Holandeses en el Hotel de
Inmigrantes, Buenos Aires, 1930
El impacto de la
caída de Wall Street en 1929 y la crisis social y política de comienzos de los
años 30 son episodios que marcan una profunda ruptura que afecta de modo
decisivo ciertas autoimágenes argentinas largamente construidas, relacionadas
con la creencia en la excepcionalidad de este país y su destino de grandeza. La
fractura de esta representación lanza a los intelectuales a la búsqueda de
causas que expongan las razones para lo que se visualiza como el rotundo
fracaso de un proyecto de país. Algunos, como es el caso de los hermanos
Irazusta y en general la corriente conocida como el "revisionismo
histórico", intentarán dilucidar ese fracaso a partir de reconstrucciones
históricas que impugnan el proyecto de nación liberal moderna que resultó
hegemónico durante el siglo XIX. En otros casos, como el de Martínez Estrada,
predomina una indagación intuicionista de una "esencia" argentina y/o
hispanoamericana, que se considera afectada por males irremediables.
1930 es el año que
marca una gran ruptura en la historia argentina moderna. Crisis económica,
crisis política y social, crisis cultural. Ninguno de los grandes registros de
la vida de una nación escapó al derrumbe. Por eso, a escala mundial, fue una
crisis que excedió ampliamente la debacle de un esquema económico. Al respecto
suelen citarse las palabras de un contemporáneo, Karl Polanyi, quien en su
libro La gran transformación caracterizó la crisis así:
"El fracaso
del patrón oro apenas hizo otra cosa que fijar la fecha de un acontecimiento
que era demasiado grande para haber sido causado por él. Nada menos que una
destrucción completa de las instituciones nacionales de la sociedad del siglo
XIX acompañó a la crisis en una gran parte del mundo, y por todas partes estas
instituciones fueron cambiadas y reformadas hasta el punto de casi no poder ser
reconocidas. El Estado liberal en muchos países fue reemplazado por dictaduras
totalitarias, y la institución central del siglo (la producción basada en los
mercados libres) fue sustituida por nuevas formas de economía. El fracaso del
sistema internacional, aunque precipitó la transformación, ciertamente no
hubiera explicado su profundidad y contenido… La historia fue ajustada al
cambio social; el destino de las naciones fue unido a su papel en una
transformación institucional".
En suma, se había
quebrado irremediablemente la matriz en la cual las naciones del siglo XIX
construyeron una nueva definición institucional de las relaciones entre
sociedad y política; relaciones que habían quedado organizadas en torno a los
regímenes constitucionales, los parlamentos y los sistemas de partidos
políticos, y cuya premisa básica era el individualismo. Sin embargo, como
muchos historiadores han demostrado, numerosos indicios sugieren que el
principio individualista y el organicista coexistieron a través de los dos
siglos de historia de la representación hasta la crisis de los regímenes
liberales del siglo XX, cuando en media Europa fueron experimentados nuevos
proyectos de representación de naturaleza declaradamente corporativa: en la
Italia fascista, el Portugal de Salazar, la España franquista o la Francia de
Vichy.
En escala nacional,
se trató de la caída de un modelo de desarrollo económico que había colocado a
nuestro país en los primeros puestos de la economía mundial. Además, ese
crecimiento había estado acompañado por la distribución de la riqueza. De
hecho, los salarios de los trabajadores argentinos eran equivalentes a los de
los países europeos más desarrollados, y superaban ampliamente a los de
naciones como Italia y España. La movilidad social ascendente dio a luz una de
las sociedades más equitativas de toda América. La enseñanza pública en todos
sus niveles alcanzaba estándares destacados, y en los sectores de la alta
cultura institucional la Argentina podía ostentar algunos títulos de orgullo en
el contexto latinoamericano.
De allí que entre
nosotros la crisis no sólo desató las consecuencias que se experimentaron en
toda la economía mundial, sino que además resultó agigantada por significar un
mentís, un brusco despertar de un sueño de grandeza que parecía haberle estado
garantizado por una especie de pacto con Dios o con el destino. Desde entonces
se alteró profundamente el lugar real que la Argentina había ocupado en
"el concierto de las naciones".
A la crisis
económica se le superpuso la crisis política. El golpe de estado encabezado por
el general José Félix Uriburu es el dato más notorio para avalar esa
consideración, teniendo en cuenta que se trataba de la primera vez desde 1862
que se interrumpía la sucesión constitucional del orden presidencial por vía de
la fuerza.
La década que se
inauguraba con esos hechos ha quedado configurada en la representación de los
argentinos con la caracterización que de ella formuló un periodista
nacionalista: "la década infame". La infamia de la Década Infame
residiría en la práctica sistemática del fraude electoral, la corrupción
instalada en esferas estatales, la desocupación que siguió a la crisis
económica mundial desatada en 1929, que algunos estimaron hasta en el 28 por
ciento.
Esos hechos
aplastantes ocluyeron otros hechos del período. Por ejemplo que, después de
todo, la Argentina fue uno de los países del mundo que más rápidamente salió de
esta crisis. Ya hacia 1932, los registros de la historia económica nos informan
que la economía argentina ha comenzado a recomponerse. En 1935, estos mismos
indicadores señalan que se está produciendo un fenómeno de industrialización
basado en la producción de bienes que sustituyen a otros que antes se
importaban. De paso (pero esto tardará una década en ser percibido
socialmente), este proceso industrializador está generando en el conurbano
bonaerense un crecimiento sustancial de nuevos componentes obreros provenientes
de migraciones que ahora son internas, dado que se ha cortado el flujo europeo.
Por decepcionante
que parezca, este desfase entre realidad y representaciones suele ser algo
habitual. Es decir, que resulta difícil ser contemporáneo del propio presente.
Lo cierto es que, desde el punto de vista que nos interesa, la crisis del 30
quedó fijada en la memoria social como la época sin más de las ollas populares
y del pacto Roca-Runciman como símbolos de la injusticia social y de la entrega
del país al imperialismo inglés.
Aunque, en rigor,
esto que llamo "desfase" es incorrecto, puesto que los contemporáneos
otorgan sentidos a estos fenómenos confrontándose no con otras sociedades o con
otras naciones, sino con su propio pasado. Además, porque los confrontan con su
propio horizonte de expectativas, con lo que suponen que les espera como un
dato previsible. De allí que, tanto en términos colectivos como individuales,
fenómenos análogos producen visiones diferentes en sociedades diferentes. Se
sabe por ejemplo que la crisis económica que acompañó a la primera guerra
mundial fue más grave que la crisis del 30. Sin embargo, no ha quedado
registrada más que en los libros de historia económica (para terminar con esta
deriva y trasladándonos por un instante al presente, podemos preguntarnos cómo
quedará finalmente recordada y representada la muy reciente, y sin embargo tan
lejana, crisis de 2001, que los economistas consideran también más profunda que
la crisis del 30).
Volviendo a la
década de 1930, hoy sabemos que la espectacularidad de la caída argentina
impidió durante bastante tiempo ver el dinamismo creativo en el terreno de la
producción cultural de esos años, plasmado en la conformación de agrupamientos,
la realización de congresos, la edición de libros y revistas y la creación de
editoriales tan relevantes como Losada, Sudamericana o Santiago Rueda. A través
de esos emprendimientos intelectuales, se tomaron posiciones respecto de la
interpretación de la crisis. Las intervenciones más significativas provinieron
de las fracciones nacionalista, católica, liberal y de izquierda. Esas
intervenciones construyeron discursos variados para responder a las preguntas
acuciantes que formulaban la crisis del presente y la crisis de futuro que ella
también había abierto. Tomemos ahora las tres intervenciones más significativas
al respecto, protagonizadas por el revisionismo histórico, el grupo Sur y la
versión de la izquierda argentina.
El
revisionismo histórico
Este movimiento
constituyó uno de los fenómenos más notorios de esa década en el campo cultural.
Para responder a los motivos de la crisis, el revisionismo acudió a la
historiografía, con el supuesto de que en el pasado nacional se encontraba el
punto de extravío del destino nacional. De aquí surgirá una versión exitosa
hasta nuestros días, que dice más o menos así: en la Argentina existe una
"historia oficial", que ha sido elaborada por los vencedores o por
los dueños del poder, y esta historia oficial ha ocultado la historia
verdadera, la historia real, la historia profunda y esencial. La historia
argentina oficial es así (y ése será el título de un libro revisionista) la
historia falsificada.
Se trata de una
corriente de pensamiento animada por intelectuales provenientes de la derecha
católica, aunque algunos tienen otros orígenes, sin excluir a otros
provenientes del partido demócrata progresista, esto es, el partido fundado por
Lisandro de la Torre en 1914. Estos escritores habían sido parte fundamental de
la experiencia iniciada en diciembre de 1927 con la publicación del periódico
La Nueva República, dirigida por Rodolfo Irazusta. Allí se define un programa
antiliberal que coloca a la nación como eje articulador de todo su pensamiento,
y a la soberanía nacional como el valor político supremo, según un contenido
que, en mayo de 1928, Ernesto Palacio define así:
"El
nacionalismo persigue el bien de la nación, de la colectividad humana
organizada. Considera que existe una subordinación necesaria de los intereses
individuales al interés de dicha colectividad y de los derechos individuales al
derecho del Estado. Frente a los mitos disolventes de los demagogos erige las
verdades fundamentales que son la vida y la grandeza de las naciones: orden,
autoridad, jerarquía".
