La figura de
Mariano Moreno está indisolublemente ligada a la de la revolución de mayo, al
punto de encarnar la imagen de ruptura exaltada que evoca (desde 1789) la idea
misma de "revolución". Por eso, analizar detalladamente sus escritos,
seguir su trayectoria, develar el particular entrelazamiento que aparece en sus
textos de categorías tradicionales y modernas resultan operaciones
indispensables para comprender mejor cómo ese acontecimiento deviene un acto fundacional
de la Argentina moderna.
Ahora, detengámonos
un momento en el título de esta lección. ¿Por qué? Porque cuando hablemos de la
revolución de mayo pondremos el acento en el desafío político-intelectual que
significó para sus contemporáneos explicarla, darle sentido y legitimarla; es
decir, pensarla.
Esto es así por
varios motivos. Uno, porque todo cambio histórico presenta ese desafío. Otro
tiene que ver con el carácter mismo de esta revolución ocurrida en tierras de
Hispanoamérica. Ese carácter contiene un rasgo altamente significativo: se trató
de una revolución que nació sin teoría, esto es, de un acontecimiento que se desencadenó
en el Río de la Plata sin que existieran sujetos políticos o sociales que lo programaran
y ejecutaran. Pero cuando esta revolución efectivamente ocurrió, fue necesario
legitimarla. En el centro de este emprendimiento encontraremos los escritos de
Mariano Moreno, que serán el eje de esta lección.
Vayamos por partes.
En principio, sabemos que la ciudad de Buenos Aires fue el epicentro de los
acontecimientos revolucionarios de mayo de 1810. Ahora bien: ¿qué fue entonces
la ciudad de Buenos Aires? Históricamente, había sido una ciudad marginal
dentro del mundo colonial hispanoamericano, cuyo valor para la corona reposaba
en ser un resguardo militar ante la amenaza inglesa o portuguesa y una puerta
de salida de la plata altoperuana. De allí que, en términos de población, la primacía
correspondiera a las ciudades ubicadas en la ruta de la plata, desde Córdoba hasta
Salta y Jujuy. Esta condición comenzó a revertirse a partir de la creación del
Virreinato del Río de la Plata.
Al alborear el
siglo XIX, Buenos Aires ya era una ciudad burocrático-comercial, con una
población de unos 40.000 habitantes, equivalente a una ciudad andaluza de segundo
orden. Para tener parámetros comparativos, consideren que en esa misma época
Londres tenía cerca de un millón de habitantes, París la mitad de esa cifra, Madrid,
160.000, Cádiz 70.000 y Múnich 40.000; en América, México contaba con 140.000
habitantes y Nueva York con 60.000.
En términos
sociales, una tercera parte del total de los habitantes de Buenos Aires estaba
compuesta por esclavos negros. Estamos así en presencia de una sociedad ajustada
a los parámetros de estratificación del mundo colonial, es decir, una sociedad
de castas, donde los blancos o casi blancos ocupan la cúspide del poder, y en
la cual además se está produciendo una diferenciación entre los españoles europeos
y los nacidos en América (llamados criollos), que ya Félix de Azara había registrado
a fines del siglo XVIII en sus Viajes por la América Meridional. Allí verifica:
"…la aversión
decidida que los criollos o hijos de españoles nacidos en América tienen por
los europeos y por el gobierno español. Esta aversión es tal que yo la he visto
con frecuencia reinar entre los hijos y el padre, y entre el marido y la mujer
cuando los unos eran europeos y los otros americanos".
Este dato es
relevante, puesto que habla de una fisura que no hará sino ampliarse de ahí en
más, aunque esa fisura, por sí sola, no alcanza para explicar la ruptura
revolucionaria.
En 1778, en esa
Buenos Aires, nació Mariano Moreno, hijo de padre español y madre criolla,
quien a partir de mayo de 1810 ocupará ese escenario de manera fugaz aunque
relevante. De allí que el seguimiento de su curva intelectual y política resulte
ilustrativo para comprender algunos aspectos de la configuración político-cultural
del momento de la elite letrada.
En cuanto a su
instrucción formal, sabemos que a los doce años Moreno ingresó en el Real
Colegio de San Carlos, fundado por Juan José Vértiz en 1783, el cual se hallaba
organizado con las cátedras de latín, filosofía, teología y moral. Al término
de estos estudios y a la edad de dieciocho años, Moreno partió hacia
Chuquisaca, Alto Perú, entonces el centro minero más importante de América del
Sur, y lo hizo en búsqueda de un título, que era una de las vías de
incorporación a los círculos dirigentes. Allí cursó teología para dedicarse al
sacerdocio, pero finalmente se inclinó hacia el derecho y se graduó de abogado.
En esa época tuvo acceso a los escritos de la Ilustración francesa en la
biblioteca del clérigo Matías Terrazas, hecho comprensible si se recuerda que
en el mundo colonial los sacerdotes constituían el núcleo de la cultura letrada.
En 1802 (el mismo
año en que se gradúa de abogado) produce su primer texto significativo:
Disertación jurídica sobre el servicio personal de los indios. Se trata de una
defensa de los naturales de América que evoca los discursos del dominico fray Bartolomé
de Las Casas (1484-1566) en la Nueva España, y donde Moreno acusa la codicia de
los europeos y deplora que algunos letrados eclesiásticos hayan legitimado el
derecho a esclavizar a los americanos basándose en la supuesta naturaleza
servil de los habitantes de las Indias, esto mediante algunas extravagancias
teóricas extraídas de Aristóteles. Si cuestionar a Aristóteles no era algo
inusual en la elite letrada tanto española y europea como americana (ya que la
penetración de algunos tópicos ilustrados había abierto esa posibilidad, sin
desbordar los marcos de la dogmática católica y la adhesión al régimen
monárquico), tal vez resulte más significativa la afirmación de la "nativa
libertad" de los indios, ya que con esa afirmación introducía el criterio básico
del jusnaturalismo.
Aquí tenemos que
detenernos brevemente, puesto que mencionamos una concepción sin cuya
comprensión no podríamos entender buena parte del pensamiento de la independencia.
De modo que por "jusnaturalismo" entendemos una concepción desarrollada
por la filosofía estoica en la antigüedad (como en el siglo I a.C. lo expresó
Cicerón en De republica), que seguirá presente en la Edad Media y será
retomada, siempre con variaciones, en los tiempos modernos. Su significado
remite a la existencia de derechos naturales de los cuales serían propietarios
innatos los seres humanos. De tal modo, los derechos naturales son concebidos
como anteriores al estado y a la sociedad.
En el texto de
Mariano Moreno se afirma que la libertad forma parte en tanto nativa de esos
derechos dados, presentes ya desde el nacimiento, y que por ende llamamos
"naturales". Me adelanto a enunciar (aunque todavía no quede claro
todo el alcance de esta advertencia) que esto último no debe hacernos concluir erróneamente
que con ello Moreno se inscribe dentro de una corriente liberal moderna. En
efecto, esto sólo sucede cuando se cruza o se encuentra la idea del jusnaturalismo
con la noción de "individuo", como veremos con detenimiento más
adelante.
Por otro lado,
comprobamos la permanencia de Moreno en el pensamiento político tradicional
cuando, en la continuación del mismo escrito, alaba a la monarquía española y
reconoce la legitimidad del poder del rey, basada en su capacidad de garantizar
el bien común.
"Más ha de
tres siglos que las armas españolas, auxiliando al Evangelio para introducirlo
en esta región, la conquistaron. En todo este tiempo no han perdido de vista
nuestros católicos monarcas la situación de los indios, manifestándose
clementísimos padres de ellos. ¿Cuántas leyes no se han publicado para su
beneficio? ¿Cuántas providencias para civilizarlos?… ¿Qué de privilegios para
favorecerlos? De éstos ninguno ha sido más interesante a los indios, ni más celosamente
mirado por nuestros príncipes que el de la conservación y guarda de su entera
nativa libertad".
La reprobación
recaerá entonces no sobre el soberano sino sobre sus delegados en tierras
americanas, encargados de ejecutar aquellas justas leyes pero que sin embargo
las han distorsionado hasta el punto de imponer a los indios "algunos
servicios (como el régimen de encomiendas) que sólo pudieron ser propios de
unos verdaderos esclavos".
En suma, Moreno no
se opone a la explotación de las minas ni desconoce el valor de las riquezas
que producen, pero apela a la doctrina cristiana (San Ambrosio, Graciano) para
recordar que el capital más preciado de un reino siempre es el pueblo. Por
último, expresa el deseo de que los indios sean exonerados de tan penoso trabajo
obligatorio, encargando a los mineros que contraten a quienes voluntariamente
quisiesen trabajar sobre la base de jornales concertados y procuren reemplazar
al resto por aquella cantidad de negros africanos que necesitasen. En síntesis,
era la misma solución por la que había abogado Bartolomé de Las Casas, mostrándose
también como un fiel súbdito de la corona.
Ya de regreso en
Buenos Aires, casado con María Guadalupe Cuenca y padre de un niño, Mariano
Moreno es designado por el Cabildo como asesor de la Audiencia. En 1806 es
testigo de la primera invasión inglesa, la cual marca el inicio de la crisis institucional
rioplatense. No participó de la resistencia, pero en unas memorias recogidas en
sus Escritos dice haber "llorado más que otro alguno cuando, a las tres de
la tarde del 27 de junio de 1806, vi entrar 1560 hombres ingleses, que
apoderados de mi patria se alojaron en el fuerte y demás cuarteles de esta
ciudad".
Aquí, la inclusión
del término "patria" no debe llamarnos a engaño: se trata de una palabra
que bien podía ser una muestra de fidelidad a la corona, hasta cuyos límites podían
extenderse los alcances de la designación de la patria, o bien referirse al
sitio del nacimiento (como en la Odisea es el nombre que usa Homero para
referirse a la Ítaca de Ulises, o Maquiavelo para hablar de Florencia). Aquella
fidelidad podía convivir con la denuncia de la defección de las autoridades y
las fuerzas militares locales, compensada por la heroica actuación del
vecindario: "Nuestros jefes militares, por su estupidez y desidia
(escribió entonces), no nos prometían más que desgracias". Asimismo,
"la rapidez con que las armas británicas tomaron una ciudad tan
considerable supone negligencia en el gobierno", pero en cambio "el
pueblo se hallaba sumamente entusiasmado del amor al rey y a la patria, y jamás
se habrá visto gente más deseosa de sellar con su sangre un público testimonio
de su fidelidad".
