Al final todas las
cosas se funden en una sola, y un río discurre a través de ella. El río fue
excavado por el gran diluvio universal y fluye sobre rocas de los cimientos del
tiempo. Sobre algunas de esas rocas hay gotas de lluvia eternas. Debajo de
ellas están las palabras, y algunas de esas palabras son suyas.
Norman Maclean
Cualquier
historiador de los Estados Unidos que trabaje en Europa puede perder fácilmente
la cuenta de la cantidad de veces que le recuerdan (estudiantes, colegas,
amigos y familiares, y completos extraños) que la historia que estudia es
corta. La observación va con frecuencia acompañada de una sonrisa irónica; se
entiende que, como es una historia corta, ha de ser una historia simple. Y de
todos modos, larga o corta, ¿a quién le hace falta estudiarla? ¿No la conocemos
todos ya? ¿No estamos todos profundamente empapados, o infectados, dependiendo
de la perspectiva que uno tenga, de la cultura estadounidense? ¿No tiene un
carácter omnipresente en nuestras vidas a través de la televisión, el cine, la
literatura popular o internet? ¿Acaso no estamos tan familiarizados con la
cultura estadounidense, con su política, como lo estamos con la nuestra? Quizá
más, incluso; tal vez ya no exista otra cultura que la que nos llega desde los
medios y redes de comunicación dominados por los Estados Unidos. Vivimos en la
aldea global, y la tienda de la esquina es un Seven Eleven. ¿No se hallan
presentes los Estados Unidos en la ropa que vestimos, la comida que comemos, la
música que escuchamos y la red por la que navegamos? La historia del país se
encuentra grabada ya en todo el mundo. No está solo en el paisaje político de
la costa este, en el escenario social racialmente configurado del sur, en las
reservas de las Dakotas o en las tierras fronterizas de Texas, Arizona y Nuevo
México. Tiene un alcance mucho mayor. Es una historia frecuentemente retorcida
por la industria del entretenimiento que es Hollywood, presente en la industria
turística levantada alrededor de la roca de Plymouth y, sobre todo, conmemorada
primero en el paisaje nacional, en Valley Forge, Stone's River y Gettysburg; y
después en el global, en Aisne-Marne y el bosque de Belleau, cerca de la playa
de Omaha (Normandía) y en Son My. ¿Por qué deberíamos ir en busca de los
Estados Unidos? Ciertamente están por todas partes.
Y al mismo tiempo,
con todo y con eso, no están en ninguna. Los Estados Unidos se desvanecen. Si
los miramos fijamente, puede que de manera furiosa, durante bastante tiempo,
tal vez desaparezcan ante nuestros ojos. Ya se está disolviendo discretamente
en un modelo atlántico, el de "las Américas", en el que la mera
invocación de "América" como nombre de los Estados Unidos se
considera potencialmente ofensiva para quienes viven en las proximidades del
estado soberano que se ha adueñado egoístamente del término. Sus vidas, se da
por hecho, están sometidas por una superpotencia imperialista que proyecta su
oscura sombra sobre la zona fronteriza que separa los Estados Unidos de sus
vecinos del sur. Cientos de personas mueren cada año tratando de cruzar esta
frontera mortal, para alcanzar un nuevo mundo cuya sombra se extiende ahora
sobre el viejo. Desde la liberación de su poder atómico sobre Japón en 1945
hasta la actual "guerra contra el terror", ¿no vivimos todos a la
sombra de esta superpotencia, una sombra que se filtra ahora por entre los
fragmentos en suspensión del World Trade Center y que resulta todavía más negra
por las represalias que siguieron a aquella atrocidad?
