuyos costos seguramente ya habían sido incorporados a los presupuestos.
También hubo negocios compartidos con los sindicatos, que prolongaron los que se hicieron en los años noventa. Los dirigentes de los gremios de servicios públicos (desde el transporte ferroviario hasta la recolección de residuos) tenían sus propias empresas, receptoras de concesiones y subsidios. El resto percibía los tradicionales subsidios para sus obras sociales, administrados desde el Ministerio de Salud Pública por funcionarios provenientes del riñón del sindicalismo. Dirigentes de las organizaciones sociales amigas (como Luis D'Elía o Emilio Pérsico) ocuparon funciones en la administración y en el reparto de subsidios sociales. Incluso Madres de Plaza de Mayo se incorporó al club de los subsidios, con un proyecto de construcción de viviendas organizado por Sergio Schoklender, que concluyó en un desfalco fenomenal.
Se trató de una nueva fase del Estado prebendario. Éste había florecido en los años sesenta, se expandió durante el Proceso, volvió a florecer con las privatizaciones de los años noventa y se desplegó con potencia con el nuevo estatismo. Con Kirchner fue similar en lo esencial, pero tuvo sus singularidades, entre ellas, como se verá, una justificación discursiva propia. Unos cuantos nombres se agregaron al grupo de beneficiarios, que tuvo también algunas bajas. Pero hubo otra novedad: en las funciones clave, se redujeron los participantes que provenían de las corporaciones establecidas (ya fueran empresarias o sindicales) y aumentaron quienes venían del grupo íntimo de Kirchner y de su etapa en Santa Cruz. La expoliación del Estado se mantuvo, pero los beneficios se distribuyeron de manera algo diferente. Aumentó la parte de quienes integraban el grupo gobernante, que desde 2008 pudo avanzar incluso en el control de algunas grandes empresas, por medio de los paquetes accionarios de las AFJP. La zona gris entre el Estado público y los intereses particulares se expandió, llenándose de "amigos del gobierno".
Con Kirchner se robusteció el poder del gobierno, en detrimento de las capacidades estatales de control. Esta distinción quedó algo oscurecida por un discurso oficial centrado precisamente en la recuperación del Estado, que se contraponía con el neoliberalismo de los años noventa. Pero el proceso de concentración de las decisiones en el presidente, lanzado durante el gobierno de Menem, se desarrolló sin cambios en los años de Kirchner. Lo mismo ocurrió con la destrucción sistemática de las instituciones o agencias estatales encargadas de controlarlo. Por otro lado, el gobierno ignoró la opinión disidente u opositora y descartó promover la deliberación colectiva, que en otros contextos caracteriza habitualmente la formulación de las políticas de Estado.
Como se señaló, en los dos años iniciales, Kirchner había tomado medidas tendientes a reconstruir la deteriorada institucionalidad, como la modificación de la corte. Pero la preocupación por lo institucional fue abandonada desde fines de 2005. El Congreso ratificó y amplió todas las leyes de excepción. También modificó la composición del Consejo de la Magistratura, para dar más peso a los representantes políticos oficialistas. El consejo comenzó a disciplinar a los jueces, amenazándolos con la posibilidad de un juicio político. El desbalance de poderes se acentuó con algunos notorios desconocimientos de fallos judiciales, incluso de la Corte Suprema, y con una campaña en contra de lo que se llamó "la corporación judicial", que descalificaba a la justicia toda.
En el mismo sentido se operó sobre los medios de prensa. Los funcionarios vigilaron la opinión de los periodistas y sugirieron el desplazamiento de los más críticos. Un instrumento efectivo fue la asignación de la publicidad oficial, repartida preferentemente entre aquellos medios que disciplinaban su línea editorial. El poder de regulación de las emisiones de radio y de televisión también constituyó un argumento importante, sobre todo con las empresas de televisión. Empresarios amigos del gobierno compraron radios y diarios, aunque rara vez lograron que creciera su circulación. Por otro lado, la radio y la televisión pública y la agencia de noticias Télam se convirtieron en desembozadas propagandistas del gobierno. La suma de presiones, y el desarrollo de una cadena propia, con periodistas que se autodefinían como "militantes", configuró un aparato mediático significativo, que sin embargo estuvo lejos del monopolio, pues algunos grandes medios mantuvieron su independencia.
Gradualmente, el Estado fue avanzando sobre las libertades personales y los derechos humanos. Los servicios de información se dedicaron al espionaje sistemático, que incluyó hasta a funcionarios del gobierno. Las organizaciones sociales y también "patotas" o "barras bravas" intimidaron en la calle a los opositores, y las policías y la gendarmería se involucraron gradualmente en acciones violentas, sobre todo cuando no había cámaras de televisión cerca.
La intervención del gobierno alcanzó a las agencias estatales encargadas del control de los gobernantes. En la mayoría de los casos (como la Sindicatura General del Estado o la Fiscalía de Investigaciones), se colocó al frente a funcionarios amigos. A la Auditoría General de la Nación (que debía ser presidida por un representante del principal partido opositor), se le recortaron las funciones. El caso extremo fue el del INDEC, una agencia de enorme prestigio, cuya tarea fue esencial para la administración del Estado. Para poder falsear los datos de la inflación, el INDEC fue intervenido en 2007, y se removió a buena parte de su planta técnica. Desde entonces, el INDEC da informaciones falsas sobre inflación, desocupación, pobreza y otras cuestiones indispensables para llevar adelante un gobierno responsable. Pocas personas creen en ellas, y hasta muchos partidarios del gobierno reclaman su normalización.
Pero el gobierno ha convertido en cuestión de principio el no desandar el camino.
En cada uno de los ámbitos del Estado se ha operado de la misma manera, robusteciendo el vértice y achicando las instituciones. Se consolidó así el poder decisionista del Ejecutivo, cimentado en el desgaste y el desarme de la institución estatal, pero profundizado por la decisión de Kirchner de no dejar que la normativa institucional limitara su libertad de acción. Poco preocupado por el largo plazo, practicó un estilo de gobierno errático, pero muy atento a las coyunturas y muy consecuente en cuanto a su finalidad principal: la construcción y conservación del poder. Gobernar a los golpes estuvo condicionado por las deficiencias del Estado que recibió, dañado en su instrumental fino, pero, a la vez, contribuyó a agravar su deterioro.
El manejo de la inflación fue paradigmático. Para combatirla, se encararon acuerdos de precio con los grandes empresarios, logrados mediante presiones y promesas, y ampliamente publicitados. Generalmente eran precios nominales, de escasa vigencia real, pero el INDEC los usó para construir un índice de precios en el que nadie creía. Cuando se difundieron otras mediciones (basadas en parte en estadísticas provinciales), se prohibió su difusión.
