lunes, 2 de marzo de 2020

Mariano Moreno: pensar la revolución de mayo


La figura de Mariano Moreno está indisolublemente ligada a la de la revolución de mayo, al punto de encarnar la imagen de ruptura exaltada que evoca (desde 1789) la idea misma de "revolución". Por eso, analizar detalladamente sus escritos, seguir su trayectoria, develar el particular entrelazamiento que aparece en sus textos de categorías tradicionales y modernas resultan operaciones indispensables para comprender mejor cómo ese acontecimiento deviene un acto fundacional de la Argentina moderna.
Ahora, detengámonos un momento en el título de esta lección. ¿Por qué? Porque cuando hablemos de la revolución de mayo pondremos el acento en el desafío político-intelectual que significó para sus contemporáneos explicarla, darle sentido y legitimarla; es decir, pensarla.
Esto es así por varios motivos. Uno, porque todo cambio histórico presenta ese desafío. Otro tiene que ver con el carácter mismo de esta revolución ocurrida en tierras de Hispanoamérica. Ese carácter contiene un rasgo altamente significativo: se trató de una revolución que nació sin teoría, esto es, de un acontecimiento que se desencadenó en el Río de la Plata sin que existieran sujetos políticos o sociales que lo programaran y ejecutaran. Pero cuando esta revolución efectivamente ocurrió, fue necesario legitimarla. En el centro de este emprendimiento encontraremos los escritos de Mariano Moreno, que serán el eje de esta lección.
Vayamos por partes. En principio, sabemos que la ciudad de Buenos Aires fue el epicentro de los acontecimientos revolucionarios de mayo de 1810. Ahora bien: ¿qué fue entonces la ciudad de Buenos Aires? Históricamente, había sido una ciudad marginal dentro del mundo colonial hispanoamericano, cuyo valor para la corona reposaba en ser un resguardo militar ante la amenaza inglesa o portuguesa y una puerta de salida de la plata altoperuana. De allí que, en términos de población, la primacía correspondiera a las ciudades ubicadas en la ruta de la plata, desde Córdoba hasta Salta y Jujuy. Esta condición comenzó a revertirse a partir de la creación del Virreinato del Río de la Plata.
Al alborear el siglo XIX, Buenos Aires ya era una ciudad burocrático-comercial, con una población de unos 40.000 habitantes, equivalente a una ciudad andaluza de segundo orden. Para tener parámetros comparativos, consideren que en esa misma época Londres tenía cerca de un millón de habitantes, París la mitad de esa cifra, Madrid, 160.000, Cádiz 70.000 y Múnich 40.000; en América, México contaba con 140.000 habitantes y Nueva York con 60.000.
En términos sociales, una tercera parte del total de los habitantes de Buenos Aires estaba compuesta por esclavos negros. Estamos así en presencia de una sociedad ajustada a los parámetros de estratificación del mundo colonial, es decir, una sociedad de castas, donde los blancos o casi blancos ocupan la cúspide del poder, y en la cual además se está produciendo una diferenciación entre los españoles europeos y los nacidos en América (llamados criollos), que ya Félix de Azara había registrado a fines del siglo XVIII en sus Viajes por la América Meridional. Allí verifica:
"…la aversión decidida que los criollos o hijos de españoles nacidos en América tienen por los europeos y por el gobierno español. Esta aversión es tal que yo la he visto con frecuencia reinar entre los hijos y el padre, y entre el marido y la mujer cuando los unos eran europeos y los otros americanos".
Este dato es relevante, puesto que habla de una fisura que no hará sino ampliarse de ahí en más, aunque esa fisura, por sí sola, no alcanza para explicar la ruptura revolucionaria.
En 1778, en esa Buenos Aires, nació Mariano Moreno, hijo de padre español y madre criolla, quien a partir de mayo de 1810 ocupará ese escenario de manera fugaz aunque relevante. De allí que el seguimiento de su curva intelectual y política resulte ilustrativo para comprender algunos aspectos de la configuración político-cultural del momento de la elite letrada.
En cuanto a su instrucción formal, sabemos que a los doce años Moreno ingresó en el Real Colegio de San Carlos, fundado por Juan José Vértiz en 1783, el cual se hallaba organizado con las cátedras de latín, filosofía, teología y moral. Al término de estos estudios y a la edad de dieciocho años, Moreno partió hacia Chuquisaca, Alto Perú, entonces el centro minero más importante de América del Sur, y lo hizo en búsqueda de un título, que era una de las vías de incorporación a los círculos dirigentes. Allí cursó teología para dedicarse al sacerdocio, pero finalmente se inclinó hacia el derecho y se graduó de abogado. En esa época tuvo acceso a los escritos de la Ilustración francesa en la biblioteca del clérigo Matías Terrazas, hecho comprensible si se recuerda que en el mundo colonial los sacerdotes constituían el núcleo de la cultura letrada.
En 1802 (el mismo año en que se gradúa de abogado) produce su primer texto significativo: Disertación jurídica sobre el servicio personal de los indios. Se trata de una defensa de los naturales de América que evoca los discursos del dominico fray Bartolomé de Las Casas (1484-1566) en la Nueva España, y donde Moreno acusa la codicia de los europeos y deplora que algunos letrados eclesiásticos hayan legitimado el derecho a esclavizar a los americanos basándose en la supuesta naturaleza servil de los habitantes de las Indias, esto mediante algunas extravagancias teóricas extraídas de Aristóteles. Si cuestionar a Aristóteles no era algo inusual en la elite letrada tanto española y europea como americana (ya que la penetración de algunos tópicos ilustrados había abierto esa posibilidad, sin desbordar los marcos de la dogmática católica y la adhesión al régimen monárquico), tal vez resulte más significativa la afirmación de la "nativa libertad" de los indios, ya que con esa afirmación introducía el criterio básico del jusnaturalismo.
Aquí tenemos que detenernos brevemente, puesto que mencionamos una concepción sin cuya comprensión no podríamos entender buena parte del pensamiento de la independencia. De modo que por "jusnaturalismo" entendemos una concepción desarrollada por la filosofía estoica en la antigüedad (como en el siglo I a.C. lo expresó Cicerón en De republica), que seguirá presente en la Edad Media y será retomada, siempre con variaciones, en los tiempos modernos. Su significado remite a la existencia de derechos naturales de los cuales serían propietarios innatos los seres humanos. De tal modo, los derechos naturales son concebidos como anteriores al estado y a la sociedad.
En el texto de Mariano Moreno se afirma que la libertad forma parte en tanto nativa de esos derechos dados, presentes ya desde el nacimiento, y que por ende llamamos "naturales". Me adelanto a enunciar (aunque todavía no quede claro todo el alcance de esta advertencia) que esto último no debe hacernos concluir erróneamente que con ello Moreno se inscribe dentro de una corriente liberal moderna. En efecto, esto sólo sucede cuando se cruza o se encuentra la idea del jusnaturalismo con la noción de "individuo", como veremos con detenimiento más adelante.
Por otro lado, comprobamos la permanencia de Moreno en el pensamiento político tradicional cuando, en la continuación del mismo escrito, alaba a la monarquía española y reconoce la legitimidad del poder del rey, basada en su capacidad de garantizar el bien común.
"Más ha de tres siglos que las armas españolas, auxiliando al Evangelio para introducirlo en esta región, la conquistaron. En todo este tiempo no han perdido de vista nuestros católicos monarcas la situación de los indios, manifestándose clementísimos padres de ellos. ¿Cuántas leyes no se han publicado para su beneficio? ¿Cuántas providencias para civilizarlos?… ¿Qué de privilegios para favorecerlos? De éstos ninguno ha sido más interesante a los indios, ni más celosamente mirado por nuestros príncipes que el de la conservación y guarda de su entera nativa libertad".
La reprobación recaerá entonces no sobre el soberano sino sobre sus delegados en tierras americanas, encargados de ejecutar aquellas justas leyes pero que sin embargo las han distorsionado hasta el punto de imponer a los indios "algunos servicios (como el régimen de encomiendas) que sólo pudieron ser propios de unos verdaderos esclavos".
En suma, Moreno no se opone a la explotación de las minas ni desconoce el valor de las riquezas que producen, pero apela a la doctrina cristiana (San Ambrosio, Graciano) para recordar que el capital más preciado de un reino siempre es el pueblo. Por último, expresa el deseo de que los indios sean exonerados de tan penoso trabajo obligatorio, encargando a los mineros que contraten a quienes voluntariamente quisiesen trabajar sobre la base de jornales concertados y procuren reemplazar al resto por aquella cantidad de negros africanos que necesitasen. En síntesis, era la misma solución por la que había abogado Bartolomé de Las Casas, mostrándose también como un fiel súbdito de la corona.
Ya de regreso en Buenos Aires, casado con María Guadalupe Cuenca y padre de un niño, Mariano Moreno es designado por el Cabildo como asesor de la Audiencia. En 1806 es testigo de la primera invasión inglesa, la cual marca el inicio de la crisis institucional rioplatense. No participó de la resistencia, pero en unas memorias recogidas en sus Escritos dice haber "llorado más que otro alguno cuando, a las tres de la tarde del 27 de junio de 1806, vi entrar 1560 hombres ingleses, que apoderados de mi patria se alojaron en el fuerte y demás cuarteles de esta ciudad".
Aquí, la inclusión del término "patria" no debe llamarnos a engaño: se trata de una palabra que bien podía ser una muestra de fidelidad a la corona, hasta cuyos límites podían extenderse los alcances de la designación de la patria, o bien referirse al sitio del nacimiento (como en la Odisea es el nombre que usa Homero para referirse a la Ítaca de Ulises, o Maquiavelo para hablar de Florencia). Aquella fidelidad podía convivir con la denuncia de la defección de las autoridades y las fuerzas militares locales, compensada por la heroica actuación del vecindario: "Nuestros jefes militares, por su estupidez y desidia (escribió entonces), no nos prometían más que desgracias". Asimismo, "la rapidez con que las armas británicas tomaron una ciudad tan considerable supone negligencia en el gobierno", pero en cambio "el pueblo se hallaba sumamente entusiasmado del amor al rey y a la patria, y jamás se habrá visto gente más deseosa de sellar con su sangre un público testimonio de su fidelidad".
