Hacia 1914 comienza
a emerger un horizonte caracterizado por coyunturas nacionales e
internacionales enteramente novedosas: en el ámbito local, el ascenso del
yrigoyenismo y el ocaso del predominio político de los grupos entonces
gobernantes; en el ámbito internacional, acontecimientos tales como la guerra
de 1914 y la revolución rusa de 1917 van a contribuir a desatar dudas en torno
a creencias sólidamente instaladas en el período anterior. En efecto, si de
manera general es perceptible una crisis del orden liberal, en tanto la gran
guerra hizo evidente para muchos de sus contemporáneos "el derrumbe de la
civilización occidental del siglo XIX", en nuestro medio es reconocible la
presencia de una inquietud política proyectada sobre el fondo de una crisis del
liberalismo. El antiparlamentarismo será una opción explorada recurrentemente
desde diversos horizontes ideológicos: intelectuales reconocidos como Leopoldo
Lugones o José Ingenieros; líderes reformistas, como Deodoro Roca o Saúl
Taborda; jóvenes intelectuales nucleados en revistas como Insurrexit, que desde
la izquierda se declara expresamente como "un grupo
antiparlamentario", o Inicial, desde donde se proclama que "de todas
las mentiras solapadas y jesuíticas de nuestro tiempo, es sin duda la falsa
libertad democrática una de las más peligrosas y despreciables", muestran
que efectivamente, durante la década del 20, la crisis de los valores
involucrados en el ideario liberal va a constituir un eje problemático común.
Estos años están
enmarcados por diversos acontecimientos políticos locales e internacionales
fundamentales. En este último campo, la primera guerra mundial es considerada
un auténtico quiebre civilizatorio en todo el mundo occidental. En el mismo
escenario, la revolución rusa de 1917 tuvo vastísimas consecuencias políticas y
culturales, y redefinió la escena mundial hasta tiempos muy recientes.
En la Argentina, el
ascenso del yrigoyenismo al gobierno en 1916 significó el fin de una etapa
política, y marcó la retirada de la clase dirigente que hasta entonces había
conducido el Estado, señalando el consiguiente ascenso de otro sector que no
sólo tenía otra representatividad social, sino también un tipo de relación
gobernantes-gobernados y un estilo político claramente distinto del anterior.
Dos años más tarde
de este recambio político, el estallido de la Reforma Universitaria en Córdoba
en 1918, prontamente extendido a otras universidades del país, marcaba en su
medida un proceso de radicalización común a todo el arco occidental. Por fin,
estos sucesos fueron vividos sobre el trasfondo de la crisis del liberalismo.
En cuanto a la
guerra, son numerosos los testimonios de intelectuales europeos que la
concibieron como el fin catastrófico de una época que nunca más retornaría.
Entre nosotros, en 1918 Carlos Ibarguren partiría de esa misma sensación en un
libro titulado La literatura y la gran guerra, pero para enjuiciar severamente
a la civilización de la cual esa guerra habría sido producto. "Diríase que
nos toca en suerte asistir al derrumbamiento de una civilización y al final de
una edad histórica; sufrimos en este instante sombrío una inquieta confusión
espiritual". Las causas que se le adjudican a esa crisis (materialismo,
decadentismo, democracia y aburguesamiento) involucraban a la cultura científica
y positivista.
Un pasaje de ese
libro condensa de manera notable esos rechazos; al mismo tiempo, sus
afirmaciones tienen un tono celebratorio ante el espectáculo del mundo
decadente que se derrumba. El tono es tal porque la crisis desatada por la gran
guerra es considerada tanto el fin de una época como, al mismo tiempo, el
comienzo de una era nueva y mejor. En efecto, la guerra fue observada como un
suceso palingenésico, esto es, como una hecatombe generalizada que venía a
arrasar los males de la anterior etapa para inaugurar tiempos nuevos. La
revolución rusa de 1917 también fue leída de esa manera por vastos sectores de
la intelectualidad occidental, sobre todo en sus primeros años. Precisamente
José Ingenieros presentó su libro de evaluación de este suceso con el título
antes mencionado de Los tiempos nuevos, en el cual terminaba afirmando que
"ha comenzado ya, en todos los pueblos, una era de renovación
integral".
"La mentalidad
de nuestra generación se ha desenvuelto y nutrido bajo el influjo de la
filosofía y de la literatura materialista que (…) anegó el alma de la Europa a
fines del siglo XIX… El moderno espíritu científico, que nos hizo ver todo a
través del prisma desconsolador de la materia, nos enseñó que el determinismo
es ley del universo y nos mostró a la fatalidad como cauce de nuestra efímera
vida. El escepticismo y el pesimismo abriéronse, entonces, atormentando el alma
egoísta, sensual y refinada, que caracterizó a la época que termina. El siglo
de la ciencia omnipotente, el siglo de la burguesía desarrollada bajo la
bandera de la democracia, el siglo de los financieros y de los biólogos, se
hunde, en medio de la catástrofe más grande que hay a azotado jamás a la
humanidad" (Carlos Ibarguren, La literatura y la gran guerra).
Con relación al
triunfo del partido radical en las elecciones de 1916 y el ascenso de Yrigoyen
a la presidencia de la nación, la sensación de la clase hasta entonces
gobernante y ahora desalojada del Estado fue de desazón y hasta de escándalo.
Joaquín V. González bien podría haber vuelto a leer un pasaje de El juicio del
siglo considerándolo profético:
"Ni la
educación de las escuelas ni la que viene de la vida han podido destruir los
viejos gérmenes, ni menos abatir los troncos robustos que han colocado en
nuestros hábitos los vicios, violencias, errores y fraudes originarios de
nuestra reconstrucción nacional. La prosperidad del país, como obra de un
conjunto de fuerzas internas y externas, inferiores y superiores, antiguas y
contemporáneas, no basta para cubrir toda la mercancía ni para fortificar todo
lo averiado en las largas jornadas del camino; las clases diversas de la
sociedad, enriquecidas unas, civilizadas otras, y las demás obligadas a
someterse al yugo del orden y de la paz, por impotencia o por interés, no han
adquirido por eso toda la cultura extensiva que hiciera imposible una
reviviscencia de barbarie o de desorden, cuando dejasen de pesar sobre ellas
las fuerzas que ahora las sujetan o las encauzan".
Años más tarde,
hacia 1920, su juicio ya es completamente desilusionado. Ha terminado
afirmándose (escribe) "el partido revolucionario y conspirador, el cual,
adueñado del gobierno en 1916, sólo ha manifestado tendencias regresivas, ha
renovado los peores vicios de los tiempos anteriores, y amenaza destruir todo
el legado de civilización y cultura que la actual generación ha recibido".
Por otra parte, es
la confesión de un fracaso: del fracaso de su propio sector político-social
para construir hegemonía sobre la sociedad o al menos para constituir una
oposición consistente. Una de las causas de este fracaso se ha atribuido a las
fracturas internas que mostró una y otra vez el grupo tradicional, fracturas
que dificultaron su efectiva hegemonía y su eficacia para llevar adelante la
tarea organizativa que encarnaron. Es decir, no contaron con la coherencia
extrema que suele colocarse como condición de éxito para todo emprendimiento de
una elite transformadora.
Por otro lado,
llama la atención la sorpresa alarmada que estos sectores experimentan y que,
en rigor, también comparte el partido socialista. Así, lo que registran los
memorialistas de la época y las protestas de los conservadores es que lo que ha
llegado a su fin son ciertas buenas costumbres relacionadas con el
reconocimiento de las jerarquías sociales y culturales. Se dice entonces que la
Casa Rosada está poblada por una fauna insólita, que en las antesalas del
despacho presidencial alguien se ha encontrado con un mulato en camiseta y una
mujer que amamanta a su hijo, escenas que para los sectores de la elite
tradicional forman parte de una cultura extraña y casi bárbara. No se trata tan
sólo de que existan nuevos sectores de la sociedad que han ascendido económica
y socialmente; se trata de que estos sectores estén ocupando un espacio público
con formas de comportamiento que rompen con anteriores criterios de diferencia
y deferencia. Ciertas pautas de representación de una sociedad diferenciada,
donde los de abajo y los de arriba tienen que hacer las cosas que tienen que
hacer, se han roto. Esto fue posible a partir de la imposición de una forma de
política y de estilo político que socialistas y miembros del elenco antes
dominante llamaban la "política criolla".
En suma, se trata
de reacciones típicas ante un fenómeno recurrente y constitutivo de un rasgo de
la cultura argentina: el igualitarismo. Esto es, la convicción de que todo
individuo está en un nivel de igualdad de derechos, es decir, lo contrario de
la autopercepción imperante en sociedades más estratificadas socialmente. Un
señalamiento de este fenómeno lo brinda un libro de un intelectual
sobreviviente del 80. El libro, aparecido en 1922, se llama Sobre nuestra
incultura y su autor es Juan Agustín García. En ese libro donde proclama que
"si algo por su esencia no es democrático es la cultura", este miembro
desplazado de la vieja clase dirigente lamenta ciertas faltas de consideración
hacia algunos intelectuales de valía, según él los considera, y vincula este
desconocimiento jerárquico al triunfo del "viejo aforismo criollo que late
en el fondo del alma popular y anima toda su poesía: ¡Naides es más que
naides!".
En el terreno del
análisis y la historia cultural, debemos atender a que ese quiebre político es
la puesta en escena de un fenómeno más profundo que remite a un distanciamiento
o una escisión entre cultura de elite y cultura popular. El tema es sumamente
atractivo y tiene profundas consecuencias. Para comprenderlo podemos utilizar
un relato de Borges respecto de sí mismo. Cuenta que él se había criado en una
casa llena de infinitos libros ingleses, y que solía preguntarse, al mirar
hacia la calle de su barrio de Palermo, qué había detrás de las rejas. Esta es
una buena manera de representar esa relación compleja entre la cultura letrada
y la cultura popular. El notable historiador José Luis Romero abrió asimismo un
horizonte de preguntas al respecto, preguntas que siguen esperando respuestas.
Refiriéndose a esos años formativos de la Argentina moderna entre fines del
siglo XIX y principios del XX, afirmó: "En los núcleos urbanos, las nuevas
germanías y los fenómenos del tango y el sainete montaban estilos y
representaciones" diferenciadas hasta el punto de "definir dos
culturas argentinas enfrentadas, tanto en el sentido antropológico como en el
sentido estético e intelectual".
Sumados a intereses
de clase y de partidos, conservadores y socialistas (los dos grandes bloques
políticos de la oposición en ese momento) concluyeron que el régimen de
Yrigoyen era ilegítimo. A esto el radicalismo respondía que era legítimo porque
se validaba en la "regla de la mayoría", en el sustento democrático,
esto es, en la mayoría de los votos. Más allá de quien tenga razón, lo que está
sucediendo es que han aparecido dos criterios de legitimidad: uno fundado en la
mayoría popular y otro fundado en distintos valores y formas de ejercicio del
gobierno. Mientras el radicalismo se legitimaba en el voto cuantitativo
mayoritario (es decir, en el principio de la democracia de sufragio universal),
la vieja elite desplazada consideraba que el criterio de legitimidad debía fundarse
en ciertas cualidades de los gobernantes (o sea, en un criterio meritocrático),
cualidades que veían ausentes en el elenco radical.
