El gobierno de la
Alianza debió enfrentar un complejo problema económico, centrado en el
mantenimiento o el abandono de la convertibilidad. El presidente de la Rúa
renunció en diciembre de 2001, cuando comenzaba una profunda crisis económica,
política y social, y Eduardo Duhalde fue elegido por el Congreso para completar
su mandato. Durante 2002, la crisis se desplegó plenamente, pero a comienzos de
2003 el gobierno había conseguido encarrilar los principales problemas. En mayo
de ese año, fue electo presidente Néstor Kirchner, quien inicialmente completó
la tarea iniciada por Duhalde, con la colaboración del ministro de Economía
Roberto Lavagna. En 2005, ya con la economía en expansión y las cuentas
fiscales saneadas, Kirchner despidió a Lavagna y se hizo cargo plenamente del
gobierno. Se cerraba la transición y comenzaba el kirchnerismo, la nueva fase
del segundo peronismo.
El
gobierno de la Alianza
Encabezada por
Fernando de la Rúa, la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación llegó
al gobierno con un amplio crédito de confianza y varios problemas de solución
casi imposible. Su poder estaba limitado por la presencia dominante del
peronismo en el Senado y en la mayoría de las provincias. En el interior de la
coalición había diagnósticos y propuestas diferentes y poco ensambladas. La
movilización social, latente desde 1998, seguía presente y articulada. Sobre
todo, la economía ponía un límite férreo a la acción del gobierno.
El nuevo gobierno
recibió una economía que estaba en recesión desde 1998, un déficit fiscal mucho
mayor del previsto y un régimen de convertibilidad cuyo mérito residía en
limitar estrictamente la acción estatal en materia monetaria y asegurar a los
inversores globales (preocupados por la seguridad de sus fondos) que el país
cumpliría con sus compromisos. Quedó en evidencia toda la fragilidad de la
bonanza de los noventa. Así lo entendió la opinión pública: todo reposaba sobre
la convertibilidad, y mantenerla fue la nueva ilusión colectiva y también el
principal respaldo del gobierno.
Las políticas que
contribuían a sostener la convertibilidad, con la esperanza de que se
reiniciara el ciclo virtuoso, profundizaban la recesión local. El estancamiento
se manifestaba en la experiencia cotidiana: elevada desocupación, empleo "en
negro", tasas de interés altísimas, retracción comercial, atraso en los
pagos del Estado y desaliento a los inversores. Para convencer a sus
acreedores, el país debía cumplir con sus compromisos, y esto sólo era posible
con nuevos préstamos. El Fondo Monetario Internacional (FMI) se mostró
tolerante y benévolo con el país mientras duró la administración Clinton en
Estados Unidos. Pero la perspectiva de quienes manejaban los grandes fondos de
inversión privados era distinta: sólo les preocupaba abandonar a tiempo un
mercado riesgoso. El "riesgo país", la sobretasa de interés que debía
pagarse en los mercados financieros mundiales, registraba la fragilidad de la
solvencia, sostenida por hilos cada vez más tenues.
La convertibilidad,
sumada a diez años de inflación interna, tuvo como consecuencia un peso
sobrevaluado, que hacía difícil competir en los mercados mundiales; así
retrocedieron las exportaciones industriales, que habían sido uno de los
pilares de la transformación de los noventa. Pagar los vencimientos de la deuda
requería un enorme esfuerzo fiscal y una reducción de los gastos del Estado:
congelar salarios, suprimir partidas, achicar la inversión. Todo ello
profundizaba la recesión, y además reducía los ingresos provenientes de los
impuestos.
Así, los distintos
problemas confluían en el "ajuste" fiscal. El Estado gastaba más de
lo que percibía. En parte porque no recibía nuevos préstamos, en parte por la
recesión y en parte porque durante la bonanza de los noventa el gobierno no
había controlado los gastos, había alimentado la maquinaria política, cuyo
apoyo necesitaba, y también al vasto sector de prebendados y depredadores de
distinto tipo que sorbían sus recursos.
En 2000, no se
discutían tanto las causas profundas como las consecuencias: quiénes serían los
afectados por la inevitable reducción fiscal y cómo se equilibrarían las
presiones de los afectados, más impuestos, menos salarios, menos fondos para
los gobiernos provinciales. Éste era un problema particularmente complejo, en
el que se cruzaban cuestiones políticas y sociales; el gobierno nacional
necesitaba reducir las transferencias a las provincias; los afectados (en
especial los empleados estatales provinciales) reaccionaban violentamente y los
gobernadores debían afrontar esos conflictos y a la vez negociar con el
gobierno nacional.
En 2000, la
política económica fue conducida de manera ecléctica y razonable por el
ministro José Luis Machinea, combinando un poco de ajuste salarial, un poco de
elevación de impuestos y un poco de reducción de gastos. Por otro lado, apostó
a la reactivación, y trató de atraer a los empresarios reduciendo los costos
salariales mediante la reforma de la ley laboral. Sobre todo, consiguió el
apoyo del FMI, que a fines de 2000 acordó fondos para el "blindaje"
de la deuda externa.
Pero la recesión no
cedió, la desconfianza de los inversores se mantuvo, continuó la fuga de
capitales, aumentó el riesgo país y se alejaron las posibilidades de nuevos
préstamos. En marzo de 2001, Machinea dejó su lugar a Ricardo López Murphy,
quien apostó a reducir el déficit del Estado mediante un drástico recorte de
gastos. Hubo una reacción social y política generalizada, y el ministro
abandonó su cargo de inmediato. Entonces de la Rúa convocó a Domingo Cavallo,
el "padre de la convertibilidad", transformado en la única esperanza
de salvación para la ya desesperada opinión pública. Cavallo se convirtió de
hecho en un "superministro", un papel adecuado a su personalidad.
En medio de una
crisis social ya desbocada, Cavallo ensayó una solución no ortodoxa: cerrar las
importaciones y reactivar las exportaciones industriales, mediante estímulos
fiscales. Pero el elevado costo fiscal de esta política aumentó la desconfianza
de los inversores y la fuga de dólares. Por entonces se había agregado otra
dificultad: la nueva administración estadounidense, encabezada por George W.
Bush, retaceó su apoyo al gobierno argentino, y después del episodio del 11 de
septiembre de 2001, se desentendió completamente de su suerte.
Al borde de la
cesación de pagos, Cavallo se concentró en la deuda externa. Primero acordó con
los acreedores un "megacanje", permutando vencimientos inmediatos por
otros a mayor plazo y mayor interés. Intentó flexibilizar la convertibilidad,
combinando en la paridad dólares con euros, con resultado catastrófico: el
Estado estaba admitiendo que la insolvencia estaba cercana. La última y
desesperada medida para recuperar la confianza de los inversores fue anunciar
en julio de 2001 un presupuesto de "déficit cero": el Estado sólo
pagaría el equivalente de lo que recaudara. De inmediato se advirtieron las
consecuencias: recortes de sueldos y jubilaciones y sobre todo reducción de las
transferencias a las provincias. Para pagar los sueldos, los gobiernos
provinciales emitieron bonos y otras cuasi monedas que sólo circulaban en cada
provincia. Pero a juzgar por el "riesgo país", que ya llegaba a las
nubes, nada cambió las expectativas de los inversores.
Al implacable
avance de la crisis fiscal se sumó una movilización social de creciente
intensidad. Pese a ello, el gobierno de la Alianza tuvo inicialmente un
razonable margen de maniobra. El peronismo, muy desarticulado, no lo
obstaculizó de manera sistemática: los gobernadores negociaron los fondos de
sus provincias y los senadores negociaron sus votos para la aprobación de las
leyes. Por otra parte, a medida que se revelaba la fragilidad de la
convertibilidad, la opinión pública apoyó firmemente a un gobierno que parecía
ser la última garantía de su mantenimiento.
Pero la Alianza,
exitosa en lo electoral, no funcionó como coalición de gobierno. Por razones profundas
o mezquinas, la Unión Cívica Radical (UCR) tuvo fricciones cada vez más fuertes
con el grupo que rodeaba a de la Rúa. Alfonsín fue tomando distancia de la
defensa a ultranza de la convertibilidad. El vicepresidente Carlos Álvarez,
nexo entre ambos dirigentes radicales, procuró ampliar la Alianza dialogando
con el espectro no peronista, mientras que el presidente apostó a la
colaboración de los senadores y los gobernadores justicialistas. Combinar tendencias
y puntos de vista divergentes no era imposible, pero hubiera requerido un
liderazgo, una decisión y un talento político de los que de la Rúa carecía, de
modo que los conflictos se agudizaron.