En el gasto público también hubo una orientación constante hacia la obtención de réditos políticos. La centralización de los recursos fiscales fue usada para disciplinar a los gobiernos provinciales y a los intendentes del conurbano. Una cuarta parte de los recursos de estos gobernantes provenía de transferencias del tesoro nacional, o de fondos para obras públicas administrados por el Ministerio de Planificación Federal. El reparto nunca se ajustó a normas prefijadas, y una porción considerable se establecía en acuerdos específicos con cada uno de los gobernadores o intendentes. Quienes no los recibían debían enfrentar a empleados públicos furiosos por el atraso en sus sueldos. Así, independientemente del partido político que los hubiera llevado al gobierno, gobernadores e intendentes terminaron actuando de manera disciplinada a las órdenes del Poder Ejecutivo.
En suma, los años de Kirchner se caracterizaron por una amplia disposición de recursos fiscales, de uso discrecional, utilizados para sostener, por distintos caminos, una estructura de poder obediente y disciplinada, que reproducía los recursos disponibles. De ese modo se completaba la ecuación que unía el poder con la caja.

La sociedad: ganadores y perdedores
El resultado de la gran transformación de los años noventa fue una sociedad globalmente empobrecida, polarizada y segmentada. La crisis de 2002 profundizó todo esto y a la vez generó una movilización demandante y contestataria. En 2005 se había superado lo peor de la crisis, y el país gozaba de una inédita bonanza económica. Muchos pensaron que había una oportunidad para que se recuperara la antigua dinámica social, su movilidad y capacidad para la integración, o al menos para aplacar y canalizar adecuadamente la conflictividad y reabsorber el terrible bolsón de pobreza que se había constituido. El gobierno dispuso de muchos recursos y de amplia libertad para usarlos, y, según afirmó, una de sus prioridades era lograr la inclusión social. Pero sus políticas específicas atendieron preferentemente a objetivos de corto plazo, y los resultados globales fueron magros en relación con los recursos disponibles. Al final del ciclo de Néstor Kirchner el balance indicaba que el país había perdido una buena oportunidad.
Los trabajadores fueron objeto de especial atención del gobierno. Los efectos no fueron homogéneos, en parte porque la heterogeneidad del sector era parte central del problema y en parte por la poca sistematicidad de las políticas públicas. El empleo creció de manera firme hasta 2007, y luego lo hizo de un modo sensiblemente menor, aunque desde entonces las cifras disponibles son poco seguras. El sector de los trabajadores formales o en blanco se benefició con el restablecimiento de las convenciones paritarias y el fortalecimiento de los sindicatos, cuyos reclamos fueron respaldados por el gobierno. Pero hubo importantes diferencias, no sólo entre los distintos gremios (los privados superaron a los estatales, y los camioneros estuvieron por delante de todos), sino dentro de cada actividad, debido al amplio desarrollo de los acuerdos por empresa. Las mayores diferencias estuvieron entre los trabajadores "en blanco" y los informales o "en negro", no protegidos por los sindicatos, que podían ganar la mitad de sus equivalentes en blanco. Aunque el gobierno realizó varias campañas en favor del "blanqueamiento", hacia 2010 había en el sector informal alrededor de cuatro millones de trabajadores.
El gobierno canalizó muchos fondos fiscales para reducir la pobreza. El conjunto de los subsidios sociales, nunca contabilizados con precisión, llegó a beneficiar a ocho o diez millones de personas. Dos grandes programas, la moratoria jubilatoria y la Asignación Universal por Hijo, favorecieron a más de cinco millones de personas. El área metropolitana se vio además beneficiada por los subsidios al transporte y a los servicios públicos, que permitieron mantener bajas las tarifas. Los pobres, que en el pico de la crisis de 2002 eran más del 50 por ciento de la población, se redujeron al 20 por ciento, una cifra aún menor que el 38 por ciento de fines de 2001. Eran diez millones de personas que, pese a todo lo hecho, permanecieron en la pobreza. En momentos de máxima bonanza, se destinó a los subsidios un 4 por ciento del PBI, aunque sólo una cuarta parte de ellos se dirigió a los pobres; el resto benefició a sectores medios, algunos necesitados y otros muchos no. No es fácil saber si esto se debió a la tosquedad de los instrumentos estatales o a un propósito deliberado, quizás de tipo político. Después de 2007, fue difícil sostenerlos con recursos fiscales normales y hubo que apelar a los extraordinarios, lo que puso en duda la sustentabilidad de estas políticas que, pese a todo, no habían reabsorbido el bolsón de pobreza.
En materia educativa, uno de los terrenos más afectados por la deserción del Estado en los años noventa, una ley garantizó el aumento sustancial de la parte del PBI destinada a educación. Sus efectos fueron desparejos, por el desigual reparto de los recursos fiscales entre las provincias, que afectó especialmente a la de Buenos Aires, la más poblada. Los sueldos docentes mejoraron mucho, pero la calidad educativa siguió declinando: así lo mostraron las mediciones internacionales, en las que la Argentina fue quedando retrasada respecto de los otros países hispanoamericanos. En las escuelas públicas el deterioro fue grande. El gobierno dispuso que se diera prioridad a distintas funciones sociales, lo que afectó las específicamente educativas. Además, se desatendieron cuestiones más delicadas, como el fortalecimiento de la función directiva y la mejora en la capacitación docente. Este deterioro se reflejó en la acelerada deserción de escolares, en beneficio de las escuelas de gestión privada. No sólo migraron los sectores altos y medios, sino también aquellos sectores populares que materialmente podían hacerlo (hubo escuelas privadas de muy bajo costo), de modo que la escuela estatal se consolidó como la escuela de los pobres, reproduciendo la segregación de la sociedad. En este aspecto, la política de inclusión no dio muchos resultados.
Dos problemas diferentes, emergentes de la gran transformación social, generaron cuestionamientos al Estado por su manejo de las fuerzas policiales y de seguridad: las protestas callejeras, que afectaban el orden público, y el aumento de la criminalidad. Las políticas fueron ambiguas y cambiantes. En sintonía con su discurso progresista, el gobierno declaró que no reprimiría ni criminalizaría la protesta social. Pero de manera creciente y solapada, fueron duramente reprimidos los activistas sociales adversos al gobierno. Otro aspecto fue la corrupción de la institución policial. Periódicamente, algún episodio delictivo mostraba la estrecha relación de sus miembros con los criminales. En la provincia de Buenos Aires hubo intentos de eliminar la corrupción de la policía bonaerense, pero fueron esporádicos y poco exitosos, y finalmente se volvió al sistema de acuerdos espurios, para tolerar sus actividades y limitar su visibilidad. En el caso de la Policía Federal, el gobierno nacional aceptó durante estos años sus prácticas corruptas tradicionales, y así lo denunciaron en años posteriores otros funcionarios gubernamentales.