Junto con esto,
promoverán en general una recuperación del legado hispánico-católico. En el
programa que exponen en el primer número del periódico, se parte de la
evaluación de que la Argentina se halla inmersa en una profunda crisis moral de
larga data; crisis en la que están comprometidas las clases dirigentes
("sobre todo las universitarias"), y de la cual es preciso salir
mediante la impugnación radical al positivismo como ideología del proyecto que
desembocó en el fracaso, y a través de un renacimiento espiritual que debe ser
de índole religiosa. Definían así un "republicanismo autoritario
antiliberal", convencidos al fin de que "los principios de libertad e
igualdad sin restricciones que son el fundamento de la democracia hacen
imposible toda organización, la cual no vive sino de diferencias y del
sometimiento de unas partes a otras". Esta oposición terminante se hará
extensiva a los movimientos que consideran herederos del liberalismo
secularizador (como el socialismo y el comunismo) y, en rigor, a toda corriente
doctrinaria que, desde la reforma protestante, hay a encarnado, como escribirá
César Pico, "el espíritu satánico de la civilización moderna".
El texto fundador
de esa tradición historiográfica se titula La Argentina y el imperialismo
británico, aparecido en 1934 y cuyos autores son los hermanos Julio y Rodolfo
Irazusta. Socialmente, estos escritores provenían (como muchos de los miembros
del movimiento) de familias tradicionales. Este periódico es rabiosamente
antiyrigoyenista y apoyará en forma activa el golpe de 1930. Se trata de un
nacionalismo elitista, con marcas explícitas de entronque con la vieja línea
del pensamiento reaccionario y conservador, activado como reacción ante la
revolución francesa. Los hermanos Irazusta valoran así a Edmund Burke, un
notable intelectual inglés que en 1790 escribió Reflexiones sobre la revolución
francesa, un libro de denuncia del proceso francés y de los males de la
modernidad en la política. Esto es, el señalamiento de las consecuencias a su
entender catastróficas a partir del momento en que una sociedad decide
sustituir el criterio de legitimidad del Antiguo Régimen, fundado en la
monarquía, por el nuevo criterio de legitimidad fundado en la soberanía
popular.
Los Irazusta han
hecho una muy provechosa experiencia intelectual en Europa, lo cual explica el
carácter destacado de sus intervenciones, en donde suelen remitir al
republicanismo clásico e insistir, una y otra vez, en que república y
democracia no son sólo diferentes sino antagónicas, puesto que "la nueva
república" en la que piensan es una república aristocrática. Este mensaje
no se distinguía en ningún aspecto del pensamiento de derecha de otras partes
del mundo. Pero si es cierto que podía resultar excesivamente general, el éxito
de su prédica en la Argentina se produjo cuando los Irazusta articularon esta
visión con el relato histórico nacional. Ello ocurre en el citado La Argentina
y el imperialismo británico, cuyo subtítulo es Los eslabones de una cadena.
1806-1933.
Aquí se parte de la
defección coyuntural de la clase dirigente argentina en 1933, pero se la
explica como consecuencia de una falla estructural que constituye la base misma
de la clase dominante nacional, por lo cual el subtítulo del libro habla de Los
eslabones de una cadena que se extiende de 1826 a 1933. Precisamente en el
tercer capítulo ("Historia de la oligarquía"), describen un sector
social que ha recorrido el camino de decadencia que conduce desde la
aristocracia hasta la oligarquía, pasando del gobierno de los mejores, según
los criterios de un republicanismo aristocrático, al gobierno de unos pocos que
identifican los intereses de la nación con los de su propio grupo.
Las dos primeras
partes del libro se abocan al análisis del pacto Roca-Runciman, firmado por el
gobierno argentino con Inglaterra en 1933. En ese pacto la Argentina realizaba
una serie de concesiones para seguir manteniendo cierta cuota de su comercio
exterior, compuesta fundamentalmente de carne vendida al Reino Unido. Esa
actitud será considerada por el nacionalismo como una auténtica burla a la
soberanía nacional.
El capítulo que más
nos interesa es el tercero, en el cual se relata la "historia de la
oligarquía". Allí se postula que el pacto Roca-Runciman es el último
"eslabón de una cadena" y que el primero se forjó con el tratado
firmado por Rivadavia con la banca Baring. Todos esos eslabones de lo que
consideran la entrega del patrimonio nacional al extranjero son resultado
necesario del accionar de una clase social dirigente que ha dejado de ser una
aristocracia para degenerar en una oligarquía.
Lejos entonces de
lo que podría suponerse (en el sentido de encontrar una fuerte impugnación a
Inglaterra), se trata de abrir un juicio a esta clase dirigente argentina que
no ha estado a la altura de las circunstancias. Podría decirse que aquí
retornan viejos temas: aquella sospecha de Miguel Cané, de Lucio V. López y de
otros acerca de que la clase dirigente argentina decaía, inficionada de valores
que no eran los valores republicanos y aristocráticos; de una clase dirigente
que ha perdido su legitimidad para conducir la nación, precisamente por no
haber estado en condiciones de defender los intereses nacionales y la soberanía
nacional.
Por otra parte, los
hermanos Irazusta instalan en la política el factor a partir del cual develar y
narrar la historia, puesto que piensan que en ella se inscriben las
determinaciones capaces de modificar las sociedades y la historia. Por ello no
escriben una historia económico-social al modo como la estaban practicando los
socialistas, los comunistas, los marxistas como Aníbal Ponce, quienes
explicaban una situación de dependencia respecto de Inglaterra fundada en un
razonamiento que buscaba en la economía las reglas de inteligibilidad del
proceso histórico. Incluso para ellos, y explícitamente, el ejercicio mismo de
la historiografía es una función política. En su Ensayo sobre Rosas, de 1935,
Julio Irazusta lo expresa acabadamente: "Es casi inevitable hacer política
cuando se hace historia. El que no se ha formado un criterio definido sobre la
política de un país, difícilmente podrá comprender los fenómenos históricos del
mismo".
En otras palabras,
los hermanos Irazusta afirman que el escándalo que acaba de ocurrir con la
firma del tratado Roca-Runciman es un escándalo político. Y lo es porque el
sector gobernante ha puesto sus intereses, ligados a la economía agroexportadora,
por encima de los intereses nacionales. Pero no porque la economía
agroexportadora resulte cuestionable en sí misma. En realidad, en el libro se
dice que sería conveniente que la Argentina contara con cierto desarrollo
industrial, sobre todo para crear fuentes de trabajo, pero con una
"tendencia a la armonía económica entre la manufactura y los productos
fáciles del agro argentino". En este terreno no van más allá de la
concepción del ministro Federico Pinedo, uno de los fundadores del partido socialista
independiente, que entonces formaba parte del gobierno del general Justo. Él
promueve cierto proceso de sustitución de importaciones, pero expresando que
frente a la caída de los términos que regulaban el mercado internacional, al
lado de la rueda mayor agropecuaria argentina, tenía que crearse una
"rueda menor" industrial; es decir, que la industrialización aparece
no como un proyecto estratégico o dominante, sino que está destinada a paliar
los efectos más dañinos de la crisis, junto con el mantenimiento del predominio
de la economía agroexportadora tradicional.
Si el pacto
Roca-Runciman devela esa relación de dependencia respecto de Gran Bretaña, la
respuesta a esa asimetría debe buscarse en el terreno de la política. Por todo
ello, la historia encargada de dar sentido y ofrecer una explicación será, en
suma, una historia política, aquella donde se inscriben las determinaciones
capaces de modificar las sociedades. Ahora bien, lo que acaba de suceder ante
sus ojos con la firma del pacto con Inglaterra no es para ellos un hecho
aislado o circunstancial. En rigor, forma parte de una conducta política que se
hunde tan lejos en el pasado nacional que coincide con la configuración misma
de la Argentina, lo cual significa para los Irazusta que se identifica con el
momento fundacional de la Argentina liberal.
Ese momento lo
fechan en el período rivadaviano y más específicamente en 1825, año en que
Rivadavia firma el pacto con Inglaterra para el pago de la deuda. Establecen
así una filiación entre aquel pacto y el presente, y esa filiación es otra vez
eminentemente política. En definitiva, la política rige a la economía, tal como
se ve en la siguiente cita:
"…es por
fidelidad a un hecho político, no a un principio económico, que el tratado de
1933 continúa el de 1825. En efecto, es la dependencia argentina de Inglaterra,
no la libertad de comercio, lo que ambos establecen".