El "escándalo
del Senado" desencadenó la ruptura. En abril de 2000, se aprobó la ley de
reforma laboral, resistida por los sindicatos. Poco después trascendió que un
grupo de senadores, peronistas y radicales, habían sido sobornados para que la
aprobaran. Al parecer, se trataba de una práctica habitual durante el gobierno
de Menem, a la que habría recurrido el ministro de Trabajo Alberto Flamarique,
encargado de la operación. Chacho Álvarez, en su calidad de presidente del
Senado, impulsó una investigación profunda, acorde con la propuesta del Frepaso
sobre la reforma política. Los senadores peronistas y radicales se unieron para
obstaculizarla y defender al cuerpo, y Álvarez sólo tuvo un tibio respaldo de de
la Rúa. Finalmente, sólo hubo algunas renuncias entre los senadores y la
investigación se paralizó, pero Álvarez, visiblemente desautorizado por el
presidente, renunció a su cargo en octubre de 2000.
Su renuncia
desencadenó una crisis en el gobierno. Aunque Álvarez sostuvo que el Frepaso
seguía integrándolo, e incluso continuó aconsejando a de la Rúa (por ejemplo,
sobre la incorporación de Cavallo al gabinete), los diputados del Frepaso se
desgranaron. A fin de 2000, varios grupos desprendidos de la UCR, el Frepaso y
el socialismo constituyeron Afirmación para una República Igualitaria (ARl),
que encabezó Elisa Carrió. Las medidas de ajuste que en marzo propuso López
Murphy, aunque efímeras, sumaron nuevas deserciones y acabaron con la frágil mayoría
que el gobierno tenía en diputados. La designación de Cavallo, que funcionó
como un virtual jefe del gabinete, distanció a Alfonsín, quien comenzó a
explorar la alternativa de un gobierno de unidad nacional capaz de iniciar el
abandono de la convertibilidad.
Aislado de sus
aliados, y encerrado en un círculo muy reducido, el gobierno enfrentó las
elecciones legislativas de octubre de 2001. En ellas el desempeño de la UCR fue
malo; el peronismo, que también perdió muchos votos, sin embargo avanzó considerablemente
en el control de las Cámaras. Los partidos de izquierda y el ARI obtuvieron
buenos resultados. Pero lo más notable fue lo que se llamó el "voto bronca"
o "voto castigo": un 22 por ciento de los sufragantes votó en blanco
o anuló su voto. Un 24 por ciento no fue a votar, un porcentaje un poco mayor
que el normal. El "voto bronca" fue impulsado por una campaña
sistemática, que dio forma y expresión a la extendida disconformidad de la
ciudadanía. Se culpaba al conjunto de los políticos de las dificultades
económicas, de no hacerse cargo de las demandas de la sociedad y de preocuparse
sólo por defender sus privilegios.
Protesta,
crisis y final de la Alianza
Las elecciones de
octubre iniciaron la crisis final del gobierno. Los senadores peronistas
eligieron a uno de ellos (Ramón Puerta) como presidente provisional del Senado,
primero en la línea sucesoria luego de la renuncia de Álvarez. Anunciaban así
que se preparaban para retomar el gobierno. Los gobernadores peronistas se
organizaron para defender su parte de unos recursos fiscales que se reducían
aceleradamente. El gobierno, huérfano del respaldo del FMI (pese a los
desesperados intentos de Cavallo) comenzó a recortar todo tipo de gastos, lo
que agudizó las reacciones.
La crisis fiscal
reactivó la protesta social, que renació a mediados de 2000 y creció
sostenidamente, hasta culminar en diciembre de 2001. La singularizó su dimensión
nacional, su heterogeneidad y la convergencia práctica. Prendió primero en
algunas capitales provinciales lejanas de Buenos Aires. En mayo de 2000, hubo
un nuevo corte en General Mosconi, Salta, duramente reprimido, que concluyó con
una pueblada victoriosa e importantes logros. En noviembre del mismo año las
organizaciones piqueteras de La Matanza obtuvieron un éxito similar, en
momentos en que estallaba otro episodio violento en Mosconi. Las cosas fueron
más duras en 2001. El "déficit cero" establecido por Cavallo en julio
y su secuela de recortes presupuestarios profundizaron el descontento,
involucrando ciudades menores y pueblos. A fines de año, como se verá, los
vecinos de la ciudad de Buenos Aires pasaron de espectadores a participantes
activos de una protesta que en las grandes conurbaciones incluyó el saqueo, la
violencia, la represión y las muertes.
Los protagonistas
se fueron ampliando y renovando. Las dos CGT y la Central de Trabajadores de la
Argentina (CTA), unidas o separadas, convocaron a huelgas generales y
organizaron marchas nutridas y turbulentas. Muy activos fueron los trabajadores
estatales de las capitales provinciales, y sobre todo los docentes. En los
municipios, la protesta se profundizó al sumar a organizaciones vecinales y otras
redes de base territorial.
Pero los actores
principales fueron las organizaciones "piqueteras". Su peso se
incrementó cuando el gobierno de la Alianza, que trataba de reducir la
influencia de las redes políticas peronistas, decidió negociar con ellas y encargarles
la distribución de los planes de ayuda. Esto confirmó la intuición de los
demandantes: como en los noventa, el gobierno renunciaba a aplicar políticas
universales y se ocuparía de aquellos que presionaran adecuadamente. Como los
beneficios otorgados eran precarios, las demandas crecientes y la competencia
intensa, las organizaciones debían permanecer activas, para defender lo
recibido y ampliarlo. De ese modo se cerraba el círculo: en definitiva, el
Estado subsidiaba y hacía crecer a los grupos que se habían organizado para
presionarlo.
Las organizaciones
piqueteras eran complejas: al núcleo de desocupados se sumaban jubilados,
ocupantes de tierras y, en general, familias necesitadas. Construir las
organizaciones fue la tarea de veteranos militantes sociales, antiguos
dirigentes sindicales y también activistas políticos. Una novedad fue la
participación de las mujeres, que articularon la dimensión militante con las
tareas comunitarias, de creciente importancia. Las organizaciones proliferaron,
con diferencias de envergadura, perspectivas y estrategias, aunque coincidieron
en la táctica (el corte de rutas y de calles) y en la práctica organizativa,
basada en las asambleas, en las que se discutía lo concreto y lo general.
Diferían en sus perspectivas de largo plazo. Para algunas organizaciones, el
horizonte estaba en las puebladas y en la insurrección popular. Otras fueron
promovidas por partidos de izquierda, que las acomodaron a sus respectivas
líneas políticas. Un grupo importante apuntó a lo que llamaban la
autoorganización popular. Un punto esencial eran los subsidios estatales, que
solucionaban los problemas de los necesitados y además posibilitaban el
funcionamiento y la expansión de las organizaciones. Las organizaciones
piqueteras procuraron darle un significado diferente al que era común en el
ámbito de las redes del peronismo. Los subsidios no debían ser considerados una
dádiva, sino una conquista. El Estado tenía la obligación de garantizar los
derechos básicos de los ciudadanos: la salud, la educación, la alimentación, el
trabajo y la vivienda. No hacerlo suponía una injusticia que debía ser
reparada, y en ello residía el derecho y la dignidad.
En 2001, las
organizaciones piqueteras pasaron a primer plano, avanzando en su integración y
coordinación. A fines de julio se reunió una Asamblea Piquetera Nacional, y se
acordó un plan de acciones en común, que culminó el 7 de agosto con cortes de
rutas en todo el país. Sin embargo, afloraron las diferencias estratégicas y
hubo muchas escisiones. Las organizaciones más antiguas, como la Federación de
Tierra y Vivienda (FTV) y la Corriente Clasista y Combativa (CCC), impulsaban
reformas sociales, como el seguro universal que mejoraran la situación de los
desocupados, y no desdeñaban negociar con las autoridades. Las que eran
impulsadas por partidos de izquierda, como el Polo Obrero (PO), consideraban
que existía en el país una situación prerrevolucionaria y orientaron sus
acciones en ese sentido. A principios de diciembre este grupo profundizó la
escisión conformando el Bloque Piquetero.
En los últimos
meses de 2001, el fantástico nivel alcanzado por el "riesgo país"
descartó cualquier posibilidad de acceso al crédito internacional. Se corporizó
así el fantasma del default o declaración del cese de los pagos de la deuda.