Por otra parte, el delito aumentó de manera evidente, tanto en número como en violencia y espectacularidad, y aunque no hubo demostraciones masivas como la promovida en 2004 por Blumberg, ya mencionada, la seguridad se convirtió en el problema que más preocupó a la opinión. A las cuestiones reales se sumó una mirada sobre el tema, considerado una consecuencia de la emergencia y el descontrol del mundo de la pobreza. Se sumaron así la inseguridad y su percepción, amplificada. Para minimizar el problema, el gobierno sostuvo que se trataba sobre todo de una "sensación de inseguridad". Pero los resultados logrados en este campo fueron exiguos, sea por inconsecuencia o por incapacidad de gestión.
El impulso de la economía y la masa de subsidios permitieron algunas mejorías específicas en la situación de los distintos grupos sociales, pero no bastaron para que la sociedad recuperara su antigua dinámica de integración y movilidad. Al final de los años de Kirchner, la distancia entre los ingresos de los muy ricos y los muy pobres (que indica el grado de polarización social) se había reducido respecto de 2002, momento pico de la crisis. Pero, en rigor, la mejora se detuvo en 2006; comenzó entonces un leve retroceso, y en 2008 la distancia entre ambos extremos era mayor que la de 1997. En suma, en los diez años de gran prosperidad y de vigencia de un modelo declarado de inclusión social, en lo esencial, la desigualdad generada por la gran transformación de los noventa se mantuvo.
Los indicadores generales, como el de la distribución del ingreso, no dan cuenta de las fuertes desigualdades internas, regionales y sociales. La mortalidad infantil se redujo en general, pero era alarmante en Formosa, donde había elevados índices de desnutrición. En las zonas pobres, eran sorprendentemente altos los índices de mortalidad de los adolescentes, cuyas vidas eran tan intensas como breves. Diez millones de argentinos carecían de servicios básicos, como la conexión cloacal o de gas, con el agravante de que las garrafas no recibían los beneficios de los subsidios. Hubo también efectos sociales negativos de la prosperidad. En la ciudad de Buenos Aires, con la suba del precio de la tierra, aumentaron los desalojos en viviendas colectivas, y en consecuencia se elevó la población residente en villas de emergencia, que creció el 50 por ciento en estos diez años. Algo similar ocurrió en el conurbano.
Sobre todo, se profundizaron las fracturas de una sociedad que otrora se había caracterizado por la continuidad y la falta de cortes profundos. Hubo una polarización entre los de más abajo y los de más de arriba; a algunos les fue extraordinariamente bien, incluyendo al propio matrimonio Kirchner. Pero además, se profundizó la brecha que venía dividiendo a la tradicional "clase media". Una parte encontró en la nueva dinámica social posibilidades de adaptarse y prosperar, sobre todo quienes disponían de los conocimientos adecuados para manejarse en el nuevo mundo globalizado. Quienes elegían una escuela de alto costo para sus hijos estaban desertando de la antigua empresa de la educación común. Así formados, los jóvenes emprendedores se acostumbraron a mirar en primer lugar al mundo, y se comprometieron menos con su país, lo que agregó a la deserción una cuota de egoísmo que aumentaba la fragmentación. En el mismo batallón creció otro contingente, que encontró en la política un camino para mantener abierta la aventura del ascenso, aprovechando los gajes del Estado y "haciendo una diferencia", legítima en estos años y adecuada para afirmarse entre los que "se salvaban".
Una parte mayor de la vieja clase media venía siendo castigada por las nuevas reglas de la economía desde la hiperinflación de 1989, que arrasó con sus ahorros. Entre ellos había profesionales, pequeños empresarios, comerciantes, cuentapropistas y docentes. Su déficit de saberes y conocimientos adecuados para el mundo nuevo se acentuó, y a la vez sus tradicionales límites éticos también operaron como una barrera para su adecuación. Se empobrecieron relativamente (los subsidios que iban más allá de los pobres fueron bien recibidos), pero lograron mantenerse en pie. Luego de la experiencia de 2002, apreciaron el orden y la estabilidad, que muchos asociaron con el gobierno de los Kirchner.
La misma fractura se produjo entre los trabajadores asalariados. Los que trabajaban en condiciones formales estuvieron amparados por toda la legislación protectora, descuidada en los noventa y rehabilitada durante los años de Kirchner. Tuvieron aumentos salariales regulares, protección por despido y obras sociales. La Confederación General del Trabajo (CGT) recuperó los viejos métodos de presión y acuerdo y defendió exitosamente a sus trabajadores. La situación fue muy distinta para quienes trabajaban en negro, y en general eran poco tenidos en cuenta por las organizaciones sindicales. No había para ellos ni convenciones, ni obras sociales ni jubilación. La informalidad acompañaba tanto al trabajo ocasional como al llamado "esclavo". Pero muchas empresas importantes solían tener un sector informal significativo, con capacidad para reclamar, asumida generalmente por comisiones internas opuestas a las conducciones y también al gobierno, y dirigidas por militantes de izquierda.
El escaso éxito de las políticas de inclusión se manifestó en el mundo de la pobreza. Allí, la crisis de 2002 estableció un nuevo umbral. Si bien el número de pobres se redujo, y fueron menos quienes debieron luchar por su supervivencia cotidiana, se mantuvo un núcleo duro e irreductible, ajeno a la antigua cultura del trabajo regular. En el mundo de la pobreza la vida se estructuró sobre otras bases, con su lógica y sus mecanismos de reproducción.
El Estado tuvo una presencia ambigua, y no hubo mucha preocupación por mejorar el cumplimiento de las normas o penalizar las transgresiones. Sus agentes (funcionarios, policías, jueces) se dedicaron en cambio a distribuir franquicias y concesiones entre los referentes barriales, y fueron construyendo con ellos una versión local del Estado prebendario. Como mostró Jorge Ossona, los referentes (que frecuentemente eran los jefes de familias extensas y poderosas) tenían autoridad para solucionar problemas cotidianos: litigios por la ocupación de los terrenos, autorización de remises ilegales, concesión de puestos de venta en calles o ferias. En un nivel más alto, se autorizaban los boliches y prostíbulos, los talleres clandestinos o los desarmaderos de autos, y se protegía u organizaba el robo de autos o el tráfico de drogas. Entre lo legal y lo ilegal (si esa distinción hubiera tenido sentido) un club de fútbol convertía a un grupo de muchachos del barrio en "barras bravas", que ingresaban en diversos tráficos, incluyendo la droga, y estaban disponibles para tareas políticas que requerían presencia y potencia física. Nada era nuevo, pero creció mucho, y el gobierno, en general poco preocupado por el ordenamiento institucional, no hizo mucho para cambiar la situación, convivió con ella y hasta encontró el modo de sacarle provecho.