Comienza a construirse así una convicción: el valor de la ciudad para resistir la presencia extranjera por sus propios medios.
"En tan triste situación no quedaba otra esperanza que nuestro fiel y numeroso vecindario. Esta ciudad ha fundado los títulos de muy leal y guerrera, con que se ve condecorada en repetidos y brillantes triunfos que ha conseguido sobre sus enemigos. Pocos pueblos han sufrido tantos ataques, ni los han resistido con tanta gloria; y quizá es Buenos Aires el único que con sus propios (fondos del Cabildo) ha mantenido siempre regimientos que defiendan sus fronteras".
Al ubicar este episodio dentro de otras victorias patrióticas, se ve cuál es el criterio de identidad al que Moreno define por contraposición al señalar como "enemigos" al corsario inglés Eduard Fontano, al pirata Thomas Cavendish, a los holandeses en 1628, pero también a los indios querandíes. En suma, los enemigos de Buenos Aires son los mismos que los enemigos de España, en la medida en que no duda en concebir esta parte del mundo como un fragmento del imperio español.
Con ello, Moreno resulta representativo de una creencia hasta entonces hegemónica dentro del cuerpo de letrados y funcionarios coloniales, que sostiene que la ruptura del lazo colonial es imprevisible. Incluso luego de que en 1808 se produjera la abdicación de Fernando VII en favor de José Bonaparte, el 1º de enero de 1809 Moreno participa junto con el partido español de Álzaga de la conspiración contra Liniers.
En aquel mismo año, Moreno produce un documento por el cual tenemos acceso a un conocimiento más integral de sus convicciones y posiciones políticas e intelectuales. Se trata de su célebre Representación de los labradores y hacendados, donde oficia de abogado de sectores sociales emergentes. Esa presentación forma parte de un género que circula en las colonias hispanoamericanas, a través del cual distintas corporaciones realizan demandas al monarca a través del virrey.
Un primer elemento por resaltar en este escrito (fechado sólo siete meses antes de la revolución de 1810) es que allí tampoco aparece ningún esbozo de proyecto independentista. En cambio, y como suele ocurrir en este tipo de memoriales de la época, se trata de una argumentación que combina la adhesión al monarca con protestas hacia los poderes locales. La fórmula que se acuñó al respecto y recorrió la América española fue: "¡Viva el rey, muera el mal gobierno!". De tal manera los reclamantes argumentaban que los delegados del gobierno local traicionaban o burlaban las generosas leyes dictadas por la corona. El texto de Moreno avala así la tesis hoy aceptada de que las revoluciones hispanoamericanas no fueron producto exclusivo de causas endógenas, sino que formaron parte del colapso de la monarquía española determinado por las disputas políticas y las guerras europeas.
Por lo demás, todo el documento da cuenta de la situación de emergencia planteada en las colonias a partir del vacío de poder generado por la situación de España desde la invasión francesa y el cautiverio del rey. Aduce así que, "cortada casi del todo nuestra correspondencia con la metrópoli en la última guerra, no hemos podido recibir las remesas necesarias para el consumo de la provincia", mientras los frutos y producciones del país permanecen abarrotando los depósitos al no poder exportarse. Plantea medidas destinadas a paliar los daños que dicha situación genera para el comercio rioplatense.
La demanda principal en defensa de sus representados reside en que la metrópoli acepte el libre cambio con los ingleses, dado que "hallándose agotados los fondos y recursos de la Real Hacienda por los enormes gastos que ha sufrido, en tan triste situación no se presentó otro arbitrio que el otorgamiento de un permiso a los mercaderes ingleses para que, introduciendo en esta ciudad sus negociaciones, puedan exportar los frutos del país, dando alguna actividad a nuestro decadente comercio con crecidos ingresos al erario".
El libre comercio con los ingleses es el único medio que le queda a España para impedir la entera ruina de su comercio, "pues valiéndose de buques ingleses podrá sostener un giro que en el día está cortado por falta de marina mercante que no tiene". Esta defensa librecambista implica la aceptación de la división internacional del trabajo, dentro de lineamientos que sostenían la conveniencia de asociarse con Inglaterra en tanto proveedora de productos manufacturados a cambio de bienes primarios provenientes de la actividad agropecuaria.
Moreno agrega que no debe temerse que las provincias interiores se arruinen por la competencia de las telas inglesas. Como reaseguro de tan conveniente relación, y omitiendo las invasiones recientes, sostiene que nunca estarán más seguras las Américas que cuando comercien con Inglaterra, "pues una nación sabia y comerciante detesta las conquistas". Por lo demás, "es demasiado notoria la fidelidad de los americanos", amén de que "los Ingleses mirarán siempre con respeto a los vencedores del 5 de julio, y los españoles no se olvidarán que nuestros hospitales militares no quedaron cubiertos de mercaderes, sino de hombres del país que defendieron la tierra en que habían nacido, derramando su sangre por una dominación que aman y veneran".
Aquí se percibe que la demanda estrictamente corporativa exhibe la tensión entre españoles europeos y españoles americanos, dado que sus representados se ubican entre estos últimos (son hacendados y una fracción de comerciantes no ligados al tráfico monopólico español). De todos modos, esta demanda se mantiene dentro de los límites estrictos de pertenencia al imperio español, y por ello Moreno afirma que "debieran cubrirse de ignominia los que creen que abrir el comercio a los ingleses en estas circunstancias es un mal para la nación y para la provincia".
Además, en este párrafo está muy claramente expresada la posición de Moreno: la nación es la totalidad del imperio español, del cual el Río de la Plata es una provincia. Pero dentro de esta aceptación del pacto colonial, la Representación de los labradores y hacendados desarrolla una prolongada argumentación que demanda la igualdad de los territorios americanos con las provincias europeas.
"Desde que la pérfida ambición de la Francia causó en España violentas convulsiones terminadas a sacudir el yugo opresor que la degradaba, uno de los rasgos más justos, más magnánimos, más políticos fue la declaración de que las Américas no eran una colonia o factoría como las de otras naciones; que ellas formaban una parte esencial e integrante de la monarquía española; y en consecuencia de este nuevo ser, como también en justa correspondencia de la heroica lealtad y patriotismo que habían acreditado a la España en los críticos apuros que la rodeaban, se llamaron estos dominios a tener parte en la representación nacional dándoseles voz y voto en el gobierno del reino".
Como consecuencia de todo ello, se arriba a la conclusión deseada: es preciso que gocen de "un comercio igual al de los demás pueblos que forman la monarquía española que integramos".
La extensión de estas citas se justifica porque en ellas está claramente contenido el núcleo de la demanda de Moreno y el lugar en que coloca al Río de la Plata dentro del imperio y la política españoles. Además, estos reclamos están engarzados con categorías que nos interesan en tanto ilustran su ideario político. Vayamos por partes. Ellos nos van a conducir a senderos que se bifurcan ante preguntas como: ¿qué tipo de orden político imagina Moreno? ¿Sobre qué valores y motivos se funda dicho orden?
La Representación… nos ofrece una pista. En ella predomina una ética de la virtud, visible por ejemplo cuando lamenta que "si las riquezas no usurpasen lastimosamente el rango debido a la virtud, no se atreverían los comerciantes a contradecir un plan a que deberá su restauración la agricultura". Dos nociones nos interesan aquí: "riqueza" versus "virtud". Se esboza una ética de la virtud y otra vinculada con el interés. Acerca de esta última volveremos en la parte de la lección 3 dedicada a Alberdi. Ahora me abocaré a ilustrar la comprensión del concepto de "virtud" para entender la idea republicana. En mi ayuda usaré la excelente síntesis de Roberto Gargarella, "El republicanismo y la filosofía política contemporánea".
El ideario republicano es un ideal de la antigüedad clásica (Tucídices, Cicerón, Séneca), reactivado y reformulado en el Renacimiento (Maquiavelo) y prolongado en la modernidad (Montesquieu). En dicho ideario se coloca como valor central el ejercicio de la virtud, que podría definirse como la cualidad que conduce a ceder una parte de la energía y del interés personales para ponerlos al servicio del bien público, de la cosa pública, de la res publica. A su vez, este privilegiamiento de la vida cívica se fusiona con la defensa de la libertad frente a la tiranía o el despotismo. Dicho esto, volvamos a los Escritos de Moreno:
"Jamás una república será bien ordenada mientras sus miembros no hagan comunes todos aquellos trabajos que son necesarios para la conservación y subsistencia del Estado, y si ellos se hacen sordos a tan indispensable deber, incumbe a las supremas potestades que los gobiernan compelerlos al puntual desempeño de aquella sagrada obligación".
Esta referencia a "lo común", a la comunidad, es altamente significativa. Aquí se habla de "miembros" (o sea, de partes de un cuerpo) que tienen que mancomunarse para mantener el estado, y esto pesa como una obligación tan esencial que es calificada de "sagrada". En Moreno predomina una idea comunalista, holista (holos, todo) por sobre una idea individualista, atomista; la buena sociedad es más un cuerpo, un colectivo, que una sumatoria de individuos. ¿Cuál es el cemento que une esas porciones? La virtud. De aquí surge coherentemente un ideal de sujeto republicano, un ideal de ciudadano que una cita del historiador inglés Pocock nos ofrece como valioso recurso:
"(Para los republicanos) la comunidad debe representar una perfecta unión de todos los ciudadanos y todos los valores dado que, si fuera menos que eso, una parte gobernaría en el nombre del resto, (consagrando así) el despotismo y la corrupción de sus propios valores. El ciudadano debe ser un ciudadano perfecto dado que, si fuera menos que eso, impediría que la comunidad alcanzase la perfección y tentaría a sus conciudadanos hacia la injusticia y la corrupción. La negligencia de uno solo de tales ciudadanos, así, reduce las chances de todo el resto, de alcanzar y mantener la virtud, dado que la virtud (aparece) ahora politizada; consiste en un ejercicio compartido donde cada uno gobierna y es gobernado por los demás".