Unos sacaron sus dólares del país; otros retiraron sus depósitos de los bancos.
La corrida amenazaba con destruir todo el sistema bancario. Para frenarla,
Cavallo tomó una medida excepcional, pronto conocida como "corralito":
el 1º de diciembre redujo a una pequeña suma la extracción de efectivo de los
bancos, aunque siguieron habilitadas las transferencias, los cheques y los
pagos con tarjetas. Pocos días después, ante la falta de respuesta del FMI, se
anunciaron nuevos cortes presupuestarios.
El "corralito"
relanzó la protesta social. La desafección institucional, el cuestionamiento de
todos los mecanismos de representación y la búsqueda de nuevos canales se
pusieron de manifiesto en la adhesión al plebiscito convocado por el Frente
Nacional contra la Pobreza (FRENAPO), organizado por la CTA y otras
agrupaciones sociales y políticas, que proponía establecer un ingreso ciudadano
básico. Entre el 13 y el 17 de diciembre votaron tres millones de personas. Los
lugares de sufragio fueron organizados por distintas instituciones: sindicatos,
centros estudiantiles, parroquias, asociaciones profesionales, sociedades de
fomento, hospitales, cárceles; su diversidad revela la extensión del
cuestionamiento.
Por entonces, la
protesta ya había tomado otro rumbo. El 13 de diciembre las tres centrales
obreras organizaron un paro nacional que tuvo una adhesión casi unánime; ese
día, en muchas ciudades hubo manifestaciones callejeras y actos de violencia
que se prolongaron en los días siguientes. Las organizaciones piqueteras
reunieron a su gente alrededor de los grandes supermercados y negociaron con
los gerentes y con algún funcionario público la entrega de bolsones de
alimentos. Pero la acción se extendió por todo el país, y esa semana fueron
saqueados unos trescientos negocios. La represión fue inconexa, pero hubo 18
muertos (algunos a manos de los comerciantes) y cientos de heridos.
El 18 de diciembre,
comenzaron los saqueos en el Gran Buenos Aires y en otros grandes conurbanos.
En los barrios populares, fueron asaltados muchos supermercados pequeños,
aprovechando la sospechosa pasividad de las fuerzas policiales, que se
limitaron a proteger los locales de las grandes cadenas. Hubo una parte
importante de espontaneidad, pero también los estimularon muchos dirigentes
peronistas locales, con intención de darle el último empujón al gobierno. El
19, la protesta estalló en la Capital Federal, movilizando a nuevos actores. Al
son de los cacerolazos, salieron a la calle muchos vecinos de Buenos Aires,
afectados por la crisis o movilizados por la indignación y la desilusión. Por
la noche el presidente decretó el estado de sitio; no tuvo ningún efecto
disuasivo, pero en cambio avivó el conflicto y puso en movimiento a quienes aún
se mantenían apartados. En la Capital, se congregaron frente al Congreso o en
la Plaza de Mayo muchedumbres de reclamantes, a las que se sumaron grupos del
Gran Buenos Aires. El día 20, la policía reprimió a los manifestantes en la plaza
y hubo cinco muertos.
Ya había renunciado
el ministro Cavallo y el presidente, en un último intento, convocó a un
gobierno de unidad nacional. Por entonces, los dirigentes peronistas y buena
parte de los radicales habían coincidido en que con de la Rúa la crisis no
tenía salida. Por la noche, el presidente renunció a su cargo y en un
helicóptero abandonó la Casa de Gobierno, sitiada por los manifestantes
furiosos. En esos días habían muerto un total de 39 personas. Curiosamente, de
la Rúa volvió al día siguiente a la Casa de Gobierno, para esperar que su
renuncia fuera aceptada.
Así terminó el
breve interludio de un gobierno no peronista en el ciclo del segundo peronismo.
Surgida en un contexto de optimismo ciudadano que recordaba el de 1983, la
Alianza entusiasmó al principio con su promesa de trabajo, educación y justicia,
aunque terminó concitando el apoyo de quienes, de manera más modesta, querían
salvar la convertibilidad. Ambas aspiraciones eran igualmente utópicas. Los
datos duros de la economía ya indicaban en 1999 que, salvo algún cambio
importante en las condiciones externas, el derrumbe fiscal era imposible de
detener. En los dos años de gobierno de la Alianza los datos sólo cambiaron
para peor, en particular con la nueva política de Estados Unidos y el FMI.
Era inevitable que
la crisis provocara un remezón social y político. Pudo haber sido diferente su
forma y su profundidad, y eso fue responsabilidad del gobierno de de la Rúa. Al
menos hasta octubre de 2001, nadie se propuso definidamente derribarlo o
ponerle obstáculos imposibles de superar. La gestión de de la Rúa no intentó
sumar a otras fuerzas políticas y tratar de hacerlas copartícipes de un
derrumbe que se avizoraba, y del que también eran responsables. Tampoco fue
capaz de mantener la unidad (ciertamente precaria) de la Alianza. Con mayor
habilidad política, quizás hubiera podido evitar, si no el estallido social, al
menos las muertes. Quizá también hubiera podido morigerar el derrumbe
institucional y político, que a la larga fue la herencia más dura dejada por
una crisis que en diciembre de 2001 recién comenzaba a manifestarse.
El
año de la crisis
Desde entonces, y
durante 2002, la crisis se desplegó en todo su alcance. Se conjugaron la crisis
económica que originó el derrumbe de la convertibilidad, la crisis política
derivada de la acefalía presidencial y profundizada por el cuestionamiento
general a la legitimidad de los gobernantes, y la crisis social, alimentada por
la de la economía y motorizada por la expresión de distintas formas de protesta
y reclamo. Como trasfondo, se desplegaron imágenes terroríficas, quizás
exageradas, pero operantes: guerra civil, saqueos, quiebras en cadena, anarquía.
Todo formó parte del "año de la crisis". Curiosamente, a fines de ese
año, los fantasmas estaban desapareciendo y los problemas parecían encaminarse
a una solución.
La crisis política
transcurrió sobre un fondo de violentas manifestaciones sociales. Con la
presidencia vacante, el protagonismo se trasladó a la Asamblea Legislativa, que
dudó entre designar un presidente interino que llamara inmediatamente a elecciones
o uno que concluyera el mandato de de la Rúa. La falta de acuerdo entre los
distintos sectores del peronismo llevó a elegir la primera opción y, luego del
breve interinato del presidente provisional del Senado, Ramón Puerta, fue
designado el gobernador de San Luis, Adolfo Rodríguez Saá, quien contó con el
apoyo de la mayoría de los gobernadores. Pese a lo acotado de su mandato, el
nuevo presidente anunció que no se pagaría la deuda externa (decisión aprobada
por el Congreso entre aplausos y vítores antiimperialistas) y encaró proyectos
de largo plazo, para los que buscó respaldo en distintos sectores sociales y
políticos. Pero apenas una semana después sus colegas le retiraron el apoyo, y
optó por renunciar, en días en que una multitud asaltaba el Congreso de la
Nación e incendiaba algunas oficinas. Interinamente asumió el presidente de la
Cámara de Diputados, Eduardo Camaño.
El primer día de
2002, la Asamblea Legislativa designó como nuevo presidente (ahora para concluir
el mandato de de la Rúa) a Eduardo Duhalde, ex gobernador de Buenos Aires y
candidato presidencial derrotado en 1999. Era el quinto presidente en apenas
diez días. Duhalde tenía una importante base en su provincia, y logró el apoyo
de los gobernadores peronistas y de la UCR, lo que le aseguró un buen respaldo
en el Congreso. En cambio, la Corte Suprema de Justicia (con mayoría de jueces
designados por Menem) le fue siempre hostil, sobre todo porque el Congreso
inició un juicio político a sus integrantes. En la calle, los distintos grupos
movilizados seguían reclamando con ira, de modo que la legitimidad del nuevo
presidente estaba lejos de ser sólida.