La presencia del Estado fue rotunda en la distribución de subsidios sociales. El Plan Jefes y Jefas de Hogar de 2002 fue gradualmente reemplazado por otros más focalizados, como microemprendimientos, que requerían el sustento de alguna organización social. La Asignación Universal por Hijo de 2009 tuvo un carácter más universal que las anteriores, y redujo la intermediación. Pero simultáneamente, nuevos subsidios a cooperativas de trabajo, distribuidos por los intendentes, fortalecieron los mecanismos discrecionales. Por esa vía, el gobierno fue reabsorbiendo la protesta social, todavía viva, y a la vez construyó una maquinaria política eficaz.
Las organizaciones piqueteras perdieron algo de su anterior significación, por la reducción del desempleo y el uso político de los subsidios, aunque ninguna organización quedó al margen del reparto de planes sociales. Aquellas vinculadas con los partidos de izquierda, que radicalizaron su protesta, fueron estigmatizadas por los medios oficialistas, perseguidas judicialmente y hasta reprimidas por la gendarmería, que fue ocupando el lugar de la policía en el mantenimiento del orden. Pero conservaron sus comedores y cooperativas, y sus movilizaciones. Marchar hacia un ministerio era el comienzo de una negociación nunca interrumpida, que se concluía en la oficina de los funcionarios encargados de autorizar los pagos. Por esa vía, no muy diferente de la sindical, la protesta entró en el camino de la institucionalización.
Otras organizaciones piqueteras redujeron su activismo cuando se sumaron al kirchnerismo. Sus dirigentes ocuparon funciones públicas, relacionadas con los subsidios, como D'Elía y Pérsico, o recibieron tratamiento preferencial, como la activista jujeña Milagro Sala o Madres de Plaza de Mayo, que administraron importantes planes de construcción de viviendas. La Federación de Tierra y Vivienda mantuvo su independencia formal, pero el Movimiento de Trabajadores Desocupados Evita se fusionó con otros grupos peronistas en el Movimiento Evita, que combinó la tarea de promoción social con la competencia interna dentro del justicialismo.
Por esa vía, la reabsorción de la protesta social se combinó con la creación de una red política extensa, en la que los gobiernos municipales cumplieron un papel central. Negociaron con el gobierno nacional la realización de obras públicas en sus municipios (fuente de empleo y prebendas), colaboraron de distintas maneras con las numerosas asociaciones vecinales (se reconocía una por barrio) y paralelamente organizaron una red política.
Los planes sociales estaban en el centro de la vida cotidiana de los pobres. Tener un beneficiado en la familia hacía una diferencia fundamental en sus vidas. Lograrlo y mantenerlo era un proceso largo y nunca acabado. Había que anotarse como aspirante a un plan, esperarlo, recibirlo, cobrarlo y eventualmente pedir la baja. Podía trabarse en cualquier punto, y para reactivar el proceso había que recurrir a facilitadores o gestores. Por aquí se entraba, de manera gradual, al mundo de la política. Julieta Quirós ha mostrado que en el mundo de la pobreza no era necesario comprometerse definitivamente con ninguna de las alternativas que se ofrecían: el puntero político, el referente social, el militante de una asociación vecinal o una organización piquetera. Las lealtades se construían de forma gradual, por acumulación. La sutil contraprestación consistía en "acompañar", para fortalecer lo recibido: una marcha, un acto en apoyo de un dirigente, una gran concentración, actividades para las que los organizadores suministraban la logística necesaria. Por esa vía, los planes sociales llevaban a la producción de apoyo político y, en última instancia, del sufragio.


La política: los votos y el discurso
Construir su poder, con independencia de otra finalidad, fue la ocupación principal de Kirchner. La tarea, permanente y cotidiana, realizada con pericia singular, se basó en dos pilares: la conversión de recursos estatales en sufragios y la imposición de un discurso capaz de convocar a amplios sectores fuera del peronismo.
Para la producción de sufragios, el conurbano bonaerense (decisivo en las elecciones) constituyó un desafío especial. Se trataba no sólo de cosechar votos en el mundo de la pobreza (una tarea en la que el peronismo ya había sacado una buena ventaja), sino de mantener alineada y disciplinada una estructura política caleidoscópica. En la base, el trabajo capilar de los punteros se hacía por conjuntos de votantes, o "paquetes", que correspondían a las diversas formas asociativas. A través de los referentes barriales, los subsidios, las franquicias, las licencias o los favores cotidianos se convertían finalmente en votos. Pero nada era automático, y siempre había demandas en competencia. A la tarea de negociar el "paquete", se agregaba otra más compleja: constatar que los acuerdos habían sido cumplidos. Sólo entonces el puntero acreditaba su capacidad de conducción.
Por encima de la cadena jerárquica de los operadores políticos, el intendente era el administrador principal de los recursos y de los resortes administrativos del proceso electoral en su fase local. Si era eficaz en su tarea, podía permanecer en el cargo o elegir a su sucesor. Por lo general el peronismo se alineaba en la cúspide (el gobernador o el presidente, que solía intervenir directamente en los asuntos provinciales o locales), pero en la base la competencia era intensa, y a veces se complicaba con los cambios o conflictos en la provincia o la nación, que derivaban en cambios en la jefatura local, a través de elecciones o, más simplemente, mediante la destitución del intendente. En 2005 todo el aparato que apoyaba a Duhalde se pasó a Kirchner sin conflictos, pero en 2009 se dividió, y una parte apoyó al grupo peronista disidente, vencedor en la ocasión.
Disciplinar a los gobernadores provinciales (la otra pieza clave en la producción del sufragio) fue menos complicado. Kirchner empleó el contundente argumento de los fondos de Tesorería. Les reclamó a los gobernadores que no salieran del redil y que lo apoyaran en el Congreso, y los dejó en libertad en su manejo interno. En muchas provincias producir el sufragio fue relativamente sencillo, por el enorme peso de los empleados públicos. En otras había tradiciones de partidos provinciales dominantes, y en las más grandes, como Córdoba, Mendoza o Santa Fe, hubo una verdadera competencia electoral. Pero aun cuando triunfaran partidos opositores, el presidente pudo disciplinar y encarrilar a las autoridades electas con el manejo de los recursos fiscales.