Esta concepción no hará sino profundizarse en los textos de Moreno posteriores a mayo de 1810. Pero para no confundir los contextos ni cometer anacronismos, permítanme desarrollar un punto más, siempre dentro de la Representación… me refiero al tramo en que Mariano Moreno se presenta como un súbdito crítico de algunos aspectos del orden colonial, pero un súbdito de la corona al fin.
Este punto resulta un reingreso indirecto al tema del republicanismo. Concretamente, en la Representación… se retoma una perspectiva que, desde la fisiocracia, ha moralizado positivamente a la agricultura y, por el contrario, ha colocado al comercio (y por ende al comerciante) en una zona de reprobación moral. Leemos así que el agricultor "acostumbrado a que la tierra le rinda en proporción a la constancia y orden con que la cultiva, se hace por precisión justo y severo, y aborrece la arbitrariedad y el desorden. No así los comerciantes: estudiando sin cesar los medios de hacerse con dinero, y teniendo siempre a la vista sus intereses particulares, se habitúan a sufrirlo todo y a presenciar tranquilamente la opresión y tiranía del mundo entero, (en la medida en que) sus intereses se aumenten o no padezcan".
Como verán, se establece en esta cita una contraposición entre la virtud del agricultor y el egoísmo del comerciante, contraposición propicia para avalar la defensa de sus representados y colocarlos dentro de una moral republicana, puesto que ellos son "aquellas personas que la naturaleza misma enseñó a ser virtuosas y rectas", cuyos deseos (y aquí emerge una entonación rousseauniana) "son puros y sencillos como sus corazones", y a quienes "no los agita el sórdido interés de una especulación envuelta en crímenes, sino el justo anhelo de hacer útil y estimable el fruto de la tierra en que nacieron y que hicieron fecunda con sus sudores".
He aquí entonces una muestra del modo en que la lectura de un texto puede ilustrarnos sobre aspectos que no son el centro de sus afirmaciones, pero que iluminan en este caso una moral republicana que Moreno no hará sino extremar después de mayo. El republicanismo, junto con el privilegiamiento de la vida cívica, exaltará otros valores como la simplicidad, la frugalidad, la laboriosidad y el compromiso con lo público. Tendremos ocasión de ver el cultivo de estos valores en acción en escritos posteriores.
Antes de dejar por el momento el tema del republicanismo, quiero adelantar que dentro de esta categoría conviven al menos dos tipos de republicanismo. Habrá así un republicanismo aristocrático, si el gobierno está en manos de pocos (que puede deslizarse hacia el autoritarismo jacobino), o un republicanismo democrático, si el gobierno está en manos de todos los ciudadanos. Volveremos sobre estos aspectos.
Para cerrar esta primera parte del recorrido por las ideas de Moreno, quiero remarcar (a riesgo de ser redundante) que es evidente que el núcleo de la demanda de la Representación de los labradores y hacendados no va más allá del reclamo de una perfecta igualdad "entre pueblos que integran esencialmente un solo rey no", esto es, la igualación de los derechos del mundo hispanoamericano con el español europeo. Queda claro que no existe en ella una vocación rupturista, sino que se trata de un reclamo de beneficios corporativos, sin que esto implique alterar en forma sustantiva el lazo colonial. Se pretenden así ciertas flexibilidades bajo la nítida precaución de que "no tratamos de una absoluta proscripción del sistema prohibitivo, sino que, en la imposibilidad de continuarlo a que está reducida nuestra metrópoli, solicitamos provisoriamente un remedio". Pero no hay ningún pronunciamiento que apunte a una deslegitimación discursiva de la figura del monarca español, ni se incluye un proyecto independentista en el Río de la Plata.
Sin embargo, he aquí que quien ha desarrollado estas demandas en defensa de algunas corporaciones económicas sin rebasar en absoluto los límites del orden colonial (aunque sí planteando diferencias y tensiones en su interior), y que ha estado pocos meses antes de parte del jefe del partido español Martín de Álzaga, a partir de mayo de 1810 se encuentra con que en Buenos Aires se ha producido una revolución. Y digo "se ha producido" para acentuar el hecho de que las causas externas son determinantes de los acontecimientos políticos en el Río de la Plata y en toda Hispanoamérica.
En efecto, la revolución de mayo de 1810 se desenvuelve en el marco de la crisis del imperio español, rezagado con respecto a un mundo hegemonizado progresivamente por Inglaterra. Aquella crisis había estado jalonada por los siguientes acontecimientos: la derrota española de Trafalgar en 1805; las invasiones inglesas de 1806 y 1807; los episodios de Bayona con la designación de José Bonaparte como rey de España y el surgimiento de las juntas de España ante la vacancia del poder real debido al cautiverio de Fernando VII; la disolución en el Río de la Plata, en 1809, de los cuerpos militares peninsulares y la consolidación en el mismo terreno de la hegemonía de los criollos; la caída en 1810 de la Junta de Sevilla y el avance de las tropas napoleónicas. Todos estos hechos se superponen con la creciente presión británica, las tendencias de los criollos a una mayor participación política, la agudización de tensiones específicamente rioplatenses y la penetración de las ideas ilustradas en círculos de la elite.
Estos conflictos en el interior de la colonia aparecen representados en los Escritos de Moreno, en la distinción que allí se establece entre los españoles europeos y los españoles nacidos en América (los llamados "criollos"), pero (a diferencia de otros procesos revolucionarios) no se perfila aquí un sujeto socio-político dotado de una ideología anticolonialista. De allí que, cuando unos meses después llegan al Plata las noticias de la disolución de la Junta Central, y al precipitarse los acontecimientos que desembocan en la instauración de la Primera Junta, resulta iluminadora la afirmación de José Luis Romero acerca de que el dilema planteado a los actores de esos sucesos consistió en elegir entre una independencia riesgosa y una autoridad inexistente, así como el juicio de Halperín Donghi en el sentido de que los criollos debieron preguntarse cómo sobrevivir a unos cambios que ya no podían cancelarse.
Los acontecimientos europeos movilizaron la vida política en la ciudad de Buenos Aires y tuvieron su primer epicentro en el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810. A éste fue convocada la "gente decente", por la que, según Corbellini, debía entenderse "toda persona blanca que se presente vestida de frac o levita". De los más de 400 convocados, asistieron aproximadamente 250 vecinos, y para su resolución fue fundamental la participación de los regimientos militares que venían configurándose desde las invasiones inglesas, de allí el poder de Cornelio Saavedra, jefe del regimiento de Patricios.
La Primera Junta finalmente designada juró el 25 mayo, y a partir de estas jornadas Moreno surgió como su dinámico secretario de Guerra y Gobierno. Entre mayo y diciembre, con un ritmo febril, produjo un conjunto de artículos que nos permiten analizar el derrotero de sus ideas y formularle algunas preguntas básicas. Esos textos pueden encuadrarse dentro del movimiento descripto por François Furet al decir que la revolución francesa "no es sólo el 'salto' de una sociedad a otra; es también el conjunto de modalidades por las que una sociedad civil, súbitamente abierta por la crisis del poder, libera todas las palabras de las que es portadora".
Y del conjunto de esas palabras, también nos resultan centrales aquellas que desatan "una competencia de discursos por la apropiación de la legitimidad".
Este último término nos plantea nuevamente la necesidad de algunos esclarecimientos conceptuales, de modo que podemos ordenar la lectura de esos escritos mediante un recorrido que parte de la idea de "revolución", pasa por la de "legitimidad" y se dirige hacia la idea de "libertad" para confrontarnos con el pensamiento liberal y concluir con la referencia ineludible al pensamiento de Jean-Jacques Rousseau y a la categoría de "nación". Veamos.
En el primer aspecto, al iniciarse lo que llamamos la revolución de mayo, nadie dice que lo que está ocurriendo es efectivamente una revolución. Incluso la Primera Junta ha jurado "conservar íntegra esta parte de América a nuestro augusto soberano el señor don Fernando VII y sus legítimos sucesores y guardar puntualmente las leyes del reino". Sin embargo, en los Escritos de Moreno es visible una problematización cada vez más radicalizada en torno de la cuestión de la legitimidad; problematización que en varios momentos se abre a una interpretación rupturista (esto es, revolucionaria) del pacto colonial.
Ingresando en este aspecto de nuestra lección, es claro que, como todo concepto, la idea de "revolución" tiene su historia o, mejor dicho, sus historias. Si la revolución norteamericana de 1776 adoptó naturalmente la versión inglesa, en Hispanoamérica se instaló con mayor fuerza la idea acuñada en el espectacular laboratorio político de la revolución francesa. A diferencia de las revoluciones inglesa y norteamericana, la francesa acuñó la convicción de que la revolución nace de un vacío, ya que no tiene bases en el pasado, con el que se rompe, ni con la religión, por su carácter laico. Y si decimos que ésta no es la concepción que acompañó a la revolución inglesa de 1688 ni a la norteamericana de 1776 es porque éstas se pensaron a sí mismas como una suerte de restauración, de recuperación de una tradición virtuosa que había sido deformada o traicionada y a la que era preciso retornar. En cambio, la revolución francesa no podía legitimarse o fundarse ni en las costumbres de una tradición venerable ni en el criterio de la trascendencia divina.
A partir de 1789, esto es, en el laboratorio político e ideológico de la revolución francesa, este término comienza a identificarse con un cambio súbito y absoluto, que implica una negación de la tradición, es decir, una negación de la historia, hacer tabla rasa de la historia. De ahí que la idea de "revolución" incluya la noción de creación ex nihilo: una creación a partir de la nada. Se ha señalado al respecto una cita del Comité de Salvación Pública en el período jacobino de la revolución francesa:
"La transición de una nación oprimida hacia la democracia es como el esfuerzo mediante el cual la naturaleza surge de la nada. Hay que rehacer enteramente a un pueblo si queremos hacerlo libre, destruir sus prejuicios, alterar sus costumbres, limitar sus necesidades, erradicar sus vicios y purificar sus deseos".
Una cita de un artículo titulado "Poesía, mito, revolución", del escritor mexicano Octavio Paz, nos sirve para seguir avalando esta idea. Dice lo siguiente:
"La revolución es la vuelta al tiempo del origen, antes de la injusticia. En suma: la revolución es un acto eminentemente histórico y, no obstante, es un acto negador de la historia. El tiempo nuevo que instaura es una restauración del tiempo original".