Observemos aquí el
uso (y la eficacia argumentativa) del anacronismo: súbitamente, el presente se
aplasta en el pasado, 1933 es igual a 1825. Es decir, prácticamente no hay
historia, porque falta la sustancia de la historia que es el tiempo: no es que
la historia transcurra en el tiempo, sino que la historia es tiempo. En el
relato de los Irazusta vemos que los diferentes contextos temporales no cuentan
(por vías muy diversas, el libro de los Irazusta se parece mucho, en este
aspecto, al de Martínez Estrada).
Sobre ese
razonamiento, pues, se instala el enjuiciamiento a una elite que no ha estado a
la altura de los intereses nacionales. La pregunta que se impone es ¿por qué no
lo ha estado? Para responder a esta cuestión, La Argentina y el imperialismo
británico apela a una serie de argumentaciones que en realidad pueden
rastrearse hasta la Generación del 37. Se trata de impugnaciones de corte
romántico-populista que cuestionan el conocimiento abstracto, libresco, de la
realidad. Para designarlos, Napoleón Bonaparte había acuñado una expresión:
aquellos eran los idéologues, los "ideólogos", esto es, intelectuales
a quienes su doctrinarismo, su teoricismo, el ejercicio de su razón abstracta
ajena a la experiencia, los aleja de la realidad (otro término que formará
parte del léxico populista posteriormente, y que encontraremos en autores como
Arturo Jauretche o Hernández Arregui, es uno análogo extraído de la tradición
rusa: intelligentzia).
Los Irazusta toman
en un pasaje como ejemplo de este saber abstracto al introductor de las
reformas borbónicas, modernizadoras, en el mundo hispano colonial: Carlos III,
caracterizado como el que aplicó "la ideología a la cosa pública". La
característica más notable de este sector y de este tipo humano y político es
precisamente su "impermeabilidad a las luces de la experiencia".
Según esta mirada, Bernardino Rivadavia adoleció del mismo defecto. En cambio,
la contrapartida positiva fue encarnada por don Juan Manuel de Rosas, "un
hombre que sobre tener el arrastre popular de los caudillos provinciales y el
patriotismo inflamado de un San Martín o un Dorrego, tenía tan férrea voluntad
para el bien de la patria como los rivadavianos para el mal, y era más
inteligente y culto que todos ellos juntos". Más culto en el sentido de
que "no era pueblerino como Rivadavia, sino hombre de campo que sabe cómo
se ata una carreta". En La Nueva República del 31 de enero de 1927,
Rodolfo Irazusta escribió un artículo, del cual el siguiente párrafo es útil
para entender algunas de las matrices más profundas de esta estructura de
pensamiento.
"En todas las
grandes civilizaciones el médico o el curial han sido subordinados del señor agrario,
que la naturaleza de las cosas ha hecho para dirigir y gobernar… La democracia
odia la riqueza con nombre, que honra y obliga a su posesor, que establece la
natural jerarquía. Prefiere el capital anónimo, el dinero vagabundo y sin
entraña".
De este modo,
instalan una tipología para caracterizar dos tipos de elites: una, denostada
por los Irazusta, que es la de los letrados abstractos y librescos, y otra, la
alabada, conformada por los hombres dotados de un saber práctico, capaces de
instalar una correcta relación entre clase dirigente y pueblo. Lo que han visto
renacer desde su propio presente de los años 30 es justamente ese "tipo
rivadaviano". De manera que no es sólo ese presente el que hay que
denunciar, sino que es preciso escribir la genealogía de esa elite
antinacional. Su historia es la historia de la dependencia argentina, y ésta se
identifica con la historia de esa aristocracia devenida oligarquía, que será la
historia misma del liberalismo argentino.
"El incremento
de la intromisión europea, con la venida de los franceses, era fruto de la
política rivadaviana de prosperidad antes que de patriotismo, de abandono de la
política por el comercio, como si esta no dependiera de aquella para ser
beneficiosa a un país… Más que una teoría política, sus ideas eran una
religión, la religión del progreso y la civilización. No la civilización de la
cruz, carcomida y condenada a la disolución, sino la del capital extranjero, el
progreso material en todas sus manifestaciones. Poseídos de la intolerancia correspondiente
a su ardor, habían rehusado su colaboración al hombre que, con amplitud de
miras, invitaba a esos jóvenes recién salidos del colegio a acompañarlo en su
obra de restauración, no sólo política sino cultural. No dependió de Rosas el
que la fuerza de aquellas inteligencias no se canalizara en beneficio de la
patria. Pero la canalización en ese sentido era imposible. Porque, de no ceder
sus miembros uno por uno a los halagos de la temprana distinción, el espíritu
de la Asociación de Mayo era inconciliable con el espíritu de la restauración.
Esta se basaba en los principios tradicionales del orden. Aquella en el
trastorno de esos principios. El arraigo nacional del Restaurador ofuscaba a
esos jóvenes que no vivían sino con la imaginación puesta en el extranjero. La
suma del poder no les repugnaba sin duda tanto como la índole del que disponía
de ella, y sobre todo el uso a que la destinaba. Tal vez les pareciera bello
emplear la fuerza, encarcelar, fusilar, pero no como lo hacía Rosas, para que
el país no se disolviera en una serie de republiquetas, sino, como Rivadavia y
Lavalle, para establecer aunque fuese en un solo punto del país un núcleo de
vida europea, cortado sobre el patrón de París o de Londres, de preferencia lo
último, bien libre, es decir, bien protestante, bien civilizado, es decir, bien
extranjero" (Rodolfo y Julio Irazusta, La Argentina y el imperialismo
británico. Los eslabones de una cadena. 1806-1933).
Entonces, es
preciso rehacer la verdadera historia, ya que el liberalismo no sólo construyó
materialmente una historia opuesta a los intereses nacionales, sino que luego
conformó un relato historiográfico destinado a autojustificarse. Ya "esa
montaña de errores" que se llama Rivadavia y sus sucesores ha sido
escamoteada por esa historiografía. Dicha tarea de falsificación no ha sido por
lo demás sólo un recurso librado a la retórica y el relato. Sostienen que ha
habido una falsificación literal, material, decidida en el ocultamiento de
documentos: "Andrés Lamas (abuelo de nuestro canciller) expurga los
archivos históricos". Aquí la continuidad de la traición se ha convertido
ya en una continuidad de familias, de linajes, y en una tarea literal de
falsificación de la historia.
Para responder a la
pregunta acerca de los motivos del tratado Roca-Runciman, los hermanos Irazusta
han considerado necesario reconstruir la historia de la oligarquía argentina.
Es esa historia la que ha desembocado en el desventajoso tratado con Gran
Bretaña, porque "la posición de nuestros recientes negociadores estaba
determinada por la historia". Esa historia comienza antes de 1852, antes
de Caseros, lo cual se afirma de manera explícita, y de un modo que ilustra
cierta matriz del pensamiento de los Irazusta: "En cuanto es posible fijar
con precisión el nacimiento de los seres morales, la oligarquía argentina vio
la luz el 7 de febrero de 1826", con la presidencia de Rivadavia. Porque
(y esto es importante) Rivadavia encarnó e impulsó el progreso, pero ocurre que
el progreso resultó opuesto a la independencia, a la soberanía nacional. El
libro termina diciendo: "Dada la historia que hemos narrado, el empleo de
los oligarcas en la diplomacia era lo menos indicado, y su comportamiento
difícilmente podía diferir del que ha sido". Se trataría de una clase que
ha desviado su destino nacional, y el pacto no es sino una consecuencia de esa
traición de la clase dirigente. Ésta es la denuncia contra la oligarquía, junto
a la cual se realiza también el enjuiciamiento de la ideología de la que era
portadora: el liberalismo.
De ahí en adelante
el mensaje será claro: se trata de localizar una nueva clase dirigente que,
desde la política y el antiliberalismo, reinstale principios y criterios de
soberanía nacional. Estamos entonces ante una reflexión sobre una elite desde
otra elite. Acá no hay ningún reclamo a las masas ni ningún reclamo de
reconocimiento del pueblo en tanto sujeto activo, como sí lo habrá en el
nacionalismo populista de Arturo Jauretche. Estamos ante una clase dirigente
que se ha separado de los intereses nacionales. En cambio, en el caso del
nacionalismo populista se trata de una clase dirigente que se ha divorciado de
los sentimientos y de los intereses nacionales y populares. Aunque lo que sí
existe en el nacionalismo aristocrático o de derecha es la necesidad de un
liderazgo fuerte que cuente con una adhesión jerarquizada y subordinada de las
masas.
Por fin, lo que los
argentinos conocen en el presente es "la historia falsificada por los
emigrados y difundida por los maestros exóticos de reciente importación".
