El
reino de Germania
Por el tratado de
Verdún (en el año 843), el reino de Carlomagno quedó dividido en tres reinos (Lotaringia,
Francia y Germania).
Los invasores
nórdicos aprovecharon la debilidad en que se encontraba Europa, tras la muerte
de Carlomagno, y atacaron desde varios flancos: los daneses comenzaron a
controlar las rutas del mar del Norte, mientras los noruegos invadían el norte
de Escocia e Irlanda, incluyendo las costas occidentales inglesas.
Germania, ubicada
al este del río Rhin, padeció pronto los efectos del feudalismo: los monarcas carolingios
intentaron consolidar la unidad política, pero el poder de los señores (sobre
todo, los duques) iba en aumento. Para fines del siglo IX, Germania estaba
compuesta por cinco ducados (Sajonia, Suabia, Baviera, Franconia y Lorena), que
disponían de una gran independencia política y jurídica, que predispuso la
posterior disgregación del poder real. Con la desaparición de Luis (nieto de
Carlomagno) y la extinción de los carolingios, Germania se encontró sin
soberano legítimo, por lo que los duques adoptaron un soberano entre ellos (de
esa manera, la monarquía comenzó a transformarse en electiva, lo que motivó la fragmentación
del poder entre la autoridad central y las autoridades locales). El primero fue
Conrado de Franconia, y a su muerte la corona recayó en Enrique el Cetrero, de
la casa de Sajonia, que puede ser considerado como el fundador del reino
alemán. Consiguió restaurar en parte la autoridad real (gracias al respaldo de
la burguesía opositora a los señores feudales) e impuso el principio
hereditario de sucesión.
Otón
I y el Sacro Imperio Romano Germánico
Otón I (hijo de
Enrique) fundamentó su poder en los obispos y abades, a los que designaba por
sí mismo, y fortaleció su autoridad sobre los grandes señores. En el año 955,
derrotó a los húngaros y a los eslavos (con lo que los límites de Germania se
extendieron hacia Oriente, protegidos por la creación de marcas) y ubicó su
Estado al frente de Europa Occidental. Defendió los Estados Pontificios de los
ataques lombardos, y se hizo coronar soberano en Italia para luego obtener, en
el año 962, la corona imperial[1]. Surgió así
una entidad política: el Sacro Imperio Romano Germánico, denominación que
adquirió, a partir de entonces, Germania. El título de sacro (o sagrado) obedecía
al tipo de ceremonia consagratoria de la
autoridad imperial, a cargo del papa como representante de Dios.
Otón confirmó las
donaciones hechas a la Iglesia[2] y
prometió custodiarla de sus enemigos, pero obligó a los papas a jurar fidelidad
al soberano antes de ser consagrados, porque para someter al clero alemán
necesitaba dominar al pontífice. En el siglo XI, Alemania se transformó en el
centro espiritual y religioso de Europa y, con la restauración del imperio, fue
también el centro político.
La
casa de Franconia
La casa de
Franconia, con Conrado II, sucedió en la dignidad imperial a la de Sajonia.
Este soberano acrecentó su poder sobre los nobles, anexionó Borgoña, combatió a
los musulmanes y al feudalismo, defendió los límites de su Estado frente a
daneses y checos, y conquistó Polonia. Durante el gobierno de la casa de
Franconia, el Sacro Imperio alcanzó su máximo desarrollo.
Su hijo y sucesor,
Enrique III, además de ser un mecenas, prosiguió la política de su padre contra
los nobles y auspició la reforma de la Iglesia. Desde su muerte, y hasta la
ascensión al trono de Federico I, Alemania soportó un siglo de luchas intestinas
y de desgobierno. El poder central quedó reducido a causa del incremento del
poder feudal alemán y por las querellas que enfrentaron al papa con el monarca
por la cuestión de las investiduras.
La
querella de las investiduras, la humillación de Canosa y el concordato de Worms
La dependencia en
que había quedado el papado, respecto del imperio, representaba un gran deterioro
para la libertad de la Iglesia. Mientras el emperador continuaba nombrando a
los altos cargos eclesiásticos, el ideal de reforma religiosa se iba
extendiendo: el sínodo de Letrán estableció el decreto según el cual no participarían
laicos en la elección del papa.
Durante la
minoridad de Enrique IV, el gobierno se mantuvo en manos de un regente[3]. En esa
época, el papa Gregorio dispuso desterrar la corrupción de la Iglesia e
independizarla de los poderes laicos, para lo que definió su programa en el Dictatus
Papae[4], según
el cual sólo el romano pontífice tenía derecho a destituir a los obispos, nadie
podía censurar al papa más que Dios, el papa tenía autoridad para destituir emperadores
y liberar a sus súbditos del juramento de fidelidad, etc.[5]
Cuando el emperador
asumió el gobierno, desconoció las medidas tomadas por el pontífice y continuó
atribuyéndose el derecho de elegir obispos y otorgar dignidades.
Este conflicto
entre el papado y el imperio, que se extendió entre 1073 y 1122, se conoce con
el nombre de "querella de las investiduras".
