jueves, 5 de marzo de 2020

Crisis y reconstrucción


El gobierno de la Alianza debió enfrentar un complejo problema económico, centrado en el mantenimiento o el abandono de la convertibilidad. El presidente de la Rúa renunció en diciembre de 2001, cuando comenzaba una profunda crisis económica, política y social, y Eduardo Duhalde fue elegido por el Congreso para completar su mandato. Durante 2002, la crisis se desplegó plenamente, pero a comienzos de 2003 el gobierno había conseguido encarrilar los principales problemas. En mayo de ese año, fue electo presidente Néstor Kirchner, quien inicialmente completó la tarea iniciada por Duhalde, con la colaboración del ministro de Economía Roberto Lavagna. En 2005, ya con la economía en expansión y las cuentas fiscales saneadas, Kirchner despidió a Lavagna y se hizo cargo plenamente del gobierno. Se cerraba la transición y comenzaba el kirchnerismo, la nueva fase del segundo peronismo.

El gobierno de la Alianza
Encabezada por Fernando de la Rúa, la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación llegó al gobierno con un amplio crédito de confianza y varios problemas de solución casi imposible. Su poder estaba limitado por la presencia dominante del peronismo en el Senado y en la mayoría de las provincias. En el interior de la coalición había diagnósticos y propuestas diferentes y poco ensambladas. La movilización social, latente desde 1998, seguía presente y articulada. Sobre todo, la economía ponía un límite férreo a la acción del gobierno.
El nuevo gobierno recibió una economía que estaba en recesión desde 1998, un déficit fiscal mucho mayor del previsto y un régimen de convertibilidad cuyo mérito residía en limitar estrictamente la acción estatal en materia monetaria y asegurar a los inversores globales (preocupados por la seguridad de sus fondos) que el país cumpliría con sus compromisos. Quedó en evidencia toda la fragilidad de la bonanza de los noventa. Así lo entendió la opinión pública: todo reposaba sobre la convertibilidad, y mantenerla fue la nueva ilusión colectiva y también el principal respaldo del gobierno.
Las políticas que contribuían a sostener la convertibilidad, con la esperanza de que se reiniciara el ciclo virtuoso, profundizaban la recesión local. El estancamiento se manifestaba en la experiencia cotidiana: elevada desocupación, empleo "en negro", tasas de interés altísimas, retracción comercial, atraso en los pagos del Estado y desaliento a los inversores. Para convencer a sus acreedores, el país debía cumplir con sus compromisos, y esto sólo era posible con nuevos préstamos. El Fondo Monetario Internacional (FMI) se mostró tolerante y benévolo con el país mientras duró la administración Clinton en Estados Unidos. Pero la perspectiva de quienes manejaban los grandes fondos de inversión privados era distinta: sólo les preocupaba abandonar a tiempo un mercado riesgoso. El "riesgo país", la sobretasa de interés que debía pagarse en los mercados financieros mundiales, registraba la fragilidad de la solvencia, sostenida por hilos cada vez más tenues.
La convertibilidad, sumada a diez años de inflación interna, tuvo como consecuencia un peso sobrevaluado, que hacía difícil competir en los mercados mundiales; así retrocedieron las exportaciones industriales, que habían sido uno de los pilares de la transformación de los noventa. Pagar los vencimientos de la deuda requería un enorme esfuerzo fiscal y una reducción de los gastos del Estado: congelar salarios, suprimir partidas, achicar la inversión. Todo ello profundizaba la recesión, y además reducía los ingresos provenientes de los impuestos.
Así, los distintos problemas confluían en el "ajuste" fiscal. El Estado gastaba más de lo que percibía. En parte porque no recibía nuevos préstamos, en parte por la recesión y en parte porque durante la bonanza de los noventa el gobierno no había controlado los gastos, había alimentado la maquinaria política, cuyo apoyo necesitaba, y también al vasto sector de prebendados y depredadores de distinto tipo que sorbían sus recursos.
En 2000, no se discutían tanto las causas profundas como las consecuencias: quiénes serían los afectados por la inevitable reducción fiscal y cómo se equilibrarían las presiones de los afectados, más impuestos, menos salarios, menos fondos para los gobiernos provinciales. Éste era un problema particularmente complejo, en el que se cruzaban cuestiones políticas y sociales; el gobierno nacional necesitaba reducir las transferencias a las provincias; los afectados (en especial los empleados estatales provinciales) reaccionaban violentamente y los gobernadores debían afrontar esos conflictos y a la vez negociar con el gobierno nacional.
En 2000, la política económica fue conducida de manera ecléctica y razonable por el ministro José Luis Machinea, combinando un poco de ajuste salarial, un poco de elevación de impuestos y un poco de reducción de gastos. Por otro lado, apostó a la reactivación, y trató de atraer a los empresarios reduciendo los costos salariales mediante la reforma de la ley laboral. Sobre todo, consiguió el apoyo del FMI, que a fines de 2000 acordó fondos para el "blindaje" de la deuda externa.
Pero la recesión no cedió, la desconfianza de los inversores se mantuvo, continuó la fuga de capitales, aumentó el riesgo país y se alejaron las posibilidades de nuevos préstamos. En marzo de 2001, Machinea dejó su lugar a Ricardo López Murphy, quien apostó a reducir el déficit del Estado mediante un drástico recorte de gastos. Hubo una reacción social y política generalizada, y el ministro abandonó su cargo de inmediato. Entonces de la Rúa convocó a Domingo Cavallo, el "padre de la convertibilidad", transformado en la única esperanza de salvación para la ya desesperada opinión pública. Cavallo se convirtió de hecho en un "superministro", un papel adecuado a su personalidad.
En medio de una crisis social ya desbocada, Cavallo ensayó una solución no ortodoxa: cerrar las importaciones y reactivar las exportaciones industriales, mediante estímulos fiscales. Pero el elevado costo fiscal de esta política aumentó la desconfianza de los inversores y la fuga de dólares. Por entonces se había agregado otra dificultad: la nueva administración estadounidense, encabezada por George W. Bush, retaceó su apoyo al gobierno argentino, y después del episodio del 11 de septiembre de 2001, se desentendió completamente de su suerte.
Al borde de la cesación de pagos, Cavallo se concentró en la deuda externa. Primero acordó con los acreedores un "megacanje", permutando vencimientos inmediatos por otros a mayor plazo y mayor interés. Intentó flexibilizar la convertibilidad, combinando en la paridad dólares con euros, con resultado catastrófico: el Estado estaba admitiendo que la insolvencia estaba cercana. La última y desesperada medida para recuperar la confianza de los inversores fue anunciar en julio de 2001 un presupuesto de "déficit cero": el Estado sólo pagaría el equivalente de lo que recaudara. De inmediato se advirtieron las consecuencias: recortes de sueldos y jubilaciones y sobre todo reducción de las transferencias a las provincias. Para pagar los sueldos, los gobiernos provinciales emitieron bonos y otras cuasi monedas que sólo circulaban en cada provincia. Pero a juzgar por el "riesgo país", que ya llegaba a las nubes, nada cambió las expectativas de los inversores.
Al implacable avance de la crisis fiscal se sumó una movilización social de creciente intensidad. Pese a ello, el gobierno de la Alianza tuvo inicialmente un razonable margen de maniobra. El peronismo, muy desarticulado, no lo obstaculizó de manera sistemática: los gobernadores negociaron los fondos de sus provincias y los senadores negociaron sus votos para la aprobación de las leyes. Por otra parte, a medida que se revelaba la fragilidad de la convertibilidad, la opinión pública apoyó firmemente a un gobierno que parecía ser la última garantía de su mantenimiento.
Pero la Alianza, exitosa en lo electoral, no funcionó como coalición de gobierno. Por razones profundas o mezquinas, la Unión Cívica Radical (UCR) tuvo fricciones cada vez más fuertes con el grupo que rodeaba a de la Rúa. Alfonsín fue tomando distancia de la defensa a ultranza de la convertibilidad. El vicepresidente Carlos Álvarez, nexo entre ambos dirigentes radicales, procuró ampliar la Alianza dialogando con el espectro no peronista, mientras que el presidente apostó a la colaboración de los senadores y los gobernadores justicialistas. Combinar tendencias y puntos de vista divergentes no era imposible, pero hubiera requerido un liderazgo, una decisión y un talento político de los que de la Rúa carecía, de modo que los conflictos se agudizaron.