El Congreso resultó
el ancla más sólida de un gobierno que debió dar respuesta a situaciones no
imaginadas. Nadie había previsto el abrupto fin de la convertibilidad. No había
una salida que pudiera conformar a todos, y la cuestión fue cómo se repartirían
las pérdidas. Cada actor presionó por lo que consideraba suyo. Las primeras
medidas, tomadas bajo presión, fueron azarosas y frecuentemente
contradictorias, pero sus efectos resultaron contundentes. Rodríguez Saá había
anunciado el default de la deuda externa privada, aunque se seguiría pagando la
deuda privilegiada con los organismos internacionales, como el FMI. El Congreso
agregó el fin de la convertibilidad y confirió amplios poderes al presidente
para las resoluciones consecuentes. Duhalde dispuso una devaluación del 40 por
ciento, de efectos limitados, pues llevó el dólar a 1.40 pesos, mientras que el
dólar real llegó a cotizarse a 4 pesos. También dispuso transformar en pesos
las deudas en dólares, pero con criterios diferentes: para quienes tenían
deudas locales, a razón de 1 peso por dólar; para quienes tenían depósitos en
bancos, a razón de 1.40 por dólar, más un coeficiente de indexación. Esto
resultó necesario, porque se extendió el "corralito" (que pasó a
llamarse "corralón") a los depósitos a plazo fijo.
Esta masiva ruptura
de los contratos dejaba una cantidad de cuestiones por resolver, y por el
momento no había acuerdo sobre cómo hacerlo. A los bancos se les prometió un
bono, para compensar la diferencia entre acreencias y deudas. Se reformó la ley
de quiebras, para suspender la ejecución de la masa de afectados por los
cambios. Por su parte, muchos ahorristas recurrieron a la justicia, y
encontraron jueces que concedían recursos de amparo, algunos con llamativa
rapidez, que les permitían recuperar sus depósitos bancarios. Esta salida de
depósitos complicó la situación de los bancos, que reclamaron una solución
general al problema. La Corte Suprema, en guerra franca con el gobierno,
amenazó con declarar inconstitucionales todas las medidas de excepción.
Entre tantas
medidas forzadas, contradictorias o inconducentes (como un proyecto de reforma constitucional),
Duhalde tomó una decisión efectiva y de perdurables efectos sociales y
políticos: la creación del Plan Jefes y Jefas de Hogar, destinado a los
desocupados, para el que obtuvo fondos del Banco Mundial y del Banco
Interamericano de Desarrollo (BID). Tenía una cobertura mucho mayor que los
planes anteriores (apuntaba a la universalidad) y su ejecución se derivaba a
los intendentes, asesorados por consejos consultivos en los que intervenían
diversas organizaciones, entre ellas las piqueteras. La suma entregada era
modesta (150 pesos, es decir, unos 40 dólares), pero significativa. En 2002 se
habían otorgado más de un millón de subsidios, y un año después llegaban a dos
millones.
Los efectos
tardaron unos meses en hacerse sentir, y en el año de la crisis esto era una
eternidad. A fines de abril, el gobierno había perdido el control. El dólar se
vendía a 4 pesos; las provincias estaban inundadas de bonos, llamados
eufemísticamente "cuasimonedas"; la inflación del año llegaba ya al
21 por ciento, lo mismo que la desocupación, más alta aún en el conurbano
bonaerense. La mitad del país se encontraba por debajo de la línea de pobreza,
y una cuarta parte traspasaba la línea de indigencia. El gobierno debía
encontrar soluciones rápidas para situaciones que no la tenían: cómo satisfacer
a ahorristas con depósitos "acorralados", a bancos amenazados por
corridas, a acreedores con acreencias en dólares convertidos a pesos, y sin la
posibilidad de ejecutar a los deudores. Y además, el FMI, convertido en el
principal y más urgente acreedor, había decidido no conceder nada al gobierno
argentino hasta que éste no realizara "cambios profundos", que iban
desde la restitución de la ley de quiebras hasta una "hiperinflación
controlada", que licuara todos los pasivos y llegara a lo que denominaban
un nuevo equilibrio. En el fondo de todos los problemas había una situación
común: todos los contratos estaban cuestionados, y no había moneda. Como
escribió Hugo Quiroga, "la moneda es productora de sociabilidad".
Tras este cruce de intereses contradictorios, se desenvolvía una crisis social profunda
y una crisis radical de legitimidad política no menos aguda.
El doble
cuestionamiento de la autoridad política y de la moneda impulsó el despliegue
de la crisis social y política. En el año de la crisis se agravó la situación
de los "perdedores" de la gran transformación de las décadas
anteriores y se sumaron nuevos segmentos. En un escenario ampliamente exhibido
por los medios, expresaron su ira y sus reclamos, que nadie pudo ignorar.
También comenzaron a aparecer propuestas, fragmentarias, utópicas, pero con una
dosis de creatividad, para organizar de manera diferente la sociedad y la
política. Para muchos, la crisis fue una oportunidad.
El escenario más
visible de la crisis, y también el punto de mayor concentración de sus
expresiones, fue la ciudad de Buenos Aires, sede del poder que concentraba los
reclamos. Cada día se veían en la Plaza de Mayo, el Congreso o los tribunales
manifestaciones de vecinos indignados que golpeaban sus cacerolas o de
ahorristas que atacaban a martillazos las sedes de los bancos, rompiendo
vidrieras o pintando frases condenatorias. Los unía la consigna "que se
vayan todos", referida en principio a los políticos, pero también a otros
grupos dirigentes. Asimismo cotidianamente aparecían columnas de piqueteros,
que lucían amenazantes, con sus palos y las caras cubiertas con pasamontañas,
reclamando subsidios y "planes". Por las tardes, los vecinos de los
barrios se reunían en asambleas, para deliberar y organizarse. Al anochecer,
aparecían los cartoneros: familias y grupos muy organizados que venían a buscar
algo valioso entre los residuos. Otros vecinos se organizaban en clubes de
trueque, para sustituir la moneda y mantener el mercado. Soluciones de
emergencia, protestas sin futuro, pero, a la vez, intentos de buscar un camino
distinto.
Las jornadas de
diciembre, con su épica y sus mártires, pusieron a los vecinos de Buenos Aires
y de otras grandes ciudades en estado de movilización. Continuaron marchando,
golpeando sus cacerolas. Luego de derribar a dos presidentes (pensaban), su
blanco era la Suprema Corte de Justicia, que para unos era el emblema de los
aborrecidos años noventa y para otros la esperanza de un fallo judicial que les
devolviera sus ahorros. Los ahorristas constituían el núcleo más violento de
los manifestantes urbanos; era el grupo más centrado en un objetivo específico
y también contradictorio, pues la furia en contra de los bancos unía a deudores
y a acreedores.
La mayoría de los
vecinos, devenidos ciudadanos, asumió la responsabilidad de construir el
interés general. Lo hicieron en las ya mencionadas asambleas barriales (funcionaron
más de cien en la Capital y otras tantas o más en el resto del país),
caracterizadas por la aspiración a la horizontalidad, al diálogo razonado y a
una democracia directa que cerrara la brecha dejada por el fracaso político. En
las asambleas se debatieron grandes cuestiones y otras más específicas, de
gestión barrial; se establecieron relaciones solidarias con otros grupos (especialmente
los cartoneros del barrio) y se organizaron marchas y "escraches":
manifestaciones de tinte jacobino contra personajes odiados, como el exministro
Cavallo o algunos represores incógnitos.
Para profundizar la
autogestión, surgieron coordinadoras interbarriales que, como en la Comuna de
París, buscaron resolver los dilemas de la democracia directa. Los partidos de
izquierda, convencidos de la proximidad del momento revolucionario, se sumaron
a las asambleas y trataron de imponerles su propio orden y sus líneas
políticas, difícilmente conciliables con la autogestión vecinal. La militancia
asambleísta alcanzó sus picos en la marcha del 24 de marzo de 2002, cuando
lograron imprimir un nuevo sentido al reclamo por los derechos humanos, y a fin
de junio de ese año, cuando la muerte de dos militantes piqueteros (Maximiliano
Kosteki y Darío Santillán) estimuló un acercamiento entre esas organizaciones y
los vecinos. Pero a fin de año, las aguas se fueron separando (el 20 y 21 de
diciembre de 2002 organizaron dos conmemoraciones separadas) y comenzó a
predominar entre los vecinos el anhelo de una salida ordenada para la crisis.
Fue difícil dar una
expresión política al "que se vayan todos". Algunos políticos,
reconocidamente honestos, se salvaron de la descalificación general y muchos
confiaron en que sobre esa base podía regenerarse la práctica política. A
mediados de año se popularizó la propuesta de una Asamblea Constituyente que
refundara la república, pero la iniciativa se diluyó.
En ese año
admirable hubo otros colectivos singulares. Los cartoneros (esos grupos que
ocupaban la ciudad por la noche y desaparecían al amanecer) suscitaron tanto
miradas horrorizadas como humanitarias. Entre ambas perspectivas, pudo descubrirse
en ese fragmento de los "perdedores" de la nueva sociedad un orden
propio: eran familias enteras, con su base en los barrios del conurbano.