Tal vez aún exista
esperanza para aquellos que temen una expansión todavía mayor del poder de la
última superpotencia. El aparente dominio cultural, militar y político
estadounidense puede ser contrarrestado, negado, reducido, dan por hecho
algunos, negándoles el título que tomaron para sí. Mediante el poder del
lenguaje, se espera, una potencia imperial será puesta en su sitio y obligada a
aceptar que no es la primera entre las naciones, una primus inter pares, la
"nación indispensable", como la secretaria de Estado Madeleine Albright
la describió en 1998. Se la representa en cambio, utilizando la frase del
sociólogo Michael Mann, como un "imperio incoherente", y en tonos tan
negros que uno no puede sino agradecer que sus ambiciones imperialistas y
militaristas no hayan logrado mayor consolidación. Para otros, la falta misma
de coherencia y la ausencia concomitante de un fuerte impulso imperialista es
un problema tanto para los Estados Unidos como para un mundo que necesita lo
que el historiador Niall Ferguson considera un "imperio liberal", un
nuevo "coloso" que busque lograr la estabilidad y la seguridad global
por motivos tanto de conciencia como comerciales. También hay otros, más
interesados en los modelos internos del país que en su impacto exterior, para
los que Estados Unidos es simplemente una nación más, con todas las
complejidades y contradicciones que acarrea el estado nación moderno. Pero
algunos le negarían incluso ese estatus. Algunos rechazarían totalmente la idea
de que los Estados Unidos constituyen una nación.
En el marco del
renovado interés académico por el nacionalismo que acompañó el fin de la guerra
fría, la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética,
todo lo cual propició la reemergencia de los impulsos nacionalistas que habían
permanecido largo tiempo enterrados bajo una ideología social y política
dominante impuesta desde el exterior, los orígenes étnicos de la nación moderna
volvieron nuevamente a ser objeto de análisis. Pero los Estados Unidos no
encajaban en ningún paradigma étnico. Una nación de inmigrantes solo podía, en
el mejor de los casos, ser descrita como una nación plural. Y en el peor, podía
acabar relegada a una categoría para ella sola, una no-nación; una colección de
"etnias" en competición, divididas por disputas raciales, religiosas
y lingüísticas, de las cuales solo podía surgir confusión cultural; desde luego
no una nación coherente, y mucho menos un imperio.
No obstante,
conforme proseguía el debate, la idea de los Estados Unidos como una nación
cívica, una unida por un nacionalismo cívico, comenzó a ganar terreno. De
hecho, esto no era mucho más que la aplicación de una nueva terminología a lo
que algunos estaban más habituados a ver como el "credo
estadounidense". Aunque el debate reconocía que, desde el principio, los
nativos y los no blancos, las mujeres y las religiones no protestantes eran
relegados con frecuencia a los márgenes de una identidad norteamericana
fundamentada sobre un núcleo étnico blanco excluyente, el foco de atención fue
dirigiéndose cada vez más hacia su ideal cívico abierto a todos. Este ideal se
asentó sobre la declaración de independencia, el documento fundacional de la
nación, su declaración de objetivos, su rechazo de los valores del viejo mundo,
el comienzo de una república del nuevo mundo.
Esa república del
nuevo mundo alberga hoy a más de 300 millones de personas. Es la tercera nación
más grande del mundo, tanto en términos demográficos como geográficos. Solo
China e India cuentan con poblaciones (mucho) mayores; solo Canadá y Rusia son físicamente
más grandes. La extensión geográfica y oceánica de los Estados Unidos, con
9.826.675 km2 (9.161.966 en tierra), constituye aun así el doble de la de la
Unión Europea. Limitados al norte por los Grandes Lagos y la vía marítima del
San Lorenzo, que los separa de Canadá, y al sur por el golfo de México y el río
Grande (o Bravo), que los separa de México, ocupan una posición intermedia
geográfica y, podría decirse también, una nacional.