El "escándalo del Senado" desencadenó la ruptura. En abril de 2000, se aprobó la ley de reforma laboral, resistida por los sindicatos. Poco después trascendió que un grupo de senadores, peronistas y radicales, habían sido sobornados para que la aprobaran. Al parecer, se trataba de una práctica habitual durante el gobierno de Menem, a la que habría recurrido el ministro de Trabajo Alberto Flamarique, encargado de la operación. Chacho Álvarez, en su calidad de presidente del Senado, impulsó una investigación profunda, acorde con la propuesta del Frepaso sobre la reforma política. Los senadores peronistas y radicales se unieron para obstaculizarla y defender al cuerpo, y Álvarez sólo tuvo un tibio respaldo de de la Rúa. Finalmente, sólo hubo algunas renuncias entre los senadores y la investigación se paralizó, pero Álvarez, visiblemente desautorizado por el presidente, renunció a su cargo en octubre de 2000.
Su renuncia desencadenó una crisis en el gobierno. Aunque Álvarez sostuvo que el Frepaso seguía integrándolo, e incluso continuó aconsejando a de la Rúa (por ejemplo, sobre la incorporación de Cavallo al gabinete), los diputados del Frepaso se desgranaron. A fin de 2000, varios grupos desprendidos de la UCR, el Frepaso y el socialismo constituyeron Afirmación para una República Igualitaria (ARl), que encabezó Elisa Carrió. Las medidas de ajuste que en marzo propuso López Murphy, aunque efímeras, sumaron nuevas deserciones y acabaron con la frágil mayoría que el gobierno tenía en diputados. La designación de Cavallo, que funcionó como un virtual jefe del gabinete, distanció a Alfonsín, quien comenzó a explorar la alternativa de un gobierno de unidad nacional capaz de iniciar el abandono de la convertibilidad.
Aislado de sus aliados, y encerrado en un círculo muy reducido, el gobierno enfrentó las elecciones legislativas de octubre de 2001. En ellas el desempeño de la UCR fue malo; el peronismo, que también perdió muchos votos, sin embargo avanzó considerablemente en el control de las Cámaras. Los partidos de izquierda y el ARI obtuvieron buenos resultados. Pero lo más notable fue lo que se llamó el "voto bronca" o "voto castigo": un 22 por ciento de los sufragantes votó en blanco o anuló su voto. Un 24 por ciento no fue a votar, un porcentaje un poco mayor que el normal. El "voto bronca" fue impulsado por una campaña sistemática, que dio forma y expresión a la extendida disconformidad de la ciudadanía. Se culpaba al conjunto de los políticos de las dificultades económicas, de no hacerse cargo de las demandas de la sociedad y de preocuparse sólo por defender sus privilegios.

Protesta, crisis y final de la Alianza
Las elecciones de octubre iniciaron la crisis final del gobierno. Los senadores peronistas eligieron a uno de ellos (Ramón Puerta) como presidente provisional del Senado, primero en la línea sucesoria luego de la renuncia de Álvarez. Anunciaban así que se preparaban para retomar el gobierno. Los gobernadores peronistas se organizaron para defender su parte de unos recursos fiscales que se reducían aceleradamente. El gobierno, huérfano del respaldo del FMI (pese a los desesperados intentos de Cavallo) comenzó a recortar todo tipo de gastos, lo que agudizó las reacciones.
La crisis fiscal reactivó la protesta social, que renació a mediados de 2000 y creció sostenidamente, hasta culminar en diciembre de 2001. La singularizó su dimensión nacional, su heterogeneidad y la convergencia práctica. Prendió primero en algunas capitales provinciales lejanas de Buenos Aires. En mayo de 2000, hubo un nuevo corte en General Mosconi, Salta, duramente reprimido, que concluyó con una pueblada victoriosa e importantes logros. En noviembre del mismo año las organizaciones piqueteras de La Matanza obtuvieron un éxito similar, en momentos en que estallaba otro episodio violento en Mosconi. Las cosas fueron más duras en 2001. El "déficit cero" establecido por Cavallo en julio y su secuela de recortes presupuestarios profundizaron el descontento, involucrando ciudades menores y pueblos. A fines de año, como se verá, los vecinos de la ciudad de Buenos Aires pasaron de espectadores a participantes activos de una protesta que en las grandes conurbaciones incluyó el saqueo, la violencia, la represión y las muertes.
Los protagonistas se fueron ampliando y renovando. Las dos CGT y la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), unidas o separadas, convocaron a huelgas generales y organizaron marchas nutridas y turbulentas. Muy activos fueron los trabajadores estatales de las capitales provinciales, y sobre todo los docentes. En los municipios, la protesta se profundizó al sumar a organizaciones vecinales y otras redes de base territorial.
Pero los actores principales fueron las organizaciones "piqueteras". Su peso se incrementó cuando el gobierno de la Alianza, que trataba de reducir la influencia de las redes políticas peronistas, decidió negociar con ellas y encargarles la distribución de los planes de ayuda. Esto confirmó la intuición de los demandantes: como en los noventa, el gobierno renunciaba a aplicar políticas universales y se ocuparía de aquellos que presionaran adecuadamente. Como los beneficios otorgados eran precarios, las demandas crecientes y la competencia intensa, las organizaciones debían permanecer activas, para defender lo recibido y ampliarlo. De ese modo se cerraba el círculo: en definitiva, el Estado subsidiaba y hacía crecer a los grupos que se habían organizado para presionarlo.
Las organizaciones piqueteras eran complejas: al núcleo de desocupados se sumaban jubilados, ocupantes de tierras y, en general, familias necesitadas. Construir las organizaciones fue la tarea de veteranos militantes sociales, antiguos dirigentes sindicales y también activistas políticos. Una novedad fue la participación de las mujeres, que articularon la dimensión militante con las tareas comunitarias, de creciente importancia. Las organizaciones proliferaron, con diferencias de envergadura, perspectivas y estrategias, aunque coincidieron en la táctica (el corte de rutas y de calles) y en la práctica organizativa, basada en las asambleas, en las que se discutía lo concreto y lo general. Diferían en sus perspectivas de largo plazo. Para algunas organizaciones, el horizonte estaba en las puebladas y en la insurrección popular. Otras fueron promovidas por partidos de izquierda, que las acomodaron a sus respectivas líneas políticas. Un grupo importante apuntó a lo que llamaban la autoorganización popular. Un punto esencial eran los subsidios estatales, que solucionaban los problemas de los necesitados y además posibilitaban el funcionamiento y la expansión de las organizaciones. Las organizaciones piqueteras procuraron darle un significado diferente al que era común en el ámbito de las redes del peronismo. Los subsidios no debían ser considerados una dádiva, sino una conquista. El Estado tenía la obligación de garantizar los derechos básicos de los ciudadanos: la salud, la educación, la alimentación, el trabajo y la vivienda. No hacerlo suponía una injusticia que debía ser reparada, y en ello residía el derecho y la dignidad.
En 2001, las organizaciones piqueteras pasaron a primer plano, avanzando en su integración y coordinación. A fines de julio se reunió una Asamblea Piquetera Nacional, y se acordó un plan de acciones en común, que culminó el 7 de agosto con cortes de rutas en todo el país. Sin embargo, afloraron las diferencias estratégicas y hubo muchas escisiones. Las organizaciones más antiguas, como la Federación de Tierra y Vivienda (FTV) y la Corriente Clasista y Combativa (CCC), impulsaban reformas sociales, como el seguro universal que mejoraran la situación de los desocupados, y no desdeñaban negociar con las autoridades. Las que eran impulsadas por partidos de izquierda, como el Polo Obrero (PO), consideraban que existía en el país una situación prerrevolucionaria y orientaron sus acciones en ese sentido. A principios de diciembre este grupo profundizó la escisión conformando el Bloque Piquetero.