También su ligazón con algún tentáculo del mercado, interesado en los metales,
los papeles o el cartón, y presto a construir los circuitos articuladores de la
recolección. Otro colectivo notable fue el de los trabajadores que se hicieron
cargo de las fábricas abandonadas por sus propietarios y las pusieron en
funcionamiento, con la ambigua ayuda del Estado, que alternaba entre la
asistencia social y el rigor judicial. Otro colectivo fueron los clubes de
trueque, potenciados por la crisis monetaria. Además de su capacidad de
contención para los más golpeados por la crisis, apostaron a construir un
sistema autogestionado, alternativo del mercado. Terminaron siendo víctimas de
su propio éxito (deberían haber tenido un equivalente del Banco Central para
regular la expansión) y declinaron cuando la economía normal recuperó su
estabilidad.
Las organizaciones
piqueteras fueron las grandes protagonistas de la movilización social del año
de la crisis. Crecieron por el aumento de la desocupación, pero sobre todo por
la creación del Plan para Jefes y Jefas de Hogar, que multiplicó la ayuda
social del Estado. La parte mayoritaria fue repartida a través de las redes
vinculadas con el aparato político justicialista, que comenzó a reconfigurarse,
pero una porción significativa se destinó a las organizaciones piqueteras. No
les era difícil obtenerlos de un gobierno para el cual la prioridad era apagar
el amenazante conflicto social. Esta distribución de paquetes de planes hizo
posible el crecimiento de esas organizaciones. A la vez, se reconfiguraron y se
dividieron, pues la unidad era menos necesaria frente a un gobierno dispuesto a
ceder.
Las organizaciones
piqueteras fueron islotes singulares en el mundo del conurbano, que convivieron
en competencia con la red de base estatal. Los planes asistenciales y las
contraprestaciones permitieron desarrollar la dimensión asistencial: copas de
leche, comedores, talleres y otras iniciativas de sentido autogestionario. Pero
todas las conquistas eran precarias y discrecionales. Pertenecer a una
agrupación consistía en marchar, regularmente, para defender lo conseguido,
recuperarlo o acrecentarlo, en una dinámica asimilable a la de la tradición
sindical. Los "planes" y otros subsidios fueron el centro de las
organizaciones y el origen de sus diferencias. Algunas privilegiaron el acuerdo
más o menos estable con las autoridades: las autoridades peronistas acordaron
con la Federación de Tierra y Vivienda y con la Corriente Clasista y Combativa,
las organizaciones más grandes y tradicionales. Otras pusieron el énfasis en
consolidar la organización del núcleo social formado en torno de la
organización y en la defensa militante de lo que se le arrancaba al gobierno.
Un grupo grande, finalmente, fue organizado por los partidos de izquierda,
convencidos de la inminencia del momento revolucionario, el "argentinazo",
como lo denominaba el Partido Obrero, trotskista.
Tanto el Bloque
Piquetero, de los partidos de izquierda, como las organizaciones autónomas
practicaron un estilo de movilización más duro y agresivo, y frente a ellos el
gobierno, que en general prefirió negociar, ensayó la represión. El 26 de junio
de 2002, la policía bonaerense intentó detener una marcha en Avellaneda y, como
se dijo, asesinó a dos militantes, Kosteki y Santillán. El hecho, que quedó
documentado y tuvo otras repercusiones políticas, exacerbó la movilización
piquetera, de presencia diaria, cortando rutas y calles, y estrechó los
vínculos con los vecinos movilizados, como lo expresó la consigna "piquetes,
cacerolas, la lucha es una sola". Por entonces, no había día en que una
marcha, grande o chica, no manifestara frente a una dependencia gubernamental,
generando un caos en el centro de la ciudad de Buenos Aires y en otras grandes
ciudades. La táctica era efectiva, y la estrategia revelaba la convicción de
que nadie tenía derecho a ignorar los padecimientos de los perdedores.
Quienes vivían en
las ciudades solían tener sentimientos mezclados: solidaridad con quienes
reclamaban y fastidio por los contratiempos. La misma dualidad tenía el
gobierno, que podía ignorar a los asambleístas y trocadores, pero no a los
piqueteros. Nadie dudaba de que el sistema de planes sociales era
imprescindible en lo inmediato. Sobre esa base, el gobierno procuró negociar
con las organizaciones para acotar los efectos de las protestas y también para
introducir divisiones. Pero a la vez, debió encarar la cuestión del orden
público, y también de la represión a quienes se aventuraban en la vía
insurreccional. Entre orden y represión había una zona gris, una frontera
borrosa, tanto en lo conceptual como en lo práctico, pues el gobierno no podía
controlar completamente a la policía o a la gendarmería, tal como se mostró el
26 de junio. De modo que hubo una oscilación entre aceptar el derecho a la
protesta y el deber de mantener el orden, que hacia fines de 2002, y sobre todo
en los meses siguientes, se fue inclinando más hacia una represión solapada,
practicada lejos de las cámaras de televisión.
A fines de abril de
2002 Duhalde se desprendió de su ministro de Economía, Jorge Remes Lenicov,
luego de que el Congreso, impulsado por la llamada "liga de gobernadores
peronistas", rechazara su impopular propuesta de reemplazar los depósitos
por bonos compulsivos. Designó entonces en el Ministerio de Economía a Roberto
Lavagna, quien lo acompañó hasta el final de su mandato, en mayo de 2003. Ambos
conformaron una dupla exitosa. Duhalde resolvió razonablemente bien la crisis
política y Lavagna dirigió el tránsito de la crisis a un crecimiento económico
notable.
Esto se debió en
parte a la pericia del ministro, pero también al cambio del contexto económico
nacional e internacional. La salida catastrófica de la convertibilidad, además
de dejar un tendal de damnificados y un país sumido en la miseria, creó las
condiciones para la recuperación fiscal y económica. Los salarios cayeron el 20
por ciento y las jubilaciones, el 50 por ciento, lo que significó un alivio
para el Estado y para las empresas, que también fueron estimuladas por la
reducción de las importaciones (consecuencia directa de la fuerte devaluación)
y por el congelamiento de las tarifas de servicios, que el gobierno impuso a
las empresas privadas. La inflación también mejoró los ingresos fiscales,
mientras que los gastos debieron reducirse debido al cese total del
financiamiento externo. Todas estas mejoras, que eran la contracara de la
crisis, hubieran sido efímeras si simultáneamente, y de manera inesperada, no
hubieran mejorado de manera notable el precio y la demanda internacional de la
soja, sobre todo por las compras realizadas por los países asiáticos. Con ese
estímulo, la producción se recuperó, y en 2003 duplicó la de 1998. El gobierno
impuso una retención a las exportaciones del 23.5 por ciento, y esos ingresos
tonificaron vigorosamente las cuentas fiscales.
Desde entonces, y
por varios años, el superávit fiscal primario y el superávit comercial fueron
los pilares de la recuperación económica. Sobre esa base, Lavagna comenzó la
tarea de desmontar todos los conflictos generados por la salida de la convertibilidad,
que en conjunto constituían una bomba de tiempo. Los problemas eran muchos, y
ninguna solución podía dejar satisfechos a todos. Muchos propusieron salidas
drásticas, que ignoraban los costos así como cualquier criterio de equidad (como
la mencionada "hiperinflación controlada" sugerida por el FMI), pero
Lavagna optó por buscar soluciones intermedias, regulando los tiempos y
ayudando a restablecer una autoridad política que se iba reconstituyendo
gradualmente.
Lo más urgente era
restablecer la confianza en los bancos, que, como se dijo, eran cotidianamente
atacados por los ahorristas furiosos, y encontrar soluciones aceptables para
ambos sectores. Lavagna descartó las propuestas extremas (imponer a los
depositantes un bono obligatorio, o estatizar la deuda en dólares de las
empresas) y ofreció a los depositantes una serie de bonos optativos, que fueron
aceptados de manera gradual, a medida que mejoraba la credibilidad en el fisco.
Con las provincias también siguió una vía intermedia: redujo el envío de fondos
(lo que las obligó a ajustar su déficit), pero absorbió todas las "cuasimonedas"
y los bonos emitidos desde 2001.