Captar a gobernadores, diputados o intendentes elegidos por otros partidos fue parte de una política genéricamente conocida como "transversalidad". Fue ensayada y abandonada varias veces, y le sirvió a Kirchner para regular sus relaciones con los jefes territoriales peronistas y para alimentar con algo de consistencia el mito de la "nueva política". Con vistas a la elección presidencial de 2007, Kirchner convocó a la Concertación Plural, e incluyó a gobernadores e intendentes electos por la Unión Cívica Radical (UCR); Julio Cobos, quien concluía su mandato como gobernador de Mendoza, acompañó a Cristina Kirchner en la fórmula presidencial triunfante. La Concertación se disgregó en 2008, con motivo del "conflicto del campo", que también dividió profundamente al peronismo.
Como es habitual en el peronismo, el frente político kirchnerista no tuvo una forma orgánica. Era un movimiento que también incluía a la CGT, a las organizaciones piqueteras afines y hasta a Madres de Plaza de Mayo. Para las elecciones, Kirchner disponía del sello del Frente para la Victoria, amplio, flexible y capaz de incluir a quien se quisiera. El Partido Justicialista tuvo un funcionamiento intermitente, y en muchos lugares se dividió, sin que nadie lo abandonara o se considerara excluido. Tras las distintas denominaciones había, como ocurría desde 1989, una jefatura y un partido del gobierno, asentado sobre distintos poderes territoriales, no siempre peronistas, que funcionaba con los recursos del Estado. Una forma difícil de definir institucionalmente, pero de una eficacia demoledora.
El segundo pilar del poder kirchnerista fue un discurso hábilmente construido y eficazmente difundido. Kirchner asumió que, además de las negociaciones concretas, en la política había una lucha por la interpretación de la realidad, y que había que imponer un "relato", como se lo llamó. El relato le permitió trascender el ámbito del peronismo y del mundo popular y convocar a un amplio sector de la opinión pública que se definía como progresista. Consistía en una lectura del pasado, reciente y lejano, un diagnóstico del presente y una promesa para un futuro que ya estaba realizándose. Se alimentó de las tradiciones y las nostalgias, resumió los reclamos de 2001 y se encabalgó en la ola de prosperidad del presente. Incluyó una reivindicación de los jóvenes idealistas de los años setenta, y en especial de la Juventud Peronista (JP) y de Montoneros. Asumió la bandera de los derechos humanos, entendidos sólo y estrictamente como el juicio y castigo a los culpables de la represión dictatorial, así como la construcción de una memoria colectiva alrededor de ese tema. Desechó casi todo lo que había aportado la democracia institucional de 1983, salvo el valor del sufragio, y condenó las reformas neoliberales de los años noventa, hasta la crisis de 2001.
Todo ello constituyó el "infierno" heredado, del que el gobierno de Kirchner estaba saliendo. Se reivindicó el papel del Estado, entendido como poder no limitado, y sobre todo la autonomía de la política y la libertad de acción de su jefe, más allá de las restricciones provenientes de los poderes corporativos, y también de las instituciones "formales". Por esta vía el discurso se tornó en epopeya, pues se valoró la audacia, la decisión y hasta la heroicidad de la jefatura. Las sucesivas expresiones de su voluntad, decantadas en hechos irreversibles, conformaban lo que denominaron un "modelo económico de acumulación con matriz diversificada e inclusión social", conocido comúnmente como "el modelo". A diferencia de las concepciones planificadoras previas, el modelo no tenía una redacción explícita, lo que permitía su reinterpretación cotidiana por medio de la palabra.
Por sus contenidos y por su modo de enunciación (que excluía toda forma de diálogo), este discurso se propuso dividir tajantemente el campo político, integrar a los aliados y excluir a los enemigos. De un lado, la tradición nacional y popular se sumaba al progresismo antidictatorial; en el lado opuesto quedaba "la derecha", en cuyo núcleo se hallaban los poderes corporativos, locales y mundiales. Retomó así una tradición arraigada en la cultura política argentina, que en 1983 se creyó superada: la construcción de poder a partir del conflicto, el enfrentamiento y la polarización.
En el relato se adecuó la forma dicotómica básica a las cambiantes coyunturas, y en cada caso se definió un nuevo rostro del enemigo. Allí residió la notable destreza de Kirchner, que manejó los tiempos, eligió los temas, incluyó unos hechos, ignoró otros y acomodó las explicaciones. Contó con la credulidad de sus seguidores, dispuestos a acompañarlo en un juego que a menudo se apartaba gruesamente de los hechos. El caso del INDEC y de la inflación constituyó una verdadera prueba para los creyentes. La condena genérica a las corporaciones pudo coexistir con la amigable convivencia con muchas de ellas. La defensa de los derechos humanos coincidió, en la prestigiosa aunque cuestionada voz de Hebe de Bonafini, con la reivindicación lisa y llana de la violencia, pasada y presente. Viejos militantes de los derechos humanos debieron aceptar que sus organizaciones emblemáticas (Madres y Abuelas) ingresaran sin reservas al frente político oficialista, y finalmente al círculo de la corrupción generado por los subsidios.
Las mismas oscilaciones oportunistas se registraron en el caso de las relaciones exteriores, manejadas de acuerdo con las necesidades discursivas del frente político interno. Cancelar la deuda con el FMI (de previsibles consecuencias negativas) satisfizo a la opinión progresista y antiimperialista. Lo mismo ocurrió con varios actos hostiles al gobierno de Estados Unidos, inútilmente ofensivos, como la agresión al presidente Bush en la Cumbre de las Américas reunida en Mar del Plata en 2005. Igualmente inconsistente fue la gestión del conflicto protagonizado por los habitantes de Gualeguaychú contra una gran fábrica de pasta de papel instalada en Uruguay. Ante el prolongado corte del puente internacional que realizaron, el gobierno no encontró una respuesta adecuada que articulara su íntima satisfacción por una gesta que podía presentarse como nacional y antiimperialista, su negativa a cualquier ejercicio de su autoridad y sus responsabilidades con el país vecino. Así, dejó que la situación se prolongara en forma indefinida. Esas medidas espectaculares e inconsistentes cosecharon un éxito fácil entre el progresismo populista, ya claramente escindido del que conservaba su tradición socialdemócrata, y colocaron en difícil situación a quienes no querían ser ubicados en la nefanda "derecha".