Vale la pena recordar, al respecto, que una de las medidas de los revolucionarios franceses consistió en reformar el ordenamiento mismo del tiempo al modificar el calendario e imponer efectivamente un año cero de la historia y una nueva nomenclatura de los meses (brumario, pluvioso, vendimiario, nievoso, etcétera).
Éste resultaría el modo de encarar la reflexión acerca del proceso revolucionario argentino, tal como nos muestra la posterior visión de Sarmiento, en cuyos Recuerdos de provincia leemos:
"Norteamérica se separaba de la Inglaterra sin renegar la historia de sus libertades; de sus jurados, sus parlamentos y sus letras. Nosotros, al día siguiente de la revolución, debíamos volver los ojos a todas partes buscando con qué llenar el vacío que debían dejar la Inquisición destruida, el poder absoluto vencido".
Rescatemos de esta última frase la palabra "vacío" (que reencontraremos en las referencias de Sarmiento y Alberdi a la realidad argentina), porque esta palabra bien podría aplicarse al modo en que los revolucionarios franceses conciben su propia revolución. De allí que la revolución francesa (y algo parecido podría pensarse para esta parte del mundo) no pueda asentar su criterio de legitimidad en elementos que estén más allá de sí misma. Por todo ello, a las revoluciones así concebidas se les plantea el extraordinario desafío, típicamente moderno, de legitimarse en sí mismas.
Luego de este breve periplo, podemos proseguir diciendo que la elección de una junta de gobierno el 25 de mayo de 1810 inaugura en el Río de la Plata el interrogante por la fundamentación o legitimación del nuevo régimen de poder. ¿Qué significa esto y por qué es importante la legitimidad en el ordenamiento y aun en la subsistencia de las sociedades?
Con esta pregunta tocamos un problema crucial de la teoría y la práctica políticas, ya que la legitimidad remite al atributo del poder político que garantiza la obediencia de los gobernados. Cuestión exacerbada en nuestro caso porque la autoridad que ha quedado vacante en el Río de la Plata pertenecía a un orden de legitimidad de Antiguo Régimen (una monarquía fundada en el derecho divino) y la que alborea aparece abierta a las revoluciones y a los criterios políticos modernos que circulan en Inglaterra, Estados Unidos y Francia.
Precisamente la modernidad imaginaría nuevos criterios de legitimidad sobre una base inmanente o terrenal ("natural", se decía en la época, como opuesto a "sobrenatural"). Para ello, la teoría política apeló a la construcción de argumentaciones y mitos científicos acerca del origen del orden social. Esto resultaba imprescindible porque la sociedad y a no era concebida como un dato natural sino como un artificio, como una construcción, dado que el hombre y a no era el zoón politikón aristotélico (el animal que vive en la polis, el animal político o social), sino un ente presocial y prepolítico, alguien que es un ser humano antes de ingresar en el estado civil o de sociedad. Éste es el sujeto a partir del cual fueron pensadas las teorías contractualistas de Hobbes, Locke y Rousseau.
Para argumentar estas posiciones, la teoría moderna articuló dos concepciones: el jusnaturalismo y el contractualismo. Ya hemos hablado sobre la primera. En cuanto a la concepción contractualista, parte de una hipótesis según la cual los seres humanos, nacidos como individuos presociales, debido a diferentes circunstancias deciden asociarse, es decir, vivir en sociedad, constituir la sociedad. Por tanto, la sociedad moderna es concebida como autorreferencial, se refiere a sí misma, se funda a sí misma, se autoinstituye. Y como el acto fundacional es un acuerdo público de los habitantes de la polis, entonces la política desplaza a la religión en tanto "cemento" de la sociedad, y progresivamente el fundamento divino dejará lugar al principio de la soberanía popular.
Cuando esta concepción se traduce exitosamente a las luchas políticas podemos decir que se está en presencia de una revolución, ya que se ha mudado la sede del poder supremo, es decir, de la soberanía, que ha pasado del rey por derecho divino a un nuevo sujeto: el pueblo soberano.
De manera que, entre mayo y diciembre de 1810, al debatirse la cuestión de la legitimidad del nuevo gobierno, Mariano Moreno participa de un problema que ha recorrido parte del mundo occidental y que preocupa ahora al mundo hispánico. Ya cuando en España comienzan a aparecer las juntas que se arrogan la capacidad de cubrir el vacío político ante el cautiverio del rey, una fundamentación recurre a la tradición populista de origen medieval teorizada en el siglo XVI por el jesuita Francisco Suárez (1548-1617). Según ésta, el poder divino no se implanta directamente sobre el monarca sino sobre el pueblo, el cual a su vez lo transfiere al rey. Se trata de una concepción distinta del absolutismo extremo, en donde el poder de la divinidad es otorgado directamente al monarca absoluto, con lo cual su mandato es ilimitado. En cambio, en la versión suarista, la línea de derivación del poder (Dios-pueblo-rey) posibilita que, ante la violación del pacto por parte del monarca o ante su desaparición sin legítimo sucesor, el pueblo recupere los poderes enajenados en el monarca. Es lo que se conocerá como teoría de la "retroversión de poderes". El razonamiento, como verán, es claro.
En el caso de Moreno (sin ingresar por indecidible en la hipótesis conocida como "la máscara de Fernando VII", por la cual su invocación era un artilugio fingido para ganar tiempo), vemos que aún en diciembre de 1810 (o sea, poco antes de perder su cargo y luego su vida), el secretario de la Primera Junta escribe: "el rey es amado y respetado, y nos unen a su sagrada persona iguales vínculos a los que forman la fidelidad y vasallaje de los pueblos de España". Se observa asimismo que para legitimar la nueva situación sigue recurriendo a la concepción de la "retroversión de poderes": "La autoridad de los pueblos en la presente causa se deriva de la reasunción del poder supremo, que por el cautiverio del rey ha retrovertido al origen de que el monarca lo derivaba". A partir de allí, le basta por momentos con proclamar y reclamar la igualdad entre las colonias americanas y las provincias españolas. Así aparece desarrollada la cuestión en sus "Reflexiones sobre una proclama publicada en la corte del Brasil por el marqués de Casa Irujo", de julio y agosto de 1810, en la cual recuerda que "vuestros representantes dijeron que los pueblos de América eran parte integrante de la nación, y que gozaban los mismos derechos, los mismos privilegios que los pueblos de España".
Pero en otros documentos, como el titulado "Sobre el congreso convocado y constitución del Estado", apela a una argumentación más radical, en la que reconoce que el pacto de sujeción al rey impera en España.
"Los pueblos de España consérvense enhorabuena dependientes del rey preso, esperando su libertad y regreso. Ellos establecieron la monarquía, y envuelto el príncipe actual en la línea que por expreso pacto de la nación española debía reinar sobre ella, tiene derecho a reclamar la observancia del contrato social en el momento de quedar expedito para cumplir por sí mismo la parte que le compete.
(En cambio) la América en ningún caso puede considerarse sujeta a aquella obligación: ella no ha concurrido a la celebración del pacto social de que derivan los monarcas españoles los únicos títulos de la legitimidad de su imperio. La fuerza y la violencia son la única base de la conquista que agregó estas regiones al trono español; conquista que en trescientos años no ha podido borrar de la memoria de los hombres las atrocidades y horrores con que fue ejecutada… Ahora, pues, la fuerza no induce derecho, ni puede nacer de ella una legítima obligación que nos impida resistirla, apenas podamos hacerla impunemente; pues, como dice Juan Jacobo Rousseau, una vez que recupera el pueblo su libertad, por el mínimo derecho que hubo para despojarle de ella, o tiene razón para recobrarla o no la había para quitársela" (Mariano Moreno, "Sobre el congreso convocado y constitución del Estado"; en Escritos, prólogo y edición crítica de Ricardo Levene).
En ese texto se percibe con toda claridad la radicalización de la postura de Moreno, así como el hecho de que la fuente de su argumentación y de su radicalización se encuentra en Rousseau, a quien hay que remitirse en tanto presencia fundamental en esta perspectiva contractualista. Al editar el Contrato social de Rousseau para su difusión, Moreno lo justificó diciendo que con ello reimprimía uno de "aquellos libros de política que se han mirado siempre como el catecismo de los pueblos libres". Gracias a él, "los pueblos aprendieron a buscar en el pacto social la raíz y único origen de la obediencia".
Llegados a este punto, podemos preguntarnos si las argumentaciones de Moreno resultan congruentes con la teoría contractualista, es decir, si pertenecen a un ámbito de ideas, a una suerte de diccionario o lengua moderna o si bien se vinculan a una lengua premoderna. Para desplegar este análisis debemos introducir una especificación sobre la idea de pacto, porque en la teoría política se habla de dos tipos de pacto: un pacto de sujeción y un pacto de asociación. Lo que hemos encontrado hasta aquí en los escritos de Moreno es la utilización de la noción de "pacto de sujeción", aquel por el cual los súbditos rinden obediencia o sumisión al soberano en tanto éste realice un buen gobierno. De allí que en caso de incumplimiento los súbditos tengan derecho a la rebelión. Dicho esto, tenemos que recordar que este tipo de pacto se encuentra ya reconocido en el derecho medieval.
En cambio, lo estricta y específicamente moderno es el llamado "pacto de asociación", por el cual los individuos deciden libremente conformar o construir una sociedad; es decir, deciden vivir juntos. Se afirma así el carácter construido o artificial (no natural) de la sociedad. En este sentido, este tipo de pacto se aparta de la tradición aristotélica del animal político o social y también de las argumentaciones teológicas que fundan la sociedad en un mandato divino (en la Biblia, Dios no le pregunta a Adán si quiere tener una compañera para fundar el primer vínculo social; simplemente se la impone por considerar que "no es bueno que el hombre esté solo").
Concluiremos entonces en que el pacto de sumisión instaura un poder político que escinde una sociedad ya existente entre gobernantes y gobernados (y por ello puede encontrarse en doctrinas premodernas), mientras el pacto de asociación se opone a la visión aristotélico-tomista de la sociedad como un hecho natural, sostiene la definición del hombre como un individuo presocial y prepolítico y concibe a la sociedad como un artificio autoinstituido por los seres humanos.