La negociación más
difícil fue con el FMI, que era un acreedor privilegiado, no comprendido por el
default. No cumplir con esos pagos (muy acrecidos por los cuantiosos préstamos
de los años previos al derrumbe de la convertibilidad) implicaba una ruptura
con el mundo financiero mucho más profunda que el default con los acreedores
privados. El FMI se negaba a cualquier refinanciación si el gobierno argentino
no realizaba reformas drásticas, inaceptables para la sociedad y letales para
la inicial recuperación económica. Lavagna negoció largamente, pagó a veces y
dejó de hacerlo en otras, concedió algunas de las demandas e ignoró otras;
hasta contó con el sorpresivo apoyo del gobierno estadounidense de George W.
Bush. Finalmente, en enero de 2003, firmó un acuerdo transitorio con el FMI,
vigente hasta septiembre, para refinanciar los pagos.
Llegar a enero fue
difícil. Pero gradualmente los indicadores de la crisis fueron mejorando: bajó
la inflación, se estabilizó el dólar en un nivel adecuado y comenzó una cierta
reactivación. En distintos momentos todo pudo derrumbarse, por la presión de
los distintos grupos damnificados, como los ahorristas, que contaron para
recuperar sus depósitos con el apoyo no siempre desinteresado de los jueces y
el respaldo de la Corte Suprema, enfrentada, como se dijo, con el Ejecutivo.
Pero la bonanza fiscal, la política de subsidios y una cierta reactivación
económica tranquilizaron los ánimos. En marzo de 2003, en vísperas electorales,
se liberó parte de los ahorros y se convirtió a los restantes en sólidos bonos
en dólares.
La mejora en la
economía facilitó la salida política, que tuvo sus complicaciones. Quien la
guio, el presidente Duhalde, carecía de legitimidad electoral y también de
fondos en su caja, que siempre ayudan a la gobernabilidad. Los gobernadores
creían que Duhalde aspiraba a hacerse elegir presidente y retaceaban su apoyo.
En la sociedad movilizada predominaba un ánimo general destituyente y
regeneracionista, que hacía dudar del éxito de una convocatoria electoral. Los
sucesos del 26 de junio de 2002 (la muerte de Kosteki y Santillán a manos de
oficiales de la policía bonaerense) lo decidieron a acortar su mandato y a
autoexcluirse de la candidatura.
El sacrificio
mejoró su situación, sobre todo porque conservaba un gran poder para incidir en
la elección de su sucesor. Desde entonces tuvo el consistente apoyo de los
gobernadores y del Congreso, incluyendo a la oposición radical. La Corte
Suprema, en cambio, siguió haciéndole la guerra, en parte por simpatía con
Menem y en parte porque el Congreso pretendía destituirlos mediante el juicio
político.
La salida electoral
estaba llena de incertidumbres. La opinión respaldaba a candidatos marginales,
cuyo principal capital era la crítica al sistema político. La ley electoral
disponía que en cada partido se realizaran elecciones internas abiertas (uno de
los pocos logros de la proclamada reforma política), pero los partidos estaban en
crisis y no representaban mucho. En el justicialismo, particularmente, el
candidato de Duhalde debería competir con Carlos Menem, que conservaba mucho arraigo
en las bases peronistas (que lo asociaban con tiempos mejores) y también con el
puntano Adolfo Rodríguez Saá. Duhalde contaba con un buen respaldo en el
conurbano bonaerense, donde la política de asistencia social le había permitido
construir una nueva maquinaria política. Pero carecía de un candidato adecuado,
pues Carlos Reutemann, prestigioso gobernador de Santa Fe, declinó competir, y
el cordobés José Manuel de la Sota fracasó en las encuestas de opinión.
Finalmente, Duhalde optó por cambiar las reglas electorales. Suspendió las
internas abiertas, para evitar el probable triunfo de Menem dentro del
justicialismo, y optó por apoyar al gobernador de Santa Cruz Néstor Kirchner.
Éste, que tenía escaso reconocimiento fuera de las provincias del sur, aceptó
el padrinazgo de Duhalde y también la continuidad de Lavagna, cuyo apoyo sumó
probablemente muchos votos a una candidatura algo escuálida.
De modo que el
Partido Justicialista (PJ) concurrió con tres candidatos, que dirimirían sus
diferencias en la elección nacional. Por fuera del PJ, surgieron dos candidaturas
de exradicales: Ricardo López Murphy, defensor de las rigurosidad fiscal, y
Elisa Carrió, impugnadora de la corporación política; ambos coincidían en la
valoración de los principios republicanos. En la primera vuelta, realizada el
27 de abril de 2003, se impuso Menem, que obtuvo algo más del 24 por ciento de
los sufragios; lo siguió Kirchner, con el 22 por ciento; López Murphy,
Rodríguez Saá y Carrió obtuvieron cada uno aproximadamente diez puntos menos
que el ganador. El peronismo en sus diversas variantes mejoró notablemente su
performance pues los tres candidatos justicialistas lograron el 60 por ciento
de los sufragios; la UCR, que postuló a Leopoldo Moreau, sólo obtuvo el 2 por
ciento. Era el fin del bipartidismo.
La adhesión a la
candidatura de Menem fue llamativa, pero se sabía que la resistencia que
despertaba era suficiente para unir a buena parte del resto de los votantes.
Sorpresivamente, Menem renunció a la competencia, y privó a Kirchner de una
adecuada legitimación electoral. No importaba demasiado. La elección había sido
exitosa y mostró una nueva convalidación del sistema representativo. Los
partidos políticos habían quedado en el camino, pero el régimen democrático
había superado la crisis, al igual que la economía.
La
salida de la crisis
Néstor Kirchner,
nuevo presidente, recibió un gobierno en situación bastante promisoria. Lo peor
de la crisis había pasado, aunque todavía quedaban muchas cuestiones por
resolver y muchas demandas por satisfacer. La más importante era la deuda en
default, pero con superávit comercial y fiscal las perspectivas de solución
eran buenas. En cuanto a la sociedad, la primera demanda consistía en el
restablecimiento del orden y de la autoridad presidencial. Por detrás venían
otras dos, que no tenían la misma unanimidad: encontrar una salida a la desocupación
y a la pobreza extrema y restablecer la legitimidad, el lazo entre gobernantes
y gobernados.
El nuevo gobierno
arrancaba con un hándicap político: una reducida legitimidad electoral. En su
primera etapa, eso fue compensado por el respaldo de Eduardo Duhalde, ya con
buena imagen y seguro manejo de la provincia de Buenos Aires, quien le traspasó
a varios de sus ministros. Sobre esa base, el nuevo presidente se dedicó a
construir sus propios apoyos y a adecuar el gobierno a su estilo de conducción.
La solución del
problema con los acreedores externos fue la principal tarea de Kirchner y
Lavagna. Éste siguió aportando su capacidad técnica y su talento negociador, y
Kirchner le agregó un fuerte respaldo político y ocasionalmente una fructífera
cuota de dureza e intransigencia. En septiembre de 2003, el precario acuerdo
con el FMI fue renovado por tres años. El FMI era un acreedor privilegiado, y
los 21 mil millones de dólares de deuda a corto plazo constituían el problema
más urgente. Pero el buen desempeño argentino en materia fiscal, comercial y de
inflación facilitó las cosas. Los compromisos con el Fondo fueron mínimos:
mantener un superávit fiscal del 3 por ciento e iniciar las negociaciones con
los acreedores. Más pesado resultó a la larga el requisito de las revisiones
periódicas de las cuentas nacionales, que el Fondo practicaba con los países
deudores.
Respecto de la
cuantiosa deuda externa, el objetivo fue reducirla, simplificarla y sobre todo
alargar los plazos de los vencimientos, para impedir que el incipiente impulso
económico quedara sepultado por las exigencias de pago. También se decidió
tratar a todos los acreedores por igual. En septiembre de 2003 se hizo una
primera propuesta y, luego de una rueda de negociaciones y algunos ajustes la
propuesta final, se formuló en noviembre de 2004, y el canje se concretó en
febrero de 2005. Entretanto, hubo arduas negociaciones con cada uno de los
grupos de deudores (el 40 por ciento de la deuda estaba en manos de argentinos),
en las que el argumento principal fue que el país solo podía comprometer en los
pagos un 3 por ciento del superávit fiscal. Una ley estableció que quienes no
aceptaran los términos quedarían fuera de las negociaciones y atados a algún
lejano fallo judicial.