Entre la elección de medio tiempo de 2005 y la presidencial de 2007 el kirchnerismo tuvo un período de esplendor, que no se repetiría en vida de Kirchner. La economía en crecimiento, la holgura fiscal y los avances importantes en los juicios a los represores generaron satisfacción entre todos los que lo apoyaban. No faltaron algunas advertencias, como la suba de la inflación o el plebiscito de Misiones en 2006, cuando se rechazó la posibilidad de la reelección indefinida del gobernador, algo de lo que Kirchner tomó debida nota. Por entonces comenzó a discutirse quién sería el candidato en 2007: si Néstor o su esposa Cristina Fernández, de destacada actuación política, y que había obtenido en 2005 un resonante triunfo electoral en la provincia de Buenos Aires. El suspenso sobre si sería "pingüino o pingüina", finalmente resuelto en favor de Cristina Kirchner, se mantuvo hasta pocos meses antes de las elecciones de octubre de 2007.
Antes de resolverlo, Kirchner ya había comenzado a armar la nueva alianza electoral. Con la Concertación Plural sumó el apoyo de casi todos los gobernadores y de muchos intendentes radicales, y minó las bases de la UCR, principal partido opositor. Los partidos políticos estaban en crisis, afectados por la escasa representatividad, el deterioro de sus estructuras orgánicas, las escisiones y las deserciones. Los nuevos protagonistas fueron los dirigentes con alguna atracción personal y recursos para montar un aparato electoral, y también las coaliciones, que se armaban persiguiendo el ánimo cambiante de la opinión. La UCR llevó como candidato al exministro Lavagna, peronista y moderado, con buena imagen por su manejo de la crisis de 2002. Elisa Carrió, otro producto de la crisis, levantó los temas de la corrupción y de las instituciones republicanas, y organizó la Coalición Cívica, a la que se sumó el Partido Socialista. Dentro del justicialismo hubo alguna oposición a Kirchner, como la del puntano Alberto Rodríguez Saá, hermano de Adolfo, efímero presidente. Ninguna de estas fuerzas logró desarrollar debates importantes en una campaña anodina, dominada por la exitosa gestión presidencial y la amplia distribución de subsidios.
Cristina Fernández de Kirchner resultó electa en la primera vuelta; obtuvo el 42 por ciento de los votos y dobló los de la segunda, Elisa Carrió, quien a su vez relegó a la UCR al tercer lugar. Algo faltó para que el triunfo fuera completo: la mayoría fue holgada, pero escasa para un régimen con vocación plebiscitaria. Los sectores medios urbanos fueron esquivos y el gobierno volvió a perder en Buenos Aires y Rosario, donde se confirmaron los liderazgos de Mauricio Macri y del Partido Socialista. Comenzó así el segundo turno del kirchnerismo, con una singular conducción dual. La presidenta asumió todas las funciones de representación, con soltura y aplomo, pero Néstor Kirchner siguió a cargo del manejo de la política y la economía. En la intimidad, compartieron las decisiones sólo con el jefe de gabinete, Alberto Fernández, que continuó en su puesto. Pero lo más importante era que ambos estaban habilitados para presentarse en 2011, e incluso para alternarse indefinidamente, sorteando la limitación que había puesto fin al gobierno de Menem.
Poco antes de entregar el mando a su esposa, Kirchner tomó algunas medidas significativas: autorizó una importante fusión de empresas de televisión por cable, que gestionaba el Grupo Clarín; facilitó la venta de una parte de las acciones de Repsol YPF, a pagar con los beneficios de la empresa, al banquero Eskenazi, que asumió su manejo; por último, elevó al 35 por ciento las retenciones a las exportaciones de soja, cuyo precio estaba aumentando aceleradamente. El nuevo gobierno, preocupado por los primeros signos de cortedad fiscal, decidió elevarlas aún más, introduciendo un sistema móvil que permitía al Estado apropiarse de la parte principal de los futuros aumentos. La Resolución 125, del 11 de marzo de 2008, no pasó inadvertida; desató un conflicto que en pocos meses se llevó buena parte del apoyo al nuevo gobierno.
La medida, plagada de irritativos errores técnicos, fue masivamente rechazada en lo que empezó a denominarse "el campo", que ya venía sumando enojos con las disposiciones, juzgadas arbitrarias, del secretario de Comercio Moreno para impedir la suba del precio de la carne. Los productores rurales se reunieron con sus tractores en las plazas de pueblos y ciudades, cortaron las rutas e iniciaron distintas acciones de fuerza. Las cuatro principales organizaciones agropecuarias (incluidas la Sociedad Rural y la Federación Agraria), habitualmente enfrentadas, crearon una mesa de enlace que asumió la dirección del conflicto. Recibieron un amplio apoyo en las localidades y en las ciudades de la zona agrícola, ligadas de un modo u otro a sus actividades. Pronto se formó un movimiento de opinión que trascendió ampliamente el círculo de los intereses agrarios y que cuestionó la política gubernamental en su conjunto. El 25 de marzo hubo cacerolazos en los barrios de Buenos Aires, en las cercanías de la residencia presidencial y en la Plaza de Mayo, donde los manifestantes fueron expulsados con violencia por militantes de organizaciones sociales oficialistas. La agitación siguió y reanimó a los partidos políticos. Por primera vez desde 2003 el gobierno enfrentaba una oposición de esa consistencia.
Quizá por eso Kirchner decidió transformar el tema en una cuestión política en la que el gobierno se jugaba algo importante. Rechazó cualquier negociación, se propuso poner "de rodillas" al enemigo y desarrolló una argumentación ideológica, hasta entonces ausente, acorde con la épica revolucionaria del relato. La masa de productores rurales, grandes, medianos y chicos, pasó a ser la "oligarquía terrateniente", de la que hablaba el revisionismo histórico, y quienes se oponían a la Resolución 125 tenían propósitos "destituyentes". La amplia difusión televisiva de los episodios salientes del conflicto (los cortes, los actos y hasta la detención de un dirigente) lo llevó a acusar a la "corporación mediática" y particularmente al Grupo Clarín. De ese modo polarizó a la opinión, galvanizó a sus simpatizantes, incluso a los más tibios, y organizó a la oposición, que después de muchos años encontró una brecha adecuada. El tema de las retenciones se convirtió en símbolo del arbitrario decisionismo presidencial, y habilitó el reclamo por la discusión en el Congreso y por la vigencia de las instituciones republicanas. En el interior del peronismo hubo fracturas importantes, pues el masivo apoyo de regiones y provincias al reclamo agrario movilizó a muchos intendentes, diputados, senadores y hasta a gobernadores. Incluso los partidos de izquierda se sumaron, con sus propios argumentos, a la condena al gobierno. El 15 de julio, en vísperas de la votación decisiva en el Congreso, se realizaron dos actos, uno oficialista en la plaza del Congreso y otro opositor en Palermo; los partidarios del campo duplicaron en número al oficialismo.