Cuando esto ocurre
en la competencia política de un país, podemos pensar que se está abriendo un
escenario temible. Temible porque cuando hay disparidad de criterios de
legitimidad, disparidad en los fundamentos mismos de lo que es la legitimidad,
se abre una confrontación de difícil resolución a través de una tramitación
pacífica del conflicto, y es posible que tarde o temprano aparezca una lógica
de amigo-enemigo fundada en la mutua descalificación del adversario. Porque un
régimen de competencia política democrática requiere precisamente que los
contendientes en ese espacio estén de acuerdo en las reglas que otorgan la legitimidad.
En esa época, los ejemplos de negación de dicha legitimidad por parte de la
oposición a Yrigoyen son numerosos. Baste con un botón de muestra que nos
ofrece un conservador como Alfonso de Laferrére, violento opositor a Yrigoyen,
quien caracteriza a la Unión Cívica Radical como una "banda de beduinos
mandada por un santón". Desde el socialismo, Sánchez Viamonte escribirá a
fines del período un libro fuertemente crítico del yrigoyenismo titulado El
último caudillo, donde incluye juicios fuertemente cuestionadores de los
méritos del radicalismo para el ejercicio del gobierno.
Lo cierto es que,
para la elite que había comandado el proceso de organización nacional desde
1852 en adelante, era el final de un mundo en el que se había sentido en su
hogar, en su casa, donde era dominante y respetada, o al menos temida. El nuevo
mundo político, social y cultural ahora le daba la espalda, mientras el
escenario europeo que había sido su norte se incendiaba en la primera gran
matanza colectiva del siglo. Para comprender los sentimientos que
experimentaba, cerremos este pasaje de las lecciones apelando a uno de los
últimos escritos de Joaquín V. González:
"¿Qué
hacemos?, ¿a dónde dirigir la mirada?, ¿en qué región del pensamiento o de la
acción se halla la flecha indicadora del buen derrotero? La guerra ha apagado
las luces, ha borrado los rastros en la arena, ha extraviado los signos
guiadores en la noche y ha derrumbado las piedras miliarias de los antiguos
caminos".
Como tantas veces
en la historia, lo que unos lamentaban como un ocaso, otros lo celebraban como
una aurora. Si consideraron a estos sucesos como un amanecer, fue porque los
proyectaron sobre un nuevo trasfondo de ideas e ideales. Éstos eran en parte
continuidad de fenómenos culturales y a presentes en el período prebélico, pero
la guerra obrará como aglutinadora de esa sensación de malestar en la cultura,
por un lado, y alentará la necesidad de superarla, por otro. Para introducirnos
en ese nuevo clima de ideas, contamos con manifestaciones culturales que cubren
desde la literatura y las artes hasta la filosofía. Centrémonos en este último
registro para comprender el nuevo espíritu que prontamente arribará a las
playas argentinas.
Ortega
y Gasset y la Reforma Universitaria
Para dicha
comprensión contamos con la obra y la influencia de José Ortega y Gasset.
Filósofo español formado en Alemania, fue un notable traductor de la filosofía
de ese origen al mundo de habla hispánica. Su influencia fue mucho más profunda
debido a las visitas que realizó a la Argentina, la primera de las cuales tuvo
lugar en 1916. Aquí dictó numerosas y muy concurridas conferencias, y
estableció fuertes vínculos con sectores de la intelectualidad local. Uno de
esos vínculos, incluso sentimental, lo relacionó con Victoria Ocampo, quien en
la década de 1930 sería la directora de la fundamental e influyente revista
Sur. Antes, los textos más difundidos de Ortega entre nosotros fueron los
libros El tema de nuestro tiempo (1923) y La rebelión de las masas (1930).
Además, en 1923 creó y dirigió la Revista de Occidente, desde la cual dio a
conocer al público hispanoparlante las corrientes filosóficas y de ciencias
sociales contemporáneas.
Volvamos entonces a
su primera visita. En julio de 1916, a los treinta y tres años de edad, llegó a
la Argentina para dictar una serie de conferencias, publicadas luego y que nos
servirán ahora para introducirnos en el nuevo clima cultural del período,
bautizado en Europa como de "entreguerras". En la Argentina, abarca
las tres presidencias radicales (Yrigoyen, Alvear, nuevamente Yrigoyen); la
última de ellas interrumpida por el golpe de Estado de 1930.
Al referirse a la
repercusión de aquellas charlas en Buenos Aires, los diarios de la época
cuentan que fue necesario interrumpir el tránsito en algunas calles dada la
gran cantidad de público. En ellas Ortega actuó como quien viene a revelar a un
público retrasado en el tiempo cultural las buenas nuevas del mundo avanzado.
Denunció una y otra vez lo que consideraba un anacronismo cultural
insostenible; ese anacronismo era la terca supervivencia de la tradición
positivista, continuada en numerosas cátedras de las universidades locales.
Ortega y Gasset vino a decir entonces que la juventud argentina no se había
dado cuenta de que el positivismo había muerto largo tiempo atrás, y que le
resultaba sorprendente que en la Facultad de Filosofía y Letras aún se dieran
cursos sobre "la momia de Spencer". Aun en el momento de su novena y
última conferencia, confesó: "No he de ocultaros que con alguna extrañeza
he hallado la ideología argentina más recluida de lo que esperaba dentro de
ideas que en el resto del mundo han perdido buena parte de su virtud".
El impacto sobre su
auditorio fue sin duda espectacular. Es cierto que el estilo oratorio del
"charlista" que era Ortega fue denunciado por algunos de los atacados
positivistas argentinos como una marca de escaso rigor, pero es absolutamente
evidente que el discurso de Ortega venía a satisfacer una demanda creciente a
la que los filósofos o profesores de filosofía argentinos aún no habían
atendido en forma suficiente.
La "buena
noticia" que Ortega venía a difundir está señalada en la expresión
"nueva sensibilidad". Así que no hay más remedio que entender qué es
lo que eso significaba. Por ejemplo, como inspiración en asociaciones y
revistas de la época, y específicamente en los años 20 en la revista argentina
de vanguardia más emblemática, Martín Fierro. También aparece formando parte de
cierto espíritu de la Reforma Universitaria, que configuró un movimiento
juvenil y estudiantil de alcances latinoamericanos.
Tomemos entonces
las conferencias de Ortega para tratar de extraer de ese discurso filosófico
algo así como una sensación de ideas, como la coloración que esas ideas presentan.
Para eso es preciso comprender ese discurso, que forma parte de un género, la
filosofía, que tiene su propia tradición, su modo de reflexionar, etcétera. Un
buen camino para eso es considerar uno de los ejes de su crítica al
positivismo, crítica que define como contrapartida una nueva visión
antropológica, una nueva manera de considerar al ser humano dentro del cosmos.
Un libro de esos años muy leído, de un filósofo alemán llamado Max Scheler, se
titula precisamente El puesto del hombre en el cosmos. Éste, como Ortega, se
apoya en última instancia en la renovación filosófica que desde fines del siglo
XIX y principios del XX se viene operando de la mano de algunos filósofos
fundamentales como Henri Bergson en Francia y Edmund Husserl en Alemania. Si
bien se trata de elaboraciones diferentes, aquí nos interesa lo que comparten,
que es lo que permite llamarlas "filosofías de la conciencia". Desde
una reflexión y definición sobre la conciencia, atacan y desquician el
andamiaje positivista. Trataré de explicar cómo. Si entendemos esto, habremos
comprendido un giro fundamental de la cultura de esos años, cuyos efectos
llegan al menos hasta el existencialismo sartreano, es decir, hasta la segunda
posguerra.
"Pero la
verdad es que no podemos salir de nuestra conciencia, que todo acontece en ella
como en un teatro único, que hasta hoy nada hemos experimentado fuera de sus
confines, y que, por consiguiente, es una impensable y vana porfía esa de
presuponer existencia allende sus linderos. Lo cual pueda quizá enunciarse así:
no hay en la vida continuidades algunas. Ni el tiempo es un torrente donde se
bañan todos los fenómenos, ni es el yo un tronco que ciñen con intorsión
pertinaz las sensaciones e ideas. Un placer, por ejemplo, es un placer, y
definirlo como la resultancia de una ecuación cuyos términos son el mundo
externo y la estructura fisiológica del individuo, es una pedantería
incomprensible y prolija. El cielo azul, es cielo y es azul, contrariamente a
lo que vacilaba Argensola.
Mejor dicho: todo
está y nada es" (Jorge Luis Borges, El cielo es cielo y es azul, en Textos
recobrados).
Comencemos por
marcar la diferencia al respecto entre positivismo y nuevas filosofías de la
conciencia: el primero afirma que entre la conciencia y la realidad natural
existe una diferencia cuantitativa o de grado, y las segundas, que existe una
diferencia cualitativa o de esencia. Lo que se está discutiendo es de muy larga
data; se está discutiendo si el hombre es un ser enteramente natural o material
(como se supone son los perros o los gatos) o si tiene algo que lo diferencia
de los demás animales. Si eso existe, y como lo que no es material es llamado
"espiritual", entonces se concluirá que los seres humanos tienen una
porción espiritual, que en la tradición clásica y cristiana se llamará
"razón", "alma" o lisa y llanamente "espíritu".
La psicología positivista, en cambio, no habla de alma ni de espíritu sino de
psiquis o de "mente", y ve en ellas una graduación continua, sin
saltos, desde los fenómenos psíquicos más elementales hasta las funciones
superiores (de la sensación al razonamiento).
Claro que estamos
simplificando algo que es bastante más complicado, para entenderlo mejor.
Tomemos entonces esta explicación con indulgencia y en un sentido amplio (cum
grano salis, se dice en latín), ya que en verdad no se aleja esencialmente del
sentido de esa concepción. Después de todo, hasta no hace demasiado tiempo los
manuales de psicología de la escuela secundaria argentina mantenían este
esquema.
Concluimos entonces
con lo que queríamos mostrar: que para la psicología positivista, entre los
datos más elementales del conocimiento y los más complejos sólo existe una
diferencia cuantitativa. Con esto se está formulando una proposición de enormes
alcances, porque entonces el ser humano resulta ser un animal más entre todos
los demás; dicho de otro modo, que entre los monos superiores y el hombre
también la diferencia es de grado, cuantitativa, y no de esencia. Desde otro
ángulo, esto había sido dicho por Darwin, con lo cual había asestado lo que
Freud llamaría una brutal "herida narcisística", una herida al
orgullo y a la autoestima del yo humano, porque ya no quedaba entonces ningún
puesto privilegiado para el hombre en el cosmos.
En cambio, las
corrientes espiritualistas en ascenso en la filosofía europea de esos años (el
Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia de Bergson es de 1889; las
Investigaciones lógicas de Husserl, de 1900-1901) comparten la idea de que la
conciencia es una realidad cualitativamente diferenciada de la realidad
natural, y que por ende no basta con una acumulación pasiva de datos para
producir conocimiento. Es preciso, por el contrario, que esa conciencia sea
activa, o sea, que involucre algo que no está dado en la experiencia sensible.