En los últimos meses de 2001, el fantástico nivel alcanzado por el "riesgo país" descartó cualquier posibilidad de acceso al crédito internacional. Se corporizó así el fantasma del default o declaración del cese de los pagos de la deuda. Unos sacaron sus dólares del país; otros retiraron sus depósitos de los bancos. La corrida amenazaba con destruir todo el sistema bancario. Para frenarla, Cavallo tomó una medida excepcional, pronto conocida como "corralito": el 1º de diciembre redujo a una pequeña suma la extracción de efectivo de los bancos, aunque siguieron habilitadas las transferencias, los cheques y los pagos con tarjetas. Pocos días después, ante la falta de respuesta del FMI, se anunciaron nuevos cortes presupuestarios.
El "corralito" relanzó la protesta social. La desafección institucional, el cuestionamiento de todos los mecanismos de representación y la búsqueda de nuevos canales se pusieron de manifiesto en la adhesión al plebiscito convocado por el Frente Nacional contra la Pobreza (FRENAPO), organizado por la CTA y otras agrupaciones sociales y políticas, que proponía establecer un ingreso ciudadano básico. Entre el 13 y el 17 de diciembre votaron tres millones de personas. Los lugares de sufragio fueron organizados por distintas instituciones: sindicatos, centros estudiantiles, parroquias, asociaciones profesionales, sociedades de fomento, hospitales, cárceles; su diversidad revela la extensión del cuestionamiento.
Por entonces, la protesta ya había tomado otro rumbo. El 13 de diciembre las tres centrales obreras organizaron un paro nacional que tuvo una adhesión casi unánime; ese día, en muchas ciudades hubo manifestaciones callejeras y actos de violencia que se prolongaron en los días siguientes. Las organizaciones piqueteras reunieron a su gente alrededor de los grandes supermercados y negociaron con los gerentes y con algún funcionario público la entrega de bolsones de alimentos. Pero la acción se extendió por todo el país, y esa semana fueron saqueados unos trescientos negocios. La represión fue inconexa, pero hubo 18 muertos (algunos a manos de los comerciantes) y cientos de heridos.
El 18 de diciembre, comenzaron los saqueos en el Gran Buenos Aires y en otros grandes conurbanos. En los barrios populares, fueron asaltados muchos supermercados pequeños, aprovechando la sospechosa pasividad de las fuerzas policiales, que se limitaron a proteger los locales de las grandes cadenas. Hubo una parte importante de espontaneidad, pero también los estimularon muchos dirigentes peronistas locales, con intención de darle el último empujón al gobierno. El 19, la protesta estalló en la Capital Federal, movilizando a nuevos actores. Al son de los cacerolazos, salieron a la calle muchos vecinos de Buenos Aires, afectados por la crisis o movilizados por la indignación y la desilusión. Por la noche el presidente decretó el estado de sitio; no tuvo ningún efecto disuasivo, pero en cambio avivó el conflicto y puso en movimiento a quienes aún se mantenían apartados. En la Capital, se congregaron frente al Congreso o en la Plaza de Mayo muchedumbres de reclamantes, a las que se sumaron grupos del Gran Buenos Aires. El día 20, la policía reprimió a los manifestantes en la plaza y hubo cinco muertos.
Ya había renunciado el ministro Cavallo y el presidente, en un último intento, convocó a un gobierno de unidad nacional. Por entonces, los dirigentes peronistas y buena parte de los radicales habían coincidido en que con de la Rúa la crisis no tenía salida. Por la noche, el presidente renunció a su cargo y en un helicóptero abandonó la Casa de Gobierno, sitiada por los manifestantes furiosos. En esos días habían muerto un total de 39 personas. Curiosamente, de la Rúa volvió al día siguiente a la Casa de Gobierno, para esperar que su renuncia fuera aceptada.
Así terminó el breve interludio de un gobierno no peronista en el ciclo del segundo peronismo. Surgida en un contexto de optimismo ciudadano que recordaba el de 1983, la Alianza entusiasmó al principio con su promesa de trabajo, educación y justicia, aunque terminó concitando el apoyo de quienes, de manera más modesta, querían salvar la convertibilidad. Ambas aspiraciones eran igualmente utópicas. Los datos duros de la economía ya indicaban en 1999 que, salvo algún cambio importante en las condiciones externas, el derrumbe fiscal era imposible de detener. En los dos años de gobierno de la Alianza los datos sólo cambiaron para peor, en particular con la nueva política de Estados Unidos y el FMI.
Era inevitable que la crisis provocara un remezón social y político. Pudo haber sido diferente su forma y su profundidad, y eso fue responsabilidad del gobierno de de la Rúa. Al menos hasta octubre de 2001, nadie se propuso definidamente derribarlo o ponerle obstáculos imposibles de superar. La gestión de de la Rúa no intentó sumar a otras fuerzas políticas y tratar de hacerlas copartícipes de un derrumbe que se avizoraba, y del que también eran responsables. Tampoco fue capaz de mantener la unidad (ciertamente precaria) de la Alianza. Con mayor habilidad política, quizás hubiera podido evitar, si no el estallido social, al menos las muertes. Quizá también hubiera podido morigerar el derrumbe institucional y político, que a la larga fue la herencia más dura dejada por una crisis que en diciembre de 2001 recién comenzaba a manifestarse.

El año de la crisis
Desde entonces, y durante 2002, la crisis se desplegó en todo su alcance. Se conjugaron la crisis económica que originó el derrumbe de la convertibilidad, la crisis política derivada de la acefalía presidencial y profundizada por el cuestionamiento general a la legitimidad de los gobernantes, y la crisis social, alimentada por la de la economía y motorizada por la expresión de distintas formas de protesta y reclamo. Como trasfondo, se desplegaron imágenes terroríficas, quizás exageradas, pero operantes: guerra civil, saqueos, quiebras en cadena, anarquía. Todo formó parte del "año de la crisis". Curiosamente, a fines de ese año, los fantasmas estaban desapareciendo y los problemas parecían encaminarse a una solución.
La crisis política transcurrió sobre un fondo de violentas manifestaciones sociales. Con la presidencia vacante, el protagonismo se trasladó a la Asamblea Legislativa, que dudó entre designar un presidente interino que llamara inmediatamente a elecciones o uno que concluyera el mandato de de la Rúa. La falta de acuerdo entre los distintos sectores del peronismo llevó a elegir la primera opción y, luego del breve interinato del presidente provisional del Senado, Ramón Puerta, fue designado el gobernador de San Luis, Adolfo Rodríguez Saá, quien contó con el apoyo de la mayoría de los gobernadores. Pese a lo acotado de su mandato, el nuevo presidente anunció que no se pagaría la deuda externa (decisión aprobada por el Congreso entre aplausos y vítores antiimperialistas) y encaró proyectos de largo plazo, para los que buscó respaldo en distintos sectores sociales y políticos. Pero apenas una semana después sus colegas le retiraron el apoyo, y optó por renunciar, en días en que una multitud asaltaba el Congreso de la Nación e incendiaba algunas oficinas. Interinamente asumió el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Camaño.
El primer día de 2002, la Asamblea Legislativa designó como nuevo presidente (ahora para concluir el mandato de de la Rúa) a Eduardo Duhalde, ex gobernador de Buenos Aires y candidato presidencial derrotado en 1999. Era el quinto presidente en apenas diez días. Duhalde tenía una importante base en su provincia, y logró el apoyo de los gobernadores peronistas y de la UCR, lo que le aseguró un buen respaldo en el Congreso. En cambio, la Corte Suprema de Justicia (con mayoría de jueces designados por Menem) le fue siempre hostil, sobre todo porque el Congreso inició un juicio político a sus integrantes. En la calle, los distintos grupos movilizados seguían reclamando con ira, de modo que la legitimidad del nuevo presidente estaba lejos de ser sólida.