Previamente, el 17 de junio, el gobierno había dado un paso atrás al pedir al Congreso la ratificación por ley de la resolución. Fue aprobada en Diputados, pero en el Senado las resistencias fueron mayores y se llegó a una votación empatada, que definió el vicepresidente Cobos con un sorpresivo voto "no positivo", musitado en la madrugada del 17 de julio.
Se abrió así una etapa crítica para el gobierno. Mientras la popularidad presidencial se derrumbaba, abandonó su cargo Alberto Fernández, que hasta entonces era figura central del grupo gobernante. La Concertación Plural comenzó a disolverse, las grietas en el oficialismo llevaron a la formación de un polo peronista disidente y la oposición comenzó a afianzarse. En los meses siguientes las finanzas gubernamentales y la economía en general fueron afectadas por la crisis de Wall Street, pero sobre todo por el derrumbe del precio internacional de la soja. Pero en octubre de 2008 la estatización de las AFJP significó un alivio para la caja fiscal y a la vez un golpe político de efecto. El gobierno había encontrado un jugoso botín y un tema que le permitió recuperar la iniciativa, polarizar a la opinión y ganar a una amplia franja progresista, que asociaba la jubilación privada con el detestado neoliberalismo de los noventa. Los partidos opositores, que no encontraron una respuesta común adecuada, volvieron a exhibir su endeblez.
La medida solucionó los problemas de caja, pero no detuvo la recesión económica ocasionada por la extendida crisis internacional, que se prolongó hasta fines de 2009. La popularidad presidencial siguió bajando, y en diciembre sólo llegaba al 20 por ciento, el punto más bajo desde el comienzo del ciclo kirchnerista. El gobierno había apostado a revertir la situación en las elecciones parlamentarias de junio de ese año, adelantadas varios meses para eludir parte de los esperados efectos de la crisis económica. La fragmentada oposición comenzó a agruparse, de manera confusa. El Acuerdo Cívico y Social reunió a la Coalición Cívica de Elisa Carrió, al socialismo santafecino y al radicalismo, robustecido luego de las demostraciones de pesar por la muerte de Raúl Alfonsín, el 31 de marzo de 2009. Los peronistas disidentes, antiguos o recientes, se agruparon de diversas maneras según las provincias. En la de Buenos Aires, Francisco de Narváez y Felipe Solá se unieron con Propuesta Republicana (PRO), de Mauricio Macri, e hicieron pie en distintos fragmentos del aparato político del conurbano, más fragmentado por el carácter local de la elección. Kirchner decidió convertir esa elección legislativa en un test. Encabezó la lista oficialista de diputados y ordenó a los principales funcionarios e intendentes presentarse como candidatos, en el entendimiento de que no se harían cargo de sus bancas. El experimento no funcionó. Los resultados fueron magros para el oficialismo, que reunió en todo el país el 30 por ciento de los votos, una cantidad igual a la del Acuerdo Cívico y Social, mientras que los distintos grupos peronistas disidentes alcanzaban el 25 por ciento. El oficialismo perdió en los grandes distritos: Córdoba, Santa Fe, Capital Federal, Mendoza. Lo más significativo fue su derrota en la provincia de Buenos Aires, e incluso en el bastión del conurbano, a manos del heterogéneo conglomerado de peronistas disidentes. Como consecuencia de estos resultados, el gobierno perdió la mayoría propia en la Cámara de Diputados y en el Senado.
Las torpezas cometidas no desalentaron a Kirchner, que retomó la iniciativa. En agosto, con el plan Argentina Trabaja, pudo estrechar los vínculos con los intendentes del conurbano. A fines de octubre un decreto estableció la Asignación Universal por Hijo. Antes de que asumieran los nuevos miembros, hizo aprobar en el Congreso varias leyes importantes, como la renovación de la emergencia económica y las facultades extraordinarias delegadas al Ejecutivo. Pero la gran victoria fue la sanción de la ley de medios, clave de la guerra desatada contra el Grupo Clarín.
El Grupo Clarín había crecido enormemente, apoyado por diversos gobiernos, incluso el de Kirchner. A partir del conflicto con el campo, el Grupo Clarín fue convertido en el enemigo principal, contra quien se libraría la "madre de las batallas". Kirchner combinó dos objetivos: la política ideológica y de confrontación y el propósito de controlar los grandes medios de comunicación. En la guerra, se atribuyó a "la corporación mediática" la responsabilidad en todo tipo de conspiraciones. Con la consigna "Clarín miente", repetida por funcionarios, periodistas y militantes, se apuntó a afectar su credibilidad. Con distintas medidas administrativas hostigaron a sus principales empresas, como Cablevisión y Fibertel. El gobierno le quitó al grupo la concesión para la televisación de los partidos de fútbol; la transmisión pasó de los canales de cable a la televisión abierta, e incluyó abundante publicidad gubernamental. Se denunciaron oscuras negociaciones del grupo con la dictadura militar, que habrían llevado a justificar la expropiación de Papel Prensa, aunque finalmente apareció un testimonio decisivo que desbarató la maniobra. En la misma cuerda, se activó una denuncia contra la señora de Noble, viuda del fundador de Clarín, por haber adoptado a dos niños nacidos en cautiverio. Nada se probó, pero el hostigamiento y la descalificación afectaron el prestigio y las finanzas del poderoso grupo.
En ese contexto, el Congreso sancionó una nueva ley de medios, que combinó propuestas genéricas, destinadas a democratizar el acceso a los medios de comunicación, con medidas específicas, útiles para afectar las posiciones del Grupo Clarín, y eventualmente de otros medios oligopólicos. Como en el caso de las AFJP, el gobierno volvió a atacar en un punto sensible para la oposición progresista; una parte de ella se sintió obligada a acompañar un proyecto lleno de buenos propósitos, aunque desconfiaba de sus consecuencias inmediatas. Quienes se opusieron no lograron elaborar una argumentación alternativa convincente. A fines de 2010, la ley no había tenido efectos prácticos, pero el rédito político fue grande, sobre todo por la galvanización de sus partidarios, que asumieron con entusiasmo la versión épica de los hechos.