Ahora podemos volver
a Ortega y a la "nueva sensibilidad", armados con estas aclaraciones
que nos permitirán comprender el sentido de su mensaje y su aplicación ampliada
a otras esferas de la realidad y de las prácticas humanas. Así, en las
conferencias pronunciadas en Buenos Aires, Ortega convoca a su auditorio a
realizar un acto de introspección, esto es, a mirar hacia el interior de su
propia conciencia. Entonces, percibirá un riquísimo mundo de deseos,
apetencias, voliciones, sentimientos, percepciones, es decir, de "hechos
de conciencia", de todo eso que, traduciendo un término alemán, llamará
"vivencias". He aquí pues separados el reino de la conciencia y sus
contenidos ideales.
Pero si bien esto
podía resultar familiar a oídos argentinos que habían escuchado la alabanza del
"reino interior" del yo entonada por Darío, existía una diferencia
fundamental. Porque mientras el yo del modernismo es un refugio frente al
mundo, que permite la reclusión en la pura subjetividad de un yo estetizado y
encantado, el yo orteguiano, el yo de la nueva sensibilidad es un yo
fuertemente implicado, entramado con la época y con el mundo. Implicación que
está expresada en la célebre frase de Ortega "yo soy yo y mis
circunstancias", es decir, que no existe posibilidad de aislar al yo de la
realidad, al yo del no-yo.
Junto con ello (y
esto ya nos resulta familiar) Ortega se opone a las pretensiones de la biología
y la psicología para dar cuenta de eso que llamamos "la conciencia".
En suma, estas ciencias, que tratan con fenómenos materiales, naturales, están
incapacitadas para explicar la conciencia en la medida en que ésta forma parte
del reino espiritual. Porque las ciencias y los científicos (como José
Ingenieros, podríamos decir) tienen una actitud "natural", están
animados de un temple de ánimo que es el del realismo ingenuo, que permanece en
la superficie de las cosas y no llega hasta los fundamentos últimos. En su
libro más famoso, La rebelión de las masas, publicado en 1930, Ortega dirá que
"el científico es el prototipo del hombre-masa". En cambio, la
filosofía rompe con ese espíritu, con la conducta convencional, con la actitud
natural, y para hacerlo debe asumir una actitud a contrapelo del común de los
mortales, una actitud en definitiva de vanguardia, que es una actitud heroica.
Vemos entonces de
qué modo en esas conferencias Ortega se construye a sí mismo, en tanto
filósofo, como abanderado de esa empresa "fundamentalista" o
extremista (porque pretende ir a los fundamentos, "a las cosas
mismas", como decía Husserl) y de una empresa rupturista. Todo esto
configura ya no una actitud puramente teórica sino una teoría que requiere una
ética que remita a la acción. Esa moral deberá ser una moral para pocos, una
moral de elite; sobre la base de esta actitud podrá imaginarse una política.
Llegado a este
punto, Ortega cruza sus consideraciones con otro tópico que vimos ya instalado
en el siglo XIX: el tema de las masas. En el caso de Ortega, las masas son
observadas desde una posición elitista, inmersas en un activismo potente pero
ciego para los valores de la alta cultura. Por eso afirma que "toda
filosofía popular y sencilla suele ser una desgracia que nos ocurre".
Asimismo, el hombre de empresa, por hallarse abocado a sus negocios, carece de
ese ocio imprescindible para comprender las cosas "en toda su
pulcritud"; misión que, como podríamos anticipar, es propia de los
intelectuales. Así, el filósofo de la "nueva sensibilidad" se propone
como parte de una nueva jefatura intelectual y moral.
Hasta aquí Ortega y
Gasset y sus conferencias argentinas.
Ahora, planteémonos
esta pregunta: ¿qué era lo que ese discurso venía a revelar en un ámbito tan
diferente del europeo? He aquí una pregunta fundamental y al mismo tiempo de
difícil respuesta, porque siempre es arduo comprender y explicar los ecos de
ideas generadas en una realidad respecto de otra claramente diferenciada de la
primera. Para el mismo momento en que Ortega habla en la calle Viamonte de
Buenos Aires, los campos de Europa están cubiertos de miles y miles de
cadáveres de los bandos en pugna. Asimismo, desde 1870 en adelante, los
europeos se habían concebido a sí mismos dentro de una etapa de paz y progreso
prácticamente indefinido. Por consiguiente, el trauma de la guerra desatará una
profundísima crisis de la conciencia europea. En esa crisis será incluida no
sólo la cultura positivista anterior sino también el régimen democrático
liberal. Expresiones artísticas como el dadaísmo y el surrealismo (o
suprarrealismo) se correspondieron con esa crisis cultural fenomenal. En el
plano político, como veremos más adelante, el legado de la guerra será la
emergencia de los movimientos comunista y fascista, ambos opuestos desde
diversas veredas al régimen y al ideario liberal heredado de los tres siglos
anteriores.
Por otra parte,
pensemos en el desfase, en la diferencia respecto del lugar desde donde Ortega
habla, es decir, la Argentina; más aún, Buenos Aires. Ortega viene de una
Europa en llamas, de una Europa que padece los males terribles de las guerras
(incluida el hambre de la población civil), y ha llegado a un país que, en el
plano económico, está entre los top ten del mundo, y que en el plano social
muestra un visible fenómeno de movilidad social ascendente. Esto es, la
Argentina tiene una economía rica y ese bienestar se está distribuyendo entre
sectores sociales ampliados, evidenciado en un crecimiento constante de las
clases medias, mientras los problemas de la inmigración se han resuelto
mediante una exitosa nacionalización e incorporación de las masas extranjeras.
Por cierto que no todo son rosas para los sectores trabajadores. Los hechos
sangrientos de la Semana Trágica y de la Patagonia son elocuentes al respecto,
pero en términos comparativos con Europa es evidente hasta la obviedad que no
sólo se progresa sino que la sociedad tiene altas expectativas de progreso y de
confianza en ese progreso general y personal. Así será hasta 1930.
Se vuelve
imprescindible aquí vincular el clima de la "nueva sensibilidad" con
la gran guerra, porque así como ésta fue interpretada como el fin de una época
y el inicio de otra nueva signada por la crisis terminal del liberalismo,
también sirvió de formidable marco condensador de malestares culturales que
provenían del ambiente intelectual del 900. Otro protagonista de la Reforma
Universitaria, Saúl Taborda, opinaba en La crisis espiritual y el ideario
argentino que "la guerra y sus consecuencias… nos han notificado a todos,
urbi et orbis, a europeos y a americanos, la falencia efectiva de
Occidente".
Incluso dentro del
reformismo universitario la representación de la guerra europea contuvo una
versión como la que hemos visto en Carlos Ibarguren. Deodoro Roca (autor del
Manifiesto liminar de la Reforma Universitaria) utiliza así el acontecimiento
bélico para filiar su propia adscripción generacional:
"Pertenecemos
a esta misma generación que podríamos llamar 'la de 1914', y cuya pavorosa
responsabilidad alumbra el incendio de Europa. La anterior se adoctrinó en el
ansia poco escrupulosa de la riqueza, en la codicia miope, en la
superficialidad cargada de hombros, en la vulgaridad plebeya, en el desdén por
la obra desinteresada, en las direcciones del agropecuarismo cerrado o de la
burocracia apacible y mediocrizante".
Así, cuando algunos
de aquellos jóvenes intelectuales fueron incluidos en 1923 en la encuesta de la
revista Nosotros, otro cordobés, Brandan Caraffa, no vacila en vincular los
hechos de la Reforma con la autorrepresentación de una generación que se
considera en el seno de una crisis de renovación inaugurada por la guerra, y
vincula esta misma circunstancia con el "estado de ánimo creado en el país
por la revolución universitaria de Córdoba, estado de ánimo trágico que nos
hizo posible asimilarnos la inquietud enorme del mundo posguerra" y que
induce el deseo de vivir dignamente la hora propia y repudiar "todo lo que
no esté hecho con sangre".
Encontramos aquí
dos aspectos que el mensaje de Ortega seguiría instalando. Uno, ya señalado, se
refiere al "talante heroico" que anima su intervención filosófica. El
otro forma parte de un legado orteguiano de larga duración: el tema de las
generaciones, según el cual cada generación aparece en la historia animada de
una determinada perspectiva desde la cual dotarse de una cosmovisión y
organizar su relación con la realidad. En los mensajes de los reformistas del
18, no caben dudas de que se autoconstruyen como una nueva generación que ha
venido a romper con la anterior (identificada con el positivismo, el
adocenamiento y la catástrofe de la guerra), y que esa ruptura es pensada en
términos de un nuevo espíritu generacional ético y mental.
A este respecto,
detengámonos en una cita de un contemporáneo partícipe de la vanguardia
literaria de esos años, para ver que, si bien es cierto que el clima europeo
llegó a la Argentina (un país que en sus núcleos urbanos ha estado bien
comunicado con los centros intelectuales y artísticos del viejo mundo) y si
bien es cierto que aquí se conocieron e influyeron el cubismo o el surrealismo,
es absolutamente claro que esas influencias no contuvieron los aspectos más
rupturistas y dramáticos de las vanguardias europeas, como veremos más adelante
en esta misma lección. La cita corresponde al escritor y crítico literario
Córdova Iturburu, y está tomada de su libro La revolución martinfierrista,
editado en la década de 1920:
"Los jóvenes
artistas y participantes del movimiento son, en su mayoría, hijos de la
burguesía y de la pequeña burguesía. No han vivido como los europeos el
infortunio de la guerra y los sobresaltos revolucionarios de la posguerra… Todo
en la vida del país parece estar en condiciones de resolverse por las vías
constitucionales… No hay inquietud, no hay desazón, ni descontento, ni siquiera
malestar económico".
Si bien es cierto,
como decía Córdova Iturburu, que los europeos han vivido "el infortunio de
la guerra y los sobresaltos revolucionarios de la posguerra", dentro de
ese mundo europeo existen diferencias entre vencedores y vencidos, entre los
países que pudieron reestabilizar regímenes políticos democrático-liberales y
algunos que se lanzaron a la búsqueda de nuevas soluciones rupturistas de
índole fascista o comunista (Italia, Portugal, luego España, Rusia y otros),
amén de los que, como Alemania, ingresaron en una dramática etapa de crisis que
en el caso alemán desembocó en el nazismo.
Es aquí, entonces,
donde se percibe concretamente cómo las condiciones locales gravitan sobre la
recepción de las ideas generadas en otros sitios, cómo esas situaciones
histórico-sociales configuran en efecto los rieles por donde avanzan o
descarrilan las ideas y los sentimientos de época. De modo que, si bien es
cierto que todo Occidente ha entrado en una nueva etapa de modernización y
cambio, las situaciones locales condicionan el ritmo y el carácter de esos
cambios, desde algunos que se proponen como rupturistas y acelerados hasta
otros de ritmo moderado y progresivo antes que revolucionarios. Sin duda, la
situación argentina se encuentra entre estos últimos.