El Congreso resultó el ancla más sólida de un gobierno que debió dar respuesta a situaciones no imaginadas. Nadie había previsto el abrupto fin de la convertibilidad. No había una salida que pudiera conformar a todos, y la cuestión fue cómo se repartirían las pérdidas. Cada actor presionó por lo que consideraba suyo. Las primeras medidas, tomadas bajo presión, fueron azarosas y frecuentemente contradictorias, pero sus efectos resultaron contundentes. Rodríguez Saá había anunciado el default de la deuda externa privada, aunque se seguiría pagando la deuda privilegiada con los organismos internacionales, como el FMI. El Congreso agregó el fin de la convertibilidad y confirió amplios poderes al presidente para las resoluciones consecuentes. Duhalde dispuso una devaluación del 40 por ciento, de efectos limitados, pues llevó el dólar a 1.40 pesos, mientras que el dólar real llegó a cotizarse a 4 pesos. También dispuso transformar en pesos las deudas en dólares, pero con criterios diferentes: para quienes tenían deudas locales, a razón de 1 peso por dólar; para quienes tenían depósitos en bancos, a razón de 1.40 por dólar, más un coeficiente de indexación. Esto resultó necesario, porque se extendió el "corralito" (que pasó a llamarse "corralón") a los depósitos a plazo fijo.
Esta masiva ruptura de los contratos dejaba una cantidad de cuestiones por resolver, y por el momento no había acuerdo sobre cómo hacerlo. A los bancos se les prometió un bono, para compensar la diferencia entre acreencias y deudas. Se reformó la ley de quiebras, para suspender la ejecución de la masa de afectados por los cambios. Por su parte, muchos ahorristas recurrieron a la justicia, y encontraron jueces que concedían recursos de amparo, algunos con llamativa rapidez, que les permitían recuperar sus depósitos bancarios. Esta salida de depósitos complicó la situación de los bancos, que reclamaron una solución general al problema. La Corte Suprema, en guerra franca con el gobierno, amenazó con declarar inconstitucionales todas las medidas de excepción.
Entre tantas medidas forzadas, contradictorias o inconducentes (como un proyecto de reforma constitucional), Duhalde tomó una decisión efectiva y de perdurables efectos sociales y políticos: la creación del Plan Jefes y Jefas de Hogar, destinado a los desocupados, para el que obtuvo fondos del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Tenía una cobertura mucho mayor que los planes anteriores (apuntaba a la universalidad) y su ejecución se derivaba a los intendentes, asesorados por consejos consultivos en los que intervenían diversas organizaciones, entre ellas las piqueteras. La suma entregada era modesta (150 pesos, es decir, unos 40 dólares), pero significativa. En 2002 se habían otorgado más de un millón de subsidios, y un año después llegaban a dos millones.
Los efectos tardaron unos meses en hacerse sentir, y en el año de la crisis esto era una eternidad. A fines de abril, el gobierno había perdido el control. El dólar se vendía a 4 pesos; las provincias estaban inundadas de bonos, llamados eufemísticamente "cuasimonedas"; la inflación del año llegaba ya al 21 por ciento, lo mismo que la desocupación, más alta aún en el conurbano bonaerense. La mitad del país se encontraba por debajo de la línea de pobreza, y una cuarta parte traspasaba la línea de indigencia. El gobierno debía encontrar soluciones rápidas para situaciones que no la tenían: cómo satisfacer a ahorristas con depósitos "acorralados", a bancos amenazados por corridas, a acreedores con acreencias en dólares convertidos a pesos, y sin la posibilidad de ejecutar a los deudores. Y además, el FMI, convertido en el principal y más urgente acreedor, había decidido no conceder nada al gobierno argentino hasta que éste no realizara "cambios profundos", que iban desde la restitución de la ley de quiebras hasta una "hiperinflación controlada", que licuara todos los pasivos y llegara a lo que denominaban un nuevo equilibrio. En el fondo de todos los problemas había una situación común: todos los contratos estaban cuestionados, y no había moneda. Como escribió Hugo Quiroga, "la moneda es productora de sociabilidad". Tras este cruce de intereses contradictorios, se desenvolvía una crisis social profunda y una crisis radical de legitimidad política no menos aguda.
El doble cuestionamiento de la autoridad política y de la moneda impulsó el despliegue de la crisis social y política. En el año de la crisis se agravó la situación de los "perdedores" de la gran transformación de las décadas anteriores y se sumaron nuevos segmentos. En un escenario ampliamente exhibido por los medios, expresaron su ira y sus reclamos, que nadie pudo ignorar. También comenzaron a aparecer propuestas, fragmentarias, utópicas, pero con una dosis de creatividad, para organizar de manera diferente la sociedad y la política. Para muchos, la crisis fue una oportunidad.
El escenario más visible de la crisis, y también el punto de mayor concentración de sus expresiones, fue la ciudad de Buenos Aires, sede del poder que concentraba los reclamos. Cada día se veían en la Plaza de Mayo, el Congreso o los tribunales manifestaciones de vecinos indignados que golpeaban sus cacerolas o de ahorristas que atacaban a martillazos las sedes de los bancos, rompiendo vidrieras o pintando frases condenatorias. Los unía la consigna "que se vayan todos", referida en principio a los políticos, pero también a otros grupos dirigentes. Asimismo cotidianamente aparecían columnas de piqueteros, que lucían amenazantes, con sus palos y las caras cubiertas con pasamontañas, reclamando subsidios y "planes". Por las tardes, los vecinos de los barrios se reunían en asambleas, para deliberar y organizarse. Al anochecer, aparecían los cartoneros: familias y grupos muy organizados que venían a buscar algo valioso entre los residuos. Otros vecinos se organizaban en clubes de trueque, para sustituir la moneda y mantener el mercado. Soluciones de emergencia, protestas sin futuro, pero, a la vez, intentos de buscar un camino distinto.
Las jornadas de diciembre, con su épica y sus mártires, pusieron a los vecinos de Buenos Aires y de otras grandes ciudades en estado de movilización. Continuaron marchando, golpeando sus cacerolas. Luego de derribar a dos presidentes (pensaban), su blanco era la Suprema Corte de Justicia, que para unos era el emblema de los aborrecidos años noventa y para otros la esperanza de un fallo judicial que les devolviera sus ahorros. Los ahorristas constituían el núcleo más violento de los manifestantes urbanos; era el grupo más centrado en un objetivo específico y también contradictorio, pues la furia en contra de los bancos unía a deudores y a acreedores.
La mayoría de los vecinos, devenidos ciudadanos, asumió la responsabilidad de construir el interés general. Lo hicieron en las ya mencionadas asambleas barriales (funcionaron más de cien en la Capital y otras tantas o más en el resto del país), caracterizadas por la aspiración a la horizontalidad, al diálogo razonado y a una democracia directa que cerrara la brecha dejada por el fracaso político. En las asambleas se debatieron grandes cuestiones y otras más específicas, de gestión barrial; se establecieron relaciones solidarias con otros grupos (especialmente los cartoneros del barrio) y se organizaron marchas y "escraches": manifestaciones de tinte jacobino contra personajes odiados, como el exministro Cavallo o algunos represores incógnitos.
Para profundizar la autogestión, surgieron coordinadoras interbarriales que, como en la Comuna de París, buscaron resolver los dilemas de la democracia directa. Los partidos de izquierda, convencidos de la proximidad del momento revolucionario, se sumaron a las asambleas y trataron de imponerles su propio orden y sus líneas políticas, difícilmente conciliables con la autogestión vecinal. La militancia asambleísta alcanzó sus picos en la marcha del 24 de marzo de 2002, cuando lograron imprimir un nuevo sentido al reclamo por los derechos humanos, y a fin de junio de ese año, cuando la muerte de dos militantes piqueteros (Maximiliano Kosteki y Darío Santillán) estimuló un acercamiento entre esas organizaciones y los vecinos. Pero a fin de año, las aguas se fueron separando (el 20 y 21 de diciembre de 2002 organizaron dos conmemoraciones separadas) y comenzó a predominar entre los vecinos el anhelo de una salida ordenada para la crisis.
Fue difícil dar una expresión política al "que se vayan todos". Algunos políticos, reconocidamente honestos, se salvaron de la descalificación general y muchos confiaron en que sobre esa base podía regenerarse la práctica política. A mediados de año se popularizó la propuesta de una Asamblea Constituyente que refundara la república, pero la iniciativa se diluyó.