La última medida de trámite urgente, ya instalado el nuevo Congreso, fue la creación, mediante un decreto de necesidad y urgencia, del Fondo del Bicentenario, que autorizaba el uso de las reservas del Banco Central para el pago de la deuda externa. La medida fue resistida por el presidente del Banco Central, fue suspendida por un juez y fue rechazada por el Congreso. Finalmente el gobierno anuló el decreto, pero dictó otros nuevos, que autorizaban el traspaso de las reservas a la Tesorería. La medida se ejecutó de inmediato, y el hecho consumado tornó abstracta cualquier objeción parlamentaria.
De ahí en más, el gobierno obstruyó con eficacia la actividad del Congreso, desnudando la heterogeneidad de la oposición y su incapacidad para organizar una acción en común. La perspectiva de las elecciones presidenciales de 2011 acentuó las diferencias. A mediados de 2010, obtuvo otro triunfo de opinión, con la sanción de la ley que habilitaba el matrimonio entre personas del mismo sexo. El Ejecutivo apoyó con energía este proyecto, que figuraba en la agenda progresista. La cuestión agitó a la opinión y dividió a los partidos, incluso al justicialista, que dieron libertad de conciencia a sus legisladores. La ley fue apoyada por casi todos los parlamentarios de los partidos de centroizquierda y por porciones importantes del oficialismo y la UCR; fue rechazada por sectores importantes del peronismo, especialmente en las provincias del interior, que hubieran sido más si no hubiera mediado la fuerte presión de los Kirchner. En definitiva, el gobierno logró una vez más mantener la iniciativa, arrastrar a buena parte de la opinión progresista y descolocar a la oposición.
Este avance político sostenido coincidió con una mejoría general del clima económico. Volvió a brillar la soja, la Asignación Universal por Hijo se hizo sentir y el crédito expandió el consumo. Como al comienzo del kirchnerismo, unos se entusiasmaban con la prosperidad y otros con la propuesta progresista, fervorosamente difundida por grupos juveniles nucleados en la agrupación La Cámpora, un nuevo protagonista de la política.
El 25 de mayo, se celebró el bicentenario de la patria y el relato oficial se renovó con una visión de la historia argentina que abrevaba en el revisionismo historiográfico. Según esa versión, el país de 2010 se comparaba con ventaja con el de 1910 (dominado por la oligarquía, el imperialismo y las corporaciones), y también aventajaba al de los anteriores años peronistas. Aunque se admitía que el "modelo" debía ser profundizado, los años kirchneristas representaban el punto más alto en la historia del pueblo y de la nación. El gobierno volcó abundantes recursos en la difusión de este relato en formas variadas, algunas refinadas y otras sencillas y efectistas. Hubo monumentales festejos populares, que movilizaron multitudes, atraídas por la presentación de artistas populares y por un espectacular show móvil en el que se escenificó el relato kirchnerista de la historia patria.
Quizá fue la prosperidad, quizá el nuevo vigor del relato y de sus propagandistas, quizá los efectos del gran espectáculo. Lo cierto es que la popularidad presidencial comenzó a subir a lo largo de 2010. Desde el 20 por ciento de conformidad en 2009 (el punto mínimo de todo el ciclo kirchnerista), ésta trepó en octubre de 2010 al 40 por ciento. No era abrumador, pero traducido en votos aseguraba el primer lugar en la primera vuelta electoral en las elecciones presidenciales de 2011; si además el segundo no llegaba al 30 por ciento (algo probable dada la fragmentación opositora), estaba asegurada la elección del nuevo presidente.
¿Quién sería? Todo indicaba que Néstor Kirchner tomaría la posta. Era una decisión arriesgada, pues si bien todos reconocían que él era el jefe, su figura despertaba más resistencias que la de su esposa. Su muerte dejó la pregunta sin respuesta. Su salud no era buena, y su desgaste físico, enorme. En febrero de 2010 fue operado de una obstrucción en la carótida; lo mismo le había ocurrido a Menem en 1993. En septiembre, la obstrucción se produjo en una arteria coronaria y hubo una nueva intervención quirúrgica. Concentrado en la campaña electoral, no quiso dar muestras de debilidad, y a los dos días ya asistía a un acto de la Juventud Peronista. La realidad seguía siendo desafiante para un peleador constitutivo, como era Kirchner. El 15 de octubre asistió a un acto de la CGT; en el colmado estadio de River Plate escuchó los fuertes reclamos del secretario general Hugo Moyano. El 20 de octubre el asesinato de Mariano Ferreyra, joven obrero ferroviario y militante de izquierda, puso al desnudo la trama de intereses de funcionarios gubernamentales y sindicalistas alrededor de los servicios ferroviarios. El 27 de octubre, en su casa de El Calafate, Néstor Kirchner murió víctima de un ataque cardíaco. La enorme movilización que originó su funeral recordó al de Perón en 1974. Los jóvenes de La Cámpora tuvieron el rol principal, regulando quiénes podían llegar hasta la presidenta, lo que anticipaba su nuevo y destacado papel. La transmisión televisiva fue objeto de una cuidada producción, centrada en la imagen de la presidenta Cristina de Kirchner. En su papel de viuda doliente, estaba asumiendo la conducción plena del gobierno.
En los meses siguientes, la popularidad de Cristina creció aceleradamente, y siguió así hasta fines de 2011. La muerte de Kirchner pareció alejar toda la carga negativa del kirchnerismo y dejar en pie sólo los aspectos positivos. Fue una suerte de gambito de rey: el sacrificio de una pieza mayor para obtener una ganancia posicional decisiva. El pasaje de un gobierno bicéfalo a otro manejado exclusivamente por Cristina Kirchner no trajo en lo inmediato sorpresas o cambios de rumbo. La campaña electoral lo dominó todo. El consumo, incrementado por la inyección de dinero por el fisco, continuó alimentando la imagen de la prosperidad, y el relato épico del kirchnerismo se potenció con la imagen glorificada de quien, desde algún lugar, continuaba inspirando al gobierno. Creció la politización de amplios sectores juveniles, lo que recordó las antiguas grandes movilizaciones políticas. La oposición, preparada para enfrentar a un Kirchner de carne y hueso y no a un mito, quedó descolocada y sumida en sus peleas. En octubre de 2011, Cristina Kirchner obtuvo el 54 por ciento de los votos. Fueron muchos más de los que nunca había conseguido el kirchnerismo. La continuidad estaba garantizada, pero a la vez nadie dudaba de que, con Cristina en soledad y con un apoyo electoral masivo, se abriría una nueva etapa.

Luis Alberto Romero
Breve historia contemporánea de la Argentina (1916 – 2010)
Nueva edición revisada y actualizada
FCE, 2012