Comienza a
construirse así una convicción: el valor de la ciudad para resistir la presencia
extranjera por sus propios medios.
"En tan triste
situación no quedaba otra esperanza que nuestro fiel y numeroso vecindario.
Esta ciudad ha fundado los títulos de muy leal y guerrera, con que se ve
condecorada en repetidos y brillantes triunfos que ha conseguido sobre sus
enemigos. Pocos pueblos han sufrido tantos ataques, ni los han resistido con
tanta gloria; y quizá es Buenos Aires el único que con sus propios (fondos del
Cabildo) ha mantenido siempre regimientos que defiendan sus fronteras".
Al ubicar este
episodio dentro de otras victorias patrióticas, se ve cuál es el criterio de identidad
al que Moreno define por contraposición al señalar como "enemigos" al
corsario inglés Eduard Fontano, al pirata Thomas Cavendish, a los holandeses en
1628, pero también a los indios querandíes. En suma, los enemigos de Buenos
Aires son los mismos que los enemigos de España, en la medida en que no duda en
concebir esta parte del mundo como un fragmento del imperio español.
Con ello, Moreno
resulta representativo de una creencia hasta entonces hegemónica dentro del
cuerpo de letrados y funcionarios coloniales, que sostiene que la ruptura del
lazo colonial es imprevisible. Incluso luego de que en 1808 se produjera la
abdicación de Fernando VII en favor de José Bonaparte, el 1º de enero de 1809 Moreno
participa junto con el partido español de Álzaga de la conspiración contra Liniers.
En aquel mismo año,
Moreno produce un documento por el cual tenemos acceso a un conocimiento más
integral de sus convicciones y posiciones políticas e intelectuales. Se trata
de su célebre Representación de los labradores y hacendados, donde oficia de
abogado de sectores sociales emergentes. Esa presentación forma parte de un
género que circula en las colonias hispanoamericanas, a través del cual distintas
corporaciones realizan demandas al monarca a través del virrey.
Un primer elemento
por resaltar en este escrito (fechado sólo siete meses antes de la revolución
de 1810) es que allí tampoco aparece ningún esbozo de proyecto independentista.
En cambio, y como suele ocurrir en este tipo de memoriales de la época, se
trata de una argumentación que combina la adhesión al monarca con protestas
hacia los poderes locales. La fórmula que se acuñó al respecto y recorrió la América
española fue: "¡Viva el rey, muera el mal gobierno!". De tal manera
los reclamantes argumentaban que los delegados del gobierno local traicionaban
o burlaban las generosas leyes dictadas por la corona. El texto de Moreno avala
así la tesis hoy aceptada de que las revoluciones hispanoamericanas no fueron
producto exclusivo de causas endógenas, sino que formaron parte del colapso de
la monarquía española determinado por las disputas políticas y las guerras
europeas.
Por lo demás, todo
el documento da cuenta de la situación de emergencia planteada en las colonias
a partir del vacío de poder generado por la situación de España desde la
invasión francesa y el cautiverio del rey. Aduce así que, "cortada casi
del todo nuestra correspondencia con la metrópoli en la última guerra, no hemos
podido recibir las remesas necesarias para el consumo de la provincia",
mientras los frutos y producciones del país permanecen abarrotando los
depósitos al no poder exportarse. Plantea medidas destinadas a paliar los daños
que dicha situación genera para el comercio rioplatense.
La demanda
principal en defensa de sus representados reside en que la metrópoli acepte el
libre cambio con los ingleses, dado que "hallándose agotados los fondos y
recursos de la Real Hacienda por los enormes gastos que ha sufrido, en tan
triste situación no se presentó otro arbitrio que el otorgamiento de un permiso
a los mercaderes ingleses para que, introduciendo en esta ciudad sus
negociaciones, puedan exportar los frutos del país, dando alguna actividad a
nuestro decadente comercio con crecidos ingresos al erario".
El libre comercio
con los ingleses es el único medio que le queda a España para impedir la entera
ruina de su comercio, "pues valiéndose de buques ingleses podrá sostener
un giro que en el día está cortado por falta de marina mercante que no tiene".
Esta defensa librecambista implica la aceptación de la división internacional del
trabajo, dentro de lineamientos que sostenían la conveniencia de asociarse con Inglaterra
en tanto proveedora de productos manufacturados a cambio de bienes primarios
provenientes de la actividad agropecuaria.
Moreno agrega que
no debe temerse que las provincias interiores se arruinen por la competencia de
las telas inglesas. Como reaseguro de tan conveniente relación, y omitiendo las
invasiones recientes, sostiene que nunca estarán más seguras las Américas que
cuando comercien con Inglaterra, "pues una nación sabia y comerciante
detesta las conquistas". Por lo demás, "es demasiado notoria la
fidelidad de los americanos", amén de que "los Ingleses mirarán
siempre con respeto a los vencedores del 5 de julio, y los españoles no se
olvidarán que nuestros hospitales militares no quedaron cubiertos de
mercaderes, sino de hombres del país que defendieron la tierra en que habían
nacido, derramando su sangre por una dominación que aman y veneran".
Aquí se percibe que
la demanda estrictamente corporativa exhibe la tensión entre españoles europeos
y españoles americanos, dado que sus representados se ubican entre estos
últimos (son hacendados y una fracción de comerciantes no ligados al tráfico
monopólico español). De todos modos, esta demanda se mantiene dentro de los
límites estrictos de pertenencia al imperio español, y por ello Moreno afirma
que "debieran cubrirse de ignominia los que creen que abrir el comercio a
los ingleses en estas circunstancias es un mal para la nación y para la
provincia".
Además, en este
párrafo está muy claramente expresada la posición de Moreno: la nación es la
totalidad del imperio español, del cual el Río de la Plata es una provincia. Pero
dentro de esta aceptación del pacto colonial, la Representación de los
labradores y hacendados desarrolla una prolongada argumentación que demanda la
igualdad de los territorios americanos con las provincias europeas.
"Desde que la
pérfida ambición de la Francia causó en España violentas convulsiones terminadas
a sacudir el yugo opresor que la degradaba, uno de los rasgos más justos, más
magnánimos, más políticos fue la declaración de que las Américas no eran una
colonia o factoría como las de otras naciones; que ellas formaban una parte
esencial e integrante de la monarquía española; y en consecuencia de este nuevo
ser, como también en justa correspondencia de la heroica lealtad y patriotismo
que habían acreditado a la España en los críticos apuros que la rodeaban, se
llamaron estos dominios a tener parte en la representación nacional dándoseles
voz y voto en el gobierno del reino".
Como consecuencia
de todo ello, se arriba a la conclusión deseada: es preciso que gocen de "un
comercio igual al de los demás pueblos que forman la monarquía española que
integramos".
La extensión de
estas citas se justifica porque en ellas está claramente contenido el núcleo de
la demanda de Moreno y el lugar en que coloca al Río de la Plata dentro del
imperio y la política españoles. Además, estos reclamos están engarzados con categorías
que nos interesan en tanto ilustran su ideario político. Vayamos por partes. Ellos
nos van a conducir a senderos que se bifurcan ante preguntas como: ¿qué tipo de
orden político imagina Moreno? ¿Sobre qué valores y motivos se funda dicho orden?
La Representación…
nos ofrece una pista. En ella predomina una ética de la virtud, visible por
ejemplo cuando lamenta que "si las riquezas no usurpasen lastimosamente el
rango debido a la virtud, no se atreverían los comerciantes a contradecir un
plan a que deberá su restauración la agricultura". Dos nociones nos
interesan aquí: "riqueza" versus "virtud". Se esboza una
ética de la virtud y otra vinculada con el interés. Acerca de esta última
volveremos en la parte de la lección 3 dedicada a Alberdi. Ahora me abocaré a
ilustrar la comprensión del concepto de "virtud" para entender la
idea republicana. En mi ayuda usaré la excelente síntesis de Roberto Gargarella,
"El republicanismo y la filosofía política contemporánea".
El ideario
republicano es un ideal de la antigüedad clásica (Tucídices, Cicerón, Séneca),
reactivado y reformulado en el Renacimiento (Maquiavelo) y prolongado en la
modernidad (Montesquieu). En dicho ideario se coloca como valor central el ejercicio
de la virtud, que podría definirse como la cualidad que conduce a ceder una parte
de la energía y del interés personales para ponerlos al servicio del bien
público, de la cosa pública, de la res publica. A su vez, este privilegiamiento
de la vida cívica se fusiona con la defensa de la libertad frente a la tiranía
o el despotismo. Dicho esto, volvamos a los Escritos de Moreno:
"Jamás una
república será bien ordenada mientras sus miembros no hagan comunes todos
aquellos trabajos que son necesarios para la conservación y subsistencia del
Estado, y si ellos se hacen sordos a tan indispensable deber, incumbe a las
supremas potestades que los gobiernan compelerlos al puntual desempeño de
aquella sagrada obligación".
Esta referencia a
"lo común", a la comunidad, es altamente significativa. Aquí se habla
de "miembros" (o sea, de partes de un cuerpo) que tienen que
mancomunarse para mantener el estado, y esto pesa como una obligación tan
esencial que es calificada de "sagrada". En Moreno predomina una idea
comunalista, holista (holos, todo) por sobre una idea individualista, atomista;
la buena sociedad es más un cuerpo, un colectivo, que una sumatoria de
individuos. ¿Cuál es el cemento que une esas porciones? La virtud. De aquí
surge coherentemente un ideal de sujeto republicano, un ideal de ciudadano que
una cita del historiador inglés Pocock nos ofrece como valioso recurso:
"(Para los
republicanos) la comunidad debe representar una perfecta unión de todos los
ciudadanos y todos los valores dado que, si fuera menos que eso, una parte
gobernaría en el nombre del resto, (consagrando así) el despotismo y la
corrupción de sus propios valores. El ciudadano debe ser un ciudadano perfecto
dado que, si fuera menos que eso, impediría que la comunidad alcanzase la
perfección y tentaría a sus conciudadanos hacia la injusticia y la corrupción.
La negligencia de uno solo de tales ciudadanos, así, reduce las chances de todo
el resto, de alcanzar y mantener la virtud, dado que la virtud (aparece) ahora
politizada; consiste en un ejercicio compartido donde cada uno gobierna y es
gobernado por los demás".
Esta concepción no
hará sino profundizarse en los textos de Moreno posteriores a mayo de 1810.
Pero para no confundir los contextos ni cometer anacronismos, permítanme
desarrollar un punto más, siempre dentro de la Representación… me refiero al
tramo en que Mariano Moreno se presenta como un súbdito crítico de algunos
aspectos del orden colonial, pero un súbdito de la corona al fin.