Sin embargo, la
población no siempre se preocupó por cuidar esta tierra. Su abundancia de
recursos naturales, de plata a petróleo, gas, carbón, madera y fauna, fue
sobreexplotada hasta dejar al borde de la extinción las manadas de bisontes de
las grandes llanuras a finales del siglo XIX. La deforestación, asimismo, acompañó
inevitablemente el crecimiento demográfico e industrial de la nación a lo largo
de los siglos. Una tierra que para los primeros colonizadores parecía no tener
límites, no tardó en convertirse en un paisaje artificial, o degradado; empero,
a partir del mismo siglo XIX, surgió el impulso contrario de proteger esa
tierra con la creación de los parques nacionales del país. En nuestros días,
ciertamente, el Servicio de Parques Nacionales se dedica a mucho más que a
gestionar la tierra y los recursos naturales. Su labor tiene que ver
fundamentalmente con la conservación del patrimonio, una cuestión política y
cultural controvertida y trascendental, motivo de frecuentes enfrentamientos,
siendo los antiguos campos de batalla de los que el NPS es responsable un
detonante tan común de dichos enfrentamientos como zonas naturales como
Yellowstone (el primer parque nacional) o Yosemite. Bajo la administración de
George W. Bush, parcialmente en el contexto del imperativo de la seguridad
nacional, tierras que se encontraban bajo la jurisdicción del NPS o la nación
india fueron recalificadas como abiertas a la exploración petrolífera y minera,
lo cual amenazaba con destruir un paisaje nacional mientras trataba
simultáneamente de defenderlo.
Antes de que la
defensa de la patria se convirtiese en una cuestión fundamental, la atención de
los pueblos de los Estados Unidos estaba centrada en la creación de dicha
patria. Durante buena parte de los primeros años de historia de la nación, las
poblaciones y los mercados mantuvieron actividad básicamente a lo largo de un
eje norte-sur, uno alineado con el río Misisipi, que discurre por la zona
central de América desde Minnesota en el norte hasta el golfo de México. Los
colonos del este que buscaban alcanzar la costa oeste recorriendo lo que acabó
por conocerse como la ruta de Oregón tuvieron, antes de que se completara el
ferrocarril transcontinental, que salvar las Rocosas, la cadena montañosa que
discurre desde Nuevo México hasta Alaska. Hoy en día, habiendo desaparecido
hace mucho las caravanas que recorrían la ruta de Oregón, gran parte de los
espacios abiertos de la nación permanecen relativamente vacíos. El grueso de la
población de los Estados Unidos (más del 80 por ciento) es urbana. Y más del 80
por ciento de dicha población declara el inglés como su primer idioma, seguido
de un 10 por ciento para el español. Los protestantes continúan siendo mayoría,
pero por poco, constituyendo aproximadamente un 51 por ciento. De esa
población, la mayoría se clasifica todavía como blanca (casi un 80 por ciento),
cerca del 13 por ciento como negra, un 4 por ciento aproximadamente como
asiática y un 15 por ciento como hispana. A veces los hispanos son clasificados
como blancos, motivo por el cual las cifras parecen exceder el 100 por ciento.
La cuestión de la
clasificación étnica es algo más que una peculiaridad censal, no obstante.
Tiene que ver directamente con la cuestión de la identidad nacional
estadounidense, con qué significa ser "norteamericano" y qué
representa la nación. Los nativos americanos, por ejemplo, que engloban menos
del 1 por ciento de la población, constituyen aun así dos millones de personas,
repartidas a su vez en cientos de unidades tribales. El que uno sea o no
"nativo" depende de una combinación de herencia genética y afiliación
cultural; algunos grupos hacen hincapié en lo primero, otros en lo segundo. De
manera similar, el que uno sea considerado negro o blanco tiende a estar
geográfica o lingüísticamente determinado. "Hispano" incluye en
términos generales a cualquiera que viva al, o provenga del, sur del río
Grande, desde una perspectiva blanca; y para todos los así agrupados, los
afroamericanos y los "anglos" tal vez no parezcan ser diferentes.
Afroamericano, de
hecho, es una de las clasificaciones más sensibles al contexto. Los recién
llegados desde una nación africana pueden encontrar resistencia de los negros
americanos a su, posiblemente natural, suposición de que
"afroamericano" es un término automáticamente aplicable a ellos.