En esta cita puede verse cómo se construyen dos enemigos de la visión
nacionalista: los "unitarios", los letrados abstractos y
antinacionales, por una parte, y la inmigración, por la otra. De la conjunción
de estos males es fácil inducir la figura que encarnará al anti-Rosas y, por
consiguiente, al depositario de todos los males nacionales: Domingo Faustino
Sarmiento; esa "caricatura de Estados Unidos, pero despojada de orgullo,
de potencialidad, de ambición", como lo califican.
La sustitución de
la aristocracia por la oligarquía trajo como consecuencia la promoción de
diversas medidas y estrategias reñidas con la verdadera nacionalidad: la
enseñanza laica, el anticriollismo, el antihispanismo, el privilegiamiento de
las ciudades frente al campo, el predominio de los políticos profesionales. De
allí que el libro alcance su realización cuando observa esos antivalores que
forman parte de la constelación de ideas y creencias de Julio Roca, hijo del
que fue presidente de la república y ahora jefe argentino de la delegación
negociadora con Runciman.
"El jefe de
nuestra delegación no podía pues decirles a los ingleses que su deseo de
invertir capitales en nuestro suelo era anterior a ningún llamado, puesto que
desde temprano dieron famosos aldabonazos en nuestra puerta, y al fracasar con
los cañones volvieron con la sonrisa, sin condiciones de ninguna especie".
Esto es
fundamental: aquí se cierra el círculo de las desgracias nacionales. Esa
oligarquía antinacional se había aliado con Inglaterra. Nacía así el antiimperialismo
inglés ya que hasta entonces había existido en la elite conservadora un
antiimperialismo norteamericano. Este antiimperialismo quedará fijado de modo
indeleble en el imaginario nacional cuando el nacionalismo encuentre un motor
fuertemente movilizador, el cual remite a un territorio irredento, a un
territorio segregado de la nación por la ocupación de una potencia extranjera:
las islas Malvinas.
Sobre la base del
señalamiento de aquel error de Rivadavia, se reinstala la contrapartida
positiva, encarnada en Rosas. Esto no es novedoso en absoluto. Desde las
últimas décadas del siglo XIX y a la historiografía liberal se había encargado
de matizar la figura de Rosas. Tenemos así la historia de Saldías, la historia
de José María Ramos Mejía, la historia de Ernesto Quesada, que contienen
juicios altamente favorables a la figura de Rosas. De manera que esta revisión
(y es bueno subrayarlo) proviene del fondo mismo del pensamiento liberal.
Sea como fuere,
quedaba así propuesta una lectura de la historia argentina que invertía el
panteón de la historiografía liberal, y que se fundaba sobre otros valores,
distintos. La historia había sido, así, revisada y explícitamente instalada en
el centro de un debate político. Hacer historiografía implicaba la asunción de
una función política, incluso podría decirse que era concebida, a veces, como
idéntica a la política. La repercusión de esta versión, con sus
argumentaciones, sus ideologemas, incluso su estilo polémico, fue realmente
importante en sectores sociales amplios en nuestro país. El "revisionismo
histórico" se convirtió en una suerte de sentido común de los argentinos,
o de numerosos argentinos, a la hora de observar su propio pasado.
Esa lectura, que
reclutó numerosas adhesiones intelectuales, recalcaba el tópico de las
"dos Argentinas": la del interior, resistente a la modernización, que
alcanzaba una visibilidad que se tornaba en culpabilización del litoral o en
paradigma de la verdadera argentinidad. Por tanto, el paso posterior consistió
en proseguir una línea nacida a principios del siglo XX y reivindicativa de los
caudillos del interior enfrentados a la culta Buenos Aires (Facundo Quiroga,
"el Chacho" Peñaloza).
El
grupo Sur
Entre los campos
del nacionalismo católico integrista y del comunismo, y en torno de Victoria
Ocampo, se configuró un grupo altamente significativo de la cultura argentina
de los años 30, del cual habla a las claras la mención de algunos pocos de sus
tantos nombres: Eduardo Mallea, Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Adolfo
Bioy Casares, Ezequiel Martínez Estrada, Leopoldo Marechal, Bernardo Canal
Feijóo, a los que se sumó una serie de intelectuales extranjeros como Alfonso
Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Waldo Frank, Amado Alonso, Roger Caillois,
Maritain, Drieu la Rochelle, entre otros. El eje aglutinador del grupo fue la
revista Sur, financiada por la generosa fortuna de su directora, proveniente de
una familia del patriciado agropecuario argentino.
La gran variedad de
sus colaboradores y la extensa producción realizada a lo largo de más de una
década (la revista había alcanzado los ciento veinte números hacia 1944) tornan
compleja la tarea de determinar una ideología del grupo. Empero, a partir de
sus intervenciones es posible diseñar algunos de los rasgos centrales de su
proyecto intelectual. Podríamos colocarla dentro de esta categoría:
"liberalismo aristocrático, espiritualista y cultural". Veamos qué
debe entenderse por esto.
Uno de los temas
que la convocan es el de la responsabilidad de los intelectuales. Este carácter
o mandato dirigido a los intelectuales se encuentra dentro de la preocupación
del francés Julien Benda en La traición de los intelectuales, un libro de
amplia repercusión en esos años. A ello se le agrega en Sur la conocida
búsqueda de época (entonada desde Ortega y Gasset) de una nueva jefatura
intelectual y moral encarnada en selectas minorías del espíritu.
El grupo Sur
transmitió así un mensaje elitista y cosmopolita. Pero este cosmopolitismo no
renunció a la propia circunstancia ni a la empresa misional de expresarla.
Porque era el mismo Ortega quien había señalado que cada realidad individual y
colectiva tenía su propia circunstancia, su propio pasado, su propia
configuración socio-cultural, su propia geografía, su propia problemática. Esto
es lo que la diferenciaba de cualquier otra, lo que impedía tomar recetas
hechas y simplemente importarlas y aplicarlas. Por otra parte, esta realidad
única debía ser expresada, y esta expresión era la misión de los intelectuales
(donde el término "misión" significa tanto un emprendimiento como un
mandato casi religioso).
En la década de
1920, el dominicano Pedro Henríquez Ureña (que luego residirá en la Argentina
hasta su muerte, en 1946) había dado a conocer un libro de título evocativo de
una célebre obra de Pirandello: Seis ensayos en busca de nuestra expresión. Se
trata en todos estos casos de la creencia de una realidad esencial, americana o
nacional, que no alcanza a encontrar su auténtica expresión, es decir, lograr
que la apariencia guarde correspondencia con la esencia de la realidad.
Para cumplir tal
misión, y otra vez siguiendo a Benda, el intelectual no debe involucrarse en
las pasiones políticas inmediatas sino que debe ubicarse por encima de sus
conflictos cotidianos y colocar su mirada en objetivos últimos, estratégicos,
profundos. Citemos un artículo que en 1933 publicó en sus páginas Leo Ferrero
("Carta de Norteamérica, ¿crisis de elites?"): "El juego
político no tiene nada que ver, en cierto sentido, con la actividad invisible y
constante de las elites, que se realiza sobre un plano moral y (diría yo) casi
metafísico". Si esto es así, se debe a que la crisis en curso es definida
efectivamente como moral y por tanto requiere para su resolución una actitud
también moral.
Así como otros
plantean una salida política que puede buscarse en el fascismo o el comunismo,
el grupo Sur elegirá una "tercera vía" en esa época de extremos
ideológicos. Para ello, algunos de sus miembros más prominentes encontrarán un
estilo de fundamentación en el personalismo cristiano de Mounier, así como en
las posiciones del católico democrático también francés Jacques Maritain. Entre
el individualismo y el colectivismo, militarán en esa línea en pro de la
persona en tanto dimensión espiritual de los seres humanos. Desde el bando
católico de la revista Criterio, monseñor Franceschi lo comprendió
perfectamente: "La orientación general de Sur (escribió) es hacia un
cristianismo sin sobrenaturalismo y sin Iglesia… hacia formas político-sociales
de un democratismo liberal".
A su vez, aquella
misión debía partir de individuos que operaran desde su interioridad una
autoexigencia de reforma de sí mismos. Sobre estos lineamientos, no resulta
difícil reconocer a un miembro de esa comunidad espiritual de "los
menos" en el personaje que Eduardo Mallea construye en Historia de una
pasión argentina, aparecida en 1937, como parte sana e invisible de un país
cuyas zonas perceptibles lo muestran sumido en una crisis de disolución. Esta
perspectiva explica la ausencia de referencias, en la revista Sur, a la
situación política nacional, hasta el punto de que ni siquiera el
encarcelamiento de Ricardo Rojas fue denunciado, así como tampoco existieron
menciones al Congreso Eucarístico Internacional de 1934.
De todos modos,
esta defensa de la especificidad y prioridad del quehacer cultural no implicó
una falta de compromiso con cuestiones que de hecho se tornaban políticas,
fuere porque en ellas se jugaban orientaciones cruciales de una sociedad o bien
porque incluían representaciones diversas del lugar que la propia nación debía
ocupar en el mundo. De esa manera, acontecimientos de la envergadura de la
guerra civil española y de la segunda guerra mundial demandarán y obtendrán los
pronunciamientos de la revista, los que, aun con vacilaciones (todavía en 1934,
Mallea y Ocampo pronunciaron conferencias en la Italia fascista), terminaron
ubicándose del lado de las tendencias antiautoritarias.