En este aspecto, el contractualismo se vincula con el liberalismo y con el jusnaturalismo, puesto que aquí los seres humanos son individuos anteriores a la sociedad y nacen portadores de ciertas potencias o derechos. Entre estos derechos naturales se encuentra básicamente la libertad, de donde se deriva la palabra "liberalismo". Es decir, para éste la libertad es un atributo del individuo, en tanto que en la tradición clásica son los organismos sociales (la polis, la civis) los dadores de libertad y aun de humanidad a cada uno de sus miembros. Por eso Sócrates elige la cicuta al exilio, porque prefiere morir como un hombre y no vivir deshumanizado, fuera de la polis.
Por cierto, y es hora de que lo diga aun cuando volveré sobre ello, la modernidad ha introducido otra creación de vastísimas consecuencias: la invención del individuo. Hasta entonces, los seres humanos habían sido concebidos fundamentalmente como seres que formaban parte de una totalidad mayor (la polis, la ciudad-estado, la comunidad, el gremio, el reino). Por un proceso que ya en el siglo XIX se ha desplegado considerablemente, para entonces cada ser humano es considerado un sujeto independiente y autónomo lanzado a su autorrealización. Independiente porque ya no depende de factores ajenos a él, y autónomo porque tiene potencias y derechos propios e inalienables. Por eso, según la representación de la sociedad como una sumatoria de individuos, la pregunta inevitable es por qué estos individuos libres y autónomos deciden formar sociedad, por qué viven juntos y no cada quien por su lado. La respuesta ya nos resulta conocida: viven juntos por un acto de voluntad que consiste en pactar la convivencia con los demás.
Todo esto lo he dicho para que se entienda por qué es imposible que en un texto premoderno aparezca la idea del pacto de asociación. Por ende, si en algún momento encontramos afirmaciones de Moreno que refieran a la idea de la existencia de un pacto social, podríamos afirmar que estamos en presencia de un rasgo de modernidad en su pensamiento.
Pero una cosa es la doctrina y otra el modo como las personas concretas la enuncian. De hecho, no resulta sencillo determinar en sus Escritos a cuál de aquellas tradiciones responde, porque en muchos pasajes pacto de asociación y de sujeción aparecen confundidos. Por ejemplo, en el prólogo a El contrato social, libro que hace traducir y repartir en las escuelas, escribe:
"Los tiranos habían procurado prevenir diestramente este golpe atribuyendo un origen divino a su autoridad; pero la impetuosa elocuencia de Rousseau, la profundidad de sus discursos, la naturalidad de sus demostraciones disiparon aquellos prestigios; y los pueblos aprendieron a buscar en el pacto social la raíz y único origen de la obediencia".
Aquí se refiere a un pacto de obediencia o sujeción y no de asociación. Existe empero un pasaje fundamental, aparecido en la Gaceta del 2 de noviembre de 1810, en el que diferencia entre el pacto de sujeción (entre el rey y los súbditos) y el de asociación (entre las personas), y nos dice que este último era anterior al de sujeción. Pero todavía resulta ambiguo en cuanto a si esos "pueblos" que "ya lo eran" tuvieron su origen en un pacto libre y voluntario (moderno) o si fueron constituidos, según la visión premoderna, por voluntad divina o por naturaleza.
"La disolución de la Junta Central (que si no fue legítima en su origen, revistió al fin el carácter de soberanía por el posterior consentimiento, que prestó la América, aunque sin libertad ni examen) restituyó a los pueblos la plenitud de sus poderes, que nadie sino ellos mismos podía ejercer, desde que el cautiverio del rey dejó acéfalo el reino, y sueltos los vínculos que lo constituían centro y cabeza del cuerpo social. En esta dispersión no sólo cada pueblo reasumió la autoridad que de consuno habían conferido al monarca, sino que cada hombre debió considerarse en el estado anterior al pacto social de que derivan las obligaciones que ligan al rey con sus vasallos. No pretendo con esto reducir los individuos de la monarquía a la vida errante que precedió la formación de las sociedades. Los vínculos que unen el pueblo al rey son distintos de los que unen a los hombres entre sí mismos: un pueblo es pueblo antes de darse a un rey; y de aquí es que, aunque las relaciones sociales entre los pueblos y el rey quedasen disueltas o suspensas por el cautiverio de nuestro monarca, los vínculos que unen a un hombre con otro en sociedad quedaron subsistentes, porque no dependen de los primeros; y los pueblos no debieron tratar de formarse pueblos, pues ya lo eran; sino de elegir una cabeza que los rigiese, o regirse a sí mismos según las diversas formas con que puede constituirse íntegramente el cuerpo moral" (Mariano Moreno; Escritos, prólogo y edición crítica de Ricardo Levene).
En otro artículo del mismo período, la referencia es más terminante. Allí Moreno escribe: "La usurpación de un caudillo, la adquisición de un conquistador… han formado esos grandes imperios en quienes nunca obró el pacto social"; y aquí viene la frase importante: "…y en que la fuerza y la dominación han subrogado esas convenciones de que deben los pueblos derivar su nacimiento y constitución". Aquí se refuerza sin lugar a dudas la idea de que el origen mismo de un pueblo, su nacimiento, proviene de un pacto.
No obstante, el carácter ambiguo y vacilante de estas afirmaciones subsiste, en parte por el uso de los términos "pueblo" y "los pueblos", que en su universo de discurso significan algo distinto de lo que entiende el contractualismo moderno cuando piensa al pueblo como una sumatoria de individuos, donde el término por subrayar es "individuos". Ocurre que cabe dudar, y así se ha hecho en la literatura histórica reciente, de que en Hispanoamérica existiera el concepto mismo de "individuo" como aquel sujeto construido y definido por la modernidad. Esto nos lleva, y no por complicar inútilmente las cosas sino por necesidad interpretativa, a una nueva precisión conceptual: qué entendemos por el término "individuo".
Los historiadores nos enseñaron que a partir de la última etapa de la Edad Media europea se produce un fenómeno de individuación; esto es, que los sujetos humanos comienzan a ser considerados como individuos, y el individuo, como un sujeto autónomo, transparente a sí mismo desde su conciencia y dueño de sus decisiones y sus prácticas, es decir, libre. Si alguien está interesado en observar un momento culminante de este proceso en el ámbito filosófico, puede recurrir con provecho a la lectura del Discurso del método, publicado por René Descartes en 1637. Aquí, bástenos con decir que desde entonces los sujetos ya no se definen por su pertenencia a un orden colectivo (una comunidad, un pueblo, un gremio, etc.) sino por sí mismos. El individuo es el sujeto que se sustenta a sí mismo.
Al mismo tiempo, con el surgimiento de la modernidad, las sociedades serán consideradas una colección de individuos.
Por todo esto, no deben asombrarnos las vacilaciones y ambigüedades al respecto del discurso de Moreno, alguien que habitaba un mundo material y simbólico que desde tres siglos atrás formaba parte de un orden propio del Antiguo Régimen monárquico, en el cual el proceso de individuación, de configuración de una cultura individualista tardó más que en países como Inglaterra y en las colonias norteamericanas, así como en regiones donde se impuso la reforma luterana sobre la Iglesia católica (el cristianismo reformado por Lutero y Calvino contiene una apelación al individuo creyente más que al colectivo reunido en una Iglesia, en una comunidad a la que se pertenece como miembro de un cuerpo o corporación).
Ahora bien, ¿por qué puede interesarnos esta noción de "individuo" para comprender la historia del Río de la Plata de Mariano Moreno? Precisamente, la historiografía de los últimos años ha remarcado que la presencia o ausencia de esta categoría de "individuo" es una llave que abre o cierra la existencia de un proceso de modernización socio-cultural en el contexto hispanoamericano de aquellos años. Se ha argumentado que en los documentos coloniales aparece una y otra vez la noción de "pueblos", noción incongruente con la de individuo. Se ha concluido así que, en general, la realidad hispanoamericana se hallaba más cerca de una cultura holística, corporativa, comunalista, que de una individualista y moderna.
Sobre la base de estas advertencias (sin duda demasiado genéricas), acerquémonos nuevamente a los escritos de Moreno guiados por esta preocupación concreta. Rápidamente nos daremos cuenta de que la interpretación de esos escritos requiere la introducción de otros conocimientos, concepciones y creencias de aquella época, donde el par individuo-comunidad resulta insuficiente para comprender el modo en que se concebía la realidad hispanoamericana.
Esto es así porque dicha mirada está tallada por dos tradiciones diferentes: para decirlo rápidamente, la anglosajona y la proveniente del legado de Rousseau. Ambas sostienen que, para que emerja y se constituya la figura del ciudadano, se requiere no sólo de individuos autónomos sino también iguales. Autónomos e iguales para que no dependan de otros seres humanos y para que tengan la misma cuota de derechos. Por consiguiente, un orden legítimo será el que proteja la realización plena de valores o derechos definidos como naturales: en principio, el valor del cual el liberalismo extrae su nombre; obviamente, la libertad. Pero es justamente aquí donde entenderíamos mal este proceso político-cultural si no comprendiéramos que bajo el mismo término "libertad" se albergan dos significados diversos, los cuales promueven culturas políticas diferentes.
Para que el abordaje de esta cuestión resulte más rico, permítanme un acercamiento genérico al tema. En este plano, de lo que se está hablando es del origen del orden político y social. La pregunta crucial sería: ¿por qué hay orden (cuando lo hay, naturalmente) en los colectivos humanos? También podemos preguntarnos ¿por qué obedecemos?
Las respuestas posibles, lógica e históricamente, son pocas. O el orden deriva de un poder exterior trascendente (Dios, la naturaleza), o de la coerción o la fuerza, o bien del consenso. Entonces, nuestra obediencia proviene de una fuerza divina o natural, o de la violencia que se ejerce sobre nosotros, o de un acuerdo colectivo. Es sabido que los modernos de los siglos XVII y XVIII optaron por la tercera respuesta; para fundamentar su posición desarrollaron la teoría llamada "contractualismo".
Como su nombre lo indica, aquí el lazo social, el que instituye sociedad, es pensado de modo revolucionario como un vínculo artificial, no natural. La sociedad es una construcción, una invención, puesto que antes del contrato lo que existían eran esos entes autónomos y aislados que llamamos "individuos".