En ese año admirable hubo otros colectivos singulares. Los cartoneros (esos grupos que ocupaban la ciudad por la noche y desaparecían al amanecer) suscitaron tanto miradas horrorizadas como humanitarias. Entre ambas perspectivas, pudo descubrirse en ese fragmento de los "perdedores" de la nueva sociedad un orden propio: eran familias enteras, con su base en los barrios del conurbano. También su ligazón con algún tentáculo del mercado, interesado en los metales, los papeles o el cartón, y presto a construir los circuitos articuladores de la recolección. Otro colectivo notable fue el de los trabajadores que se hicieron cargo de las fábricas abandonadas por sus propietarios y las pusieron en funcionamiento, con la ambigua ayuda del Estado, que alternaba entre la asistencia social y el rigor judicial. Otro colectivo fueron los clubes de trueque, potenciados por la crisis monetaria. Además de su capacidad de contención para los más golpeados por la crisis, apostaron a construir un sistema autogestionado, alternativo del mercado. Terminaron siendo víctimas de su propio éxito (deberían haber tenido un equivalente del Banco Central para regular la expansión) y declinaron cuando la economía normal recuperó su estabilidad.
Las organizaciones piqueteras fueron las grandes protagonistas de la movilización social del año de la crisis. Crecieron por el aumento de la desocupación, pero sobre todo por la creación del Plan para Jefes y Jefas de Hogar, que multiplicó la ayuda social del Estado. La parte mayoritaria fue repartida a través de las redes vinculadas con el aparato político justicialista, que comenzó a reconfigurarse, pero una porción significativa se destinó a las organizaciones piqueteras. No les era difícil obtenerlos de un gobierno para el cual la prioridad era apagar el amenazante conflicto social. Esta distribución de paquetes de planes hizo posible el crecimiento de esas organizaciones. A la vez, se reconfiguraron y se dividieron, pues la unidad era menos necesaria frente a un gobierno dispuesto a ceder.
Las organizaciones piqueteras fueron islotes singulares en el mundo del conurbano, que convivieron en competencia con la red de base estatal. Los planes asistenciales y las contraprestaciones permitieron desarrollar la dimensión asistencial: copas de leche, comedores, talleres y otras iniciativas de sentido autogestionario. Pero todas las conquistas eran precarias y discrecionales. Pertenecer a una agrupación consistía en marchar, regularmente, para defender lo conseguido, recuperarlo o acrecentarlo, en una dinámica asimilable a la de la tradición sindical. Los "planes" y otros subsidios fueron el centro de las organizaciones y el origen de sus diferencias. Algunas privilegiaron el acuerdo más o menos estable con las autoridades: las autoridades peronistas acordaron con la Federación de Tierra y Vivienda y con la Corriente Clasista y Combativa, las organizaciones más grandes y tradicionales. Otras pusieron el énfasis en consolidar la organización del núcleo social formado en torno de la organización y en la defensa militante de lo que se le arrancaba al gobierno. Un grupo grande, finalmente, fue organizado por los partidos de izquierda, convencidos de la inminencia del momento revolucionario, el "argentinazo", como lo denominaba el Partido Obrero, trotskista.
Tanto el Bloque Piquetero, de los partidos de izquierda, como las organizaciones autónomas practicaron un estilo de movilización más duro y agresivo, y frente a ellos el gobierno, que en general prefirió negociar, ensayó la represión. El 26 de junio de 2002, la policía bonaerense intentó detener una marcha en Avellaneda y, como se dijo, asesinó a dos militantes, Kosteki y Santillán. El hecho, que quedó documentado y tuvo otras repercusiones políticas, exacerbó la movilización piquetera, de presencia diaria, cortando rutas y calles, y estrechó los vínculos con los vecinos movilizados, como lo expresó la consigna "piquetes, cacerolas, la lucha es una sola". Por entonces, no había día en que una marcha, grande o chica, no manifestara frente a una dependencia gubernamental, generando un caos en el centro de la ciudad de Buenos Aires y en otras grandes ciudades. La táctica era efectiva, y la estrategia revelaba la convicción de que nadie tenía derecho a ignorar los padecimientos de los perdedores.
Quienes vivían en las ciudades solían tener sentimientos mezclados: solidaridad con quienes reclamaban y fastidio por los contratiempos. La misma dualidad tenía el gobierno, que podía ignorar a los asambleístas y trocadores, pero no a los piqueteros. Nadie dudaba de que el sistema de planes sociales era imprescindible en lo inmediato. Sobre esa base, el gobierno procuró negociar con las organizaciones para acotar los efectos de las protestas y también para introducir divisiones. Pero a la vez, debió encarar la cuestión del orden público, y también de la represión a quienes se aventuraban en la vía insurreccional. Entre orden y represión había una zona gris, una frontera borrosa, tanto en lo conceptual como en lo práctico, pues el gobierno no podía controlar completamente a la policía o a la gendarmería, tal como se mostró el 26 de junio. De modo que hubo una oscilación entre aceptar el derecho a la protesta y el deber de mantener el orden, que hacia fines de 2002, y sobre todo en los meses siguientes, se fue inclinando más hacia una represión solapada, practicada lejos de las cámaras de televisión.
A fines de abril de 2002 Duhalde se desprendió de su ministro de Economía, Jorge Remes Lenicov, luego de que el Congreso, impulsado por la llamada "liga de gobernadores peronistas", rechazara su impopular propuesta de reemplazar los depósitos por bonos compulsivos. Designó entonces en el Ministerio de Economía a Roberto Lavagna, quien lo acompañó hasta el final de su mandato, en mayo de 2003. Ambos conformaron una dupla exitosa. Duhalde resolvió razonablemente bien la crisis política y Lavagna dirigió el tránsito de la crisis a un crecimiento económico notable.
Esto se debió en parte a la pericia del ministro, pero también al cambio del contexto económico nacional e internacional. La salida catastrófica de la convertibilidad, además de dejar un tendal de damnificados y un país sumido en la miseria, creó las condiciones para la recuperación fiscal y económica. Los salarios cayeron el 20 por ciento y las jubilaciones, el 50 por ciento, lo que significó un alivio para el Estado y para las empresas, que también fueron estimuladas por la reducción de las importaciones (consecuencia directa de la fuerte devaluación) y por el congelamiento de las tarifas de servicios, que el gobierno impuso a las empresas privadas. La inflación también mejoró los ingresos fiscales, mientras que los gastos debieron reducirse debido al cese total del financiamiento externo. Todas estas mejoras, que eran la contracara de la crisis, hubieran sido efímeras si simultáneamente, y de manera inesperada, no hubieran mejorado de manera notable el precio y la demanda internacional de la soja, sobre todo por las compras realizadas por los países asiáticos. Con ese estímulo, la producción se recuperó, y en 2003 duplicó la de 1998. El gobierno impuso una retención a las exportaciones del 23.5 por ciento, y esos ingresos tonificaron vigorosamente las cuentas fiscales.
Desde entonces, y por varios años, el superávit fiscal primario y el superávit comercial fueron los pilares de la recuperación económica. Sobre esa base, Lavagna comenzó la tarea de desmontar todos los conflictos generados por la salida de la convertibilidad, que en conjunto constituían una bomba de tiempo. Los problemas eran muchos, y ninguna solución podía dejar satisfechos a todos. Muchos propusieron salidas drásticas, que ignoraban los costos así como cualquier criterio de equidad (como la mencionada "hiperinflación controlada" sugerida por el FMI), pero Lavagna optó por buscar soluciones intermedias, regulando los tiempos y ayudando a restablecer una autoridad política que se iba reconstituyendo gradualmente.
Lo más urgente era restablecer la confianza en los bancos, que, como se dijo, eran cotidianamente atacados por los ahorristas furiosos, y encontrar soluciones aceptables para ambos sectores. Lavagna descartó las propuestas extremas (imponer a los depositantes un bono obligatorio, o estatizar la deuda en dólares de las empresas) y ofreció a los depositantes una serie de bonos optativos, que fueron aceptados de manera gradual, a medida que mejoraba la credibilidad en el fisco. Con las provincias también siguió una vía intermedia: redujo el envío de fondos (lo que las obligó a ajustar su déficit), pero absorbió todas las "cuasimonedas" y los bonos emitidos desde 2001.