Tal como había
ocurrido con los intelectuales europeos en el período de entreguerras, también
en la Argentina la política irrumpía con una potencia capaz de fragmentar la
autonomía del campo. Nosotros era el título de la revista que desde principios
del siglo había permitido la confluencia de escritores ubicados en diversas
posiciones políticas. Al cerrarse la década de 1930, Sur descubrirá que ese
"nosotros", fundado en el compartido carácter de intelectual, estaba
amenazado ante la dificultad (y la pertinencia) de mantenerse más allá de la
tormenta que barría el planeta en esos años cruciales.
Otro integrante
notable del grupo Sur fue el poeta Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964). Sin
embargo, su fama no se asentó sobre su labor poética sino sobre su ensayística,
especialmente sobre su libro Radiografía de la pampa, aparecido en 1933.
Para caracterizar
rápidamente a este tipo de ensayística se la ha descripto a partir de su método
de abordaje de la realidad nacional, al que se ha denominado
"intuicionismo ontológico". El intelectual se posiciona frente a la realidad
dispuesto a detectar su esencia a través de una suerte de visión inmediata
(precisamente, el verbo intuire en latín significa "ver"). Este
abordaje ya no recurre al intelecto, al razonamiento, según el modelo de la
cultura científica, sino a una potencia de la conciencia habilitada para captar
la realidad en sí misma, dentro de una constelación de ideas que forman parte
de la reacción contra el positivismo.
A partir de esta
breve aclaración es posible determinar que el ensayo prototípico de la década
de 1930, Radiografía de la pampa, se inscribe dentro de estas características,
las cuales en verdad han sido elaboradas en el período anterior. De hecho, es
en la década de 1920 cuando aparecen escritos y ensayos de intelectuales
extranjeros que así reflexionan sobre la realidad americana. Ortega y Gasset
publica varios artículos en esta dirección ("Carta a un joven argentino
que estudia filosofía", 1924; "Hegel y América", 1928; "La
pampa… promesas", 1929); el alemán Hermann Keyserling, que en 1929 visita
la Argentina, edita las Meditaciones sudamericanas. Incluso un ensayo
considerado prototípico de la década de 1930, El hombre que está solo y espera
de Raúl Scalabrini Ortiz, en realidad cabe perfectamente dentro de los cánones
generados en los años 20 a partir de las vanguardias literarias.
Estas
consideraciones tienden a alertar acerca del cuidado que es preciso adoptar al
realizar periodizaciones, en este caso en el ámbito de la historia de la
cultura. De todos modos, Radiografía de la pampa tiene rasgos específicos de la
ensayística de los años 30. Para ampliar el panorama, podríamos decir que una
buena parte del ensayo de corte positivista a principios del siglo pasado
estuvo dedicada a dar cuenta de lo que se percibía como "los males latinoamericanos".
Estos males fueron visualizados sobre el trasfondo ofrecido por la exitosa
experiencia nacional de los Estados Unidos de América. La pregunta que entonces
animaba aquellos ensayos científicos era ¿por qué aquí no ocurre lo que ocurrió
en el norte? Sabemos que muchas de las respuestas estuvieron orientadas en
clave racial, y en ese sentido el pronóstico argentino no fue tan pesimista
como el de otros intelectuales hispanoamericanos de países donde el fondo
indígena subsistente era mucho más considerable. Además, si bien la experiencia
argentina generaba en las elites algunas dudas y temores, en general podía
exhibir una serie de éxitos, sobre todo al cotejarla con otras experiencias
hispanoamericanas.
Ahora bien: al
arribar a la década de 1930, las nuevas elites intelectuales están en el seno
de un proceso nacional que, por primera vez en más de medio siglo, ha
experimentado severos impactos. Es preciso reiterar que esta crisis excede en
mucho el plano económico. En rigor, es una crisis que afecta imágenes
argentinas largamente construidas: la creencia argentina en la excepcionalidad
y el destino de grandeza de este país y en expectativas reales e imaginarias
depositadas en la movilidad social ascendente.
En esa ensayística
de los años 30, la Argentina es construida como un país que ha perdido el
norte, y que debe arreglar cuentas con su propia conciencia. Se trata de
ensayos que se preguntan por las razones de esa crisis (¿dónde está la culpa?)
y que suelen deslizarse hacia temas de identidad nacional (¿qué somos, cómo
somos los argentinos?). Para tramitar esas preguntas se utilizarán distintas
estrategias.
En el caso de
Radiografía de la pampa, Martínez Estrada realiza una sorprendente
"des-historización" de la realidad nacional, es decir, que allí la descripción
de los distintos fenómenos que conformarían la esencia de la Argentina adopta
la forma de estructuras naturales, de capas geológicas que en cada instancia
repiten lo mismo, una suerte de eterno retorno de males que definen un país sin
alternativas, sin destino. Así, desde su comienzo se nos muestra que el nuevo
mundo descubierto por los españoles "había nacido de un error, y las rutas
que a él conducían eran como los caminos del agua y del viento". En ese
nuevo mundo, la futura Argentina es Trapalanda, una ciudad de oro macizo que
los conquistadores imaginaron pero que nunca existió, y en lugar de plegarse a
un sano principio de realidad siguieron construyendo fantasmagorías que, en un
efecto de ciénaga, profundizaron las frustraciones.
En forma sintomática,
el libro se cierra retomando la polaridad sarmientina entre civilización y
barbarie, pero con la confesión de un fracaso, puesto que la civilización se
redujo a prácticas del "como si", consistentes en la aplicación de
una serie de disfraces, simulacros y espejismos, de seudoestructuras
inadecuadas para configurar la auténtica y profunda realidad nacional. "Y
así (dice en Radiografía de la pampa) se añadía lo falso a lo auténtico. Se
llegó a hablar francés e inglés; a usar frac; pero el gaucho estaba debajo de
la camisa de plancha".
En el sexto y
último capítulo de Radiografía de la pampa se nos ofrece la explicitación del
modelo que ha guiado el proyecto ensayístico de Martínez Estrada. No es casual
que al principio de ese mismo capítulo cite a George Simmel (1858-1918),
filósofo alemán de quien adopta una idea central. Esta idea central, que Simmel
caracteriza como "la tragedia de la cultura", forma parte de la
filosofía vitalista que desde fines del siglo XIX nace y se expande desde Alemania
y Francia. Dicho rápidamente para los fines de esta lección, Simmel considera
que existe una tensión nunca resuelta definitivamente entre "el alma y sus
formas" o entre el espíritu objetivo y el subjetivo. Para explicarlo
mejor: Simmel concibe la vida como una realidad multiforme y fluyente a la cual
la cultura trata de in-formar, es decir, de dar forma. En determinadas épocas
se produce una correspondencia entre la vida y la cultura, entre el alma y sus
formas, pero la vida erosiona esa correspondencia y entonces la cultura
objetiva, manifiesta, queda cristalizada como una cáscara vacía, vaciada de
sentido, porque ha perdido toda relación con la subjetividad. La cultura se
convierte así en una "seudoestructura", en un simulacro de
estructuras en las que alma y forma y a no alcanzan correspondencias.
He aquí enunciada
la tesis concreta de Martínez Estrada sobre la realidad nacional:
"Nosotros hemos construido por influjo de hombres de talento, de la
variada y contradictoria aportación del inmigrante y de la adaptación del
nativo, falsas formas que no concuerdan ni con el paisaje ni con el volumen
total de la vida ni con su orientación nacional". Faltos de estructuras
ancestrales, prosigue, debimos imitarlas. ¿Un ejemplo entre muchos? La ciudad
de La Plata, a la cual "bastaría restarle ciertos elementos artificiales
que la sostienen para que esa ciudad se desmoronara, se deshabitara y el campo
entrase otra vez por sus calles".
Al final de este
recorrido por una zona de Radiografía de la pampa, recordemos que el tema de la
simulación había motivado a principios del siglo un ensayo de José María Ramos
Mejía titulado Los simuladores del talento. En él se denunciaban conductas sociales
destinadas a enmascarar las carencias propias para obtener una figuración mayor
de la justificada por los méritos. Esa realidad profunda ocultada por
apariencias es uno de los elementos centrales a través de los cuales también
Eduardo Mallea escribe su Historia de una pasión argentina, donde reencontramos
la dicotomía entre una Argentina visible y otra invisible, que remite a la
relación entre las formas y su expresión.
En Radiografía de
la pampa, esta visión se ha universalizado y ha tomado un formato metafísico
que la protege de algún modo de cualquier referencia o desmentida histórica.