Con todo, el
mensaje orteguiano no resultaba disonante con la situación de bonanza
generalizada que se vivía en la Argentina del período. En última instancia, ese
discurso permitía una separación de las consecuencias materialistas del ideario
positivista, y además, contenía un llamamiento a una revolución intelectual y
moral, que debía ser encabezada por una nueva jefatura espiritual. No era un
mensaje que pudiera desagradar a los oídos de las clases medias
intelectualizadas. Para decirlo con una fórmula que sintetiza lo anterior:
"No hay sonatas de otoño en primavera". Lo que se está viviendo en la
Argentina es, para la mayoría, una primavera, que incluso muchos imaginan
eterna, sin prever las tormentas del año 30 que los despertarán de ese ensueño.
Empero, es cierto
también que la realidad argentina es múltiple y compleja. De allí que los
movimientos culturales y las ideas no formen un todo homogéneo sino desigual y
combinado. Porque si bien el espíritu pintado por Córdova Iturburu era el
dominante, algunos sectores de la vida intelectual se mantuvieron fuera y aun
contra la corriente progresista y optimista de esos años. Podemos localizar
algunos de esos mensajes disruptivos en los tangos de Enrique Discépolo, en los
que se muestra un mundo en disolución, o en los grotescos de su hermano,
Armando Discépolo, en los cuales se dramatizan los fracasos de la inmigración,
o en los arrebatos fascistoides de Lugones y en las posiciones revolucionarias
de algunos vanguardistas, como los nucleados en la revista Inicial. Asimismo,
por cierto, en los relatos y crónicas de Roberto Arlt que denuncian los costos
del ascenso social y donde se iluminan mundos de una intensidad antiburguesa.
De ellos también hablaremos, pero remarcando que, en el campo intelectual, el
consenso se halla del lado de los reformistas y no de los revolucionarios.
Dentro del campo
cultural de los reformistas encontramos la línea dominante de la reacción
antipositivista, de las filosofías de la conciencia y de la nueva sensibilidad
espiritualista. En el plano filosófico, quien apareció liderando este
movimiento fue Alejandro Korn. En el terreno de la acción, la Reforma
Universitaria incluyó estas orientaciones en un movimiento que organizaría
ideológicamente a las corrientes estudiantiles a escala latinoamericana y
serviría de crisol para la formación de nuevas camadas de políticos.
Alejandro Korn,
médico de profesión, abrazó la filosofía y llegó a ser la figura más reconocida
en este campo. Militó en la corriente espiritualista en ascenso, adhiriendo
sobre todo a las posiciones de Henri Bergson, en quien reconoce a "la
autoridad más alta que ha logrado invadir nuestro ambiente". Lo que atrae
al filósofo argentino es la concepción bergsoniana de la conciencia que
establece una diferencia esencial entre ella y el mundo físico, y que se
traduce en la apertura de una zona de libertad allí donde el positivismo había
establecido las férreas leyes del determinismo naturalista. No en vano, uno de
los más conocidos escritos de Korn se titula La libertad creadora. Pero dentro
de esa adhesión, Korn no está dispuesto a renunciar a logros de la modernidad
positivista como la ciencia y la técnica, y mediante una actitud componedora y
moderada pretende introducirlos en una jerarquía que los subordina a otros
valores espirituales.
Esa actitud de
transformismo evolucionista también rige su visión del proceso histórico
argentino. En su libro Influencias filosóficas en la evolución nacional
construye un relato histórico-cultural acumulativo y sin rupturas. Allí, al
referirse al positivismo sostiene:
"Nacidos y en
él criados, los hombres de este siglo advierten que no podrían borrar de su
tradición cultural, sin descalabro, la huella impresa en ella por la ideología
que fue característica de la época precedente. Cualquiera que sea su juicio
sobre el positivismo, es ante todo reconocimiento de un fenómeno dado,
irremediable en el desarrollo de la cultura".
Si Korn no
cuestionaba estructuralmente el modelo económico del 80 era porque suponía que
los efectos negativos de sus logros podían corregirse en el sentido de la
justicia social. Si la finalidad del positivismo alberdiano había residido en
la acumulación de riquezas, la hora actual es para Korn el momento de la
redistribución de dichos bienes, aunque ello implique la relativización del
derecho de la propiedad privada.
También en la
revista Martín Fierro (el órgano más notable de las nuevas corrientes
literarias y estéticas de la década de 1920) domina ese tono de moderación. Por
un lado, son célebres los epitafios satíricos con que la revista
"entierra" a todos los escritores a quienes considera obsoletos (un
ejemplo entre decenas es el que aparece en el número 2 en la sección "El
cementerio de Martín Fierro": "Aquí yace Manuel Gálvez / Novelista
conocido / Si hasta hoy no los has leído / Que en el futuro te salves").
Por otro lado, ante la muerte real de José Ingenieros en 1925 (ese
representante central de la cultura positivista ahora rechazada), la
necrológica reconoce que, si bien "se extingue en el momento en que había
concluido su ciclo, fue, en suma, el escritor argentino de mayor renombre
dentro y fuera de su patria, y la figura más brillante de nuestra
intelectualidad".
Una posible fecha
emblemática de la hegemonía alcanzada por las expresiones de la "nueva
sensibilidad" sería 1924. En ese año Pettoruti expone sus cuadros de
vanguardia; los arquitectos Prebisch y Vautier publican el proyecto modernista
de la Ciudad Azucarera en Tucumán; el Manifiesto de Martín Fierro proclama que
"nos hallamos en presencia de una 'nueva' sensibilidad", y desde sus
mismas páginas Alberto Prebisch expresa que "el mal que afecta a nuestra
cultura nacional, a todo nuestro arte nacional, (es) su falta de
actualidad", y lanza el llamamiento para que se tome conciencia de que
"vivimos en una época nueva" que nos ha forjado "una nueva
sensibilidad radicalmente distinta a la de nuestra anterior generación".
Los discursos
tramados por este espíritu renovador también se hallarán presentes en las
proclamas y los documentos de la Reforma Universitaria, la cual configuró un
movimiento político-estudiantil iniciado en Córdoba en 1918 y catapultado a
Latinoamérica. Desde México hasta la Argentina, su mensaje, sus encuentros, sus
congresos y publicaciones organizarán uno de los movimientos de alcances
continentales más exitosos en todo el siglo XX. Habrá que esperar hasta la
revolución cubana para encontrar otro movimiento de estos alcances
latinoamericanistas.
Acorde con el nuevo
clima de ideas, en la Reforma encontramos entonaciones ideológicas presentes en
la "nueva sensibilidad", como también el proyecto de construcción de
una nueva elite dirigente. En el primer sentido, el principal exponente de los
mensajes del movimiento reformista fue el cordobés Deodoro Roca, quien en el I
Congreso Nacional de Estudiantes decía: "Y yo tengo fe en que para estas
cosas y para muchas tan altas como ésta viene singularmente preparada nuestra
generación. En palabras recientes he dicho que ella trae una nueva
sensibilidad". Y el discurso de Héctor Ripa Alberdi en el primer congreso
ahora internacional de estudiantes, en 1921, asocia directamente la empresa
estudiantil con el rechazo del positivismo. Allí sostiene:
"Fue menester
libertarse del peso de una generación positivista, una generación que, al
desdeñar los valores éticos y estéticos, dejó caer en el corazón argentino la
gota amarga del escepticismo".
Recordemos que la
crisis europea de 1914 alentó en el mundo occidental la puesta en cuestión de
la democracia parlamentaria y la búsqueda de modelos alternativos. Precisamente
Ortega y Gasset fue uno de esos incansables defensores de la vertebración
aristocrática de la sociedad. Este nuevo modo de entonar el discurso filosófico
estuvo asociado con otro tema de índole dispar pero que en la época se tornaría
progresivamente dominante dentro de las preocupaciones de los círculos
político-intelectuales. "Una nación (había dicho Ortega) no puede vivir
saludablemente sin una fuerte minoría de hombres reflexivos, previsores,
sabios". El tema que así se instalaba (en el interior de la referida
crisis del liberalismo y de las formas de representación parlamentaria) era el
de la búsqueda de una nueva jefatura intelectual y moral.
Tras las huellas
expresas de estas ideas se ubica otra vez Deodoro Roca cuando expresa:
"…la
existencia de la plebe y en general la de toda masa amorfa de ciudadanos está
indicando, desde luego, que no hay democracia. Se suprime la plebe tallándola
en hombres. A eso va la democracia. Hasta ahora (dice Gasset; esto es, dice
Roca que dice Ortega y Gasset), la democracia aseguró la igualdad de derechos
para lo que en todos los hombres hay de igual. Ahora se siente la misma
urgencia en legislar, en legitimar lo que hay de desigual entre los
hombres".
En el ya referido
congreso nacional, el mismo Roca había planteado con entera claridad un
programa elitista, vanguardista y juvenilista-estudiantil:
"El mal ha
calado tan hondo que está en las costumbres del país. Los intereses creados en
torno de lo mediocre (fruto característico de nuestra civilización) son vastos.
Hay que desarraigarlo, operando desde arriba la revolución. En la universidad
está el secreto de la futura transformación".
Pero podía
compartirse el progresismo sin formar en las filas de la "nueva
sensibilidad". Tal sería el caso de las variantes culturales que
esquemáticamente podemos colocar dentro de las corrientes del socialismo
argentino, atenidas a una ideología y a una estética realistas y naturalistas.
En el interior de este campo del reformismo socialista y progresista es preciso
mencionar al grupo de Boedo, con autores como Álvaro Yunque, Nicolás Olivari,
Leónidas Barletta, Elías Castelnuovo o Roberto Mariani, con su temática del
mundo del trabajo y de denuncia de la injusticia social, que acompañaron con
sus escritos, sus editoriales y su revista guía llamada Claridad.
"Modernos
intensos", vanguardia y revolución
Paralelamente a
estas versiones y a veces entrelazados con ellas, circularon en el campo
cultural una serie de discursos desmarcados del espíritu reformista y
gradualista hasta aquí considerado. Si forman parte de esa aceleración de la
modernidad que se vive en esta posguerra en todo Occidente, para calificar a
quienes sostuvieron esta perspectiva que ahora analizaremos los agrupé con el
nombre de "los modernos intensos". También pueden ser llamados
"revolucionarios" cuando aparecen en el terreno de la política, como
quienes forman dentro del recién creado Partido Comunista Argentino afiliado a
la Tercera Internacional con centro en la triunfante revolución rusa. Si esto
es legítimo, debemos consignar también como significativo el número
extremadamente reducido de los adherentes a dicho partido. Más reducidas aún
serán las filas de quienes simpaticen con las posiciones fascistas de Leopoldo
Lugones (la inclusión del fascismo dentro de una alternativa revolucionaria,
que puede resultar llamativa, se aclarará al considerar precisamente esas
posiciones de Lugones en el desarrollo de esta misma lección). Si bien son
minoritarias, resultan no obstante menos exiguas las manifestaciones
radicalizadas en el terreno cultural, algunas de las cuales expondremos ahora.