Este punto resulta
un reingreso indirecto al tema del republicanismo. Concretamente, en la
Representación… se retoma una perspectiva que, desde la fisiocracia, ha
moralizado positivamente a la agricultura y, por el contrario, ha colocado al
comercio (y por ende al comerciante) en una zona de reprobación moral. Leemos
así que el agricultor "acostumbrado a que la tierra le rinda en proporción
a la constancia y orden con que la cultiva, se hace por precisión justo y
severo, y aborrece la arbitrariedad y el desorden. No así los comerciantes:
estudiando sin cesar los medios de hacerse con dinero, y teniendo siempre a la
vista sus intereses particulares, se habitúan a sufrirlo todo y a presenciar tranquilamente
la opresión y tiranía del mundo entero, (en la medida en que) sus intereses se
aumenten o no padezcan".
Como verán, se
establece en esta cita una contraposición entre la virtud del agricultor y el
egoísmo del comerciante, contraposición propicia para avalar la defensa de sus representados
y colocarlos dentro de una moral republicana, puesto que ellos son
"aquellas personas que la naturaleza misma enseñó a ser virtuosas y rectas",
cuyos deseos (y aquí emerge una entonación rousseauniana) "son puros y
sencillos como sus corazones", y a quienes "no los agita el sórdido
interés de una especulación envuelta en crímenes, sino el justo anhelo de hacer
útil y estimable el fruto de la tierra en que nacieron y que hicieron fecunda
con sus sudores".
He aquí entonces
una muestra del modo en que la lectura de un texto puede ilustrarnos sobre
aspectos que no son el centro de sus afirmaciones, pero que iluminan en este
caso una moral republicana que Moreno no hará sino extremar después de mayo. El
republicanismo, junto con el privilegiamiento de la vida cívica, exaltará otros
valores como la simplicidad, la frugalidad, la laboriosidad y el compromiso con
lo público. Tendremos ocasión de ver el cultivo de estos valores en acción en
escritos posteriores.
Antes de dejar por
el momento el tema del republicanismo, quiero adelantar que dentro de esta
categoría conviven al menos dos tipos de republicanismo. Habrá así un republicanismo
aristocrático, si el gobierno está en manos de pocos (que puede deslizarse
hacia el autoritarismo jacobino), o un republicanismo democrático, si el gobierno
está en manos de todos los ciudadanos. Volveremos sobre estos aspectos.
Para cerrar esta
primera parte del recorrido por las ideas de Moreno, quiero remarcar (a riesgo
de ser redundante) que es evidente que el núcleo de la demanda de la
Representación de los labradores y hacendados no va más allá del reclamo de una
perfecta igualdad "entre pueblos que integran esencialmente un solo rey
no", esto es, la igualación de los derechos del mundo hispanoamericano con
el español europeo. Queda claro que no existe en ella una vocación rupturista,
sino que se trata de un reclamo de beneficios corporativos, sin que esto
implique alterar en forma sustantiva el lazo colonial. Se pretenden así ciertas
flexibilidades bajo la nítida precaución de que "no tratamos de una
absoluta proscripción del sistema prohibitivo, sino que, en la imposibilidad de
continuarlo a que está reducida nuestra metrópoli, solicitamos provisoriamente
un remedio". Pero no hay ningún pronunciamiento que apunte a una
deslegitimación discursiva de la figura del monarca español, ni se incluye un
proyecto independentista en el Río de la Plata.
Sin embargo, he
aquí que quien ha desarrollado estas demandas en defensa de algunas
corporaciones económicas sin rebasar en absoluto los límites del orden colonial
(aunque sí planteando diferencias y tensiones en su interior), y que ha estado
pocos meses antes de parte del jefe del partido español Martín de Álzaga, a
partir de mayo de 1810 se encuentra con que en Buenos Aires se ha producido una
revolución. Y digo "se ha producido" para acentuar el hecho de que
las causas externas son determinantes de los acontecimientos políticos en el
Río de la Plata y en toda Hispanoamérica.
En efecto, la revolución
de mayo de 1810 se desenvuelve en el marco de la crisis del imperio español,
rezagado con respecto a un mundo hegemonizado progresivamente por Inglaterra.
Aquella crisis había estado jalonada por los siguientes acontecimientos: la
derrota española de Trafalgar en 1805; las invasiones inglesas de 1806 y 1807;
los episodios de Bayona con la designación de José Bonaparte como rey de España
y el surgimiento de las juntas de España ante la vacancia del poder real debido
al cautiverio de Fernando VII; la disolución en el Río de la Plata, en 1809, de
los cuerpos militares peninsulares y la consolidación en el mismo terreno de la
hegemonía de los criollos; la caída en 1810 de la Junta de Sevilla y el avance
de las tropas napoleónicas. Todos estos hechos se superponen con la creciente
presión británica, las tendencias de los criollos a una mayor participación política,
la agudización de tensiones específicamente rioplatenses y la penetración de las
ideas ilustradas en círculos de la elite.
Estos conflictos en
el interior de la colonia aparecen representados en los Escritos de Moreno, en
la distinción que allí se establece entre los españoles europeos y los españoles
nacidos en América (los llamados "criollos"), pero (a diferencia de
otros procesos revolucionarios) no se perfila aquí un sujeto socio-político
dotado de una ideología anticolonialista. De allí que, cuando unos meses
después llegan al Plata las noticias de la disolución de la Junta Central, y al
precipitarse los acontecimientos que desembocan en la instauración de la
Primera Junta, resulta iluminadora la afirmación de José Luis Romero acerca de
que el dilema planteado a los actores de esos sucesos consistió en elegir entre
una independencia riesgosa y una autoridad inexistente, así como el juicio de Halperín
Donghi en el sentido de que los criollos debieron preguntarse cómo sobrevivir a
unos cambios que ya no podían cancelarse.
Los acontecimientos
europeos movilizaron la vida política en la ciudad de Buenos Aires y tuvieron
su primer epicentro en el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810. A éste fue
convocada la "gente decente", por la que, según Corbellini, debía entenderse
"toda persona blanca que se presente vestida de frac o levita". De
los más de 400 convocados, asistieron aproximadamente 250 vecinos, y para su
resolución fue fundamental la participación de los regimientos militares que
venían configurándose desde las invasiones inglesas, de allí el poder de
Cornelio Saavedra, jefe del regimiento de Patricios.
La Primera Junta
finalmente designada juró el 25 mayo, y a partir de estas jornadas Moreno
surgió como su dinámico secretario de Guerra y Gobierno. Entre mayo y diciembre,
con un ritmo febril, produjo un conjunto de artículos que nos permiten analizar
el derrotero de sus ideas y formularle algunas preguntas básicas. Esos textos
pueden encuadrarse dentro del movimiento descripto por François Furet al decir
que la revolución francesa "no es sólo el 'salto' de una sociedad a otra;
es también el conjunto de modalidades por las que una sociedad civil,
súbitamente abierta por la crisis del poder, libera todas las palabras de las
que es portadora".
Y del conjunto de
esas palabras, también nos resultan centrales aquellas que desatan "una
competencia de discursos por la apropiación de la legitimidad".
Este último término
nos plantea nuevamente la necesidad de algunos esclarecimientos conceptuales,
de modo que podemos ordenar la lectura de esos escritos mediante un recorrido
que parte de la idea de "revolución", pasa por la de "legitimidad"
y se dirige hacia la idea de "libertad" para confrontarnos con el pensamiento
liberal y concluir con la referencia ineludible al pensamiento de Jean-Jacques
Rousseau y a la categoría de "nación". Veamos.
En el primer
aspecto, al iniciarse lo que llamamos la revolución de mayo, nadie dice que lo
que está ocurriendo es efectivamente una revolución. Incluso la Primera Junta
ha jurado "conservar íntegra esta parte de América a nuestro augusto
soberano el señor don Fernando VII y sus legítimos sucesores y guardar
puntualmente las leyes del reino". Sin embargo, en los Escritos de Moreno
es visible una problematización cada vez más radicalizada en torno de la
cuestión de la legitimidad; problematización que en varios momentos se abre a
una interpretación rupturista (esto es, revolucionaria) del pacto colonial.
Ingresando en este
aspecto de nuestra lección, es claro que, como todo concepto, la idea de
"revolución" tiene su historia o, mejor dicho, sus historias. Si la
revolución norteamericana de 1776 adoptó naturalmente la versión inglesa, en
Hispanoamérica se instaló con mayor fuerza la idea acuñada en el espectacular
laboratorio político de la revolución francesa. A diferencia de las
revoluciones inglesa y norteamericana, la francesa acuñó la convicción de que
la revolución nace de un vacío, ya que no tiene bases en el pasado, con el que
se rompe, ni con la religión, por su carácter laico. Y si decimos que ésta no
es la concepción que acompañó a la revolución inglesa de 1688 ni a la
norteamericana de 1776 es porque éstas se pensaron a sí mismas como una suerte
de restauración, de recuperación de una tradición virtuosa que había sido deformada
o traicionada y a la que era preciso retornar. En cambio, la revolución francesa
no podía legitimarse o fundarse ni en las costumbres de una tradición venerable
ni en el criterio de la trascendencia divina.
A partir de 1789,
esto es, en el laboratorio político e ideológico de la revolución francesa,
este término comienza a identificarse con un cambio súbito y absoluto, que implica
una negación de la tradición, es decir, una negación de la historia, hacer
tabla rasa de la historia. De ahí que la idea de "revolución" incluya
la noción de creación ex nihilo: una creación a partir de la nada. Se ha
señalado al respecto una cita del Comité de Salvación Pública en el período
jacobino de la revolución francesa:
"La transición
de una nación oprimida hacia la democracia es como el esfuerzo mediante el cual
la naturaleza surge de la nada. Hay que rehacer enteramente a un pueblo si
queremos hacerlo libre, destruir sus prejuicios, alterar sus costumbres,
limitar sus necesidades, erradicar sus vicios y purificar sus deseos".
Una cita de un
artículo titulado "Poesía, mito, revolución", del escritor mexicano Octavio
Paz, nos sirve para seguir avalando esta idea. Dice lo siguiente:
"La revolución
es la vuelta al tiempo del origen, antes de la injusticia. En suma: la revolución
es un acto eminentemente histórico y, no obstante, es un acto negador de la
historia. El tiempo nuevo que instaura es una restauración del tiempo original".