"Negro" y "blanco" son descripciones que en los Estados
Unidos derivan tanto de la cultura, la herencia y la historia de la esclavitud
como de cualquier otro indicador genético objetivo. Ser afroamericano da a
entender de manera casi automática que se posee un antepasado esclavo. Esto trae
consigo una serie propia de problemas y supuestos, naturalmente, porque no
todos los afroamericanos fueron esclavizados. La historiadora Barbara Jeanne
Fields puso de relieve la naturaleza opuesta de los supuestos culturales
contemporáneos relativos a la raza cuando observó que en los Estados Unidos una
mujer blanca puede dar a luz a un niño negro, pero una mujer negra no puede dar
a luz a un niño blanco, al menos en lo que concierne a la sociedad. De modo que
lo blanco puede crear lo negro, pero no al revés. A no ser que uno se fije en
la literatura, en cuyo caso, como sostiene la destacada autora afroamericana
Toni Morrison, eso es exactamente lo que ha ocurrido. La aparición de la
"blancura", señala, requirió una presencia negra. Ser "americano"
requirió algo, algo que se posicionara fuera de la nación, al menos como fue
culturalmente concebida. En este sentido, los conceptos de "blanco" y
"negro" (o "africanismo") funcionaron juntos, pero durante
la mayor parte de la historia de la nación no fue ni mucho menos una relación
de iguales.
Obviamente,
reclamar una identidad en los Estados Unidos es, tanto para la nación como para
el individuo, un empeño plagado de dificultades y desafíos pero con cada vez
menos compromisos políticos o culturales. La en su día convincente concepción
de los Estados Unidos como un "crisol" ha dado paso con los años a,
primero, un hincapié en el multiculturalismo y, segundo, a distinciones étnicas
y culturales (cada vez más de tipo religioso) que algunos temen que estén
desestabilizando la nación. Similarmente al propio sistema federal, en el que
los estados han recibido diversos grados de autonomía a lo largo de la historia
del país, los ciudadanos estadounidenses mantienen un en ocasiones precario
equilibrio entre su identidad social y estatal, por un lado, y la federal y
nacional, por otro. A veces, como en el caso de la guerra de secesión
estadounidense, esto se ha venido abajo dramáticamente. Otras, en periodos de
conflictos externos o crisis, las divisiones internas se reducen (si bien nunca
desaparecen) en favor de un patriotismo impulsado desde el centro, como durante
la segunda guerra mundial, o proveniente del ciudadano de a pie, como fue el
caso después de los atentados del 11 de septiembre y en la "guerra contra
el terror" actualmente en curso.
El vínculo que
existe entre la guerra y la identidad estadounidense, de hecho, resulta
complejo. La mayoría de las naciones cuentan con historias violentas, y los
Estados Unidos no suponen una excepción a este respecto. Pero comprender cómo
un grupo de colonias débilmente conectadas que dependían tan profundamente de
la mano de obra esclava llegó al punto de unirse para derrotar a una potencia
colonial en nombre de la libertad y la igualdad requiere tener en cuenta los
múltiples y diversos impulsos contemporáneos que condujeron a esta postura
aparentemente contradictoria, de los cuales no fue el menor de ellos la
temprana consolidación de la relación entre conflicto e identidad del nuevo
mundo que forjaron los colonos con respecto a los nativos de este y el poder
imperial.
La tierra que se
convertiría en los Estados Unidos fue poblada, en algunos casos solo
temporalmente, por emigrantes europeos, misionarios, ejércitos y comerciantes,
que habían sido empujados allí por los conflictos religiosos en Europa. Desde
el principio, por tanto, el conflicto moldeó tanto los procesos migratorios
como las actitudes de los forasteros europeos hacia las poblaciones indígenas
americanas. Los primeros intentos propagandistas de persuadir a los monarcas y
comerciantes europeos de que el "nuevo mundo" prometía beneficios en
nombre de la piedad (había nativos que convertir y riquezas que obtener)
implantaron una mortífera combinación de lo codicioso y lo religioso de la que
el conflicto era una consecuencia quizá inevitable. Los orígenes marciales de
la nación quedaron establecidos, naturalmente, en el conflicto colonial
definitivo, la guerra de independencia de los Estados Unidos, que forjó la
relación entre la nación y el concepto de servicio ciudadano, entre el
nacionalismo norteamericano y la guerra.