Dicho de otra manera: el problema argentino no es histórico sino ontológico y
se encuentra, por ende, en las entrañas del ser nacional. Si es ontológico y no
histórico, el curso de los acontecimientos no puede ser modificado.
Más tarde, ya en la
década de 1960, Juan José Sebreli publicará un libro titulado Martínez Estrada,
una rebelión inútil. Quiero detenerme en el epígrafe que lo encabeza porque
ilustra con precisión la reacción que la propuesta de Radiografía de la pampa
podía recoger. Ese epígrafe decía: "La naturaleza es de derecha". Es
decir, la visión ontológica de Martínez Estrada no deja espacios para una
teoría del cambio y, como se sabe, el pensamiento de izquierda se define por
una apuesta permanente por el cambio.
Podríamos entonces
preguntarnos en qué reside el interés que su texto generó en una escala
considerable; interés que quien se acerque a su lectura puede sin duda recrear.
Al principio de este apartado enuncié el carácter general de Radiografía de la
pampa. Para responder al interés que suscitó debemos acercarnos nuevamente al
texto, hablar de su estructura y de algunos de sus nudos más significativos.
Mencionamos la
estructura, y aquí comienzan las aclaraciones. Porque nuestro texto no presenta
un carácter sistemático, estructurado, si por ello se entiende un conjunto de
afirmaciones que razonan formando un sistema. En cambio, el lector se encuentra
con una serie de agrupamientos temáticos que se describen en sí mismos, a veces
siguiendo cierto orden cronológico, a veces tomando tópicos que remiten a
caracteres esenciales del modo de ser argentinos.
Repasando esos
desarrollos, lo primero que verificamos es que no existe un razonamiento lógico
ordenado en forma deductiva, sino que Martínez Estrada piensa por relámpagos y
argumenta por acumulación. Quien se ha dicho que pensaba por relámpagos es
Nietzsche, y la comparación no es casual, ya que Martínez Estrada fue un gran
lector y admirador del filósofo alemán. Precisamente fue Nietzsche quien llevó
el género aforístico a una de sus cumbres (el aforismo es una sentencia breve
que no presenta la prueba: simplemente postula algo que supone una revelación
evidente). Veamos esta frase de Radiografía de la pampa, por ejemplo: "La
pampa es una ilusión; es la tierra de las aventuras desordenadas en la fantasía
del hombre sin profundidad". No es un enunciado discutible, polemizable:
se toma o se deja.
Aquí tenemos una
primera respuesta al éxito del libro entre sus contemporáneos. Muchos de ellos
lo tomaron porque el contexto de la profunda crisis nacional tornó verosímiles
esos enunciados. Ese contexto es lo que, como advirtió León Sigal, le permite a
Martínez Estrada "organizar en una visión trágica y desgarrada la realidad
argentina y el sentimiento del caos que los argentinos profesan, o creen
profesar, o se niegan a reconocer".
Pensar por
relámpagos, por iluminaciones súbitas, por un lado, y no ofrecer la prueba de
lo que se dice forma parte precisamente del género ensayístico del que
Radiografía de la pampa es uno de sus máximos exponentes en nuestra literatura.
Por otra parte, ese estilo se articula con la figura de intelectual que nuestro
autor cultiva: la de un profeta. Buen lector del Antiguo Testamento, Martínez
Estrada usará y abusará de esta analogía, y en este terreno su perfil remite a
un profeta clamando en el desierto, es decir, a alguien que, como vidente y
vocero de Dios, enuncia verdades que no encuentran oídos receptivos entre sus
contemporáneos (pensemos por ejemplo en el profeta Jeremías).
Todos estos
caracteres del proyecto intelectual de Martínez Estrada tuvieron en su favor el
imprescindible apoyo de su trabajada escritura, que compone una secuencia de
frases breves y taxativas. Son ellas las que acumulan hasta saturar de
significados el objeto o la situación descriptos. Ahora bien, ¿de qué objetos y
de qué situaciones se trata? Nuevamente, el listado se resiste a su
organización en sistema.
Vayamos al índice.
"Trapalanda" es el primer capítulo, que tematiza el carácter de la
realidad americana y argentina desde la colonización española hasta las rutas
nacionales que condujeron a "la red de la araña" que dibuja el
trazado de los ferrocarriles. Un trazado que es la reiteración del retorno de
lo mismo. Por una parte, "todos los días los trenes hacen el mismo camino
que Rondeau, Belgrano y San Martín". Por la otra, el trazado del
ferrocarril dibuja ese entramado que concluye en un cuerpo raquítico (el
interior) y una cabeza monstruosa y decapitada (Buenos Aires). A este primer
capítulo le siguen otros cinco: "Soledad", "Fuerzas
primitivas", "Buenos Aires", "Miedo",
"Seudoestructuras". Aquí la soledad remite al aislamiento de toda
América: aislamiento de Europa y aislamiento de sus partes mismas entre sí (en
este punto, y en otros, resulta imposible no evocar el Facundo). Pero he aquí
que este aspecto de archipiélago se conecta con un rasgo central en la
representación de la Argentina: la discontinuidad es no sólo espacial sino
también temporal. Leamos esta frase clave: "Es preciso que exista un
estado de historicidad, una forma histórica completa para que el hecho tenga
sentido vivo y no de complemento circunstancial". Esta frase es clave
porque asume una concepción historiográfica: sólo cuando los actores que
protagonizan las acciones se articulan con una genealogía, con un contexto
anterior, adquieren sentido. El naturalista francés Georges Cuvier (1769-1832)
había sido mirado en el contexto en que se desarrollaba el ensayo de la vida.
Ese contexto, que define una tradición propia y una genealogía estructural, es
aquello que ha faltado en América en general y en la Argentina en particular.
Nuestra vida nacional no ha sido el resultado del desarrollo orgánico de
fuerzas propias, sino una sumatoria de piezas sueltas. De allí que cuando Mitre
titula sus historias argentinas use el nombre de dos individuos: Belgrano y San
Martín. Ocurre que hasta las guerras de independencia son un episodio de la
historia de España. Toda "Suramérica es todavía un episodio subsidiario de
Europa, pero tiene un alma americana, cerrada, muda, solitaria". El mismo
paisaje nacional es ahistórico, y esa enorme superioridad de la naturaleza
sobre el hombre y sobre la voluntad "hacen flotar el hecho con la
particularidad de un gesto sin responsabilidad, sin genealogía y sin
prole".
Al comienzo
señalamos que Martínez Estrada des-historizaba la realidad nacional. Más
correctamente, Martínez Estrada mostraba que la Argentina, simplemente, no
tenía historia. Por eso "técnicamente en estas regiones no hubo nadie ni
ocurrió nada". Estas afirmaciones pueden evaluarse de formas muy diversas.
Empero, lo que no se podrá negar es que se trata de ideas penetrantes que
organizan nuestra comprensión de la mirada de Martínez Estrada sobre la realidad
nacional. Lo que viene a decir Radiografía de la pampa en estas pocas frases
citadas es que no hay historia si no existe un presente que la sustente, que la
soporte; en una palabra, que le dé sentido. Faltos de todo ello, lo que resta
es una suerte de figuras fantasmagóricas, de imitaciones patéticas, de gestos
vaciados de significado.
Podría seguir
abundando en este análisis, impulsado por la fascinación que este texto
poderoso genera una vez que hemos superado cierta extrañeza que también
provoca, pero ello implicaría desequilibrar la economía interna del carácter de
estas lecciones. No resisto empero ofrecer un ejemplo más del modo de operar de
este libro, ejemplo que podremos conectar con una serie de características que
definen el ensayo martinezestradiano. Es un pasaje referido al tango, que
funciona en el interior de su reflexión sobre Buenos Aires. Bastará acompañar
esta cita con breves comentarios, ya que ahora conocemos el sentido general del
ensayo:
"(El tango) es
el baile de la cadera a los pies. De la cintura a la cabeza, el cuerpo no
baila; está rígido, como si las piernas, despiertas, llevaran dos cuerpos
dormidos en un abrazo… Es un baile sin alma, para autómatas, para personas que
han renunciado a las complicaciones de la vida mental y se acogen al nirvana;
baile de las grandes llanuras siempre iguales y de una raza agobiada,
subyugada, que las anda sin un fin, sin un destino, en la eternidad de su
presente que se repite… No busquemos música sin danza; aquí son dos
simulacros".
(Dicho sea de paso,
quien haya visto Último tango en París, filmada en 1973 por Bernardo Bertolucci
y protagonizada por Marlon Brando, dispone de una ilustración cinematográfica
de esa descripción, por cierto que producida sin esa intención pero que
sorprende por la semejanza de la representación y de la idea). En estas pocas
líneas, encontramos los temas recurrentes del efecto de sinsentido de la pampa,
sin historia, sin destino, sin futuro. Sólo el eterno retorno de lo mismo, y lo
mismo es siempre deplorable. Encontramos asimismo el tema permanente y
estratégico del simulacro y del sinsentido.