Vale la pena
recordar, al respecto, que una de las medidas de los revolucionarios franceses consistió
en reformar el ordenamiento mismo del tiempo al modificar el calendario e
imponer efectivamente un año cero de la historia y una nueva nomenclatura de
los meses (brumario, pluvioso, vendimiario, nievoso, etcétera).
Éste resultaría el
modo de encarar la reflexión acerca del proceso revolucionario argentino, tal
como nos muestra la posterior visión de Sarmiento, en cuyos Recuerdos de
provincia leemos:
"Norteamérica
se separaba de la Inglaterra sin renegar la historia de sus libertades; de sus
jurados, sus parlamentos y sus letras. Nosotros, al día siguiente de la revolución,
debíamos volver los ojos a todas partes buscando con qué llenar el vacío que
debían dejar la Inquisición destruida, el poder absoluto vencido".
Rescatemos de esta
última frase la palabra "vacío" (que reencontraremos en las referencias
de Sarmiento y Alberdi a la realidad argentina), porque esta palabra bien podría
aplicarse al modo en que los revolucionarios franceses conciben su propia
revolución. De allí que la revolución francesa (y algo parecido podría pensarse
para esta parte del mundo) no pueda asentar su criterio de legitimidad en
elementos que estén más allá de sí misma. Por todo ello, a las revoluciones así
concebidas se les plantea el extraordinario desafío, típicamente moderno, de
legitimarse en sí mismas.
Luego de este breve
periplo, podemos proseguir diciendo que la elección de una junta de gobierno el
25 de mayo de 1810 inaugura en el Río de la Plata el interrogante por la
fundamentación o legitimación del nuevo régimen de poder. ¿Qué significa esto y
por qué es importante la legitimidad en el ordenamiento y aun en la
subsistencia de las sociedades?
Con esta pregunta
tocamos un problema crucial de la teoría y la práctica políticas, ya que la
legitimidad remite al atributo del poder político que garantiza la obediencia de
los gobernados. Cuestión exacerbada en nuestro caso porque la autoridad que ha quedado
vacante en el Río de la Plata pertenecía a un orden de legitimidad de Antiguo
Régimen (una monarquía fundada en el derecho divino) y la que alborea aparece
abierta a las revoluciones y a los criterios políticos modernos que circulan en
Inglaterra, Estados Unidos y Francia.
Precisamente la
modernidad imaginaría nuevos criterios de legitimidad sobre una base inmanente
o terrenal ("natural", se decía en la época, como opuesto a
"sobrenatural"). Para ello, la teoría política apeló a la
construcción de argumentaciones y mitos científicos acerca del origen del orden
social. Esto resultaba imprescindible porque la sociedad y a no era concebida
como un dato natural sino como un artificio, como una construcción, dado que el
hombre y a no era el zoón politikón aristotélico (el animal que vive en la
polis, el animal político o social), sino un ente presocial y prepolítico, alguien
que es un ser humano antes de ingresar en el estado civil o de sociedad. Éste
es el sujeto a partir del cual fueron pensadas las teorías contractualistas de
Hobbes, Locke y Rousseau.
Para argumentar
estas posiciones, la teoría moderna articuló dos concepciones: el jusnaturalismo
y el contractualismo. Ya hemos hablado sobre la primera. En cuanto a la
concepción contractualista, parte de una hipótesis según la cual los seres humanos,
nacidos como individuos presociales, debido a diferentes circunstancias deciden
asociarse, es decir, vivir en sociedad, constituir la sociedad. Por tanto, la sociedad
moderna es concebida como autorreferencial, se refiere a sí misma, se funda a
sí misma, se autoinstituye. Y como el acto fundacional es un acuerdo público de
los habitantes de la polis, entonces la política desplaza a la religión en
tanto "cemento" de la sociedad, y progresivamente el fundamento
divino dejará lugar al principio de la soberanía popular.
Cuando esta
concepción se traduce exitosamente a las luchas políticas podemos decir que se
está en presencia de una revolución, ya que se ha mudado la sede del poder
supremo, es decir, de la soberanía, que ha pasado del rey por derecho divino a un
nuevo sujeto: el pueblo soberano.
De manera que,
entre mayo y diciembre de 1810, al debatirse la cuestión de la legitimidad del
nuevo gobierno, Mariano Moreno participa de un problema que ha recorrido parte
del mundo occidental y que preocupa ahora al mundo hispánico. Ya cuando en
España comienzan a aparecer las juntas que se arrogan la capacidad de cubrir el
vacío político ante el cautiverio del rey, una fundamentación recurre a la tradición
populista de origen medieval teorizada en el siglo XVI por el jesuita Francisco
Suárez (1548-1617). Según ésta, el poder divino no se implanta directamente
sobre el monarca sino sobre el pueblo, el cual a su vez lo transfiere al rey.
Se trata de una concepción distinta del absolutismo extremo, en donde el poder de
la divinidad es otorgado directamente al monarca absoluto, con lo cual su
mandato es ilimitado. En cambio, en la versión suarista, la línea de derivación
del poder (Dios-pueblo-rey) posibilita que, ante la violación del pacto por
parte del monarca o ante su desaparición sin legítimo sucesor, el pueblo
recupere los poderes enajenados en el monarca. Es lo que se conocerá como
teoría de la "retroversión de poderes". El razonamiento, como verán,
es claro.
En el caso de
Moreno (sin ingresar por indecidible en la hipótesis conocida como "la
máscara de Fernando VII", por la cual su invocación era un artilugio
fingido para ganar tiempo), vemos que aún en diciembre de 1810 (o sea, poco
antes de perder su cargo y luego su vida), el secretario de la Primera Junta
escribe: "el rey es amado y respetado, y nos unen a su sagrada persona
iguales vínculos a los que forman la fidelidad y vasallaje de los pueblos de
España". Se observa asimismo que para legitimar la nueva situación sigue
recurriendo a la concepción de la "retroversión de poderes": "La
autoridad de los pueblos en la presente causa se deriva de la reasunción del
poder supremo, que por el cautiverio del rey ha retrovertido al origen de que
el monarca lo derivaba". A partir de allí, le basta por momentos con
proclamar y reclamar la igualdad entre las colonias americanas y las provincias
españolas. Así aparece desarrollada la cuestión en sus "Reflexiones sobre
una proclama publicada en la corte del Brasil por el marqués de Casa
Irujo", de julio y agosto de 1810, en la cual recuerda que "vuestros
representantes dijeron que los pueblos de América eran parte integrante de la nación,
y que gozaban los mismos derechos, los mismos privilegios que los pueblos de
España".
Pero en otros
documentos, como el titulado "Sobre el congreso convocado y constitución
del Estado", apela a una argumentación más radical, en la que reconoce que
el pacto de sujeción al rey impera en España.
"Los pueblos
de España consérvense enhorabuena dependientes del rey preso, esperando su
libertad y regreso. Ellos establecieron la monarquía, y envuelto el príncipe
actual en la línea que por expreso pacto de la nación española debía reinar
sobre ella, tiene derecho a reclamar la observancia del contrato social en el
momento de quedar expedito para cumplir por sí mismo la parte que le compete.
(En cambio) la
América en ningún caso puede considerarse sujeta a aquella obligación: ella no
ha concurrido a la celebración del pacto social de que derivan los monarcas
españoles los únicos títulos de la legitimidad de su imperio. La fuerza y la
violencia son la única base de la conquista que agregó estas regiones al trono
español; conquista que en trescientos años no ha podido borrar de la memoria de
los hombres las atrocidades y horrores con que fue ejecutada… Ahora, pues, la
fuerza no induce derecho, ni puede nacer de ella una legítima obligación que
nos impida resistirla, apenas podamos hacerla impunemente; pues, como dice Juan
Jacobo Rousseau, una vez que recupera el pueblo su libertad, por el mínimo
derecho que hubo para despojarle de ella, o tiene razón para recobrarla o no la
había para quitársela" (Mariano Moreno, "Sobre el congreso convocado
y constitución del Estado"; en Escritos, prólogo y edición crítica de
Ricardo Levene).
En ese texto se
percibe con toda claridad la radicalización de la postura de Moreno, así como
el hecho de que la fuente de su argumentación y de su radicalización se encuentra
en Rousseau, a quien hay que remitirse en tanto presencia fundamental en esta
perspectiva contractualista. Al editar el Contrato social de Rousseau para su difusión,
Moreno lo justificó diciendo que con ello reimprimía uno de "aquellos
libros de política que se han mirado siempre como el catecismo de los pueblos
libres". Gracias a él, "los pueblos aprendieron a buscar en el pacto
social la raíz y único origen de la obediencia".
Llegados a este
punto, podemos preguntarnos si las argumentaciones de Moreno resultan
congruentes con la teoría contractualista, es decir, si pertenecen a un ámbito de
ideas, a una suerte de diccionario o lengua moderna o si bien se vinculan a una
lengua premoderna. Para desplegar este análisis debemos introducir una especificación
sobre la idea de pacto, porque en la teoría política se habla de dos tipos de
pacto: un pacto de sujeción y un pacto de asociación. Lo que hemos encontrado hasta
aquí en los escritos de Moreno es la utilización de la noción de "pacto de
sujeción", aquel por el cual los súbditos rinden obediencia o sumisión al
soberano en tanto éste realice un buen gobierno. De allí que en caso de
incumplimiento los súbditos tengan derecho a la rebelión. Dicho esto, tenemos
que recordar que este tipo de pacto se encuentra ya reconocido en el derecho
medieval.
En cambio, lo
estricta y específicamente moderno es el llamado "pacto de asociación",
por el cual los individuos deciden libremente conformar o construir una sociedad;
es decir, deciden vivir juntos. Se afirma así el carácter construido o artificial
(no natural) de la sociedad. En este sentido, este tipo de pacto se aparta de
la tradición aristotélica del animal político o social y también de las
argumentaciones teológicas que fundan la sociedad en un mandato divino (en la
Biblia, Dios no le pregunta a Adán si quiere tener una compañera para fundar el
primer vínculo social; simplemente se la impone por considerar que "no es
bueno que el hombre esté solo").
Concluiremos
entonces en que el pacto de sumisión instaura un poder político que escinde una
sociedad ya existente entre gobernantes y gobernados (y por ello puede encontrarse
en doctrinas premodernas), mientras el pacto de asociación se opone a la visión
aristotélico-tomista de la sociedad como un hecho natural, sostiene la definición
del hombre como un individuo presocial y prepolítico y concibe a la sociedad
como un artificio autoinstituido por los seres humanos.