Ya hemos dicho que
la lectura del bergsonismo que Alejandro Korn practica es una lectura moderada.
Y bien: es un buen modo de entrar en esta parte de la exposición decir que
existieron quienes hicieron del mismo Bergson una lectura radicalizada.
Fue el caso del
también francés Georges Sorel, fundador de la corriente revolucionaria conocida
como anarco-sindicalismo. Explícitamente, Sorel se apoya en nociones aprendidas
en los seminarios de Bergson en la Sorbona, y esa influencia es evidente en su
libro más influyente, titulado Reflexiones sobre la violencia, de 1908. El
pensamiento soreliano, propugnador de una alternativa al capitalismo centrada
en la estrategia de la huelga general revolucionaria, tendrá presencia en la
Argentina justamente en el movimiento anarco-sindicalista. Pero si entre
nosotros este mismo movimiento sindical (a diferencia del anarquismo clásico,
ya en retroceso en esos momentos) optó por una estrategia de negociación con el
Estado, en otros sitios adquirió su influencia más rupturista respecto del
capitalismo y el liberalismo. Así, no es casual que se encuentre la influencia
explícita del sorelismo en la armazón teórica del fascismo por parte de su
creador italiano, Benito Mussolini. Pero también es conocida esa presencia en
el pensamiento revolucionario latinoamericano a través de la obra del peruano
José Carlos Mariátegui, en la misma década de 1920. Lo que resulta común en
estas corrientes, antagónicas en otros aspectos, es su carácter radical,
extremista y más revolucionario que reformista.
En la Argentina de
los años 20, esas expresiones aparecen en los escritos del intelectual cordobés
Saúl Taborda y en la revista juvenil Inicial ya mencionada. En ambos, la
presencia de Sorel está impregnada de la influencia avasallante del colosal rupturismo
de la filosofía de Nietzsche, una de las fuentes de inspiración para Sorel.
Leamos una muestra elocuente de semejante espíritu en el libro La crisis
espiritual y el ideario argentino de Saúl Taborda:
"Una
generación rebelde, ardorosa, enamorada del riesgo, del peligro, de la
violencia, acomete contra la existencia burguesa, muelle y anquilosada. Frente
a sus principios forjados por la razón, postula el instinto y la intuición… Ya
la guerra misma fue heroísmo de masas… Desde los días de Nietzsche y desde la
prédica de Sorel, izquierdas y derechas intuyen la inconsistencia del pacifismo
inventado por la cobardía interesada del yanqui sin eternidad y sin
historia".
Se trata de
afirmaciones que nada tienen que ver con el clima de belle époque de la presidencia
de Torcuato de Alvear, descripto en la anterior cita de Córdova Iturburu.
Estamos entonces ante un ejemplo de la diversidad de posiciones dentro del
campo intelectual, aunque el ambiente dominante es con largueza el
"alvearista" en desmedro del rupturista y extremo que estamos
considerando.
En esa dirección,
también el grupo juvenil de la revista Inicial, de principios de la década de
1920, tendrá una fuerte y explícita influencia soreliana, y a partir de ella
entonará discursos ideológica y políticamente radicalizados, que bien podían
colocarlos cerca de las posiciones fascistas o bolcheviques, y que compartían
con ellas su carácter antiburgués, antiliberal y extremista.
Para un público sin
duda mucho más amplio, expresiones que salen del espacio de lo que he llamado
"reformismo moderatista" se encuentran en las producciones de diverso
tenor de los hermanos Discépolo y de Roberto Arlt.
Para entonces,
Enrique Santos Discépolo compone letras de tango que inauguran una temática
crítica y desencantada del mundo social que describe. Si muchas veces se piensa
que los tangos de quien fue llamado "Discepolín" fueron escritos en
la década de 1930, es precisamente porque en el imaginario generalizado ha
resultado disonante incluirlos en el ambiente de bonanza económica y de
progreso social de la década de 1920, y en cambio se los ha asociado con una
expresión arquetípica de la llamada "Década Infame" de 1930. Pero
basta citar algunos versos de Qué vachaché y recordar que su fecha de
composición es de 1923 para desmentir esta creencia, y a que en ellos se revela
una sociedad que ha perdido los valores nobles y se ha entregado al dios del
lucro sin espíritu:
"Lo que hace
falta es empacar mucha moneda / vender el alma, rifar el corazón… / El
verdadero amor se ahogó en la sopa / la panza es reina y el dinero Dios. /
¿Pero no ves, gilito embanderado, / que la razón la tiene el de más guita? /
¿Que la honradez la venden al contado / y a la moral la dan por moneditas?… /
¿Qué vachaché? ¡Hoy ya murió el criterio! Vale Jesús lo mismo que el
ladrón…".
El mismo tono se
percibe en algunas representaciones de los "grotescos" de Armando
Discépolo (como Mateo, Stefano o Relojero), donde se verifica que allí se
dibuja un mundo en franco proceso de descomposición, muchas veces asociado al
fracaso de lo que (así como se habla del "sueño americano") podría
llamarse el "sueño argentino". Esas piezas teatrales suelen mostrar
los desechos del proceso inmigratorio.
En una de esas
direcciones puede leerse la producción de esos años de Roberto Arlt. Dos
observaciones al respecto: también la producción de Arlt está asociada, por su
carácter "negro", disonante respecto del optimismo de los años 20, a
la crisis de 1930. Nuevamente, para desmentir esta creencia basta recordar que
sus obras narrativas El juguete rabioso y Los siete locos son de 1926 y 1929
respectivamente, y también se puede acudir a las Aguafuertes porteñas del
período 1928-1930. La segunda observación es que, a diferencia de otras
referidas dentro de esta corriente marginal al moderatismo de los años 20, las
Aguafuertes nos ponen en presencia de textos que circularon con gran éxito de
público, dado que se publicaron en el diario El Mundo, de alcance masivo y
popular.
Pueden ustedes leer
entonces con provecho, si ya no lo han hecho, las novelas de Arlt (sin duda uno
de nuestros mejores escritores). Aquí tomaré las Aguafuertes para mostrar
brevemente la "cara oculta de la Luna" de los años 20, es decir, ese
lado oscuro que muestra la existencia de un "malestar en la cultura"
en la Argentina de esa época. Antes, agregaré que esto nos indica que una
cultura moderna, como lo era la de la Argentina en ese contexto, contenía una
pluralidad de voces, que respondía a los diversos "mundos de la vida"
que la componían. Así, de Arlt hay que decir que escribe desde cierto margen
del campo cultural argentino, entendido éste a partir de un centro colocado en
la revista Martín Fierro, con Borges y Oliverio Girondo como sus núcleos.
Podemos entonces
leer esas crónicas publicadas en un matutino porteño de alto tiraje para ver
qué imagen del Buenos Aires de fines de los años 20 nos comunican. No buscamos
saber cómo era Buenos Aires, sino detenernos en la perspectiva desde la cual se
la observa, la mirada de Arlt, que, como es habitual, selecciona lo que recorta
y lo juzga según su propia escala de valores. Entonces, siguiendo aquellas
crónicas es posible construir el mapa arltiano de Buenos Aires. Este mapa puede
ser organizado en torno de dos polos contrapuestos: el barrio y la calle
Florida, por un lado, y la calle Corrientes, por el otro.
El primero, el
barrio, nos devuelve una imagen negativa. Para percibir la variedad de
representaciones en esa sociedad, es interesante recordar que en el mismo
momento las letras de tango están construyendo al barrio como un reducto
familiar, ameno, protegido del anonimato de la gran ciudad y dador de todos los
afectos primarios, al que la modernización de la ciudad está socavando. En una
palabra, en la contraposición barrio-centro, el tango opta por el primero, mientras
que Arlt invierte la elección, porque para Arlt el barrio es el reducto de la
mediocridad de las clases medias, unas clases medias compuestas por
comerciantes, por oficinistas y por ¡suegras! ¿Qué es lo que unifica a estas
especies de la fauna porteña? El afán de ascenso social, posible mediante la
mezquindad o un buen matrimonio de sus hijas, un ascenso social por el cual
deberán pagar un precio muy alto, y que los condena a fingir, a simular un
bienestar que no poseen, a pintar el frente de sus casas mientras el interior
continúa deteriorándose.
La historia de la
literatura argentina nos ha enseñado que, en la década de 1920, los escritores
se dividieron en dos agrupamientos, que llevaron los nombres de dos
calles-símbolo: Boedo y Florida. Boedo era el barrio popular y designaba al
grupo de los escritores que cultivaba una literatura de compromiso social.
Florida era la calle paqueta y cosmopolita que designaba a la vanguardia
divertida y experimentalista de la revista Martín Fierro. En este contexto, ¿dónde
estaba Arlt? En ninguno de esos dos espacios urbanos. Despreciaba al barrio,
como vimos, y también a la calle Florida, a la que llamaba "la calle más
despersonalizada que tiene Buenos Aires, la calle menos porteña que tenemos.
Calle ñoña como la inofensiva Agua Florida. Yo me imagino que allí es donde
nació la palabra cursi".
Arlt estaba en ese
otro centro que era la calle Corrientes. Porque allí veía la marginalidad
excepcional y la mezcolanza social, que en sus Aguafuertes describe poblada por
"diarieros que se tutean con mujeres admirablemente vestidas. Señores con
diamantes en la pechera que le estrechan la mano al negro de un 'dancing'…; una
humanidad única, cosmopolita y extraña se da la mano en este único desaguadero
que tiene la ciudad para su belleza y alegría". Esta vida transcurre con
la intensidad que "sólo es posible al resplandor artificial de los azules
de metileno, de los verdes de sulfato de cobre, de los amarillos de ácido
pícrico que le inyectan una locura de pirotecnia y celos".
Lo que dota a la
calle Corrientes de su carácter fascinante proviene de un efecto de la
modernidad entendida como potenciadora al extremo de la intensidad y, por ende,
de lo excepcional. En este aspecto encontramos una analogía evidente con aquel
espíritu vanguardista extremo que hemos localizado en otras expresiones de la
cultura nacional. El tema es realmente interesante; podemos encararlo desde
otro ángulo para enriquecer su comprensión.
Sintetizando cosas
ya vistas, digamos que en la década de 1920 los sectores tradicionalistas de la
cultura se baten en retirada. Ya hemos dicho que Juan Agustín García, un
intelectual de antiguo régimen, publica en 1922 Sobre nuestra incultura; el
título revela su descontento y su desconcierto. Al igual que el último Joaquín
V. González, García se lamenta con melancolía de todo lo que ya no está, de
todo lo que la modernidad ha venido a disolver. En cambio, otras
manifestaciones culturales pasan a ser dominantes y celebran la llegada de
"los tiempos nuevos", según el título de un libro de entonces de José
Ingenieros. Dentro de ellos me interesa rescatar dos fracciones: la de los
modernos reformistas y la de los modernos intensos. Cada una de ellas tiene un
tipo social modélico y una temporalidad diferenciada. Parece un trabalenguas,
pero no lo será una vez que pueda desarrollar la idea, aun cuando repita cosas
y a dichas.