Para cerrar,
volvamos a una serie de pasajes fundamentales. El primero integra el capítulo
2, titulado "La época del cuero", y se refiere al cuchillo. De ese
objeto que sirve tanto para trabajar como para matar, Martínez Estrada afirma
que "no admite el simulacro". Si esta frase llama la atención es
porque entonces no toda la realidad nacional cae bajo el rubro de la engañifa y
la simulación, y también llama la atención que ese escaso rastro de
autenticidad que nuestro autor reconoce pertenezca al mundo criollo. Más aún:
pertenece a una larga historia autóctona, como que es "la síntesis de
todas las herramientas que el hombre manejó desde sus orígenes". Ya entre
nosotros, "Ameghino encontró cinco clases de cuchillos diminutos de piedra
en nuestra pampa".
En cambio, por el
contrario, también en nuestra pampa se halla un elemento (dentro de esta
verdadera fenomenología de la argentinidad que Martínez Estrada construye) que
nos devuelve al escenario fundamental de esta realidad: el ombú. Pero en rigor,
nos dice Martínez Estrada, "el árbol de esta llanura, el ombú, tampoco es
oriundo de ella". Proviene de otras tierras del norte, y en su viaje a la
pampa se ha cargado de caracteres que no fueron los originarios. El resultado
ha sido un fracaso:
"El ombú es el
árbol que sólo da sombra, como si únicamente sirviera al viajero que no debe
quedarse y que reposa. Su tronco grueso, recio y bajo, es inútil, esponjoso, de
bofe… No puede hacerse de él vigas para el techo, ni tablas para la mesa, ni
mangos para la azada, ni manceras para el arado. No tiene madera, y más que
árbol es sombra; el cuerpo de la sombra… El ombú es el símbolo de la llanura,
la forma corporal y espiritual de la pampa".
La cita no tiene
desperdicio, y a que en ella podemos leer significados que han sido
preanunciados a lo largo de esta lección. Sólo agregaré que la apelación a un
objeto (el cuchillo, el ombú) como símbolos es una metodología clave en la
construcción de Radiografía de la pampa, y que Martínez Estrada confesará deber
a Oswald Spengler, autor de La decadencia de Occidente. Todo en este mundo
martinezestradiano significa; lo que hace falta para comprenderlo, como el
Sarmiento que escribe el Facundo, es un hermeneuta.
"Lo que
Sarmiento no vio es que civilización y barbarie eran una misma cosa, como
fuerzas centrífugas y centrípetas de un sistema en equilibrio. No vio que la
ciudad era como el campo y que dentro de los cuerpos reencarnaban las almas de
los muertos. Esa barbarie vencida, todos aquellos vicios y fallas de
estructuración y de contenido, habían tomado el aspecto de la verdad, de la
prosperidad, de los adelantos mecánicos y culturales. Los baluartes de la
civilización habían sido invadidos por espectros que se creían aniquilados, y
todo un mundo sometido a los hábitos y normas de la civilización, eran los
nuevos aspectos de lo cierto y de lo irremisible. Conforme esa obra y esa vida
inmensas van cayendo en el olvido, vuelve a nosotros la realidad profunda. Tenemos
que aceptarla con valor, para que deje de perturbarnos; traerla a la
conciencia, para que se esfume y podamos vivir unidos en salud (Ezequiel
Martínez Estrada, Radiografía de la pampa).
Pero, entonces,
¿todo en Martínez Estrada anuncia el fracaso inexorable? No, puesto que en esa
denuncia se encuentra un atisbo de salida del eterno retorno de lo mismo y de
lo peor en nuestra realidad. Si el mal reside en esa inadecuación mortal entre
el alma y sus formas, el remedio consistiría en aceptar nuestra realidad
profunda. Como en un acto de sanación psicoanalítica (la presencia de Freud
también marca la escritura de Martínez Estrada), resultará preciso asumir lo
reprimido. Éste es el final estricto de nuestro libro.
La denuncia, por
momentos feroz, de Martínez Estrada tendría así la función de oficiar como
despertador de conciencias; de operar como profeta en el desierto cívico y
moral de los argentinos.
Aníbal
Norberto Ponce
En otro espacio del
arco ideológico, desde los movimientos socialista y comunista se producirá otra
interpretación de la crisis y de la situación nacional. Se clasificará a la
Argentina entre las naciones semicoloniales (con independencia política pero no
económica), y se señalará que la clase terrateniente fungía como agente interno
del imperialismo, interesada en sofocar el desarrollo industrial y en mantener
un orden feudal en la Argentina, que era su base de poder. Como alternativa se
proponía un cambio revolucionario que debía tener su vanguardia en la clase
obrera.
Dentro de estos
lineamientos generales y con diferencias y matices, en este período la
izquierda política reclutará un conjunto de intelectuales, sobre todo en la
literatura pero también en otras áreas culturales, que se agruparon en la
revista Claridad (proveniente de la década de 1920) o en las nuevas Metrópolis
y Contra, de 1933. Allí se encuentran firmas como las de Raúl González Tuñón y
Elías Castelnuovo.
En el ámbito de las
ideas, la presencia más significativa en este sector es la de Aníbal Norberto Ponce,
cuya curva cultural se reconecta con el pensamiento del progresismo argentino,
articulando el positivismo con categorías tomadas del marxismo, y en quien nos
detendremos como figura representativa de esta fracción del campo intelectual.
Ponce proviene de
los sectores medios de la sociedad. Nacido en 1898, realizó sus estudios
secundarios en el Colegio Nacional Buenos Aires. Luego de un intento frustrado
de cursar medicina, orientó su formación autodidacta hacia la psicología y la
crítica literaria. En 1920, comenzó a dictar Psicología en el Instituto
Superior del Profesorado Secundario y participó de la Revista de Filosofía,
creada y dirigida por José Ingenieros, a quien sucedería en dicha conducción.
Prosiguió desplegando una intensa actividad político-cultural, tanto mediante
la publicación de la revista Dialéctica como en proyectos guiados por su
adhesión al movimiento comunista internacional. En 1936 fue cesanteado de sus
cargos docentes por motivos políticos. Se exilió en México, donde murió poco después,
a los cuarenta años, como consecuencia de un accidente de carretera.
El desarrollo
intelectual de Ponce se inicia dentro de los parámetros del liberalismo y el
positivismo, y desemboca en el comunismo y en el marxismo. Esto fue posible a
partir de la difusión en nuestro país y en América Latina de la revolución
rusa, del programa comunista internacional y del marxismo en su versión
leninista. Manifestación de esta creciente presencia es la realización, en
1929, de dos congresos (uno en Buenos Aires y otro en Montevideo) organizados
por la rama sudamericana de la Internacional Comunista.
Esto que llamo
"creciente presencia" tampoco debe ser exagerado, teniendo en cuenta
que el Partido Comunista Argentino en las elecciones de fines de la década de
1920 no alcanza el uno por ciento de los votos. Pero junto con esto hay que
recordar que esta presencia será mayor entre sectores de la intelectualidad de
izquierda, dentro de la cual encontraremos a Ponce. Cuando lo encontremos,
Ponce habrá atravesado una experiencia intelectual que lo inscribe dentro de
una tradición particular, donde participa de la creencia de que marxismo y
comunismo forman parte de un desarrollo más que de una ruptura con el legado
liberal. Dicho de otro modo, el pensamiento marxista dialoga con el
liberalismo, en una tradición que continuará hasta 1955.
Ponce construye su
visión de la Argentina como un país cuyas clases dirigentes cumplieron la tarea
de incluirlo en la esfera europea, con el beneficio de haber recibido menor
influencia española y de haber mantenido la formación de su nacionalidad
separada del elemento indígena y del componente mestizo que configuró al
gaucho. Descripto éste en términos tajantemente descalificadores para
integrarse a la civilización, y con evidentes toques racialistas derivados del
positivismo, Ponce celebra el aporte inmigratorio como un nuevo punto de
partida para el progreso argentino.
Se trataba de una
celebración del proyecto del 80, que ahora contiene una torsión marxista,
dentro de un razonamiento que durante mucho tiempo resultará recurrente en el
pensamiento comunista, y que se ordena según esta secuencia: las tareas
históricas por desarrollar todavía se definen en torno del ideal civilizatorio
proveniente del Renacimiento y de la Ilustración, pero esas tareas que antes
fueron llevadas a cabo por la burguesía, ahora (ante su defección) deben ser
asumidas por la clase obrera. En suma, no se trata de la variación de un
programa sino de un relevo del ejecutor del programa: en lugar de la burguesía,
el proletariado.
Por eso, aún en
1932, Ponce puede mantener intacto el panteón liberal al incluirlo como parte
de la empresa burguesa de construcción de la nación cuando esta clase aún tenía
en su favor el viento de la historia. Del mismo modo, establecerá una
vertiginosa continuidad entre la revolución de mayo y la rusa, al sostener que
los de esta última son "los mismos ideales de la revolución de mayo en su
sentido integral".