En este aspecto, el
contractualismo se vincula con el liberalismo y con el jusnaturalismo, puesto
que aquí los seres humanos son individuos anteriores a la sociedad y nacen
portadores de ciertas potencias o derechos. Entre estos derechos naturales se
encuentra básicamente la libertad, de donde se deriva la palabra
"liberalismo". Es decir, para éste la libertad es un atributo del
individuo, en tanto que en la tradición clásica son los organismos sociales (la
polis, la civis) los dadores de libertad y aun de humanidad a cada uno de sus
miembros. Por eso Sócrates elige la cicuta al exilio, porque prefiere morir
como un hombre y no vivir deshumanizado, fuera de la polis.
Por cierto, y es
hora de que lo diga aun cuando volveré sobre ello, la modernidad ha introducido
otra creación de vastísimas consecuencias: la invención del individuo. Hasta
entonces, los seres humanos habían sido concebidos fundamentalmente como seres
que formaban parte de una totalidad mayor (la polis, la ciudad-estado, la comunidad,
el gremio, el reino). Por un proceso que ya en el siglo XIX se ha desplegado
considerablemente, para entonces cada ser humano es considerado un sujeto
independiente y autónomo lanzado a su autorrealización. Independiente porque ya
no depende de factores ajenos a él, y autónomo porque tiene potencias y derechos
propios e inalienables. Por eso, según la representación de la sociedad como
una sumatoria de individuos, la pregunta inevitable es por qué estos individuos
libres y autónomos deciden formar sociedad, por qué viven juntos y no cada
quien por su lado. La respuesta ya nos resulta conocida: viven juntos por un
acto de voluntad que consiste en pactar la convivencia con los demás.
Todo esto lo he
dicho para que se entienda por qué es imposible que en un texto premoderno
aparezca la idea del pacto de asociación. Por ende, si en algún momento encontramos
afirmaciones de Moreno que refieran a la idea de la existencia de un pacto
social, podríamos afirmar que estamos en presencia de un rasgo de modernidad en
su pensamiento.
Pero una cosa es la
doctrina y otra el modo como las personas concretas la enuncian. De hecho, no
resulta sencillo determinar en sus Escritos a cuál de aquellas tradiciones
responde, porque en muchos pasajes pacto de asociación y de sujeción aparecen
confundidos. Por ejemplo, en el prólogo a El contrato social, libro que hace traducir
y repartir en las escuelas, escribe:
"Los tiranos
habían procurado prevenir diestramente este golpe atribuyendo un origen divino
a su autoridad; pero la impetuosa elocuencia de Rousseau, la profundidad de sus
discursos, la naturalidad de sus demostraciones disiparon aquellos prestigios;
y los pueblos aprendieron a buscar en el pacto social la raíz y único origen de
la obediencia".
Aquí se refiere a
un pacto de obediencia o sujeción y no de asociación. Existe empero un pasaje
fundamental, aparecido en la Gaceta del 2 de noviembre de 1810, en el que
diferencia entre el pacto de sujeción (entre el rey y los súbditos) y el de asociación
(entre las personas), y nos dice que este último era anterior al de sujeción. Pero
todavía resulta ambiguo en cuanto a si esos "pueblos" que "ya lo
eran" tuvieron su origen en un pacto libre y voluntario (moderno) o si
fueron constituidos, según la visión premoderna, por voluntad divina o por
naturaleza.
"La disolución
de la Junta Central (que si no fue legítima en su origen, revistió al fin el
carácter de soberanía por el posterior consentimiento, que prestó la América,
aunque sin libertad ni examen) restituyó a los pueblos la plenitud de sus
poderes, que nadie sino ellos mismos podía ejercer, desde que el cautiverio del
rey dejó acéfalo el reino, y sueltos los vínculos que lo constituían centro y
cabeza del cuerpo social. En esta dispersión no sólo cada pueblo reasumió la
autoridad que de consuno habían conferido al monarca, sino que cada hombre
debió considerarse en el estado anterior al pacto social de que derivan las
obligaciones que ligan al rey con sus vasallos. No pretendo con esto reducir
los individuos de la monarquía a la vida errante que precedió la formación de
las sociedades. Los vínculos que unen el pueblo al rey son distintos de los que
unen a los hombres entre sí mismos: un pueblo es pueblo antes de darse a un rey;
y de aquí es que, aunque las relaciones sociales entre los pueblos y el rey quedasen
disueltas o suspensas por el cautiverio de nuestro monarca, los vínculos que
unen a un hombre con otro en sociedad quedaron subsistentes, porque no dependen
de los primeros; y los pueblos no debieron tratar de formarse pueblos, pues ya lo
eran; sino de elegir una cabeza que los rigiese, o regirse a sí mismos según
las diversas formas con que puede constituirse íntegramente el cuerpo
moral" (Mariano Moreno; Escritos, prólogo y edición crítica de Ricardo
Levene).
En otro artículo
del mismo período, la referencia es más terminante. Allí Moreno escribe: "La
usurpación de un caudillo, la adquisición de un conquistador… han formado esos
grandes imperios en quienes nunca obró el pacto social"; y aquí viene la
frase importante: "…y en que la fuerza y la dominación han subrogado esas convenciones
de que deben los pueblos derivar su nacimiento y constitución". Aquí se refuerza
sin lugar a dudas la idea de que el origen mismo de un pueblo, su nacimiento,
proviene de un pacto.
No obstante, el
carácter ambiguo y vacilante de estas afirmaciones subsiste, en parte por el
uso de los términos "pueblo" y "los pueblos", que en su
universo de discurso significan algo distinto de lo que entiende el
contractualismo moderno cuando piensa al pueblo como una sumatoria de individuos,
donde el término por subrayar es "individuos". Ocurre que cabe dudar,
y así se ha hecho en la literatura histórica reciente, de que en Hispanoamérica
existiera el concepto mismo de "individuo" como aquel sujeto
construido y definido por la modernidad. Esto nos lleva, y no por complicar
inútilmente las cosas sino por necesidad interpretativa, a una nueva precisión
conceptual: qué entendemos por el término "individuo".
Los historiadores
nos enseñaron que a partir de la última etapa de la Edad Media europea se
produce un fenómeno de individuación; esto es, que los sujetos humanos comienzan
a ser considerados como individuos, y el individuo, como un sujeto autónomo,
transparente a sí mismo desde su conciencia y dueño de sus decisiones y sus
prácticas, es decir, libre. Si alguien está interesado en observar un momento culminante
de este proceso en el ámbito filosófico, puede recurrir con provecho a la lectura
del Discurso del método, publicado por René Descartes en 1637. Aquí, bástenos
con decir que desde entonces los sujetos ya no se definen por su pertenencia a
un orden colectivo (una comunidad, un pueblo, un gremio, etc.) sino por sí
mismos. El individuo es el sujeto que se sustenta a sí mismo.
Al mismo tiempo,
con el surgimiento de la modernidad, las sociedades serán consideradas una
colección de individuos.
Por todo esto, no
deben asombrarnos las vacilaciones y ambigüedades al respecto del discurso de
Moreno, alguien que habitaba un mundo material y simbólico que desde tres
siglos atrás formaba parte de un orden propio del Antiguo Régimen monárquico,
en el cual el proceso de individuación, de configuración de una cultura individualista
tardó más que en países como Inglaterra y en las colonias norteamericanas, así
como en regiones donde se impuso la reforma luterana sobre la Iglesia católica
(el cristianismo reformado por Lutero y Calvino contiene una apelación al
individuo creyente más que al colectivo reunido en una Iglesia, en una comunidad
a la que se pertenece como miembro de un cuerpo o corporación).
Ahora bien, ¿por
qué puede interesarnos esta noción de "individuo" para comprender la
historia del Río de la Plata de Mariano Moreno? Precisamente, la historiografía
de los últimos años ha remarcado que la presencia o ausencia de esta categoría
de "individuo" es una llave que abre o cierra la existencia de un
proceso de modernización socio-cultural en el contexto hispanoamericano de
aquellos años. Se ha argumentado que en los documentos coloniales aparece una y
otra vez la noción de "pueblos", noción incongruente con la de
individuo. Se ha concluido así que, en general, la realidad hispanoamericana se
hallaba más cerca de una cultura holística, corporativa, comunalista, que de
una individualista y moderna.
Sobre la base de
estas advertencias (sin duda demasiado genéricas), acerquémonos nuevamente a
los escritos de Moreno guiados por esta preocupación concreta. Rápidamente nos
daremos cuenta de que la interpretación de esos escritos requiere la
introducción de otros conocimientos, concepciones y creencias de aquella época,
donde el par individuo-comunidad resulta insuficiente para comprender el modo
en que se concebía la realidad hispanoamericana.
Esto es así porque
dicha mirada está tallada por dos tradiciones diferentes: para decirlo
rápidamente, la anglosajona y la proveniente del legado de Rousseau. Ambas sostienen
que, para que emerja y se constituya la figura del ciudadano, se requiere no
sólo de individuos autónomos sino también iguales. Autónomos e iguales para que
no dependan de otros seres humanos y para que tengan la misma cuota de
derechos. Por consiguiente, un orden legítimo será el que proteja la
realización plena de valores o derechos definidos como naturales: en principio,
el valor del cual el liberalismo extrae su nombre; obviamente, la libertad. Pero
es justamente aquí donde entenderíamos mal este proceso político-cultural si no
comprendiéramos que bajo el mismo término "libertad" se albergan dos significados
diversos, los cuales promueven culturas políticas diferentes.
Para que el
abordaje de esta cuestión resulte más rico, permítanme un acercamiento genérico
al tema. En este plano, de lo que se está hablando es del origen del orden
político y social. La pregunta crucial sería: ¿por qué hay orden (cuando lo
hay, naturalmente) en los colectivos humanos? También podemos preguntarnos ¿por
qué obedecemos?
Las respuestas
posibles, lógica e históricamente, son pocas. O el orden deriva de un poder
exterior trascendente (Dios, la naturaleza), o de la coerción o la fuerza, o
bien del consenso. Entonces, nuestra obediencia proviene de una fuerza divina o
natural, o de la violencia que se ejerce sobre nosotros, o de un acuerdo
colectivo. Es sabido que los modernos de los siglos XVII y XVIII optaron por la
tercera respuesta; para fundamentar su posición desarrollaron la teoría llamada
"contractualismo".
Como su nombre lo
indica, aquí el lazo social, el que instituye sociedad, es pensado de modo
revolucionario como un vínculo artificial, no natural. La sociedad es una construcción,
una invención, puesto que antes del contrato lo que existían eran esos entes
autónomos y aislados que llamamos "individuos".