El país ya era por
entonces más creíble, y la aceptación fue alta: el 76 por ciento de los títulos
ofertados, a los que se les hizo una quita del 75 por ciento, de modo que la
deuda total se redujo de 191 a 126 mil millones de dólares. La variedad de
títulos quedó reducida a tres, y los pagos se reprogramaron, postergando los
vencimientos de importancia hasta 2012. Quedaron problemas pendientes, que por
entonces no eran urgentes. La deuda con los organismos internacionales
permaneció intacta, y no se llegó a un acuerdo con los acreedores del llamado "Club
de París". Además, un grupo de bonistas rechazó el canje e inició un largo
litigio.
La recuperación de
la economía se mantuvo. El PBI creció anualmente alrededor del 9 por ciento, y
en 2005 alcanzó el nivel que tenía en 1998, antes de que comenzara la larga
recesión. El crecimiento se debió en parte al contexto internacional, pero
también a las condiciones creadas por la profunda crisis posterior al derrumbe
de la convertibilidad, que generaron las condiciones para una rápida
recuperación. El dólar encontró un punto de equilibrio alto, que el gobierno
mantuvo, y los salarios sufrieron una espectacular depreciación. La industria
orientada al mercado interno, con elevada capacidad ociosa, aprovechó la
protección cambiaria, y su reactivación comenzó a influir sobre el empleo, de
acuerdo con la vieja lógica del stop and go. El sector exportador, tanto
agrícola como industrial, se benefició doblemente con el dólar alto y la mejora
de los precios internacionales. Automotores, siderurgia, aluminio y papel
recuperaron sus beneficios (el petróleo mermó su volumen exportable), lo mismo
que el sector agrícola. La soja, en particular, aprovechó la gran demanda de
China e India, que elevó considerablemente los precios internacionales. El
Estado, que desde 2002 aplicaba retenciones a las exportaciones, fue un socio
privilegiado de este crecimiento.
Por entonces, la
política del Estado fue virtuosa. El superávit fiscal, basado en las
retenciones a las exportaciones y en la reducción de las obligaciones de pago
de la deuda, se completó con una moderación de los gastos, en particular las
transferencias a las provincias. Esto evitó alentar la inflación, que pese a la
reactivación creció en forma moderada, y subió del 3.7 en 2003 al 12.3 en 2005.
Pese a las incipientes demandas (que crecían a medida que se reactivaba el
empleo), se contuvo el aumento de salarios, que sólo fue significativo en 2005.
En cambio, el Estado volcó dinero en forma de subsidios sociales, con
contraprestaciones laborales, y de obras públicas, que generaban empleo
rápidamente.
El crecimiento de estos
años estuvo principalmente en manos del sector exportador, consolidado en los
noventa: productores agrarios y agroindustriales y de commodities, como el
acero o el aluminio, junto con los automotores y su tradicional régimen
especial, integrado con Brasil. En 2004, una ley estableció importantes
beneficios para las inversiones de estas empresas. La reactivación del sector
industrial dirigido al mercado interno tampoco significó un cambio en su
perfil. Basada sobre todo en la utilización de la capacidad ociosa, hubo pocas
inversiones nuevas, lo que podía augurar la llegada del clásico stop. Pero
todos los sectores empresarios tuvieron en estos años de reconstrucción una
rentabilidad muy elevada, basada, como se dijo, en el dólar alto y los salarios
bajos.
Los indicadores
hablan de una mejora en la situación de los trabajadores. El aumento en la
ocupación fue significativo, aunque las cifras no eran unívocas, por la alta
incidencia del empleo precario o en negro, que incluía desde los call centers
hasta el trabajo "esclavo" de algunas fábricas. También se
contabilizaban los beneficiaros de los planes sociales, pues su módica
contraprestación laboral los ubicaba en la categoría de ocupados. En cualquier
caso, la reactivación llegó al empleo: algo en los sectores más dinámicos, que
ocupaban pocos trabajadores, y mucho en la industria y en la construcción. En
los salarios comenzó una lenta mejoría, que estuvo por detrás del incremento
del empleo. Sólo en 2008 se alcanzarían los niveles de ingreso real de 2001, que
ya eran bajos. El gobierno comenzó a elevar el salario mínimo y en 2005
reinició la convocatoria a paritarias, lo que tuvo un fuerte efecto en la
revitalización de las alicaídas organizaciones sindicales y en el aumento de
los conflictos laborales. Todo ello constituye el mejor indicador de la
recuperación económica.
Los niveles de
pobreza declinaron, aunque las cifras (siempre discutibles) siguieron siendo
muy altas: en 2005, habría 42 por ciento de pobres, que incluía el 20 por
ciento de indigentes. La mejora en la ocupación tenía un techo y una masa
considerable dependió de los planes sociales, que el gobierno distribuyó
ampliamente; aunque ayudaban a sobrevivir, estaban lejos de constituir un
trabajo digno o un ingreso suficiente. Fueron un buen elemento de contención y,
a la vez, una herramienta política poderosa.
Hacia fines de
2005, no sólo había pasado lo peor de la crisis, sino que el gobierno estaba en
condiciones de desarrollar otro manejo político. El superávit fiscal, la
centralización de recursos en manos del gobierno nacional (las retenciones a la
exportación no eran coparticipables con las provincias) y la regulación del
gasto permitieron construir una caja robusta, que se convirtió en un
instrumento de poder. Para manejar el déficit de las provincias, los gobernadores
dependieron de la transferencia de recursos de la Tesorería de la Nación, o de
la asignación de obras públicas, realizadas por el Estado nacional, que
aliviaban el desempleo. La asignación de los planes sociales fue otro poderoso
elemento de negociación con las organizaciones sociales y con los intendentes.
Con esos recursos fiscales en sus manos, el presidente estaba en condiciones de
llevar adelante una política de tipo discrecional, como la que había practicado
en la década anterior en su provincia, Santa Cruz.
La crisis social,
sin reabsorberse, se manifestaba de manera distinta.
En el mundo de la
pobreza había más gente con algún tipo de trabajo, y fluía más dinero. Pero el
núcleo duro se mantenía. Se sobrevivía con los planes, pero no se vislumbraba
una salida.
Su visibilidad era
menor en Buenos Aires y en los noticieros de televisión. Los cartoneros, tan
temibles como inofensivos, estaban mucho más organizados, aparecían a horas
fijas y luego desaparecían. Pero el centro de la ciudad seguía ocupado por
vendedores ambulantes, cuidadores de autos o mendigos, tras los cuales se
adivinaban otras redes organizadas. También había delincuentes ocasionales, que
se multiplicaban en el conurbano. Este costado peligroso de la pobreza instaló
en la opinión la cuestión de la inseguridad. En marzo de 2004, Juan Carlos
Blumberg, padre de un joven asesinado tras un secuestro, organizó unas marchas
multitudinarias reclamando cambios en las leyes penales, que fueron en buena
medida aprobados por el Congreso. Luego, se la recordaría como una de las
escasas ocasiones en que Kirchner cedió ante una movilización pública.
Las calles y las
plazas de Buenos Aires siguieron ocupadas por columnas de manifestantes
provenientes del conurbano. Las había de todo tipo, orientación y objetivos.
Muchos beneficiarios de planes del gobierno eran convocados para apoyarlo, con
el argumento de que una presencia visible aseguraría a su grupo el
mantenimiento del beneficio. Las organizaciones piqueteras de perfil opositor
tuvieron más motivos para mantener su presencia y manifestarse con energía y
rudeza: sin marchas no se conservaban los planes logrados. Los partidos de
izquierda, que apostaban a un nuevo brote insurreccional, acentuaron su perfil
confrontativo. Grupos de trabajadores combinaban el reclamo sindical
tradicional con el recurso a la calle y el corte. Pertenecían a la CGT pero
sobre todo a la CTA, con los aguerridos trabajadores estatales y docentes.
También había grupos sindicales alineados con la izquierda. En cambio, no los
acompañaban ya los sectores de clase media, fatigados de las molestias
generadas por los cortes.
Había una demanda
de orden público, recibida de manera ambigua por el gobierno, deseoso de alejar
a los grupos más virulentos pero cuidadoso de no quedar asociado con alguna
forma de represión. Para desactivar la protesta, atrajeron a las grandes
organizaciones sociales con más afinidad política e ideológica, como la
Federación de Tierra y Vivienda, de Luis D'Elía, el Movimiento Evita, de Emilio
Pérsico, Barrios de Pie, de Jorge Ceballos, y Libres del Sud, de Humberto
Tumini. Sus dirigentes recibieron cargos en la administración, desde donde
pudieron favorecer a los suyos en el reparto de los planes sociales; por su
parte, atemperaron las movilizaciones y apoyaron activamente al gobierno. Los
intendentes del conurbano tuvieron nuevos recursos para fortalecer su poder:
administraban una parte de los planes sociales y también ejecutaban las obras
públicas financiadas por el gobierno nacional, que utilizaban empleo local. Por
esos caminos, a la vez que se contenían las expresiones de protesta más duras,
el mundo de la pobreza fue convirtiéndose en una de las bases de poder del
gobierno.