En este camino, los
dos escritos que marcan su adhesión nítida al marxismo son el artículo
"Elogio del Manifiesto Comunista" y el libro Educación y lucha de
clases, de los años 1933 y 1934. En 1935 reforzará estas adscripciones con su
viaje a la Unión Soviética, adscripciones que incluirían naturalmente una
ubicación dentro del marco de influencias del comunismo internacional liderado
por la Unión Soviética y, en el plano nacional, por el partido comunista.
Compartiendo esta orientación general, Aníbal Ponce seguirá denunciando a las
burguesías latinoamericanas en su conjunto por su carácter atrasado y
dependiente del imperialismo inglés. Por otra parte, al mirar hacia la
socialdemocracia local, cuestionará tanto a la tradición teórica socialista
representada por el libro Teoría y práctica de la historia, de Juan B. Justo,
como la actuación de destacados políticos del partido socialista. Asimismo,
compartirá la visión catastrofista de la Tercera Internacional, que realizaba
un análisis económico del cual extraía la conclusión del inminente derrumbe del
sistema capitalista mundial. En definitiva, sostenía que el fascismo no era más
que una manifestación de esa decadencia, que le permitía mantener el poder por
vía coercitiva.
Sobre la formación
del pensamiento de Ponce pesan de manera expresa la influencia y los
acontecimientos de la Reforma Universitaria. En el artículo de 1927 que le
dedica a este suceso, refirma esta circunstancia; reencontramos allí la idea
compartida por muchos jóvenes intelectuales de que pertenecían a una suerte de
"generación de 1914", en la medida en que (como cita Ponce) la guerra
fue "la gran liberatriz". Sobre los restos del desastre europeo, la
Reforma Universitaria es vista como la traducción de los procesos
revolucionarios que asoman desde Oriente y se proyectan ahora sobre la
Argentina. Pero (continúa Ponce) para 1923 la reforma estaba exhausta y había
caído en manos conservadoras. Esta caída había sido fomentada ideológicamente
porque los jóvenes universitarios carecieron de una teoría adecuada o, peor
aún, tuvieron por buenas "las enseñanzas del novecentismo y la nueva
sensibilidad"; en fin, toda una serie de vaguedades que "lo mismo
podían servir a un liberalismo discreto que a una derecha complaciente".
En este artículo, escrito en un período de fuerte obrerismo dentro del
comunismo internacional, Ponce encuentra la explicación de lo que considera el
fracaso de la reforma en el carácter pequeñoburgués de los estudiantes.
"El obrero, por eso, lo miró con simpatía pero sin fe". En esa etapa
Ponce reitera que no hay espacio para los matices. Concluye entonces que "la
guerra europea, que aceleró la decadencia de la sociedad capitalista, ha
planteado los problemas actuales en términos extremos: o burgués o
proletario".
Nuevas
circunstancias históricas, en especial la derrota de la izquierda alemana y el
ascenso de Hitler al poder, inducirán un viraje de la Tercera Internacional y
abrirán una línea que desembocaría en la estrategia de lo que se conoció como
"frentes populares". Se concibió como central la contradicción
fascismo-antifascismo, y por consiguiente la necesidad de subordinar toda
política de alianzas a la lucha contra el fascismo, incluyendo en ellas fuerzas
consideradas enemigas hasta entonces: los partidos socialdemócratas, los
agrupamientos burgueses antifascistas, los defensores, en fin, de los valores democráticos.
Junto con este
reposicionamiento, el comunismo internacional adoptó una actitud de
acercamiento hacia los intelectuales que contrastaba con la del período
anterior, dominado por posiciones de marcada desconfianza hacia sus presuntas
desviaciones pequeñoburguesas. Este acercamiento determinó la aparición de una
serie de instituciones encargadas de agrupar a intelectuales provenientes de
otros arcos del espectro ideológico y político, unidos por su común voluntad
antifascista. En la Argentina, una de ellas fue la Agrupación de Intelectuales,
Periodistas y Escritores (AIAPE), de la cual Aníbal Ponce fue presidente a
partir de 1935.
El momento en que
comienza a producirse ese pasaje hacia las nuevas posiciones está marcado por
su artículo "Examen de conciencia", una conferencia de 1928 destinada
a examinar la revolución de mayo, pero que sirve como motivo para brindar su
versión de la historia argentina. Veámosla brevemente para contrastarla con las
versiones liberal y nacionalista y a referidas.
Por un lado, Ponce
mantiene su caracterización eurocéntrica, es decir, su visión de la Argentina
como un país cuyas clases dirigentes triunfantes cumplieron con la tarea de
incluirlo dentro de la esfera europea como modelo. Esto que llamo "esfera
europea" no incluye naturalmente a España; como ya dijimos, según Ponce,
la Argentina se vio beneficiada respecto de otras naciones hispanoamericanas
por haber recibido menor influencia ibérica y por haberse mantenido separada
del elemento indígena y mestizo.
Que el emblocamiento
antifascista de Ponce y de AIAPE no era la transposición simple de una
problemática extraña a la realidad argentina lo muestra el hecho de que el
fascismo despertaba simpatías entre intelectuales argentinos como Carlos
Ibarguren, quien en 1934 adhiere a sus "principios corporativos", o
como Manuel Gálvez, que en Este pueblo necesita… propugna un autoritarismo
populista que coloque nuevamente a la Iglesia católica en el lugar central.
Estos posicionamientos hallarían un espacio propicio en el interior del
ascendente movimiento católico.
Dos de los
redactores de La Nueva República (César Pico y Tomás Casares) provenían de ese
arco cultural, como parte del despertar del pensamiento y la militancia
católicos, que en sede intelectual se manifiesta desde 1922 por la gravitación
de los Cursos de Cultura Católica, y que han de confluir como animadores del
nacionalismo integralista de la época.
En estos últimos se
localizará en la escena argentina el resurgimiento del tomismo que venía
verificándose a escala internacional en el seno del clima antiliberal,
acompañado por una revaloración de la hispanidad. En el terreno publicístico,
este avance se patentiza en la revitalización del diario El Pueblo y la
fundación en 1928 de la revista Criterio. En esta última, dirigida eficaz y
pertinazmente por monseñor Franceschi (autor de la consigna "Dios o
Lenin"), se desplegará número tras número un discurso de impugnación al
laicismo, al liberalismo y, en fin, al modernismo, que habría procreado los
hijos caotizantes del socialismo y el comunismo. Desde estas convicciones se
habilitará el pasaje a posiciones de adhesión e involucramiento con los
regímenes totalitarios europeos como el fascismo italiano, el falangismo en
España o el salazarismo en Portugal. La revista contará entre sus principales
colaboradores en la década de 1930 con los sacerdotes Meinvielle, Sepich y
Castellani.
Estas posiciones no
eran únicas dentro del campo católico, según lo testimoniaban figuras como
monseñor D'Andrea o la revista Número, pero sin duda resultaban hegemónicas, y
su prédica alcanzará inusuales niveles de expansión, como lo mostrará el
Congreso Eucarístico Internacional de 1934, a raíz del cual la ciudad de Buenos
Aires asistió a una movilización colectiva jamás vista. Junto con ello, y a la
par que la iglesia incorporaba la "cuestión social" a su agenda (en
la línea de las encíclicas Rerum Novarum y Quadragessimo Anno), se iniciaba el
fin del ciclo del laicismo oficial, cuando la enseñanza religiosa se introdujo
en las escuelas de las provincias de Buenos Aires, Salta, Corrientes y
Catamarca. Asimismo, estuvieron presentes posiciones de extremo antisemitismo,
como las que vehiculizó Hugo Wast (seudónimo de Gustavo Martínez Zuviría) en
sus novelas Oro y Kahal, que significativamente obtuvieron reconocimientos
oficiales y un gran éxito de público (dicho sea de paso, una sala de nuestra
Biblioteca Nacional lleva su nombre).
La guerra civil
española extremará estas posiciones y definirá la apertura de una ancha brecha
entre estos intelectuales católico-integristas y el resto del campo nutrido por
liberales e izquierdistas, pero también por católicos democráticos como
Maritain, el filósofo tomista francés que para Meinvielle se había convertido
en "el filósofo abogado de los rojos españoles", junto con el PEN
Club y "los judaizantes y comunoides de Sur".
Sea como fuere, con
el gobierno instalado por el nuevo golpe militar de 1943 y la implantación de
la enseñanza religiosa en las escuelas, era más que evidente que la iglesia y
el mundo católicos celebraban una auténtica revancha contra la ofensiva
secularizadora de la década de 1880. Esta ofensiva continuará durante el
advenimiento al poder del primer peronismo, pero se interrumpirá violentamente
hacia el final de éste. Dichos avatares formarán parte en rigor del cambio
mucho más extenso y profundo que el peronismo introdujo en la escena nacional,
modificándola para siempre.
Oscar Terán
Historia de las ideas en la
Argentina (1810 – 1980)
Siglo Veintiuno Editores, 2008
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