La negociación más difícil fue con el FMI, que era un acreedor privilegiado, no comprendido por el default. No cumplir con esos pagos (muy acrecidos por los cuantiosos préstamos de los años previos al derrumbe de la convertibilidad) implicaba una ruptura con el mundo financiero mucho más profunda que el default con los acreedores privados. El FMI se negaba a cualquier refinanciación si el gobierno argentino no realizaba reformas drásticas, inaceptables para la sociedad y letales para la inicial recuperación económica. Lavagna negoció largamente, pagó a veces y dejó de hacerlo en otras, concedió algunas de las demandas e ignoró otras; hasta contó con el sorpresivo apoyo del gobierno estadounidense de George W. Bush. Finalmente, en enero de 2003, firmó un acuerdo transitorio con el FMI, vigente hasta septiembre, para refinanciar los pagos.
Llegar a enero fue difícil. Pero gradualmente los indicadores de la crisis fueron mejorando: bajó la inflación, se estabilizó el dólar en un nivel adecuado y comenzó una cierta reactivación. En distintos momentos todo pudo derrumbarse, por la presión de los distintos grupos damnificados, como los ahorristas, que contaron para recuperar sus depósitos con el apoyo no siempre desinteresado de los jueces y el respaldo de la Corte Suprema, enfrentada, como se dijo, con el Ejecutivo. Pero la bonanza fiscal, la política de subsidios y una cierta reactivación económica tranquilizaron los ánimos. En marzo de 2003, en vísperas electorales, se liberó parte de los ahorros y se convirtió a los restantes en sólidos bonos en dólares.
La mejora en la economía facilitó la salida política, que tuvo sus complicaciones. Quien la guio, el presidente Duhalde, carecía de legitimidad electoral y también de fondos en su caja, que siempre ayudan a la gobernabilidad. Los gobernadores creían que Duhalde aspiraba a hacerse elegir presidente y retaceaban su apoyo. En la sociedad movilizada predominaba un ánimo general destituyente y regeneracionista, que hacía dudar del éxito de una convocatoria electoral. Los sucesos del 26 de junio de 2002 (la muerte de Kosteki y Santillán a manos de oficiales de la policía bonaerense) lo decidieron a acortar su mandato y a autoexcluirse de la candidatura.
El sacrificio mejoró su situación, sobre todo porque conservaba un gran poder para incidir en la elección de su sucesor. Desde entonces tuvo el consistente apoyo de los gobernadores y del Congreso, incluyendo a la oposición radical. La Corte Suprema, en cambio, siguió haciéndole la guerra, en parte por simpatía con Menem y en parte porque el Congreso pretendía destituirlos mediante el juicio político.
La salida electoral estaba llena de incertidumbres. La opinión respaldaba a candidatos marginales, cuyo principal capital era la crítica al sistema político. La ley electoral disponía que en cada partido se realizaran elecciones internas abiertas (uno de los pocos logros de la proclamada reforma política), pero los partidos estaban en crisis y no representaban mucho. En el justicialismo, particularmente, el candidato de Duhalde debería competir con Carlos Menem, que conservaba mucho arraigo en las bases peronistas (que lo asociaban con tiempos mejores) y también con el puntano Adolfo Rodríguez Saá. Duhalde contaba con un buen respaldo en el conurbano bonaerense, donde la política de asistencia social le había permitido construir una nueva maquinaria política. Pero carecía de un candidato adecuado, pues Carlos Reutemann, prestigioso gobernador de Santa Fe, declinó competir, y el cordobés José Manuel de la Sota fracasó en las encuestas de opinión. Finalmente, Duhalde optó por cambiar las reglas electorales. Suspendió las internas abiertas, para evitar el probable triunfo de Menem dentro del justicialismo, y optó por apoyar al gobernador de Santa Cruz Néstor Kirchner. Éste, que tenía escaso reconocimiento fuera de las provincias del sur, aceptó el padrinazgo de Duhalde y también la continuidad de Lavagna, cuyo apoyo sumó probablemente muchos votos a una candidatura algo escuálida.
De modo que el Partido Justicialista (PJ) concurrió con tres candidatos, que dirimirían sus diferencias en la elección nacional. Por fuera del PJ, surgieron dos candidaturas de exradicales: Ricardo López Murphy, defensor de las rigurosidad fiscal, y Elisa Carrió, impugnadora de la corporación política; ambos coincidían en la valoración de los principios republicanos. En la primera vuelta, realizada el 27 de abril de 2003, se impuso Menem, que obtuvo algo más del 24 por ciento de los sufragios; lo siguió Kirchner, con el 22 por ciento; López Murphy, Rodríguez Saá y Carrió obtuvieron cada uno aproximadamente diez puntos menos que el ganador. El peronismo en sus diversas variantes mejoró notablemente su performance pues los tres candidatos justicialistas lograron el 60 por ciento de los sufragios; la UCR, que postuló a Leopoldo Moreau, sólo obtuvo el 2 por ciento. Era el fin del bipartidismo.
La adhesión a la candidatura de Menem fue llamativa, pero se sabía que la resistencia que despertaba era suficiente para unir a buena parte del resto de los votantes. Sorpresivamente, Menem renunció a la competencia, y privó a Kirchner de una adecuada legitimación electoral. No importaba demasiado. La elección había sido exitosa y mostró una nueva convalidación del sistema representativo. Los partidos políticos habían quedado en el camino, pero el régimen democrático había superado la crisis, al igual que la economía.


La salida de la crisis
Néstor Kirchner, nuevo presidente, recibió un gobierno en situación bastante promisoria. Lo peor de la crisis había pasado, aunque todavía quedaban muchas cuestiones por resolver y muchas demandas por satisfacer. La más importante era la deuda en default, pero con superávit comercial y fiscal las perspectivas de solución eran buenas. En cuanto a la sociedad, la primera demanda consistía en el restablecimiento del orden y de la autoridad presidencial. Por detrás venían otras dos, que no tenían la misma unanimidad: encontrar una salida a la desocupación y a la pobreza extrema y restablecer la legitimidad, el lazo entre gobernantes y gobernados.
El nuevo gobierno arrancaba con un hándicap político: una reducida legitimidad electoral. En su primera etapa, eso fue compensado por el respaldo de Eduardo Duhalde, ya con buena imagen y seguro manejo de la provincia de Buenos Aires, quien le traspasó a varios de sus ministros. Sobre esa base, el nuevo presidente se dedicó a construir sus propios apoyos y a adecuar el gobierno a su estilo de conducción.
La solución del problema con los acreedores externos fue la principal tarea de Kirchner y Lavagna. Éste siguió aportando su capacidad técnica y su talento negociador, y Kirchner le agregó un fuerte respaldo político y ocasionalmente una fructífera cuota de dureza e intransigencia. En septiembre de 2003, el precario acuerdo con el FMI fue renovado por tres años. El FMI era un acreedor privilegiado, y los 21 mil millones de dólares de deuda a corto plazo constituían el problema más urgente. Pero el buen desempeño argentino en materia fiscal, comercial y de inflación facilitó las cosas. Los compromisos con el Fondo fueron mínimos: mantener un superávit fiscal del 3 por ciento e iniciar las negociaciones con los acreedores. Más pesado resultó a la larga el requisito de las revisiones periódicas de las cuentas nacionales, que el Fondo practicaba con los países deudores.
Respecto de la cuantiosa deuda externa, el objetivo fue reducirla, simplificarla y sobre todo alargar los plazos de los vencimientos, para impedir que el incipiente impulso económico quedara sepultado por las exigencias de pago. También se decidió tratar a todos los acreedores por igual. En septiembre de 2003 se hizo una primera propuesta y, luego de una rueda de negociaciones y algunos ajustes la propuesta final, se formuló en noviembre de 2004, y el canje se concretó en febrero de 2005. Entretanto, hubo arduas negociaciones con cada uno de los grupos de deudores (el 40 por ciento de la deuda estaba en manos de argentinos), en las que el argumento principal fue que el país solo podía comprometer en los pagos un 3 por ciento del superávit fiscal. Una ley estableció que quienes no aceptaran los términos quedarían fuera de las negociaciones y atados a algún lejano fallo judicial.