Cabe entonces una
nueva pregunta: ¿por qué los humanos deciden vivir juntos, constituir sociedad?
Ya sea para salir de un estado presocial o de un estado de naturaleza
considerado invivible porque es el ámbito de "la guerra de todos contra todos",
como señalaba Hobbes, ya sea para la recomposición de un estado de naturaleza
virtuoso que por causas exógenas ha sido desquiciado por la civilización, tal
como pensaba Rousseau, o bien para la mejor protección de derechos individuales
que son naturales e inalienables, según lo concebía Locke.
Volvamos ahora a
Mariano Moreno y al Río de la Plata. De todo lo dicho, en este momento debemos
recuperar la existencia de dos tipos de contractualismo. Ya que, como escribió
Merquior en Liberalismo viejo y nuevo:
"…el
consentimiento puede variar sobre dos ejes. Primero, el consentimiento puede
ser dado en forma individual o corporativa. Segundo, el consentimiento a un
gobierno puede ser otorgado de una vez por todas o de manera periódica y
condicional".
De tal modo, la
originalidad de Hobbes y Locke consistió en dar importancia al consentimiento
del individuo. La innovación de Locke, en su Segundo tratado sobre el gobierno,
publicado en 1689, fue concebir el consentimiento como periódico y condicional.
Aquí "los derechos personales provienen de la naturaleza, como dones de
Dios, y están lejos de disolverse en el pacto social".
Así, el
contractualismo de Locke constituyó la apoteosis del derecho natural en el sentido
individualista moderno. En cambio, en los contratos sociales ideados por Hobbes
y por Rousseau, los individuos enajenaban completamente su poder a un rey o a
una asamblea.
Recordemos ahora
que el contractualismo más penetrante e influyente en Hispanoamérica (a
diferencia del mundo anglosajón) fue el de Rousseau, y que fue en él en quien
Moreno se inspiró expresamente. De ahí que frente al contractualismo individualista
de Locke tengamos un contractualismo holístico, comunitarista o corporativo.
Esto se traduce en que, como dijo Ernst Cassirer, en la vertiente de Rousseau
"no es el individuo, sino la volonté générale, la que tiene determinados
derechos fundamentales". No es la sociedad (en tanto sumatoria de
individuos) sino la comunidad (como unidad, como pueblo-uno) la que es
depositaria y a la que pueden atribuirse los derechos naturales y, por ende, la
libertad. No hace falta ningún comentario adicional. En El contrato social,
Rousseau escribió: "El pacto social otorga al cuerpo político un poder absoluto
sobre todos sus miembros".
También puede
decirse que en Rousseau hay un predominio de lo cívico (que viene de civis,
ciudad, esto es, lo público, la res publica, la república) y se encuentra asimismo
una afirmación de la legitimidad fundada en la soberanía popular. En cambio, en
el liberalismo de raíz inglesa hay un predominio de la libertad individual y
prevenciones ante el despotismo de la mayoría. El primero pone así el acento en
la igualdad y el segundo en la libertad, los dos principios que animarán con
sus tensiones todo el pensamiento político del liberalismo de ahí en más.
Ya a principios del
siglo XIX, el francés Benjamin Constant señaló la diferencia entre lo que llamó
"la libertad de los antiguos" y "la libertad de los
modernos": mientras la primera es una "libertad para", la de los
modernos es una "libertad de". La libertad de los modernos es restrictiva
o negativa, pretende "liberarse de": del estado, de la sociedad, de
la opinión de los demás, etcétera. Es la libertad la que pone vallas para
preservar la única libertad en la que el liberalismo clásico de los siglos XVII
y XVIII, a la John Locke, cree: la libertad privada del individuo, en la medida
en que para esta corriente la libertad es un atributo que sólo puede predicarse
del individuo. Y como no puede haber nada por sobre la libertad del individuo,
combatirá todo aquello que la limite, llámese estado, pueblo, clase, mayoría,
masas o nación.
En cambio, la
libertad de los antiguos implica que el individuo es libre si y sólo si participa
de los asuntos de la comunidad, en la cosa pública, y de tal modo confluye con
el legado republicano y el humanismo cívico. Una es la libertad civil y la otra
la libertad política, porque se relaciona con la polis, con la ciudad, con la
nación, con el estado. Son las marcas de esta concepción, vía Rousseau y su
concepto de la voluntad general, lo que hallaremos en los textos de Mariano
Moreno.
A diferencia del
contrato de raigambre anglosajona, este contrato implica "la alienación
total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad", tornando
de este modo dicha unión "lo más perfecta posible". Justamente
Benjamin Constant ve en esta concepción la semilla del despotismo jacobino de
la revolución francesa. En ésta, la comunidad aparece como superior a los
individuos y a sus derechos, y de este modo introduce la posibilidad del
despotismo de la mayoría y la dirección hacia la monocracia. De allí la idea de
la voluntad general, que pone "a cada miembro como parte indivisible del
todo", configurando un cuerpo en el sentido fuerte de la palabra, es
decir, "un yo común" (ese yo que más tarde Hegel diría que en rigor
es un nosotros), una persona pública que Rousseau decide llamar república, con
lo cual funda la democracia y un republicanismo que se diferencia del clásico.
Si Cicerón podía pensar en una república que fuera aristocrática, en Rousseau
esa república se identifica con la democracia al colocar la igualdad como valor
insustituible.
Teniendo en cuenta
todo esto, sinteticemos para volver al eje general de nuestra exposición. En el
Antiguo Régimen, los seres humanos se definían por su pertenencia a un grupo, a
una corporación o incluso a una familia, lo cual los hace formar parte de
determinado linaje (de ahí la importancia de los apellidos en estas sociedades
para establecer la ubicación social de las personas). Allí la sociedad es un
cuerpo compuesto por grupos diferentes y jerarquizados, con distintas
atribuciones de derechos, en tanto que en la sociedad moderna estamos ante una
asociación de sujetos libres e iguales.
Justamente, el
imperio español ha sido concebido como un conjunto de pueblos, término que
arrastra referencias organicistas y corporativas, en la medida en que estos
pueblos no están compuestos por la sumatoria de los individuos, sea sencillamente
porque el individuo no existe dado que los sujetos no son libres ni iguales,
sea porque en ellos el colectivo prima sobre los derechos individuales. De hecho,
quienes reasumían los derechos ante la ausencia del rey Fernando VII eran
precisamente "los pueblos".
Este rasgo es muy
importante puesto que diseña una configuración imaginaria y real que ha marcado
la cultura política hispanoamericana (y la cultura sin más) con una fuerte
impronta organicista. Es decir, que pervive entre nosotros un privilegiamiento
de los cuerpos orgánicos, colectivos, sobre los individuos; figuras colectivas
que pueden ser la familia, la corporación, el pueblo, la nación, etcétera. Aun
la tradición liberal hispanoamericana se ha inclinado a una lectura más rousseauniana,
más populista, totalizadora y organicista que hacia una lectura como la que
impera en Inglaterra o en los Estados Unidos de América. Esto tiene consecuencias
sobre la constitución del modo como los sujetos se observan a sí mismos y a la
sociedad, así como al modo en que organizan sus prácticas sociales y políticas.
Tengamos en cuenta
además que el uso del término "pueblos" en Hispanoamérica refiere a
reinos, provincias o ciudades, y serán estos pueblos los que, conservando su soberanía,
compondrán el conglomerado de la nación. Claro que aquí "nación"
significa "nación natural", un concepto de origen jusnaturalista
medieval que indica el lugar del nacimiento como una entidad originaria y
autosuficiente, y por ende, diferente de la liberal, que asocia nación con
estado.
Así, el propio
Moreno escribe:
"…ya en otra gaceta,
discurriendo sobre la instalación de las Juntas de España, manifesté que,
disueltos los vínculos que ligaban los pueblos con el monarca, cada provincia
era dueña de sí misma, por cuanto el pacto social no establecía relación entre
ellas directamente, sino entre el rey y los pueblos".
En la América
española, precisamente, los pueblos están compuestos no por ciudadanos sino por
vecinos, noción que incluye estatus desiguales y desigualdad de derechos. El
vecino (como recalcó Guerra) posee un estatuto particular, diferenciado
(fueros), por ende implica la desigualdad entre las personas, dentro de una
concepción corporativa o comunitaria de lo social. En otros términos, no es un individuo
componente de una colectividad abstracta (pueblo, nación), sino un "hombre
concreto, territorializado, enraizado" en una sociedad o pueblo concreto y
perteneciente a una corporación de tipo económico, eclesiástico, profesional, etcétera.
En cambio, el ciudadano moderno es el componente individual de una comunidad
abstracta (la nación, el pueblo), portador de derechos civiles (propiedad, libertad,
seguridad) y de derechos políticos que lo definen como ciudadano.
No debemos perder
de vista el carácter político de los discursos de Moreno, los cuales (más allá
de la coherencia teórica) buscan remarcar que el pacto de sujeción había
caducado por vacancia y ausencia de sucesión legítima, y de allí en más argumentar
que la conquista (española) no legitimaba el derecho de dominación. En
consecuencia, sostenían que la revolución de mayo mudaba radicalmente el
asiento de la soberanía, y la trasladaba del cuerpo del rey al cuerpo del
pueblo, de la soberanía del rey a la soberanía popular. Con lo cual es posible
concluir que se hallaba en vías de legitimar la idea de una revolución
política, en la medida en que ésta implica justamente una gigantesca traslación
del criterio de la soberanía.
Dentro de este
operativo legitimador, los Escritos de Mariano Moreno apelarán al término
"nación". Pero hagamos un alto para remarcar que aquí es preciso
moverse con cuidado para no incurrir en anacronismos, es decir, para no
atribuirles a los actores del pasado conceptos o ideas que no formaban parte de
su universo mental.
En principio, hay
que someter a escrutinio, a observación crítica, el concepto de
"nación", puesto que la noción moderna de nación incluye la noción de
"estado". Dicho de otro modo, en la modernidad la nación es el
estado-nación. Por eso, resulta complicado sostener que Moreno pudiera imaginar
algo así en esos meses de 1810 en que la forma estatal anterior estaba en
crisis y aún no se vislumbraba otro estado nacional que la sustituyera. En
verdad, un estado con alcance realmente nacional sólo se constituye plenamente
en 1880. Por tanto, podemos ver en sus textos que lo que forma parte del
imaginario morenista bajo el término "nación" es una figura de
pertenencia identitaria, encuadrada por instancias jurídico-institucionales, a
las que Moreno les atribuirá determinadas cualidades según un modelo
republicano.