Cabe entonces una nueva pregunta: ¿por qué los humanos deciden vivir juntos, constituir sociedad? Ya sea para salir de un estado presocial o de un estado de naturaleza considerado invivible porque es el ámbito de "la guerra de todos contra todos", como señalaba Hobbes, ya sea para la recomposición de un estado de naturaleza virtuoso que por causas exógenas ha sido desquiciado por la civilización, tal como pensaba Rousseau, o bien para la mejor protección de derechos individuales que son naturales e inalienables, según lo concebía Locke.
Volvamos ahora a Mariano Moreno y al Río de la Plata. De todo lo dicho, en este momento debemos recuperar la existencia de dos tipos de contractualismo. Ya que, como escribió Merquior en Liberalismo viejo y nuevo:
"…el consentimiento puede variar sobre dos ejes. Primero, el consentimiento puede ser dado en forma individual o corporativa. Segundo, el consentimiento a un gobierno puede ser otorgado de una vez por todas o de manera periódica y condicional".
De tal modo, la originalidad de Hobbes y Locke consistió en dar importancia al consentimiento del individuo. La innovación de Locke, en su Segundo tratado sobre el gobierno, publicado en 1689, fue concebir el consentimiento como periódico y condicional. Aquí "los derechos personales provienen de la naturaleza, como dones de Dios, y están lejos de disolverse en el pacto social".
Así, el contractualismo de Locke constituyó la apoteosis del derecho natural en el sentido individualista moderno. En cambio, en los contratos sociales ideados por Hobbes y por Rousseau, los individuos enajenaban completamente su poder a un rey o a una asamblea.
Recordemos ahora que el contractualismo más penetrante e influyente en Hispanoamérica (a diferencia del mundo anglosajón) fue el de Rousseau, y que fue en él en quien Moreno se inspiró expresamente. De ahí que frente al contractualismo individualista de Locke tengamos un contractualismo holístico, comunitarista o corporativo. Esto se traduce en que, como dijo Ernst Cassirer, en la vertiente de Rousseau "no es el individuo, sino la volonté générale, la que tiene determinados derechos fundamentales". No es la sociedad (en tanto sumatoria de individuos) sino la comunidad (como unidad, como pueblo-uno) la que es depositaria y a la que pueden atribuirse los derechos naturales y, por ende, la libertad. No hace falta ningún comentario adicional. En El contrato social, Rousseau escribió: "El pacto social otorga al cuerpo político un poder absoluto sobre todos sus miembros".
También puede decirse que en Rousseau hay un predominio de lo cívico (que viene de civis, ciudad, esto es, lo público, la res publica, la república) y se encuentra asimismo una afirmación de la legitimidad fundada en la soberanía popular. En cambio, en el liberalismo de raíz inglesa hay un predominio de la libertad individual y prevenciones ante el despotismo de la mayoría. El primero pone así el acento en la igualdad y el segundo en la libertad, los dos principios que animarán con sus tensiones todo el pensamiento político del liberalismo de ahí en más.
Ya a principios del siglo XIX, el francés Benjamin Constant señaló la diferencia entre lo que llamó "la libertad de los antiguos" y "la libertad de los modernos": mientras la primera es una "libertad para", la de los modernos es una "libertad de". La libertad de los modernos es restrictiva o negativa, pretende "liberarse de": del estado, de la sociedad, de la opinión de los demás, etcétera. Es la libertad la que pone vallas para preservar la única libertad en la que el liberalismo clásico de los siglos XVII y XVIII, a la John Locke, cree: la libertad privada del individuo, en la medida en que para esta corriente la libertad es un atributo que sólo puede predicarse del individuo. Y como no puede haber nada por sobre la libertad del individuo, combatirá todo aquello que la limite, llámese estado, pueblo, clase, mayoría, masas o nación.
En cambio, la libertad de los antiguos implica que el individuo es libre si y sólo si participa de los asuntos de la comunidad, en la cosa pública, y de tal modo confluye con el legado republicano y el humanismo cívico. Una es la libertad civil y la otra la libertad política, porque se relaciona con la polis, con la ciudad, con la nación, con el estado. Son las marcas de esta concepción, vía Rousseau y su concepto de la voluntad general, lo que hallaremos en los textos de Mariano Moreno.
A diferencia del contrato de raigambre anglosajona, este contrato implica "la alienación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad", tornando de este modo dicha unión "lo más perfecta posible". Justamente Benjamin Constant ve en esta concepción la semilla del despotismo jacobino de la revolución francesa. En ésta, la comunidad aparece como superior a los individuos y a sus derechos, y de este modo introduce la posibilidad del despotismo de la mayoría y la dirección hacia la monocracia. De allí la idea de la voluntad general, que pone "a cada miembro como parte indivisible del todo", configurando un cuerpo en el sentido fuerte de la palabra, es decir, "un yo común" (ese yo que más tarde Hegel diría que en rigor es un nosotros), una persona pública que Rousseau decide llamar república, con lo cual funda la democracia y un republicanismo que se diferencia del clásico. Si Cicerón podía pensar en una república que fuera aristocrática, en Rousseau esa república se identifica con la democracia al colocar la igualdad como valor insustituible.
Teniendo en cuenta todo esto, sinteticemos para volver al eje general de nuestra exposición. En el Antiguo Régimen, los seres humanos se definían por su pertenencia a un grupo, a una corporación o incluso a una familia, lo cual los hace formar parte de determinado linaje (de ahí la importancia de los apellidos en estas sociedades para establecer la ubicación social de las personas). Allí la sociedad es un cuerpo compuesto por grupos diferentes y jerarquizados, con distintas atribuciones de derechos, en tanto que en la sociedad moderna estamos ante una asociación de sujetos libres e iguales.
Justamente, el imperio español ha sido concebido como un conjunto de pueblos, término que arrastra referencias organicistas y corporativas, en la medida en que estos pueblos no están compuestos por la sumatoria de los individuos, sea sencillamente porque el individuo no existe dado que los sujetos no son libres ni iguales, sea porque en ellos el colectivo prima sobre los derechos individuales. De hecho, quienes reasumían los derechos ante la ausencia del rey Fernando VII eran precisamente "los pueblos".
Este rasgo es muy importante puesto que diseña una configuración imaginaria y real que ha marcado la cultura política hispanoamericana (y la cultura sin más) con una fuerte impronta organicista. Es decir, que pervive entre nosotros un privilegiamiento de los cuerpos orgánicos, colectivos, sobre los individuos; figuras colectivas que pueden ser la familia, la corporación, el pueblo, la nación, etcétera. Aun la tradición liberal hispanoamericana se ha inclinado a una lectura más rousseauniana, más populista, totalizadora y organicista que hacia una lectura como la que impera en Inglaterra o en los Estados Unidos de América. Esto tiene consecuencias sobre la constitución del modo como los sujetos se observan a sí mismos y a la sociedad, así como al modo en que organizan sus prácticas sociales y políticas.
Tengamos en cuenta además que el uso del término "pueblos" en Hispanoamérica refiere a reinos, provincias o ciudades, y serán estos pueblos los que, conservando su soberanía, compondrán el conglomerado de la nación. Claro que aquí "nación" significa "nación natural", un concepto de origen jusnaturalista medieval que indica el lugar del nacimiento como una entidad originaria y autosuficiente, y por ende, diferente de la liberal, que asocia nación con estado.
Así, el propio Moreno escribe:
"…ya en otra gaceta, discurriendo sobre la instalación de las Juntas de España, manifesté que, disueltos los vínculos que ligaban los pueblos con el monarca, cada provincia era dueña de sí misma, por cuanto el pacto social no establecía relación entre ellas directamente, sino entre el rey y los pueblos".
En la América española, precisamente, los pueblos están compuestos no por ciudadanos sino por vecinos, noción que incluye estatus desiguales y desigualdad de derechos. El vecino (como recalcó Guerra) posee un estatuto particular, diferenciado (fueros), por ende implica la desigualdad entre las personas, dentro de una concepción corporativa o comunitaria de lo social. En otros términos, no es un individuo componente de una colectividad abstracta (pueblo, nación), sino un "hombre concreto, territorializado, enraizado" en una sociedad o pueblo concreto y perteneciente a una corporación de tipo económico, eclesiástico, profesional, etcétera. En cambio, el ciudadano moderno es el componente individual de una comunidad abstracta (la nación, el pueblo), portador de derechos civiles (propiedad, libertad, seguridad) y de derechos políticos que lo definen como ciudadano.
No debemos perder de vista el carácter político de los discursos de Moreno, los cuales (más allá de la coherencia teórica) buscan remarcar que el pacto de sujeción había caducado por vacancia y ausencia de sucesión legítima, y de allí en más argumentar que la conquista (española) no legitimaba el derecho de dominación. En consecuencia, sostenían que la revolución de mayo mudaba radicalmente el asiento de la soberanía, y la trasladaba del cuerpo del rey al cuerpo del pueblo, de la soberanía del rey a la soberanía popular. Con lo cual es posible concluir que se hallaba en vías de legitimar la idea de una revolución política, en la medida en que ésta implica justamente una gigantesca traslación del criterio de la soberanía.
Dentro de este operativo legitimador, los Escritos de Mariano Moreno apelarán al término "nación". Pero hagamos un alto para remarcar que aquí es preciso moverse con cuidado para no incurrir en anacronismos, es decir, para no atribuirles a los actores del pasado conceptos o ideas que no formaban parte de su universo mental.
En principio, hay que someter a escrutinio, a observación crítica, el concepto de "nación", puesto que la noción moderna de nación incluye la noción de "estado". Dicho de otro modo, en la modernidad la nación es el estado-nación. Por eso, resulta complicado sostener que Moreno pudiera imaginar algo así en esos meses de 1810 en que la forma estatal anterior estaba en crisis y aún no se vislumbraba otro estado nacional que la sustituyera. En verdad, un estado con alcance realmente nacional sólo se constituye plenamente en 1880. Por tanto, podemos ver en sus textos que lo que forma parte del imaginario morenista bajo el término "nación" es una figura de pertenencia identitaria, encuadrada por instancias jurídico-institucionales, a las que Moreno les atribuirá determinadas cualidades según un modelo republicano.