El país ya era por entonces más creíble, y la aceptación fue alta: el 76 por ciento de los títulos ofertados, a los que se les hizo una quita del 75 por ciento, de modo que la deuda total se redujo de 191 a 126 mil millones de dólares. La variedad de títulos quedó reducida a tres, y los pagos se reprogramaron, postergando los vencimientos de importancia hasta 2012. Quedaron problemas pendientes, que por entonces no eran urgentes. La deuda con los organismos internacionales permaneció intacta, y no se llegó a un acuerdo con los acreedores del llamado "Club de París". Además, un grupo de bonistas rechazó el canje e inició un largo litigio.
La recuperación de la economía se mantuvo. El PBI creció anualmente alrededor del 9 por ciento, y en 2005 alcanzó el nivel que tenía en 1998, antes de que comenzara la larga recesión. El crecimiento se debió en parte al contexto internacional, pero también a las condiciones creadas por la profunda crisis posterior al derrumbe de la convertibilidad, que generaron las condiciones para una rápida recuperación. El dólar encontró un punto de equilibrio alto, que el gobierno mantuvo, y los salarios sufrieron una espectacular depreciación. La industria orientada al mercado interno, con elevada capacidad ociosa, aprovechó la protección cambiaria, y su reactivación comenzó a influir sobre el empleo, de acuerdo con la vieja lógica del stop and go. El sector exportador, tanto agrícola como industrial, se benefició doblemente con el dólar alto y la mejora de los precios internacionales. Automotores, siderurgia, aluminio y papel recuperaron sus beneficios (el petróleo mermó su volumen exportable), lo mismo que el sector agrícola. La soja, en particular, aprovechó la gran demanda de China e India, que elevó considerablemente los precios internacionales. El Estado, que desde 2002 aplicaba retenciones a las exportaciones, fue un socio privilegiado de este crecimiento.
Por entonces, la política del Estado fue virtuosa. El superávit fiscal, basado en las retenciones a las exportaciones y en la reducción de las obligaciones de pago de la deuda, se completó con una moderación de los gastos, en particular las transferencias a las provincias. Esto evitó alentar la inflación, que pese a la reactivación creció en forma moderada, y subió del 3.7 en 2003 al 12.3 en 2005. Pese a las incipientes demandas (que crecían a medida que se reactivaba el empleo), se contuvo el aumento de salarios, que sólo fue significativo en 2005. En cambio, el Estado volcó dinero en forma de subsidios sociales, con contraprestaciones laborales, y de obras públicas, que generaban empleo rápidamente.
El crecimiento de estos años estuvo principalmente en manos del sector exportador, consolidado en los noventa: productores agrarios y agroindustriales y de commodities, como el acero o el aluminio, junto con los automotores y su tradicional régimen especial, integrado con Brasil. En 2004, una ley estableció importantes beneficios para las inversiones de estas empresas. La reactivación del sector industrial dirigido al mercado interno tampoco significó un cambio en su perfil. Basada sobre todo en la utilización de la capacidad ociosa, hubo pocas inversiones nuevas, lo que podía augurar la llegada del clásico stop. Pero todos los sectores empresarios tuvieron en estos años de reconstrucción una rentabilidad muy elevada, basada, como se dijo, en el dólar alto y los salarios bajos.
Los indicadores hablan de una mejora en la situación de los trabajadores. El aumento en la ocupación fue significativo, aunque las cifras no eran unívocas, por la alta incidencia del empleo precario o en negro, que incluía desde los call centers hasta el trabajo "esclavo" de algunas fábricas. También se contabilizaban los beneficiaros de los planes sociales, pues su módica contraprestación laboral los ubicaba en la categoría de ocupados. En cualquier caso, la reactivación llegó al empleo: algo en los sectores más dinámicos, que ocupaban pocos trabajadores, y mucho en la industria y en la construcción. En los salarios comenzó una lenta mejoría, que estuvo por detrás del incremento del empleo. Sólo en 2008 se alcanzarían los niveles de ingreso real de 2001, que ya eran bajos. El gobierno comenzó a elevar el salario mínimo y en 2005 reinició la convocatoria a paritarias, lo que tuvo un fuerte efecto en la revitalización de las alicaídas organizaciones sindicales y en el aumento de los conflictos laborales. Todo ello constituye el mejor indicador de la recuperación económica.
Los niveles de pobreza declinaron, aunque las cifras (siempre discutibles) siguieron siendo muy altas: en 2005, habría 42 por ciento de pobres, que incluía el 20 por ciento de indigentes. La mejora en la ocupación tenía un techo y una masa considerable dependió de los planes sociales, que el gobierno distribuyó ampliamente; aunque ayudaban a sobrevivir, estaban lejos de constituir un trabajo digno o un ingreso suficiente. Fueron un buen elemento de contención y, a la vez, una herramienta política poderosa.
Hacia fines de 2005, no sólo había pasado lo peor de la crisis, sino que el gobierno estaba en condiciones de desarrollar otro manejo político. El superávit fiscal, la centralización de recursos en manos del gobierno nacional (las retenciones a la exportación no eran coparticipables con las provincias) y la regulación del gasto permitieron construir una caja robusta, que se convirtió en un instrumento de poder. Para manejar el déficit de las provincias, los gobernadores dependieron de la transferencia de recursos de la Tesorería de la Nación, o de la asignación de obras públicas, realizadas por el Estado nacional, que aliviaban el desempleo. La asignación de los planes sociales fue otro poderoso elemento de negociación con las organizaciones sociales y con los intendentes. Con esos recursos fiscales en sus manos, el presidente estaba en condiciones de llevar adelante una política de tipo discrecional, como la que había practicado en la década anterior en su provincia, Santa Cruz.
La crisis social, sin reabsorberse, se manifestaba de manera distinta.
En el mundo de la pobreza había más gente con algún tipo de trabajo, y fluía más dinero. Pero el núcleo duro se mantenía. Se sobrevivía con los planes, pero no se vislumbraba una salida.
Su visibilidad era menor en Buenos Aires y en los noticieros de televisión. Los cartoneros, tan temibles como inofensivos, estaban mucho más organizados, aparecían a horas fijas y luego desaparecían. Pero el centro de la ciudad seguía ocupado por vendedores ambulantes, cuidadores de autos o mendigos, tras los cuales se adivinaban otras redes organizadas. También había delincuentes ocasionales, que se multiplicaban en el conurbano. Este costado peligroso de la pobreza instaló en la opinión la cuestión de la inseguridad. En marzo de 2004, Juan Carlos Blumberg, padre de un joven asesinado tras un secuestro, organizó unas marchas multitudinarias reclamando cambios en las leyes penales, que fueron en buena medida aprobados por el Congreso. Luego, se la recordaría como una de las escasas ocasiones en que Kirchner cedió ante una movilización pública.
Las calles y las plazas de Buenos Aires siguieron ocupadas por columnas de manifestantes provenientes del conurbano. Las había de todo tipo, orientación y objetivos. Muchos beneficiarios de planes del gobierno eran convocados para apoyarlo, con el argumento de que una presencia visible aseguraría a su grupo el mantenimiento del beneficio. Las organizaciones piqueteras de perfil opositor tuvieron más motivos para mantener su presencia y manifestarse con energía y rudeza: sin marchas no se conservaban los planes logrados. Los partidos de izquierda, que apostaban a un nuevo brote insurreccional, acentuaron su perfil confrontativo. Grupos de trabajadores combinaban el reclamo sindical tradicional con el recurso a la calle y el corte. Pertenecían a la CGT pero sobre todo a la CTA, con los aguerridos trabajadores estatales y docentes. También había grupos sindicales alineados con la izquierda. En cambio, no los acompañaban ya los sectores de clase media, fatigados de las molestias generadas por los cortes.
Había una demanda de orden público, recibida de manera ambigua por el gobierno, deseoso de alejar a los grupos más virulentos pero cuidadoso de no quedar asociado con alguna forma de represión. Para desactivar la protesta, atrajeron a las grandes organizaciones sociales con más afinidad política e ideológica, como la Federación de Tierra y Vivienda, de Luis D'Elía, el Movimiento Evita, de Emilio Pérsico, Barrios de Pie, de Jorge Ceballos, y Libres del Sud, de Humberto Tumini. Sus dirigentes recibieron cargos en la administración, desde donde pudieron favorecer a los suyos en el reparto de los planes sociales; por su parte, atemperaron las movilizaciones y apoyaron activamente al gobierno. Los intendentes del conurbano tuvieron nuevos recursos para fortalecer su poder: administraban una parte de los planes sociales y también ejecutaban las obras públicas financiadas por el gobierno nacional, que utilizaban empleo local. Por esos caminos, a la vez que se contenían las expresiones de protesta más duras, el mundo de la pobreza fue convirtiéndose en una de las bases de poder del gobierno.