En segundo término,
a esa forma identitaria no puede atribuírsele el gentilicio
"argentino". Antes de 1810, Moreno ha utilizado la categoría
"nación" agrupando al conjunto de los pueblos españoles, tanto
europeos como americanos, tanto a la metrópoli como a las colonias de España.
También luego de la destitución del rey de España, la constitución de Cádiz de
1812 expresará en su artículo 1° que "la nación española es la reunión de
todos los españoles de ambos hemisferios".
Si bien a partir de
mayo esta idea se torna más borrosa en los escritos de Moreno, es seguro en
ellos que "nación" no puede significar de ninguna manera "nación
argentina", así como "argentinos" tampoco se usa con el
significado que posee actualmente. Esto por la sencilla razón de que no existe
tal nación y porque, además, aunque el nombre "argentinos"
efectivamente existe desde el poema La Argentina de del Barco Centenera, publicado
en 1602, en la época de la revolución de mayo y más adelante el término sólo
designa a los habitantes de Buenos Aires. De modo que, siguiendo a Ángel
Rosenblat, entendemos que "argentino" designa a los habitantes (no a
los nativos) criollos y españoles de Buenos Aires y su región, con exclusión de
las castas (mestizos, mulatos, etcétera). O sea que es un término que comienza
siendo local y después se extiende para designar al conjunto de los habitantes
de aquello que se definirá como República Argentina a lo largo de un proceso
que llevará varias décadas.
Ahora bien: ¿cuál
es entonces la construcción imaginaria, la figura de nación, patria o país que
podemos desentrañar en los Escritos de Moreno? ¿Con qué predicados, cualidades
y contenidos llena esta forma? Esto también podría preguntarse de esta manera:
¿cuál es el tipo de nacionalismo o de patriotismo que profesa Moreno, con qué
rasgos identifica lo que imagina como esa entidad a la que pertenece y en la
que se está desarrollando una revolución?
Para comenzar,
vemos que, en lo que se refiere al plano territorial, sus alcances se revelan
en la convocatoria a la Junta Grande y en los destinos adonde se comunican las
decisiones de la Junta y se envían los ejércitos para combatir a las fuerzas españolas
o provinciales opuestas a ellas. Naturalmente, éstas dibujan el mismo espacio
de pertenencia de la colonia; esto es, el de los límites del Virreinato del Río
de la Plata: las intendencias de Buenos Aires, de Salta del Tucumán, Córdoba
del Tucumán, La Paz, Cochabamba, Potosí, Charcas y Paraguay, y las provincias
de Moxos, Chiquitos, Montevideo y Misiones, es decir, la mayor parte de lo que
hoy es Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Dicho sea de paso, esto habría
de generar un mito de larga duración, que identificaría a la Argentina (que no
existía) con esa extensión, elaborando entre nosotros una versión irredentista,
o sea, la de un territorio propio ilegítimamente expropiado.
Esta situación,
dentro de un territorio mal comunicado y con fuertes tendencias localistas que
prontamente habrían de manifestarse, ofrecía débiles elementos para avalar un
"nacionalismo territorial", es decir, la identificación de un espacio
patrio de pertenencia con un espacio geográfico definido. En todo caso, desde
percepciones como la de Moreno, ese imaginario territorial tenía un núcleo
nítido de referencia en la ciudad de Buenos Aires y, a lo sumo, en su
hinterland bonaerense, que establecía una relación de subordinación sobre las
provincias del hasta entonces virreinato. Esta visión se expresa claramente en
las notas de Moreno escritas con motivo de la "desobediencia" de
Montevideo: "¿Qué sería del orden público (escribió en la Gaceta) si los
pueblos subalternos pudiesen resolver por sí mismos la división de aquellas
capitales que el soberano ha establecido como centro de todas sus
relaciones?".
¿Qué quiere decir entonces
Moreno cuando habla de "nación"? En principio, sabemos que el término
es realmente antiguo, sólo que antes de los tiempos modernos tanto
"nación" como "patria" indicaron el lugar de nacimiento y/o
de residencia. Así es Ítaca para Ulises en la Odisea, como Florencia lo es para
Maquiavelo. Se trata de un término de la tradición antigua y medieval cargado
de fuerza sentimental y moral, que luego se trasladará y resignificará en la
modernidad. Entonces, la nación terminó resultando una entidad identitaria y de
pertenencia, una estructura político-institucional que remite al estado en
tanto monopolio de la fuerza legítima (según la definición de Max Weber) y un
principio de legitimación y soberanía.
Vista en términos
abstractos, la nación posee una componente material (territorio, mercado,
instituciones) y otra (que es la que nos interesa) simbólica. A esta última
podríamos llamarla "la ideología del estado-nación" o
"nacionalismo", entendiendo por ella la concepción que considera a la
nación como un sujeto histórico soberano. Pero además, y esto es fundamental,
la idea de nación ocupó en la modernidad la función legitimadora que había
quedado vacante por la caída de los fundamentos teológicos del orden político.
Es notable de qué
manera este movimiento de secularización del poder político se vio
paradójicamente acompañado por la sacralización de los símbolos nacionales, tal
como se operó de modo ejemplar en él y a calificado como laboratorio político
de la revolución francesa, replicado también en nuestras tierras a partir de
1810. Se comprueba así una evidente transferencia del vocabulario religioso al
profano. Al respecto, Rosenblat verificó que después de 1810 se produjo ese
mismo fenómeno. Señaló así algunas expresiones pronunciadas durante este
proceso, tales como "templo de la libertad", "altares de la
patria", "la santa causa de América", "el objeto sagrado de
la revolución", "panteón de los mártires", "mártires de la
patria", y algunas tan conocidas como la que en el himno nacional habla de
"el grito sagrado".
En los Escritos
verificamos que Mariano Moreno implementa la idea de "nación" como
apoyatura de la nueva legitimidad, para lo cual comienza a hablar de ella como
una estructura autónoma y subsistente con independencia del monarca español. Es
fundamental leer con atención lo que escribe en septiembre:
"Fernando VII
tenía un reino, pero no podía gobernarlo; la monarquía española tenía un rey,
pero no podía ser gobernada por él; y en este conflicto la nación debía
recurrir a sí misma para gobernarse, defenderse, salvarse y recuperar a su monarca".
Es preciso subrayar
que este uso de la nación en tanto estructura que remite a sí misma (y ya no al
rey) es una innovación radical que instaura a la nación como un nuevo sujeto
político, y que demanda y activa el patriotismo como pasión apuntada a la
defensa de la revolución.
Por otra parte,
volviendo al plano simbólico, hemos visto que el eventual imaginario de una
nación estuvo asociado primero a una demanda de igualdad jurídica de los pueblos
de América con los de España, de lo cual debía derivarse una demanda de igualdad
de representación con España. Luego, como mostró Noemí Goldman, como toda
construcción identitaria, esta insinuada definición de una identidad colectiva nacional
se realizó en contraposición con un otro, con un ellos opuesto a un nosotros, donde
el ellos progresivamente abarca a los españoles europeos y el nosotros a los españoles
americanos o criollos. Así, Moreno cree llegado el momento de recordar que el
español europeo que llegaba a América "era noble desde su ingreso, rico a
los pocos años de residencia, dueño de los empleos, y con todo el ascendiente
que da sobre los que obedecen la prepotencia de hombres que mandan lejos de sus
hogares". Y aún les gritan con desprecio a los americanos: "Alejaos
de nosotros, resistimos vuestra igualdad, nos degradaríamos con ella, pues la
naturaleza os ha criado para vegetar en la obscuridad y abatimiento". Y
ante quienes terminan siendo calificados como "enemigos de la felicidad
pública", Moreno apela a un valor central de su universo axiológico:
"el sagrado dogma de la igualdad".
Aquí y a hemos ingresado,
pues, en la adjudicación de cualidades y valores a aquel espacio virtual
nacional o de pertenencia. En adelante nos serviremos de una selección de citas
de Moreno para mostrar estos posicionamientos decisivos en el curso de su fugaz
e intensa gestión de gobierno. Así, en una nota del 25 de octubre de 1810,
sostiene que el mérito y las virtudes deben valer más que el linaje, para
"que un hombre desconocido pero con virtudes y talentos no sea jamás
preferido por otro en quien el lustre de su casa no sirve sino para hacer más
chocante la deformidad de sus vicios". Está enunciando el principio del
igualitarismo, que será uno de los pilares sobre los que asentar el proyecto y
definir un espacio de pertenencia moral de virtudes. Una de sus expresiones extremas
(porque en ellas incorpora a la población nativa) se halla en la orden de la
Junta que Moreno leyó el 8 de junio 1810:
"En lo
sucesivo no debe haber diferencia entre el militar español y el militar indio;
ambos son iguales y siempre debieron serlo, porque desde los principios del
descubrimiento de estas Américas quisieron los reyes Católicos que sus
habitantes gozasen de los mismos privilegios que los vasallos de Castilla".
El igualitarismo
podrá adoptar una impronta de corte romántico-populista sin duda heredada de
Rousseau, donde el núcleo de esa patria se encuentra de manera cabal entre los
simples: "el buen salvaje", los humildes, los campesinos.
"Causa ternura
el patriotismo con que se esfuerza el pueblo para socorrer al erario en los
gastos precisos para la expedición de las provincias interiores. Las clases
medianas, los más pobres de la sociedad son los primeros que se apresuran a
porfía a consagrar a la patria una parte de su escasa fortuna: empezarán los
ricos las erogaciones propias de su caudal y de su celo; pero aunque un
comerciante rico excite la admiración por la gruesa cantidad de su donativo, no
podrá disputar ya al pobre el mérito recomendable de la prontitud en sus
ofertas. (Y no solamente los habitantes de los pueblos han acreditado así su
patriotismo), sino también los moradores de nuestras campañas, que con ofrecimientos
sencillos y puros, como sus corazones, descubren la ternura y el reconocimiento
más respetuoso cuando hablan de la Junta y de sus providencias" (Mariano
Moreno; Escritos, prólogo y edición crítica de Ricardo Levene).