Los reformistas
tienen como modelo social el denominado "trabajador socialista":
laborioso, responsable, que asiste a las bibliotecas populares y a las conferencias
de la Sociedad Luz, sindicalizado e interesado en las cuestiones políticas.
Este modelo también incluye la figura del burgués a la Franklin (laborioso,
frugal, ahorrativo). Su temporalidad es la de un tiempo homogéneo, acumulativo,
en el cual cada momento mantiene con los anteriores y sucesivos una
articulación de relaciones necesarias; cada momento de ese tiempo es
cualitativamente semejante a los demás, sólo que, al acumularse, avanza,
progresa.
Los modernos
intensos tienen como modelo social al desclasado, al marginal (inventores,
vagos, aventureros, prostitutas, delincuentes). Su temporalidad está quebrada,
es la del batacazo o la del aventurero, que en un instante que se sale del
tiempo homogéneo y del cálculo burgués, cambia para siempre la vida.
No está de más
concluir este apartado señalando que no estamos hablando de la realidad social
argentina o porteña de esos años, sino de construcciones ideales de algunos
intelectuales. Claro que esas construcciones estuvieron relacionadas con la
realidad, no sólo por haber estado inspiradas en algunos de sus rasgos sino
también porque contribuyeron a crearla. Pero asimismo es cierto que las
tendencias hacia la radicalización, aunque existían en sectores minoritarios
del campo intelectual, estaban presentes. Sin ir más lejos, la Reforma
Universitaria albergaba ciertas tensiones que, con el correr del tiempo, se
irían desenvolviendo con un sentido de radicalización y creciente politización.
Entre sus postulados figuraba, como misión estudiantil, la de extender la
cultura hacia sectores extrauniversitarios (la conocida "extensión
universitaria"). Esta proyección social sería evaluada como insuficiente y
aun como un fracaso con respecto a sus pretensiones originales. Pero cuando se
habla en esos años del "fracaso de la Reforma Universitaria",
generalmente se lo hace desde posiciones de izquierda, muchas veces inspiradas
por el ejemplo de la revolución rusa de 1917 y animadas por el deseo de pasaje
a una práctica política encuadrada en agrupamientos de la izquierda socialista
o comunista. En general, junto con el ascenso del yrigoyenismo y los efectos
culturales de la gran guerra, gravitaron sobre el campo intelectual argentino
el bolchevismo y el fascismo que estaban emergiendo a escala internacional.
Vidas
paralelas: José Ingenieros y Leopoldo Lugones
Bolchevismo y
fascismo marcaron los límites extremos del espectro político de la época a
escala internacional. Ambos florecieron sobre el fondo de la crisis liberal. En
escala argentina, para observar la crisis del liberalismo y la radicalización
por izquierda o por derecha disponemos de los derroteros disímiles pero
igualmente antiliberales recorridos entonces por José Ingenieros y Leopoldo
Lugones. Esto es, los dos intelectuales de mayor reconocimiento del período son
aquí el síntoma de que el liberalismo ha perdido en buena medida su capacidad
hegemónica. Es cierto que los caminos emprendidos por ellos son divergentes:
Ingenieros saludará a la revolución rusa y se enrolará en las filas del
antiimperialismo latinoamericanista; Lugones tomará la senda del nacionalismo
autoritario con explícitas adhesiones al fascismo. No obstante, dentro de esas
posiciones disímiles, comparten el rechazo a la democracia liberal y la
búsqueda de una nueva representatividad política.
Para comenzar con
el Ingenieros de estos años, diremos que sus posiciones políticas e ideológicas
se articulan con variaciones que se producen tanto en su colocación respecto
del poder político cuanto en su manera de seguir adherido al credo positivista.
Ya nos habíamos despedido de Ingenieros hacia la fecha del centenario, cuando a
través de su libro Sociología argentina pudimos ver el modo en que pensaba la
consolidación de una nación potencia en el cono sur americano, sobre la base de
las ventajas de la Argentina en términos de medio y raza. Pero, hacia 1911, con
motivo de la injusta postergación de su designación como profesor en la
Facultad de Medicina (quizás por presiones de la Iglesia católica), Ingenieros
adopta una actitud no exenta de espectacularidad: renuncia a todos sus cargos
públicos, cierra su consultorio, reparte su biblioteca y decide emprender un
autoexilio hasta tanto siga en el gobierno el entonces presidente de la
república, Roque Sáenz Peña.
En Europa escribe
el libro destinado a desnudar lo que consideraba el clima aplastante y convencional
que caracterizaría el estilo del presidente Sáenz Peña, a quien juzga culpable
de aquella postergación académica. De allí surgirá la obra sin duda más exitosa
de Ingenieros, El hombre mediocre, aparecido en 1913, que será una proclama de
rebelión juvenilista y de exaltación del idealismo, sin duda atípico para el
canon positivista desde su misma y célebre iniciación: "Cuando pones la
proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud
inasible, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, llevas en ti el
resorte misterioso de un ideal". Contrapartida del "hombre
mediocre", los auténticos idealistas son profundamente creativos y están
encarnados en una "selecta minoría" que se recluta entre la juventud,
cuya misión consiste en rebelarse cuando en el país proliferan los apetitos
materiales en el ambiente propicio de las burguesías sin ideales y entregadas a
la acumulación económica.
En este
razonamiento es preciso subrayar que en estos regímenes se margina al hombre
extraordinario. Con este ensayo, Ingenieros se inscribe en la alabanza de
aquellos que se elevan sobre las convenciones y la mediocridad. La exaltación
del hombre superior y extraño en su propia sociedad tiene en esos años un
referente central, Friedrich Nietzsche y su obra, dentro de la cual Así habló
Zaratustra era un best seller de época. De allí que muchos jóvenes
latinoamericanos hayan leído, probablemente sin saberlo, algunas entonaciones
nietzscheanas pasadas por la prosa de Ingenieros, como en la década de 1920 lo
harían con los relatos de Hermann Hesse del tipo de El lobo estepario.
Ingenieros
construía así una moral para minorías que, traducida al ámbito de la
representación política, desconfiaba de las mediocres mayorías y, por ende, del
sistema parlamentario. Será este eticismo elitista el que impregna en forma
progresiva los textos de Ingenieros y configura el estímulo movilizador de
amplios sectores de las capas intelectuales en toda América Latina, prontamente
engarzado con la Reforma Universitaria, la cual reconocería en Ingenieros a uno
de sus maestros de la juventud latinoamericana. La obra se convirtió en lectura
obligada de los jóvenes, en una escala de influencia hispanoamericana sólo
equiparable al Ariel de Rodó (dicho sea de paso, una encuesta del diario Clarín
de hace unos pocos años acerca de los ensayos del siglo XX ha vuelto a colocar
este libro a la cabeza de ese listado).
Con todo, más
significativo para seguir el hilo de nuestro análisis es su recopilación de
intervenciones titulada Los tiempos nuevos, a fines de la segunda década del
siglo pasado. Los dos temas que recorren el libro son la guerra europea y la
crisis social. El artículo destinado a comentar la primera se titula "El
suicidio de los bárbaros", y en su desarrollo se produce una serie de
modificaciones de su anterior registro ideológico. En principio, los
"bárbaros" son los europeos, incluida la propia Francia, con lo cual
la categorización de larga data que colocaba a la civilización en Europa y a la
barbarie en América se ha invertido. América, y luego Latinoamérica, es
considerada el territorio donde se realizarán los valores de la modernidad y la
justicia social que no han podido cumplirse en el viejo mundo. Con estas
afirmaciones Ingenieros compartía el americanismo distintivo de vastos sectores
de la intelectualidad latinoamericana en esos años, y que incluso será
promovido por algunos intelectuales extranjeros, como el ya citado Ortega y
Gasset.
En "Ideales
viejos e ideales nuevos", define con mayor precisión esa antinomia que recorre
los tiempos modernos. El espíritu positivo surgió para Ingenieros con el
Renacimiento, y ese inicio coincidió con el derecho al libre examen y a la
ilimitada investigación de la verdad. Con ello, nuestro autor permanecía
adherido fielmente al ideal ilustrado de la libertad de crítica y de la
consigna kantiana del "¡Atrévete a saber!" y su consiguiente programa
pedagógico de penetración del conocimiento en todas las capas de la sociedad
como condición de un buen orden social.
Ese legado fue
encarnado por "minorías revolucionarias", las mismas que animaron las
revoluciones norteamericana y francesa, y más tarde por las revoluciones
sudamericanas. Por eso, en este nuevo artículo (escrito en 1918, cuando los
ejércitos alemanes aún parecen más cercanos a la victoria), Ingenieros retoma
anteriores fidelidades. "Mis simpatías (escribe) están con Francia, con
Bélgica, con Italia, con Estados Unidos, porque esas naciones están más cerca
de los ideales nuevos". Pero extiende esas simpatías a un espacio novedoso
y de largas consecuencias sobre su modo de mirar la escena internacional.
"Mis simpatías, en fin (agrega), están con la revolución rusa, ayer con la
de Kerensky, hoy con la de Lenin y de Trotsky".
A su entender, la
guerra que asoló a Europa no es una consecuencia de la innata maldad de los
seres humanos, sino "la consecuencia natural, estricta, inevitable, del
régimen capitalista". A pesar de las buenas intenciones del presidente
norteamericano Wilson, los ideales fueron vencidos por los intereses materiales,
o por lo que se llamará los "intereses creados", ante los que
claudicaron tanto los burgueses como los políticos. Frente a estas fuerzas
retrógradas se levantaron las clases trabajadoras; la revolución rusa se
postulaba como un ejemplo colosal de ese fenómeno.
Con ese espíritu,
Ingenieros analiza este proceso revolucionario, cuyas líneas generales presenta
ante el público argentino en una conferencia pronunciada en un teatro porteño
el 8 de mayo de 1918. El fenómeno es interesante, porque se trata sin duda de
una de las primeras recepciones de la revolución rusa entre nosotros. La
información con la que organiza su discurso está tomada de medios
norteamericanos, revistas argentinas como Claridad, españolas, la francesa
Clarté! de París, de La Internacional Comunista alguna nota del diario ruso
Izvestia (que Ingenieros hará traducir para su Revista de Filosofía). El lugar
que Ingenieros se construye para emitir dicho discurso aparece explicitado en
el siguiente pasaje:
"Sin la
mordaza de intereses creados ni el acicate de beneficios personales, en la
plena independencia de opinión que sólo puede tenerse renunciando a todo lo que
no sea producto del propio esfuerzo, no perteneciendo a ningún partido o
comunión política, no deseamos engañarnos ni nos interesa engañar a
otros".