Néstor Kirchner buscó más soportes para consolidar y ampliar su autoridad, retaceada por un mezquino resultado electoral inicial. Exploró otros ámbitos de la opinión pública, atendió los reclamos pendientes dejados por la crisis, así como la disponibilidad existente en el sector denominado "progresista", que anteriormente había encontrado su cauce en el Frepaso.
La primera medida importante fue la renovación de la Corte Suprema de Justicia. Junto con los políticos, toda la justicia había sido duramente cuestionada durante la crisis. La corte en particular era un bastión del menemismo; en 2002 se había iniciado el juicio político a sus miembros, que debió ser abandonado. A poco de asumir, Kirchner promovió su reanudación y desató una fuerte campaña de opinión. Finalmente obtuvo la renuncia de cuatro de los jueces y la remoción por el Congreso de otros dos. Para designar a los reemplazantes aplicó un novedoso sistema de consulta pública y propuso sucesivamente a cuatro juristas distinguidos e imparciales. A lo largo del tiempo, la renovación de la corte se sostuvo como uno de sus logros más ampliamente reconocidos.
Simultáneamente, propuso la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, sancionadas en 1987, que bloqueaban los juicios a los responsables de la represión. Las leyes ya habían sido derogadas en 1998, pero sin efecto retroactivo. Los juicios, por otra parte, no se habían interrumpido por completo; continuaron los de apropiación de bebés nacidos en cautiverio, y un número importante de jefes militares estaba en prisión y había recibido condenas. Pero la anulación de la ley (dispuesta por el Congreso y ratificada en 2005 por la Corte Suprema) tuvo un efecto rotundo. Permitió encausar a todos los presuntos partícipes, militares, policías o civiles, sin distinción de rango, y aunque el proceso fue lento y complejo, finalmente fueron llegando las condenas. Salvo sectores reducidos, la opinión acompañó con entusiasmo estas medidas, que ampliaron el apoyo al gobierno.
Por entonces, el presidente estableció estrechos vínculos con las organizaciones de derechos humanos y en particular con Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, encabezadas respectivamente por Hebe de Bonafini y Estela de Carlotto. El 24 de marzo de 2004, al recordarse el golpe de 1976, Kirchner realizó otro acto muy significativo: en el Colegio Militar ordenó al jefe del Ejército que retirara los cuadros de los expresidentes Videla y Bignone. Vistos en perspectiva, esos actos de fuerte carga simbólica completaban un largo proceso, iniciado en circunstancias muy difíciles en 1983, al que de un modo u otro contribuyeron los gobiernos anteriores, de acuerdo con sus fuerzas. Alfonsín había sometido a juicio a los excomandantes y Menem, que los indultó, subordinó definitivamente al Ejército al poder civil. Kirchner eligió separarse de esa tradición cuando afirmó que en 20 años el Estado no había hecho nada por los derechos humanos. Fue una de las primeras manifestaciones de su estilo político confrontativo y polarizador.
En otras áreas de su gobierno se tomaron medidas también acordes con la sensibilidad progresista, como las referidas a la procreación responsable y a la educación sexual, o la declaración de que la protesta social no sería criminalizada. En conjunto, todo eso se tradujo en un nivel de aprobación del 75 por ciento.
Sobre esa base, Kirchner se propuso construir una base política alternativa, aunque no excluyente, a la del PJ, donde sus rivales aún conservaban fuerte apoyo. Las aspiraciones de renovación dejadas por la crisis y el deterioro organizativo e identitario de todas las fuerzas políticas, incluido el PJ, crearon las condiciones favorables para formar una nueva corriente de opinión, sustentada en el apoyo gubernamental y en un discurso capaz de aglutinar simpatías variadas. Recuperó la tradicional y algo olvidada línea nacional, popular y antiimperialista del peronismo, rescató la tradición de los años setenta y repudió el llamado "neoliberalismo" y las políticas de los años noventa. Pero además, confrontó con buena parte de la tradición política democrática construida en 1983. Reclamó la paternidad de tópicos comunes (como la condena de los militares) y se apartó de otras tradiciones de entonces, como el respeto a la ley y a las instituciones y la práctica del diálogo plural.
Con ese discurso aglutinó a muchas organizaciones sociales, como varias de las dedicadas a la defensa de los derechos humanos y otras tantas de origen piquetero, que recibieron distinto tipo de reconocimientos, ayudas y prebendas. Parte de la CTA acompañó esta propuesta, a la que terminó sumándose la CGT encabezada por Moyano. También incorporó fragmentos sueltos de distintos partidos (cuya división alentó) y a figuras políticas individuales, a las que atrajo. Quienes tenían responsabilidades de gobierno (intendentes, gobernadores) fueron invitados convincentemente a unirse al nuevo movimiento, encabezado por quien administraba los principales recursos fiscales. La propuesta recordaba a la de Perón en 1945: había llegado el momento de barajar y dar de nuevo, constituyendo el Frente Transversal Nacional y Popular.
Su instrumentación enfrentó problemas serios: la división interna de algunos de sus apoyos (las organizaciones de derechos humanos, la CTA) y la resistencia de algunos candidatos naturales a sumarse al frente. Además, Kirchner no pudo prescindir del PJ, pues a la hora de las elecciones era decisivo el apoyo de quienes controlaban lo que se llamaba "el territorio". Para subordinar al PJ en el decisivo distrito bonaerense, debía derrotar a Duhalde y su aparato, algo que logró fácilmente utilizando los recursos fiscales para disciplinar a las autoridades locales. De ese modo, junto con el ideológico e inestable frente transversal, construyó un opaco pero eficiente partido del gobierno.
En esta construcción política, así como en la gestión del final de la crisis, Kirchner hizo un amplio uso de los recursos gubernamentales y políticos. El recurso autoritario plebiscitario para forzar la renuncia de los jueces de la corte no se condecía bien con la institucionalidad democrática. La anulación retroactiva de una ley, como la de obediencia debida, menos aún. Hugo Quiroga caracterizó este decisionismo democrático, construido en el margen del Estado de derecho, y a menudo fuera de él. Muchos recordaron que tal práctica había sido ampliamente desarrollada por Kirchner en el gobierno de Santa Cruz. Como en 1989 y en 2002, la emergencia fue un buen argumento para mantener las facultades excepcionales del Ejecutivo. Otro argumento fue la fragilidad de un Estado que aparentemente sólo funcionaba cuando lo tensaba una mano dura. Lo más notable desde el punto de vista de la cultura política es que estas prácticas no hirieron demasiado la sensibilidad mayoritaria.
En octubre de 2005, hubo elecciones parlamentarias, en las que el gobierno debía ratificar el consenso logrado. La elaboración de las listas le permitió a Kirchner dividir aguas con Duhalde, con quien se negó a establecer un acuerdo. Su esposa, Cristina Fernández, derrotó en la elección de senador bonaerense a Chiche Duhalde, esposa del expresidente. En las elecciones legislativas nacionales las listas del gobierno obtuvieron, sumando todos los distritos, un ajustado 40 por ciento, suficiente para imponerse con comodidad a un conjunto muy fragmentado de fuerzas opositoras. Sin embargo, no lograron triunfar en dos grandes ciudades: en Buenos Aires se impuso Mauricio Macri, un recién llegado a la política, y en Rosario, Hermes Binner, del Partido Socialista, que gobernaba la ciudad desde 1995.
El resultado electoral confirmó ampliamente el liderazgo de Kirchner. Unas semanas después pidió la renuncia a Roberto Lavagna, su ministro de Economía. Concluida la crisis, comenzaba entonces la era del kirchnerismo.

Luis Alberto Romero
Breve historia contemporánea de la Argentina (1916 – 2010)
Nueva edición revisada y actualizada
FCE, 2012

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