En segundo término, a esa forma identitaria no puede atribuírsele el gentilicio "argentino". Antes de 1810, Moreno ha utilizado la categoría "nación" agrupando al conjunto de los pueblos españoles, tanto europeos como americanos, tanto a la metrópoli como a las colonias de España. También luego de la destitución del rey de España, la constitución de Cádiz de 1812 expresará en su artículo 1° que "la nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios".
Si bien a partir de mayo esta idea se torna más borrosa en los escritos de Moreno, es seguro en ellos que "nación" no puede significar de ninguna manera "nación argentina", así como "argentinos" tampoco se usa con el significado que posee actualmente. Esto por la sencilla razón de que no existe tal nación y porque, además, aunque el nombre "argentinos" efectivamente existe desde el poema La Argentina de del Barco Centenera, publicado en 1602, en la época de la revolución de mayo y más adelante el término sólo designa a los habitantes de Buenos Aires. De modo que, siguiendo a Ángel Rosenblat, entendemos que "argentino" designa a los habitantes (no a los nativos) criollos y españoles de Buenos Aires y su región, con exclusión de las castas (mestizos, mulatos, etcétera). O sea que es un término que comienza siendo local y después se extiende para designar al conjunto de los habitantes de aquello que se definirá como República Argentina a lo largo de un proceso que llevará varias décadas.
Ahora bien: ¿cuál es entonces la construcción imaginaria, la figura de nación, patria o país que podemos desentrañar en los Escritos de Moreno? ¿Con qué predicados, cualidades y contenidos llena esta forma? Esto también podría preguntarse de esta manera: ¿cuál es el tipo de nacionalismo o de patriotismo que profesa Moreno, con qué rasgos identifica lo que imagina como esa entidad a la que pertenece y en la que se está desarrollando una revolución?
Para comenzar, vemos que, en lo que se refiere al plano territorial, sus alcances se revelan en la convocatoria a la Junta Grande y en los destinos adonde se comunican las decisiones de la Junta y se envían los ejércitos para combatir a las fuerzas españolas o provinciales opuestas a ellas. Naturalmente, éstas dibujan el mismo espacio de pertenencia de la colonia; esto es, el de los límites del Virreinato del Río de la Plata: las intendencias de Buenos Aires, de Salta del Tucumán, Córdoba del Tucumán, La Paz, Cochabamba, Potosí, Charcas y Paraguay, y las provincias de Moxos, Chiquitos, Montevideo y Misiones, es decir, la mayor parte de lo que hoy es Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Dicho sea de paso, esto habría de generar un mito de larga duración, que identificaría a la Argentina (que no existía) con esa extensión, elaborando entre nosotros una versión irredentista, o sea, la de un territorio propio ilegítimamente expropiado.
Esta situación, dentro de un territorio mal comunicado y con fuertes tendencias localistas que prontamente habrían de manifestarse, ofrecía débiles elementos para avalar un "nacionalismo territorial", es decir, la identificación de un espacio patrio de pertenencia con un espacio geográfico definido. En todo caso, desde percepciones como la de Moreno, ese imaginario territorial tenía un núcleo nítido de referencia en la ciudad de Buenos Aires y, a lo sumo, en su hinterland bonaerense, que establecía una relación de subordinación sobre las provincias del hasta entonces virreinato. Esta visión se expresa claramente en las notas de Moreno escritas con motivo de la "desobediencia" de Montevideo: "¿Qué sería del orden público (escribió en la Gaceta) si los pueblos subalternos pudiesen resolver por sí mismos la división de aquellas capitales que el soberano ha establecido como centro de todas sus relaciones?".
¿Qué quiere decir entonces Moreno cuando habla de "nación"? En principio, sabemos que el término es realmente antiguo, sólo que antes de los tiempos modernos tanto "nación" como "patria" indicaron el lugar de nacimiento y/o de residencia. Así es Ítaca para Ulises en la Odisea, como Florencia lo es para Maquiavelo. Se trata de un término de la tradición antigua y medieval cargado de fuerza sentimental y moral, que luego se trasladará y resignificará en la modernidad. Entonces, la nación terminó resultando una entidad identitaria y de pertenencia, una estructura político-institucional que remite al estado en tanto monopolio de la fuerza legítima (según la definición de Max Weber) y un principio de legitimación y soberanía.
Vista en términos abstractos, la nación posee una componente material (territorio, mercado, instituciones) y otra (que es la que nos interesa) simbólica. A esta última podríamos llamarla "la ideología del estado-nación" o "nacionalismo", entendiendo por ella la concepción que considera a la nación como un sujeto histórico soberano. Pero además, y esto es fundamental, la idea de nación ocupó en la modernidad la función legitimadora que había quedado vacante por la caída de los fundamentos teológicos del orden político.
Es notable de qué manera este movimiento de secularización del poder político se vio paradójicamente acompañado por la sacralización de los símbolos nacionales, tal como se operó de modo ejemplar en él y a calificado como laboratorio político de la revolución francesa, replicado también en nuestras tierras a partir de 1810. Se comprueba así una evidente transferencia del vocabulario religioso al profano. Al respecto, Rosenblat verificó que después de 1810 se produjo ese mismo fenómeno. Señaló así algunas expresiones pronunciadas durante este proceso, tales como "templo de la libertad", "altares de la patria", "la santa causa de América", "el objeto sagrado de la revolución", "panteón de los mártires", "mártires de la patria", y algunas tan conocidas como la que en el himno nacional habla de "el grito sagrado".
En los Escritos verificamos que Mariano Moreno implementa la idea de "nación" como apoyatura de la nueva legitimidad, para lo cual comienza a hablar de ella como una estructura autónoma y subsistente con independencia del monarca español. Es fundamental leer con atención lo que escribe en septiembre:
"Fernando VII tenía un reino, pero no podía gobernarlo; la monarquía española tenía un rey, pero no podía ser gobernada por él; y en este conflicto la nación debía recurrir a sí misma para gobernarse, defenderse, salvarse y recuperar a su monarca".
Es preciso subrayar que este uso de la nación en tanto estructura que remite a sí misma (y ya no al rey) es una innovación radical que instaura a la nación como un nuevo sujeto político, y que demanda y activa el patriotismo como pasión apuntada a la defensa de la revolución.
Por otra parte, volviendo al plano simbólico, hemos visto que el eventual imaginario de una nación estuvo asociado primero a una demanda de igualdad jurídica de los pueblos de América con los de España, de lo cual debía derivarse una demanda de igualdad de representación con España. Luego, como mostró Noemí Goldman, como toda construcción identitaria, esta insinuada definición de una identidad colectiva nacional se realizó en contraposición con un otro, con un ellos opuesto a un nosotros, donde el ellos progresivamente abarca a los españoles europeos y el nosotros a los españoles americanos o criollos. Así, Moreno cree llegado el momento de recordar que el español europeo que llegaba a América "era noble desde su ingreso, rico a los pocos años de residencia, dueño de los empleos, y con todo el ascendiente que da sobre los que obedecen la prepotencia de hombres que mandan lejos de sus hogares". Y aún les gritan con desprecio a los americanos: "Alejaos de nosotros, resistimos vuestra igualdad, nos degradaríamos con ella, pues la naturaleza os ha criado para vegetar en la obscuridad y abatimiento". Y ante quienes terminan siendo calificados como "enemigos de la felicidad pública", Moreno apela a un valor central de su universo axiológico: "el sagrado dogma de la igualdad".
Aquí y a hemos ingresado, pues, en la adjudicación de cualidades y valores a aquel espacio virtual nacional o de pertenencia. En adelante nos serviremos de una selección de citas de Moreno para mostrar estos posicionamientos decisivos en el curso de su fugaz e intensa gestión de gobierno. Así, en una nota del 25 de octubre de 1810, sostiene que el mérito y las virtudes deben valer más que el linaje, para "que un hombre desconocido pero con virtudes y talentos no sea jamás preferido por otro en quien el lustre de su casa no sirve sino para hacer más chocante la deformidad de sus vicios". Está enunciando el principio del igualitarismo, que será uno de los pilares sobre los que asentar el proyecto y definir un espacio de pertenencia moral de virtudes. Una de sus expresiones extremas (porque en ellas incorpora a la población nativa) se halla en la orden de la Junta que Moreno leyó el 8 de junio 1810:
"En lo sucesivo no debe haber diferencia entre el militar español y el militar indio; ambos son iguales y siempre debieron serlo, porque desde los principios del descubrimiento de estas Américas quisieron los reyes Católicos que sus habitantes gozasen de los mismos privilegios que los vasallos de Castilla".
El igualitarismo podrá adoptar una impronta de corte romántico-populista sin duda heredada de Rousseau, donde el núcleo de esa patria se encuentra de manera cabal entre los simples: "el buen salvaje", los humildes, los campesinos.
"Causa ternura el patriotismo con que se esfuerza el pueblo para socorrer al erario en los gastos precisos para la expedición de las provincias interiores. Las clases medianas, los más pobres de la sociedad son los primeros que se apresuran a porfía a consagrar a la patria una parte de su escasa fortuna: empezarán los ricos las erogaciones propias de su caudal y de su celo; pero aunque un comerciante rico excite la admiración por la gruesa cantidad de su donativo, no podrá disputar ya al pobre el mérito recomendable de la prontitud en sus ofertas. (Y no solamente los habitantes de los pueblos han acreditado así su patriotismo), sino también los moradores de nuestras campañas, que con ofrecimientos sencillos y puros, como sus corazones, descubren la ternura y el reconocimiento más respetuoso cuando hablan de la Junta y de sus providencias" (Mariano Moreno; Escritos, prólogo y edición crítica de Ricardo Levene).