Que al menos una
parte de la historia de la guerra de independencia fue engrandecida tras el
acontecimiento para evocar un entusiasmo no siempre evidente en la época no
disminuyó en absoluto el duradero poder del mito del minuteman (miliciano de la
guerra de independencia) como ideal marcial estadounidense. Este no debería
exagerarse pero tampoco subestimarse. En los Estados Unidos de hoy, los
veteranos de guerra comprenden aproximadamente el 10 por ciento de la población
adulta. Dicho porcentaje, desde un punto de vista general, no es una
estadística abrumadora, y difícilmente una movilización general de tropas. No
obstante, los veteranos, y a través de ellos el impacto de la guerra, ejercen
una poderosa influencia en la política y la sociedad (y en los presupuestos de
defensa) del país, porque como grupo, resulta que los veteranos votan en un
porcentaje mayor (c. 70 por ciento) que la población en su conjunto (c. 60 por
ciento).
En este contexto,
no sorprende que uno de los hilos cruciales de la historia nacional de los
Estados Unidos sea el modo en que la unidad forjada a través de la guerra
moldeó la identidad nacional por medio del hincapié resultante en la libertad
como el eje alrededor del cual se construyó esa identidad. Pero antes incluso
del nacimiento de la nación en sí, la libertad en el "nuevo mundo"
tenía connotaciones tanto positivas (libre para) como negativas (libre de). La
libertad, como reza el eslogan moderno, no sale gratis. Y por supuesto nunca lo
fue. La libertad para los primeros colonos europeos vulneró las libertades ya
existentes que disfrutaban las naciones indígenas. La libertad del dominio
monárquico, como dejó claro el caso de los partidarios de la corona inglesa
durante la guerra de independencia, no era la libertad deseada por todos los
jóvenes "americanos", ni era una necesariamente bien recibida por
ellos. La libertad era el principio impulsor del experimento estadounidense,
pero era un principio promulgado a gritos por dueños de esclavos. La
Ilustración del siglo XVIII, un proceso que Immanuel Kant describió como la
"emancipación de la conciencia humana", pudo haber informado el
impulso revolucionario norteamericano, pero ello no se tradujo en la
emancipación de los esclavos de los revolucionarios estadounidenses.
"Sostenemos
como evidentes estas verdades (afirmaba la declaración de independencia): que
todos los hombres son creados iguales, que están dotados por su creador de
ciertos derechos inalienables, que entre estos están la vida, la libertad y la
búsqueda de la felicidad…". Durante demasiado tiempo tales
"verdades" solo resultaron ser verdad realmente para aquellos que
formaban parte de, eran próximos a, o tenían posibilidades de unirse a la elite
blanca masculina cuya perspectiva estas verdades habían representado solo
parcialmente. Si bien estaban totalmente preparados para creer al radical
inglés Thomas Paine cuando les dijo que la suya era "la causa de toda la
humanidad", los norteamericanos interpretaron el mensaje de Paine en el
contexto de una ideología republicana a través de la cual el fomento de la
igualdad y la libertad iba de la mano de la defensa de la esclavitud. Gracias
en parte al desarrollo de los mercados y las vías de comunicación, las colonias
individuales podían al menos concebir una unión política y cultural. Alcanzarla
era otra cuestión. Para unos, la libertad como ideal nacional solo podía
lograrse si se aplicaba a todos. Para otros, el futuro de la nación solo
estaría asegurado si algunos eran permanentemente esclavizados. A mediados del
siglo XIX, había una verdad evidente para Abraham Lincoln, quien estaba
luchando por evitar la ruptura de la nación en la guerra de secesión:
"Todos nos declaramos a favor de la libertad (observaba), pero cuando usamos
la misma palabra, no todos nos estamos refiriendo a la misma cosa".