Esta valoración del
mundo de los simples, de matriz cristiano-populista, va acompañada, como tantas
veces ocurre, de una posición elitista, o sea, de una prospectiva según la cual
la dirección política de una sociedad corresponde a una minoría, en este caso
autolegitimada en la posesión de ciertas virtudes, que son en definitiva las
virtudes republicanas. Una celebración de éstas, fusionada con el valor de la
igualdad, es lo que resplandece en el célebre decreto de supresión de honores vinculado
a un episodio en el cual Saavedra se vio involucrado. Allí un Moreno cada vez
más perdidoso en la lucha interna de la Junta escribió frases luego repetidas
hasta en los actos escolares. Se dispone, asimismo, que en las diversiones
públicas de toros, ópera, comedia, etc., no tendrá la Junta ningún privilegio:
"los individuos de ella que quieran concurrir comprarán lugar como
cualquier ciudadano". El artículo de la Gaceta del 25 de octubre
prescribe, además:
"…que en todas
partes el funcionario tema la censura pública, y el empleado encuentre en la
opinión del pueblo el único garante de su sueldo… que el gobernador sea
infatigable en promover el bien de su pueblo, el ciudadano siempre dispuesto a
sacrificar (a) la patria sus bienes y su persona".
En los momentos más
tensos de la lucha interna con Saavedra, en el célebre decreto de supresión de
honores, Moreno apela nuevamente al temple republicano: "No se podrá
brindar sino por la patria, por sus derechos, por la gloria de nuestras armas y
por objetos generales concernientes a la pública felicidad". De modo más
radical aún: "Desde este día queda concluido todo el ceremonial de iglesia
con las autoridades civiles: éstas no concurren al templo a recibir inciensos,
sino a tributarlos al Ser Supremo". En esta última frase se observa la
radicalización de su discurso, apelando para ello nuevamente a Rousseau y a la
tradición de la revolución francesa, que había sustituido el dios cristiano por
el culto al ser supremo, propio de una religiosidad racionalista y desapegada
del ritual católico y de sus mediaciones eclesiásticas.
En suma, a modo de
conclusión, podemos considerar que, cuando Moreno dice "nación", está
diciendo "república"; es decir, que piensa la forma nación a través
de la lente de un conjunto de atributos y valores que no son otros que los
valores republicanos. De esta manera resulta feliz el aserto de José Carlos
Chiaramonte al decir que en el pensamiento de Moreno la república precedió a la
nación, así como el señalamiento de Halperín Donghi en el sentido de que el
patriotismo, en tanto primacía de lo público sobre lo privado, será "el
centro moral del nuevo sistema".
Es cierto sin
embargo que las versiones más radicalizadas del pensamiento moderno mal podían
en este sentido formar parte del entorno político-cultural de Mariano Moreno.
Esto se revela con claridad cuando dispone justamente la traducción de El
contrato social, su distribución en las escuelas y su lectura en los púlpitos
de las iglesias, puesto que al hacerlo considera esta obra como uno de los
"catecismos de los pueblos libres", pero excluye el último capítulo (el
referido a la religión) puesto que, según dice el mismo Moreno, en estos
aspectos el autor habría delirado…
Hay que admitir además
que, en general, aun en versiones fuertemente secularizadas del pensamiento de
la Ilustración, la religión forma parte de una instancia necesaria para
garantizar la sociabilidad y la gobernabilidad, así fuere por considerarla
imprescindible entre los sectores populares. En un documento inédito de Moreno
llamado "Religión" leemos:
"La religión
es la base de las costumbres públicas, el consuelo de los infelices y, para
servirnos de la brillante expresión de Homero, la cadena de oro que suspende la
tierra del trono de la divinidad. La religión es necesaria a los pueblos y a
los jefes de las naciones. Ningún imperio existió jamás sin ella. Es necesaria
para el pueblo, a quien los filósofos no pueden comunicar sino falsas luces,
errores y vicios. Se necesita para el Estado, pues ella es el primer resorte de
las leyes políticas y civiles, y la piedra angular del edificio social. La
religión es el suplemento de las leyes; ella toma a los hombres donde aquéllas
los dejan, ella los hiere donde aquéllas no pueden y a tocarlos en las
tinieblas de la noche, en el secreto de los hogares, en el santuario de los
pensamientos, en la impunidad que proporcionan el poder y la autoridad, siendo
de este modo el más seguro garante del orden público. Sin religión, la libertad
degenera en licencia; el poder, en despotismo; se obedece a las leyes por
temor. Éste hace esclavos, y la religión forma ciudadanos".
Se trata de un
discurso que sigue buscando en la religión lazos sociales y políticos, y también
criterios de hegemonía y obediencia. Y es que existe una distancia entre la minoría
dirigente y el pueblo, distancia que define el elitismo y, en este caso, al elitismo
republicano. En un artículo de junio de 1810 referido a la libertad de escribir
está presente ese rasgo, que no abandona el desarrollo de la representación
política en la relación entre gobernantes y gobernados, y que compartirán las
elites argentinas hasta principios del siglo XX: una concepción elitista y
tutelar de la sociedad. Elitista en la medida en que hay una minoría de la
sociedad encargada de dirigir y en que esta dirección implica una tutela, una
especie de tutoría sobre el pueblo, sobre la mayoría, sobre las masas, sobre la
plebe, hasta tanto ese pueblo esté en condiciones de hacerse cargo autónomamente
de su propio gobierno.
Precisamente el
jacobinismo (del cual sus enemigos acusarán a Moreno), nacido con la revolución
francesa y encabezado por Robespierre, ha sido definido como un igualitarismo
republicano autoritario, o como el encuentro de la filosofía de las Luces con
una situación de guerra; dos rasgos que pueden localizarse en los escritos de Moreno
y que se radicalizan en forma progresiva a medida que la confrontación interna y
con los españoles alcanza mayores niveles de crispación y violencia. Rasgos que
encontrarán sus límites en la propia constelación ideológica de Moreno, que no
son sino los de su entorno cultural.
Esta radicalización
en las ideas se correspondía sin duda con actitudes y decisiones que los
representantes metropolitanos no dejaron de percibir como efectivamente revolucionarias
y que, por ende, merecían una respuesta igualmente radical. Moreno y los suyos,
por su parte, tenían muy fresca la condena del general Goyeneche a los sublevados
de La Paz el 29 de enero de 1810, que fue conocida en marzo en Buenos Aires. En
ella se los consideraba "reos de alta traición, infames, aleves y
subversores del orden público, y en su consecuencia les condeno en la pena
ordinaria de horca, a la que serán conducidos arrastrados a la cola de una
bestia de albarda y suspendidos por mano de verdugo, hasta que naturalmente hayan
perdido la vida… Después de las seis horas de su ejecución se les cortarán las cabezas
a Murillo y Jaén y se colocarán en sus respectivos escarpios… para que sirvan
de satisfacción a la majestad ofendida, a la vindicta pública del reino y de
escarmiento a su memoria".
En efecto, es
suficiente repasar los acontecimientos de esos meses para evaluar el peso
formidable de las resistencias levantadas ante la constitución de la Junta. Se sucedieron
así la conspiración de Córdoba, la rebelión de Montevideo, el movimiento separatista
del Paraguay y la oposición desatada en el Alto Perú.
Las circulares y
artículos de Moreno demuestran el pasaje a decisiones cada vez más radicales.
Al respecto, no es necesario apelar al llamado "Plan de operaciones"
(cuya dudosa autoría sigue siendo objeto de polémicas historiográficas), ya que
con los escritos auténticos disponibles basta para observar este
desplazamiento. Así, en una nota del 15 de octubre se percibe el deslizamiento
de la guerra contra las autoridades españolas a la guerra contra el residente
español, y el 3 de diciembre una circular redactada por Moreno dispone la
exclusión de los cargos públicos del español europeo.
Entre las
instrucciones reservadas de la Junta de mayo, con explícitas órdenes de aplicación
del terror, pueden citarse entre otras la correspondiente a los conspiradores
de Córdoba, entre los que se contaban Liniers y el obispo Orellana.
Ante la rebelión,
se dice, "sólo el terror del suplicio puede servir de escarmiento a sus
cómplices", y dada la presencia del obispo se advierte a los clérigos
abstenerse de participar "en las turbulencias y sediciones de los
malvados", debiendo saber que "el carácter sagrado del delincuente no
hará más que aumentar lo espectable del escarmiento". Orden ésta que
cuando no fue acatada desencadenó una apelación de Moreno a Castelli con una
indicación de tenor claramente jacobino: "Vaya, pues, doctor, usted que,
como los revolucionarios franceses, ha dicho alguna vez que, cuando lo exige la
salvación de la patria, debe sacrificarse sin reparo hasta el ser más
querido". Con la excepción del obispo, el 26 de agosto se cumplieron las
ejecuciones en Cabeza de Tigre.
Igualmente, en las
instrucciones dadas a Belgrano para su expedición al Paraguay se le indicaba
que todo europeo que se encontrara armado "deberá ser arcabuceado, bien se
tome en función de guerra o de cualquier otro modo" y que "vuestra
excelencia ejecutará puntualmente esta providencia, debiendo estar entendido
que la Junta no deja lugar a la compasión o sensibilidad, sino que lo constituye
en ciego ejecutor de esta medida, de cuyo puntual cumplimiento le pedirá la patria
estrecha cuenta".
Las instrucciones
dadas a Castelli para la campaña en el Alto Perú ahondan el uso del terror:
condenan a muerte sin proceso previo al presidente Nieto, al gobernador Sanz,
al obispo de La Paz, al general Goyeneche y a Córdoba, entre otros. Enrique Ruiz
Guiñazú recuerda que en ellas Moreno incluye prisión, destierro y persecución de
su ex protector Terrazas, y determina que "en la primera victoria que
logre, dejará que los soldados hagan estragos en los vencidos para infundir el
terror en los enemigos".
Esta política
despertó resistencias entre los propios criollos. Caído Moreno, en una carta
dirigida a Chiclana, Cornelio Saavedra se felicitaba de que "el sistema robespierriano
que se quería adoptar en ésta, la imitación de la revolución francesa que
intentaba tener por modelo, gracias a Dios que han desaparecido".
Hacia el final de
esos meses cruciales y vertiginosos, derrotado en la lucha interna, el 18 de
diciembre de 1810 Moreno presentó su renuncia, aceptó una misión diplomática y
murió en alta mar el 4 de enero de 1811.
En torno a su
figura y sus escritos he tratado de ofrecer un fragmento relevante de ese
período fundacional de la Argentina moderna. En especial, he intentado exponer algunas
ideas y categorías con las que desde el interior de la elite
político-intelectual se representaron los acontecimientos vividos. Para ello
fue necesario introducir nociones provenientes del mundo occidental en el que
el Río de la Plata se hallaba inserto.
Oscar Terán
Historia de las ideas en la
Argentina (1810 – 1980)
Siglo Veintiuno Editores, 2008
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