Esta valoración del mundo de los simples, de matriz cristiano-populista, va acompañada, como tantas veces ocurre, de una posición elitista, o sea, de una prospectiva según la cual la dirección política de una sociedad corresponde a una minoría, en este caso autolegitimada en la posesión de ciertas virtudes, que son en definitiva las virtudes republicanas. Una celebración de éstas, fusionada con el valor de la igualdad, es lo que resplandece en el célebre decreto de supresión de honores vinculado a un episodio en el cual Saavedra se vio involucrado. Allí un Moreno cada vez más perdidoso en la lucha interna de la Junta escribió frases luego repetidas hasta en los actos escolares. Se dispone, asimismo, que en las diversiones públicas de toros, ópera, comedia, etc., no tendrá la Junta ningún privilegio: "los individuos de ella que quieran concurrir comprarán lugar como cualquier ciudadano". El artículo de la Gaceta del 25 de octubre prescribe, además:
"…que en todas partes el funcionario tema la censura pública, y el empleado encuentre en la opinión del pueblo el único garante de su sueldo… que el gobernador sea infatigable en promover el bien de su pueblo, el ciudadano siempre dispuesto a sacrificar (a) la patria sus bienes y su persona".
En los momentos más tensos de la lucha interna con Saavedra, en el célebre decreto de supresión de honores, Moreno apela nuevamente al temple republicano: "No se podrá brindar sino por la patria, por sus derechos, por la gloria de nuestras armas y por objetos generales concernientes a la pública felicidad". De modo más radical aún: "Desde este día queda concluido todo el ceremonial de iglesia con las autoridades civiles: éstas no concurren al templo a recibir inciensos, sino a tributarlos al Ser Supremo". En esta última frase se observa la radicalización de su discurso, apelando para ello nuevamente a Rousseau y a la tradición de la revolución francesa, que había sustituido el dios cristiano por el culto al ser supremo, propio de una religiosidad racionalista y desapegada del ritual católico y de sus mediaciones eclesiásticas.
En suma, a modo de conclusión, podemos considerar que, cuando Moreno dice "nación", está diciendo "república"; es decir, que piensa la forma nación a través de la lente de un conjunto de atributos y valores que no son otros que los valores republicanos. De esta manera resulta feliz el aserto de José Carlos Chiaramonte al decir que en el pensamiento de Moreno la república precedió a la nación, así como el señalamiento de Halperín Donghi en el sentido de que el patriotismo, en tanto primacía de lo público sobre lo privado, será "el centro moral del nuevo sistema".
Es cierto sin embargo que las versiones más radicalizadas del pensamiento moderno mal podían en este sentido formar parte del entorno político-cultural de Mariano Moreno. Esto se revela con claridad cuando dispone justamente la traducción de El contrato social, su distribución en las escuelas y su lectura en los púlpitos de las iglesias, puesto que al hacerlo considera esta obra como uno de los "catecismos de los pueblos libres", pero excluye el último capítulo (el referido a la religión) puesto que, según dice el mismo Moreno, en estos aspectos el autor habría delirado…
Hay que admitir además que, en general, aun en versiones fuertemente secularizadas del pensamiento de la Ilustración, la religión forma parte de una instancia necesaria para garantizar la sociabilidad y la gobernabilidad, así fuere por considerarla imprescindible entre los sectores populares. En un documento inédito de Moreno llamado "Religión" leemos:
"La religión es la base de las costumbres públicas, el consuelo de los infelices y, para servirnos de la brillante expresión de Homero, la cadena de oro que suspende la tierra del trono de la divinidad. La religión es necesaria a los pueblos y a los jefes de las naciones. Ningún imperio existió jamás sin ella. Es necesaria para el pueblo, a quien los filósofos no pueden comunicar sino falsas luces, errores y vicios. Se necesita para el Estado, pues ella es el primer resorte de las leyes políticas y civiles, y la piedra angular del edificio social. La religión es el suplemento de las leyes; ella toma a los hombres donde aquéllas los dejan, ella los hiere donde aquéllas no pueden y a tocarlos en las tinieblas de la noche, en el secreto de los hogares, en el santuario de los pensamientos, en la impunidad que proporcionan el poder y la autoridad, siendo de este modo el más seguro garante del orden público. Sin religión, la libertad degenera en licencia; el poder, en despotismo; se obedece a las leyes por temor. Éste hace esclavos, y la religión forma ciudadanos".
Se trata de un discurso que sigue buscando en la religión lazos sociales y políticos, y también criterios de hegemonía y obediencia. Y es que existe una distancia entre la minoría dirigente y el pueblo, distancia que define el elitismo y, en este caso, al elitismo republicano. En un artículo de junio de 1810 referido a la libertad de escribir está presente ese rasgo, que no abandona el desarrollo de la representación política en la relación entre gobernantes y gobernados, y que compartirán las elites argentinas hasta principios del siglo XX: una concepción elitista y tutelar de la sociedad. Elitista en la medida en que hay una minoría de la sociedad encargada de dirigir y en que esta dirección implica una tutela, una especie de tutoría sobre el pueblo, sobre la mayoría, sobre las masas, sobre la plebe, hasta tanto ese pueblo esté en condiciones de hacerse cargo autónomamente de su propio gobierno.
Precisamente el jacobinismo (del cual sus enemigos acusarán a Moreno), nacido con la revolución francesa y encabezado por Robespierre, ha sido definido como un igualitarismo republicano autoritario, o como el encuentro de la filosofía de las Luces con una situación de guerra; dos rasgos que pueden localizarse en los escritos de Moreno y que se radicalizan en forma progresiva a medida que la confrontación interna y con los españoles alcanza mayores niveles de crispación y violencia. Rasgos que encontrarán sus límites en la propia constelación ideológica de Moreno, que no son sino los de su entorno cultural.
Esta radicalización en las ideas se correspondía sin duda con actitudes y decisiones que los representantes metropolitanos no dejaron de percibir como efectivamente revolucionarias y que, por ende, merecían una respuesta igualmente radical. Moreno y los suyos, por su parte, tenían muy fresca la condena del general Goyeneche a los sublevados de La Paz el 29 de enero de 1810, que fue conocida en marzo en Buenos Aires. En ella se los consideraba "reos de alta traición, infames, aleves y subversores del orden público, y en su consecuencia les condeno en la pena ordinaria de horca, a la que serán conducidos arrastrados a la cola de una bestia de albarda y suspendidos por mano de verdugo, hasta que naturalmente hayan perdido la vida… Después de las seis horas de su ejecución se les cortarán las cabezas a Murillo y Jaén y se colocarán en sus respectivos escarpios… para que sirvan de satisfacción a la majestad ofendida, a la vindicta pública del reino y de escarmiento a su memoria".
En efecto, es suficiente repasar los acontecimientos de esos meses para evaluar el peso formidable de las resistencias levantadas ante la constitución de la Junta. Se sucedieron así la conspiración de Córdoba, la rebelión de Montevideo, el movimiento separatista del Paraguay y la oposición desatada en el Alto Perú.
Las circulares y artículos de Moreno demuestran el pasaje a decisiones cada vez más radicales. Al respecto, no es necesario apelar al llamado "Plan de operaciones" (cuya dudosa autoría sigue siendo objeto de polémicas historiográficas), ya que con los escritos auténticos disponibles basta para observar este desplazamiento. Así, en una nota del 15 de octubre se percibe el deslizamiento de la guerra contra las autoridades españolas a la guerra contra el residente español, y el 3 de diciembre una circular redactada por Moreno dispone la exclusión de los cargos públicos del español europeo.
Entre las instrucciones reservadas de la Junta de mayo, con explícitas órdenes de aplicación del terror, pueden citarse entre otras la correspondiente a los conspiradores de Córdoba, entre los que se contaban Liniers y el obispo Orellana.
Ante la rebelión, se dice, "sólo el terror del suplicio puede servir de escarmiento a sus cómplices", y dada la presencia del obispo se advierte a los clérigos abstenerse de participar "en las turbulencias y sediciones de los malvados", debiendo saber que "el carácter sagrado del delincuente no hará más que aumentar lo espectable del escarmiento". Orden ésta que cuando no fue acatada desencadenó una apelación de Moreno a Castelli con una indicación de tenor claramente jacobino: "Vaya, pues, doctor, usted que, como los revolucionarios franceses, ha dicho alguna vez que, cuando lo exige la salvación de la patria, debe sacrificarse sin reparo hasta el ser más querido". Con la excepción del obispo, el 26 de agosto se cumplieron las ejecuciones en Cabeza de Tigre.
Igualmente, en las instrucciones dadas a Belgrano para su expedición al Paraguay se le indicaba que todo europeo que se encontrara armado "deberá ser arcabuceado, bien se tome en función de guerra o de cualquier otro modo" y que "vuestra excelencia ejecutará puntualmente esta providencia, debiendo estar entendido que la Junta no deja lugar a la compasión o sensibilidad, sino que lo constituye en ciego ejecutor de esta medida, de cuyo puntual cumplimiento le pedirá la patria estrecha cuenta".
Las instrucciones dadas a Castelli para la campaña en el Alto Perú ahondan el uso del terror: condenan a muerte sin proceso previo al presidente Nieto, al gobernador Sanz, al obispo de La Paz, al general Goyeneche y a Córdoba, entre otros. Enrique Ruiz Guiñazú recuerda que en ellas Moreno incluye prisión, destierro y persecución de su ex protector Terrazas, y determina que "en la primera victoria que logre, dejará que los soldados hagan estragos en los vencidos para infundir el terror en los enemigos".
Esta política despertó resistencias entre los propios criollos. Caído Moreno, en una carta dirigida a Chiclana, Cornelio Saavedra se felicitaba de que "el sistema robespierriano que se quería adoptar en ésta, la imitación de la revolución francesa que intentaba tener por modelo, gracias a Dios que han desaparecido".
Hacia el final de esos meses cruciales y vertiginosos, derrotado en la lucha interna, el 18 de diciembre de 1810 Moreno presentó su renuncia, aceptó una misión diplomática y murió en alta mar el 4 de enero de 1811.
En torno a su figura y sus escritos he tratado de ofrecer un fragmento relevante de ese período fundacional de la Argentina moderna. En especial, he intentado exponer algunas ideas y categorías con las que desde el interior de la elite político-intelectual se representaron los acontecimientos vividos. Para ello fue necesario introducir nociones provenientes del mundo occidental en el que el Río de la Plata se hallaba inserto.

Oscar Terán
Historia de las ideas en la Argentina (1810 – 1980)
Siglo Veintiuno Editores, 2008

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