La nación que
surgió de la guerra de secesión era una en la que la esclavitud había sido por
fin abolida, pero las distinciones raciales y étnicas siguieron siendo el medio
a través del cual se negociaba y refinaba la identidad estadounidense,
especialmente a medida que la población se fue expandiendo hacia el oeste,
materializando el "destino manifiesto" de la nación de lograr una
hegemonía hemisférica. La persistencia de, además de los desafíos a, el dominio
anglosajón en los Estados Unidos en vísperas del siglo XX se vieron
intensificados por cuestiones de racismo, inmigración, crimen y la ciudad en un
periodo que contempló cómo los Estados Unidos probaban a meter un dedo en aguas
internacionales por medio de una guerra contra España. Para entonces, la
generación que había combatido en la guerra de secesión había llegado a la
primera línea de la política. Las experiencias de su juventud los habían
moldeado, pero ciertamente no podían prepararlos ni a ellos ni a la nación para
el siglo que estaba por venir, el llamado "siglo estadounidense", que
comenzó realmente después de la segunda guerra mundial con el dominio global
económico y, podría sostenerse, cultural de los Estados Unidos.
Mas durante el
"siglo estadounidense", eclipsado como estuvo por la guerra fría, y
dominado, en gran medida, por el conflicto en Vietnam, la idea que se tenía de
la nación estadounidense fue matizada. La historia nacional de la nación de
ciudadanos con un núcleo étnico pasó a ser una que destacaba los esfuerzos de
los marginados por desafiar su marginación. Un renovado interés en la
diversidad cultural de los Estados Unidos pasó a ser el medio a través del cual
complicar cualquier autocomplacencia persistente sobre la realidad del ideal
cívico en los Estados Unidos. Al mismo tiempo, subrayaba el modo en que, al
redactar la declaración de independencia, los fundadores de la nación habían
establecido, como mantenía Abraham Lincoln, una premisa integradora mediante la
cual todos los estadounidenses, independientemente de su linaje, podían
reivindicar su nacionalidad "como si fueran de la misma sangre y de la
misma carne que los hombres que escribieron esa declaración". También en
este contexto, el paradigma del mundo atlántico servía no solo para disipar los
temores internacionales, sino igualmente para acentuar el poder del ideal
cívico. Ponía de relieve lo permeables que eran las fronteras de la nación no
únicamente a los inmigrantes sino también a las influencias internacionales
(por no decir a la influencia internacional como tal), y lo susceptible que era
a variables interpretaciones de lo que era colonialismo y poscolonialismo,
nacionalismo, regionalismo, guerra, identidad, raza, religión, sexo y origen
étnico.
El imperativo de
hacer que el ideal cívico se ajuste o incluso se aproxime a la realidad
continúa haciendo frente a los Estados Unidos de hoy, por supuesto, y resulta
especialmente problemático en una nación con su complejidad geográfica,
demográfica y cultural. Los generalizados análisis de los Estados Unidos, más
interesados a menudo en cómo ha sido exportado el ideal democrático, o impuesto
más allá de las fronteras de la nación, no conceden suficiente importancia a
veces a la lucha histórica por alcanzar ese ideal dentro del propio país. Si el
"coloso" del nuevo mundo se ha visto frecuentemente en la posición
paradójica de "imponer la democracia" o de "liberar por la
fuerza" en el extranjero a finales del siglo XX y comienzos del XXI, su
propia historia, sea la de la década de 1860 o la de 1960, nos recuerda que se
ha visto obligado muchas veces a poner en marcha procesos similares dentro de
sus fronteras. Menos una paradoja que un patrón, el en ocasiones frágil
equilibrio entre libertad cívica y étnica, positiva y negativa, apenas resulta
extraño en una nación que parece querer para otros lo que a veces lucha por
conseguir para sí misma. Los retos a los que hizo frente, las decisiones que
tomó, los acuerdos que alcanzó son unos que todas las naciones deben considerar;
cada vez más en un mundo en el que la comunicación es prácticamente
instantánea, en el que todas las fronteras pueden ser traspasadas, y en el que
los retos que plantean la inmigración, la intolerancia religiosa y las
divisiones raciales y étnicas siguen comprometiendo la estabilidad del estado
nación moderno.
Susan-Mary Grant
Historia de los Estados Unidos
de América
Ediciones Akal
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