Ingenieros se
autodefine como un intelecto puro, absolutamente desinteresado y no
perteneciente ni a las clases enriquecidas ni a las necesitadas, "porque
la fortuna o la miseria no pueden dar serenidad de juicio a quien no la ha
adquirido en las severas disciplinas del estudio y de la meditación". De
este modo, diseña su lugar discursivo apelando a viejos y nuevos instrumentos
legitimadores de la palabra verdadera. Viejo, muy viejo (puesto que remite a
los orígenes de la filosofía griega), es el argumento de que la verdad está
donde no está el interés, y que por ende el intelectual debe practicar una
suerte de ascesis, de desprendimiento purificador que lo coloque en condiciones
de detectar y enunciar la verdad. Más novedoso es el hecho de que ahora para ello
también es menester no pertenecer "a ningún partido o comunión
política". Podría objetarse que el tema que lo convoca, nada menos que la
revolución rusa, es un tema altamente político. Sin duda lo es, e Ingenieros no
lo ignora, sólo que cuando dice "política" y "políticos" ya
ha arrojado esos términos en el interior del campo de los intereses creados. La
política cae así bajo el desprestigio de la política entendida como profesión,
que a través del parlamentarismo violaría la representación de los auténticos
intereses sociales. Esto es, esa "mala política" ha quedado impugnada
como parte de la crisis del liberalismo.
"El mayor
obstáculo a ese progreso ha sido el régimen actual de representación, puramente
cuantitativa e indiferenciada; no se ha tenido en cuenta que "el
pueblo" es un conjunto de funciones sociales distintas y que para
representarlo eficazmente es necesario "organizar" el pueblo, pues
las zonas o distritos son heterogéneos y absolutamente irrepresentables. A esa
expresión bruta del sufragio universal se la ha llamado democracia, sin más
resultado que desacreditar el vocablo; el actual parlamentarismo, en vez de
representar necesidades y aspiraciones bien determinadas, expresa vagas
tendencias de la voluntad social, corrientes de intereses indefinidos, mal
canalizados y siempre expuestos a desbarrar" (José Ingenieros, La
democracia funcional en Rusia, en Los tiempos nuevos).
Sobre ese vacío
dejado por la política y los políticos, avanza el rol del pensamiento y de los
intelectuales. En esa línea, Ingenieros se pliega a un movimiento extendido en
esos años a escala internacional y que desde Francia, liderado por Henri
Barbusse, Anatole France y Romain Rolland, tiene como órgano de expresión de
sus ideas e ideales a la revista Clarté! (tomándola como modelo, encontraremos
en la década de 1920 en diversos lugares de América Latina, incluyendo la
Argentina, publicaciones periódicas de izquierda con el mismo nombre:
Claridad).
Ahora bien: ¿cómo
presenta y se representa la revolución rusa? Una primera y fundamental
respuesta a esta cuestión la encontramos en su artículo "La democracia
funcional en Rusia". Allí interpreta la aparición del sistema de
organización en soviets como parte de una nueva filosofía política, que viene a
ser justamente opuesta a la representación parlamentaria en tanto instancia que
falsea la soberanía. La falsea porque si bien la soberanía moderna ha sido
afirmada como un derecho individual y contra los privilegios de clase, al
hacerlo distribuyó la representación cuantitativamente. Si bien obtuvo así la
disgregación de los privilegios del antiguo régimen, al mismo tiempo suprimió
el carácter funcional de la representación. Es a esa representación funcional a
la que es preciso retornar, retorno que Ingenieros cree ver en el fenómeno de
la Rusia soviética. Esas "funciones" son concebidas como parte
natural del organismo social (a diferencia de la artificialidad representativa
que construyen los políticos profesionales), y entre ellas enumera a los
representantes de los intereses de la producción, la circulación y el consumo
de las riquezas; representantes de la agricultura, la industria, el comercio,
los bancos; de los capitalistas y de los trabajadores. Pero no sólo deberán
estar representadas las funciones económicas, sino también las educativas,
morales y jurídicas.
Este tipo de
representación política es el que Ingenieros cree ver realizado en Rusia:
"La llamada 'república federal de los soviets' no es, en efecto, otra cosa
que una primera experiencia del sistema representativo funcional". Así, un
consejo o soviet es "una corporación o sindicato técnico de escultores, de
economistas, de ferrocarrileros, de higienistas, de músicos, de arquitectos, de
zapateros, de sociólogos, de aviadores". Basta que citemos la definición
del término "corporativismo" tomado del Diccionario de política de
Bobbio y Matteucci, para reconocer que lo que Ingenieros llama "democracia
funcional" no es sino un sistema corporativista semejante al que un par de
años más tarde implantará el fascismo de Mussolini en Italia. Dice el
mencionado Diccionario: "El corporativismo es una doctrina que propugna la
organización de la colectividad sobre la base de asociaciones representativas
de los intereses y de las actividades profesionales (corporaciones)". En
cuanto a las repercusiones en su propio país, Ingenieros, fiel a su concepción
de la historia, considera que tarde o temprano todos los movimientos políticos
y sociales europeos repercuten en América, y que ello no podrá dejar de suceder
respecto de la influencia de la revolución rusa.
Por cierto, la
unidad de fines no excluye disparidades acerca de los medios. Así, Ingenieros
afirma que los políticos creen posible el socialismo a través de acciones
parlamentarias; los obreros, mediante la acción sindical organizada; los
intelectuales, por una previa revolución de los espíritus. De todos modos, son
las circunstancias de cada caso las que determinan la correcta elección de los
medios. Por ello, sería legítimo que en Rusia se haya pasado a la acción
insurreccional, dado que, "excluido el criterio de la colaboración de
clases, fue inevitable establecer la llamada dictadura del proletariado".
Pero (aclarará una y otra vez) las "aspiraciones maximalistas" serán
muy distintas en cada país, tanto en sus métodos como en sus fines. En cada
sociedad, el maximalismo será la tendencia a realizar el máximo de reformas
posibles dentro de sus condiciones particulares. Pero al adherir al proyecto de
constitución de una Internacional del pensamiento, Ingenieros enuncia una serie
de medidas básicas a partir de las cuales imaginar el reordenamiento social y
político. Ellas son, en el plano interior, la implementación de un federalismo
con base en las funciones sociales; la representación proporcional de las
entidades productivas en los cuerpos deliberativos; la extensión del control
social a todos los ramos de la producción y del consumo; la posesión colectiva
de los medios de producción por los productores técnicamente organizados; la
eliminación de los parásitos del trabajo humano; la educación integral laica;
la defensa de la libertad de pensamiento, entre otras. Junto con ello, predice
que "el capitalismo está condenado a desaparecer por sus fallas
intrínsecas".
Ahora bien: cuando
atendemos a las características con las que piensa el capitalismo, percibimos
que se trata de una concepción sin duda diferenciada de la concepción de los
marxistas, tanto socialistas como comunistas. En rigor, se trata de una
definición que se hallaba de algún modo presente en sus textos juveniles (en un
folleto titulado "Qué es el socialismo" y en el periódico La
Montaña), esto es, en aquellos en los que su visión del capitalismo se presenta
con claras improntas de origen anarquista. Dicha definición se apoya en la
categoría de "parasitismo" y se entrelaza con categorías más morales
que económicas. Así, en el citado "Enseñanzas económicas de la revolución
rusa", leemos que la condena a muerte del régimen capitalista deriva de la
formación en su seno de una clase parasitaria instalada entre los productores y
los consumidores. Es esta clase parasitaria la que "posee los resortes
políticos del Estado, dispone de la complicidad moral de las iglesias
dogmáticas y se apuntala en la violencia de ejércitos y policías". La
desaparición de esta clase parasitaria es lo que Ingenieros identifica con la
revolución social que se habría producido en Rusia.
Entonces, la
revolución por venir ha de reposar sobre las "fuerzas morales",
encarnadas en esa vanguardia de las minorías del saber y de la virtud. Es
también lo que a su entender ocurrió en la revolución bolchevique, donde
"la minoría ilustrada del pueblo ruso, con una clarividencia sólo igualada
por su energía, arrancó el mecanismo del Estado a las clases parásitas y lo
puso al servicio de las clases trabajadoras". La energía que pusieron en
esa empresa sólo fue posible por tratarse de "hombres que no eran
políticos profesionales". Por todo eso, la humanidad se encuentra en una
encrucijada que es mucho más que un conflicto económico y social, porque para
Ingenieros se está ante una confrontación decisiva entre dos concepciones
morales. De esa lucha Ingenieros predice el triunfo de los revolucionarios,
porque "ha comenzado ya, en todos los pueblos, una era de renovación
integral".
Desde otro lugar
del campo intelectual, aunque compartiendo la idea de crisis, el Leopoldo
Lugones con el que nos encontramos luego de El payador aún prosigue su etapa
vinculada al liberalismo, para romper estrepitosamente (es decir, "a la
Lugones") con éste a principios de la década de 1920 e iniciar su prédica
en la línea del autoritarismo fascista.
Durante la guerra,
Lugones asume una misión militante en contra de la neutralidad. Mantiene
entonces su modelo de una república liberal restrictiva, abierta a la
influencia de los focos civilizados, y recelosa de algunos costados de la
inmigración. Coherente con ello, durante la guerra publicó numerosos artículos
destinados a la prensa argentina, especialmente al diario La Nación, desde
donde difundió un comprometido apoyo a la causa de los Aliados y contra la
política oficial de la neutralidad. En 1917, reunió dichos artículos y los
publicó en un libro con el título de Mi beligerancia. Allí, las causas de la
guerra son atribuidas a un exceso de militarismo y a la reemergencia de la
barbarie encarnada en el germanismo. Francia aparece así como tierra de la
libertad, distinción que, a su entender, torna ineludible el apoyo activo a la
causa de los Aliados. Dicho de otro modo, la guerra no es una guerra de
intereses sino un combate entre principios e ideales, y la Argentina debe tomar
el partido de aquellos que corporizan los ideales de la civilización.
Concluida la
guerra, la prédica política de Lugones no cesará, pero la derrota de Alemania
despeja el camino para que su crítica se centre en lo que será visto como el
principal enemigo: el comunismo. En 1919, publica dentro de esta campaña un
libro al que titula La torre de Casandra. La elección del título es una
autocolocación de su figura político-intelectual, porque Casandra en la
mitología griega es una sacerdotisa troyana a quien nadie cree, no obstante la
exactitud de sus anuncios. Lugones defiende así el acierto de sus predicciones
y posiciones ante la pasada guerra. Así, se configura como uno de los pocos que
no creyó en el triunfo alemán, único punto en que coincidieron radicales y
conservadores. "El pueblo, como es natural, se equivocó junto con
ellos", dado que este pueblo estaba "envilecido por el lucro y ebrio
con esa triste libertad electoral".
Reparemos en la
nueva posición de Lugones, porque evoca a su modo la actitud del Ingenieros de
unos años antes. Ahora Lugones ya no encuentra oídos receptivos dentro de la
clase gobernante, ni de hecho ni de derecho. De hecho, porque el gobierno
yrigoyenista no requiere los servicios del intelectual, en especial del
intelectual que es Lugones. De derecho, porque el propio Lugones se encuentra
alejado del sistema de ideas y valores que el nuevo elenco gobernante expresa.