Néstor Kirchner
buscó más soportes para consolidar y ampliar su autoridad, retaceada por un
mezquino resultado electoral inicial. Exploró otros ámbitos de la opinión
pública, atendió los reclamos pendientes dejados por la crisis, así como la
disponibilidad existente en el sector denominado "progresista", que
anteriormente había encontrado su cauce en el Frepaso.
La primera medida
importante fue la renovación de la Corte Suprema de Justicia. Junto con los
políticos, toda la justicia había sido duramente cuestionada durante la crisis.
La corte en particular era un bastión del menemismo; en 2002 se había iniciado
el juicio político a sus miembros, que debió ser abandonado. A poco de asumir,
Kirchner promovió su reanudación y desató una fuerte campaña de opinión.
Finalmente obtuvo la renuncia de cuatro de los jueces y la remoción por el Congreso
de otros dos. Para designar a los reemplazantes aplicó un novedoso sistema de
consulta pública y propuso sucesivamente a cuatro juristas distinguidos e
imparciales. A lo largo del tiempo, la renovación de la corte se sostuvo como
uno de sus logros más ampliamente reconocidos.
Simultáneamente,
propuso la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida,
sancionadas en 1987, que bloqueaban los juicios a los responsables de la
represión. Las leyes ya habían sido derogadas en 1998, pero sin efecto
retroactivo. Los juicios, por otra parte, no se habían interrumpido por
completo; continuaron los de apropiación de bebés nacidos en cautiverio, y un
número importante de jefes militares estaba en prisión y había recibido
condenas. Pero la anulación de la ley (dispuesta por el Congreso y ratificada
en 2005 por la Corte Suprema) tuvo un efecto rotundo. Permitió encausar a todos
los presuntos partícipes, militares, policías o civiles, sin distinción de
rango, y aunque el proceso fue lento y complejo, finalmente fueron llegando las
condenas. Salvo sectores reducidos, la opinión acompañó con entusiasmo estas
medidas, que ampliaron el apoyo al gobierno.
Por entonces, el
presidente estableció estrechos vínculos con las organizaciones de derechos
humanos y en particular con Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, encabezadas
respectivamente por Hebe de Bonafini y Estela de Carlotto. El 24 de marzo de
2004, al recordarse el golpe de 1976, Kirchner realizó otro acto muy
significativo: en el Colegio Militar ordenó al jefe del Ejército que retirara
los cuadros de los expresidentes Videla y Bignone. Vistos en perspectiva, esos
actos de fuerte carga simbólica completaban un largo proceso, iniciado en
circunstancias muy difíciles en 1983, al que de un modo u otro contribuyeron
los gobiernos anteriores, de acuerdo con sus fuerzas. Alfonsín había sometido a
juicio a los excomandantes y Menem, que los indultó, subordinó definitivamente
al Ejército al poder civil. Kirchner eligió separarse de esa tradición cuando
afirmó que en 20 años el Estado no había hecho nada por los derechos humanos.
Fue una de las primeras manifestaciones de su estilo político confrontativo y
polarizador.
En otras áreas de
su gobierno se tomaron medidas también acordes con la sensibilidad progresista,
como las referidas a la procreación responsable y a la educación sexual, o la
declaración de que la protesta social no sería criminalizada. En conjunto, todo
eso se tradujo en un nivel de aprobación del 75 por ciento.
Sobre esa base,
Kirchner se propuso construir una base política alternativa, aunque no
excluyente, a la del PJ, donde sus rivales aún conservaban fuerte apoyo. Las
aspiraciones de renovación dejadas por la crisis y el deterioro organizativo e
identitario de todas las fuerzas políticas, incluido el PJ, crearon las
condiciones favorables para formar una nueva corriente de opinión, sustentada
en el apoyo gubernamental y en un discurso capaz de aglutinar simpatías
variadas. Recuperó la tradicional y algo olvidada línea nacional, popular y
antiimperialista del peronismo, rescató la tradición de los años setenta y
repudió el llamado "neoliberalismo" y las políticas de los años
noventa. Pero además, confrontó con buena parte de la tradición política
democrática construida en 1983. Reclamó la paternidad de tópicos comunes (como
la condena de los militares) y se apartó de otras tradiciones de entonces, como
el respeto a la ley y a las instituciones y la práctica del diálogo plural.
Con ese discurso
aglutinó a muchas organizaciones sociales, como varias de las dedicadas a la
defensa de los derechos humanos y otras tantas de origen piquetero, que
recibieron distinto tipo de reconocimientos, ayudas y prebendas. Parte de la
CTA acompañó esta propuesta, a la que terminó sumándose la CGT encabezada por Moyano.
También incorporó fragmentos sueltos de distintos partidos (cuya división
alentó) y a figuras políticas individuales, a las que atrajo. Quienes tenían responsabilidades
de gobierno (intendentes, gobernadores) fueron invitados convincentemente a
unirse al nuevo movimiento, encabezado por quien administraba los principales
recursos fiscales. La propuesta recordaba a la de Perón en 1945: había llegado
el momento de barajar y dar de nuevo, constituyendo el Frente Transversal
Nacional y Popular.
Su instrumentación
enfrentó problemas serios: la división interna de algunos de sus apoyos (las
organizaciones de derechos humanos, la CTA) y la resistencia de algunos
candidatos naturales a sumarse al frente. Además, Kirchner no pudo prescindir
del PJ, pues a la hora de las elecciones era decisivo el apoyo de quienes
controlaban lo que se llamaba "el territorio". Para subordinar al PJ
en el decisivo distrito bonaerense, debía derrotar a Duhalde y su aparato, algo
que logró fácilmente utilizando los recursos fiscales para disciplinar a las
autoridades locales. De ese modo, junto con el ideológico e inestable frente
transversal, construyó un opaco pero eficiente partido del gobierno.
En esta
construcción política, así como en la gestión del final de la crisis, Kirchner
hizo un amplio uso de los recursos gubernamentales y políticos. El recurso
autoritario plebiscitario para forzar la renuncia de los jueces de la corte no
se condecía bien con la institucionalidad democrática. La anulación retroactiva
de una ley, como la de obediencia debida, menos aún. Hugo Quiroga caracterizó
este decisionismo democrático, construido en el margen del Estado de derecho, y
a menudo fuera de él. Muchos recordaron que tal práctica había sido ampliamente
desarrollada por Kirchner en el gobierno de Santa Cruz. Como en 1989 y en 2002,
la emergencia fue un buen argumento para mantener las facultades excepcionales
del Ejecutivo. Otro argumento fue la fragilidad de un Estado que aparentemente
sólo funcionaba cuando lo tensaba una mano dura. Lo más notable desde el punto
de vista de la cultura política es que estas prácticas no hirieron demasiado la
sensibilidad mayoritaria.
En octubre de 2005,
hubo elecciones parlamentarias, en las que el gobierno debía ratificar el
consenso logrado. La elaboración de las listas le permitió a Kirchner dividir
aguas con Duhalde, con quien se negó a establecer un acuerdo. Su esposa,
Cristina Fernández, derrotó en la elección de senador bonaerense a Chiche
Duhalde, esposa del expresidente. En las elecciones legislativas nacionales las
listas del gobierno obtuvieron, sumando todos los distritos, un ajustado 40 por
ciento, suficiente para imponerse con comodidad a un conjunto muy fragmentado
de fuerzas opositoras. Sin embargo, no lograron triunfar en dos grandes
ciudades: en Buenos Aires se impuso Mauricio Macri, un recién llegado a la
política, y en Rosario, Hermes Binner, del Partido Socialista, que gobernaba la
ciudad desde 1995.
El resultado
electoral confirmó ampliamente el liderazgo de Kirchner. Unas semanas después
pidió la renuncia a Roberto Lavagna, su ministro de Economía. Concluida la
crisis, comenzaba entonces la era del kirchnerismo.
Luis Alberto Romero
Breve historia contemporánea de
la Argentina (1916 – 2010)
Nueva edición revisada y
actualizada
FCE, 2012
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