Vemos entonces que Lugones como intelectual adopta dos posiciones básicas. Por
una parte, se autoconstituye como una moderna Casandra, como un "profeta
clamando en el desierto", con una voz tan verdadera como escasamente
escuchada. De manera que cuando Lugones "mira hacia arriba", hacia el
Estado, encuentra unos personajes con los que no tiene nada que ver y con los
que nada quiere saber. Cuando mira "hacia abajo" encuentra a un
pueblo que concibe como ignorante, "porque es analfabeto el infeliz para
desgracia de mis pecadoras letras". El escritor sigue escribiendo, pero
sabe que lo hace para una minoría. Esta minoría ya no está tampoco entre los
políticos, que han pasado a formar parte en bloque de un mundo de decadencia y
mediocridad incapaz de ser portador de los auténticos valores. Incluso la
política como actividad, como práctica, le parece innoble, y por eso escribe en
este libro: "Yo no hago política ni la haré porque me repugna".
En estos años esa
minoría parece ser abstracta, un lugar virtual. Lugones aún no ha encontrado lo
que Ingenieros ha localizado en las juventudes idealistas, protagonistas de la
Reforma Universitaria y del antiimperialismo latinoamericanista. Lugones
encarna entonces una figura ya conocida por nosotros que recorre el mundo de
los intelectuales occidentales: un personaje en busca de una nueva jefatura
intelectual y moral, de un nuevo sujeto capaz de dirigir un proceso nacional
asentado en valores nobles. Esa búsqueda concluye en los primeros años de la
década de 1920, cuando decide que ese nuevo sujeto es el ejército argentino.
Para entonces,
Lugones ha incluido en La torre de Casandra un artículo de título arquetípico
("Ante las hordas") que explica sus temores y su nueva posición. Esta
referencia a las hordas recuerda otra vez las imágenes de Cané referidas a un
círculo, a un grupo asediado, amenazado por una eventual invasión. En la
tradición occidental esa imagen evoca la amenaza y la invasión de los
"bárbaros" penetrando en la Europa civilizada (en Grecia, en Roma).
En su presente, Lugones considera que esas hordas son las masas comunistas o,
como se decía en la época, las masas "maximalistas". Para colmo,
prevé que la influencia comunista no tardará en llegar nada menos que a China,
porque allí también impera "el espíritu colectivista". Ese espíritu
colectivista congenia más, a su entender, con la monarquía que con la república.
"La dictadura
proletaria (escribe) es la sustitución de la dictadura nobiliaria bajo una
misma tiranía permanente: ideal de esclavos que, como es natural, debía nacer
en una autocracia militarista. Pues el socialismo, no hay que olvidarlo, es un invento
alemán".
Frente a este
peligro, la voz de Lugones todavía clama por una estrecha alianza panamericana
con el liderazgo norteamericano. No obstante, entre esas posiciones de 1919 y
las que sostendrá cuatro años más tarde, publicadas en un libro llamado Acción,
ya se ha producido la modificación intelectual y política que convertirá a
Lugones en un referente del nacionalismo autoritario. No se trata de un
singular itinerario personal, sino de representaciones políticas e
intelectuales surgidas del contexto nacional e internacional ya conocido.
Otro dato de
significativa relevancia en la radicalización derechista del pensamiento de
Lugones se conecta con la situación económico-social de esos años de la gran
guerra, caracterizada en la Argentina por una crisis de inusitada severidad,
que implicó un descenso notorio del salario real y un altísimo porcentaje de
desocupación, calculado entre el 12 y el 19 por ciento. Esta situación se
combinaba con una mayor permisividad por parte del gobierno radical hacia el
movimiento obrero, de manera que la conflictividad social creció y se expresó
en numerosas huelgas y movilizaciones. El punto crítico de ellas se alcanzó en
la llamada Semana Trágica de enero de 1919, con un importante saldo de obreros
muertos durante la represión. Las clases dominantes y los sectores del orden
vieron estos acontecimientos sobre el telón de fondo de los sucesos que en
Rusia habían desembocado en la revolución bolchevique. Comenzaron así a
organizarse en agrupaciones nacionalistas y anticomunistas, como la Liga
Patriótica.
En ese contexto, la
figura de Leopoldo Lugones le sumará al movimiento nacionalista su enorme
prestigio de escritor nacional y un ámbito privilegiado de difusión de sus
ideas. Vale la pena recordar al respecto que la prédica ferozmente antiliberal
del Lugones de los años 20 tiene lugar desde las páginas del diario La Nación.
Es cierto también que su particular visión del proceso histórico y sus
adhesiones teóricas (nietzschismo, alabanza del paganismo y denostación del cristianismo)
harán de Lugones un personaje disonante con otros afluentes del nacionalismo de
derecha argentino, en especial dentro del contingente proveniente del
catolicismo.
Sea como fuere, ya
en 1923 aparecen las primeras muestras contundentes del viraje ideológico que
se ha producido en Lugones. Ese año pronuncia una serie de conferencias
organizadas por la Liga Patriótica; la que se titula "Ante la doble
amenaza" sintetiza las nuevas adhesiones ideológicas de nuestro autor. La
primera amenaza es la difusión del pacifismo, es decir, de aquello que pocos
años antes Lugones había defendido y difundido. Este pacifismo conllevaría una
política de desarme del ejército y la marina que podía resultar letal para la
defensa de la soberanía nacional en un mundo que ha ingresado en un período de
paz armada. La otra amenaza residiría en la presencia invasora de "una
masa extranjera disconforme y hostil". No se trata, prosigue, de
desconocer el legado pro inmigratorio de los padres fundadores, pero sí de reaccionar
ante esa extranjería activista que ha protagonizado las últimas grandes
huelgas, trayendo desde afuera la discordia. "A la discordia la han traído
de afuera", dice y repite Lugones a lo largo de la conferencia. Si esto es
así, ello significa, en un razonamiento estratégico en su alocución, que no hay
guerra civil en la Argentina, sino una guerra nacional contra esos extranjeros.
Esto fortalece un argumento xenófobo y de legitimación de los verdaderos
"dueños de la patria":
"La condición
de ciudadano comporta dominio y privilegio para administrar el país, porque
éste pertenece exclusivamente a sus ciudadanos, en absoluta plenitud de
soberanía. Nosotros ejercemos el gobierno y el mando. Somos los dueños de la
constitución. Del propio modo que la dimos, podemos modificarla o suprimirla
por acto exclusivo de nuestra voluntad. Su residencia (de los extranjeros) es
siempre condicional respecto a su soberanía, mientras que ésta no lo es
respecto a ninguna voluntad extranjera. Somos los dueños del país. Y de tal
modo, si sólo quedáramos mil argentinos entre diez millones de extranjeros
residentes, seríamoslo sin duda; porque cuando esto dejara de suceder, el hecho
revelaría que el pueblo argentino habría también dejado de existir bajo una
dominación extranjera".
Lugones emite un
mensaje que no admite lecturas demasiado divergentes. Ante esta doble amenaza,
el recurso salvador pasa por un acto de fe nacionalista, por la reactivación
del patriotismo como religión. "Tenemos (proclama Lugones) que exaltar el
amor de la Patria hasta el misticismo, y su respeto hasta la veneración".
Una manera de mostrar ese patriotismo es adoptar medidas de expulsión de
quienes propagan las ideologías comunistas. La consigna no puede ser más clara:
"Tenemos que afrontar virilmente la tarea de limpiar el país, ya sea por
acción oficial, ya por presión expulsora, es decir, tornando imposible la
permanencia a los elementos perniciosos, desde el malhechor de suburbio hasta
el salteador de conciencias". También es preciso criticar a esos argentinos
pudientes que como muestra de falso humanitarismo han contribuido con dinero
para socorro de los hambrientos de Rusia, pero permanecieron insensibles cuando
"nuestra peonada obrajera del interior sucumbía al hambre, la miseria y
los contagios".
Luego, dentro del
estilo oratorio y retórico de época, pasa a saludar a cada una de las
provincias argentinas y algunos de sus grandes hombres. Llama la atención que
aún permanezcan en su ideario patrio los héroes del panteón liberal: Rivadavia,
Sarmiento, Mitre. En cambio, no sorprende que al final convoque a los presentes
a un juramento patrio, y que al hacerlo diga que "en este instante siento
que todo el país jura por mi boca…". No debemos dejar de citar al final la
explícita alabanza del régimen fascista: "Italia acaba de enseñarnos cómo
se restaura el sentimiento nacional bajo la heroica reacción fascista
encabezada por el admirable Mussolini".
Un año más tarde,
Lugones sumará a estos pronunciamientos el hallazgo del nuevo sujeto político
destinado a recomponer una nación que ve desquiciada por estas amenazas. Se
trata del célebre "Discurso de Ayacucho", con el cual se refiere a
ese otro discurso que pronunció en Lima en 1924, como parte de la comitiva
oficial, en conmemoración de la batalla de ese nombre que puso fin al dominio
español sobre estas tierras de América. Su frase más conocida y citada es la
que dice: "Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la
espada". Esto significa que las fuerzas armadas deben hacerse cargo de
salvar la contradicción que aparece en nuestros países entre la autoridad y la
ley. La ley son las constituciones liberales del siglo XIX, pero ocurre que ese
sistema (dice) está caduco. Entonces se impone lo que considera la solución
necesaria: "El ejército es la última aristocracia, vale decir, la última
posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución
demagógica". Aquí Lugones ha encontrado aquello en cuya búsqueda había
partido en la inmediata posguerra: una nueva jefatura política.
De todas estas
maneras, los discursos aquí referidos hallaban su lugar, con entonaciones
reformistas o radicales, en el formidable vacío cultural abierto por la crisis
del liberalismo, y encontraban diferentes fuentes de alimentación en los
tópicos y estilos de la "reacción antipositivista". Pero todavía
cuando Yrigoyen volvía plebiscitado a la presidencia de la república en 1928,
el país competía exitosamente en diversos indicadores con las naciones más
desarrolladas del mundo. En los dos años siguientes, la crisis económica mundial
y el golpe de Uriburu conmoverán hasta los tuétanos a una sociedad que veía
abruptamente cancelado su pacto con un destino en el que había leído las
señales de un progreso indefinido. Con ello cambiarían de manera notoria las
condiciones de producción y recepción del discurso, y se abriría una época
crítica que la literatura de ideas de los años 30 explorará en forma obsesiva.
Entonces, Lugones
considera que ha arribado la hora de poner en práctica sus ideas: estrechamente
asociado al golpe de ese año encabezado por el general José Félix Uriburu, se
dice que su mensaje de asunción fue redactado por nuestro escritor. De hecho,
poco antes del golpe Lugones publicó su nuevo libro, La patria fuerte, editado
por el Círculo Militar. A estas adhesiones seguirá el desengaño del fracaso del
régimen de Uriburu. En los últimos años de su vida, Lugones revisa sus
posiciones anticristianas y se acerca al catolicismo. En febrero de 1938, se
suicida con cianuro en el recreo El Tropezón del Tigre. Las causas de esta determinación
todavía son objeto de discusión.
Oscar Terán
Historia de las ideas en la
Argentina (1810 – 1980)
Buenos Aires, Siglo Veintiuno
Editores, 2008
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