La actitud del
emperador, que continuó con las designaciones, motivó las protestas del
pontífice; por lo que Enrique convocó una asamblea de obispos alemanes,
partidarios suyos, e hizo declarar indigno al papa Gregorio (nombrando papa a
Clemente III, obispo de Rávena). El pontífice contestó excomulgándolo, al
tiempo que declaraba libres a los señores germanos de todo juramento o
compromiso con el emperador. La medida del papa produjo las consecuencias
esperadas: Enrique perdió la obediencia de sus súbditos, los que le otorgaron
un año de plazo para su absolución y reconciliación con el pontífice. Obligado
por las circunstancias, Enrique IV se declaró arrepentido, al tiempo que solicitó
al papa concurriera a la dieta de Augsburgo, donde se solucionaría la disputa;
pero quiso asegurarse el perdón presentándose ante las puertas del castillo de
Canosa, donde se hospedaba el pontífice. Gregorio consintió en perdonarle y le
retiró la excomunión.
Sin embargo, cuando
el emperador regresó a Germania reunió a sus partidarios y continuó con los
abusos, por lo que sus súbditos decidieron destituirlo y coronar a Rodolfo de
Suabia. Pero Enrique contaba con fuerzas más poderosas y, tras derrotar a su
contrincante, exigió del papa su reconocimiento, al tiempo que reiteraba sus
anhelos de otorgar las dignidades eclesiásticas. El pontífice reiteró la excomunión
en el año 1080 y reconoció a Rodolfo, por lo que Enrique depuso al papa y ocupó
Roma.
Enrique murió en
1106, pero un año antes había sido depuesto por su hijo Enrique V, quien optó
por hacer las paces con la Iglesia. En el año 1122, el emperador y el papa
firmaron en Worms un acuerdo, o concordato, por el que se disponía que la elección
de los obispos correspondiera a la Iglesia, pero accedía a que el emperador presidiera
las elecciones y prestara su consentimiento antes de procederse a la consagración[6]. Poco
antes se había creado una fórmula que aceptaron franceses e ingleses: el
obispo, elegido por el clero, recibía la consagración espiritual de otros obispos,
y el señor laico le confería de inmediato la investidura de los bienes temporales.
De esta forma,
triunfaba la Iglesia en su interés de delimitar poderes, recuperando el derecho
de elección sobre sus miembros.
La
casa de Suabia, los Hohenstaufen y Federico I Barbarroja
Muerto Enrique V
(último representante de la casa de Franconia), los electores coronaron a
Lotario II (duque de Sajonia), mientras los señores apoyaron a Conrado de
Suabia (perteneciente a la familia Hohenstaufen). De este modo quedaron
formados dos partidos:
a. Los güelfos, con
Lotario a la cabeza, agrupados alrededor del papa, que rechazaban la
intromisión imperial en las libertades italianas.
b. Los gibelinos, a
los que pertenecían los Hohenstaufen, partidarios del emperador y de su
gobierno.
Muerto Lotario, los
gibelinos consiguieron imponer a Conrado, con quien comenzó la dinastía de la casa
de Suabia (también llamada Hohenstaufen).
Después de Conrado
asumió el poder Federico I, apodado Barbarroja[7], quien dispuso
ampliar y confirmar su dominio en el norte italiano, donde muchas ciudades habían
logrado una casi total independencia, a raíz de las libertades otorgadas. Frente
a esta situación, que ponía en peligro la unidad italiana y la del Sacro
Imperio, Federico reunió a los señores italianos y proclamó su derecho de
administrar justicia e imponer tributos; además nombró en cada ciudad un
delegado. Las ciudades italianas resistieron y el emperador ordenó el saqueo e
incendio de Milán; por ese motivo, el papa se colocó al frente de la sedición y
apoyó a la Liga Lombarda. Renació la lucha entre el papado y el imperio, pero
el emperador fue derrotado y restableció a las ciudades italianas sus antiguas
libertades. De manera paulatina, el emperador comenzó a perder parte de su poder
al compartir la toma de decisiones con la Dieta, un organismo colegiado formado
por representantes de los príncipes y de las ciudades del imperio. Federico I
murió ahogado en el año 1190, en el transcurso de la tercera cruzada, en su
marcha hacia Jerusalén.
Le sucedió su hijo
Enrique VI y, más tarde, su nieto Federico II, quien fue una de las figuras más
destacadas de su tiempo. Por haber recibido una educación de tipo italiano, se
ocupó con mayor interés de los problemas peninsulares que de los alemanes.
Federico II agotó sus recursos para lograr la unificación ítalo-alemana, pero
debió enfrentar la resistencia de las ciudades y la oposición de los papas. Con
su muerte, en el año 1250, acabó el intento de unificación imperial.
La caída de los
Hohenstaufen significó para Alemania una época de anarquía y decadencia. Entre
1250 y 1273, los señores y ciudades se gobernaron por su cuenta y el trono
quedó vacante. Este período es conocido como "gran interregno", porque
marcó un intermedio entre el poder de dos grandes dinastías: la de los Hohenstaufen
y la de los Habsburgo.
A partir del siglo
XV, gobernaron los duques de Austria, de la dinastía de los Habsburgo. En su
máximo esplendor, su imperio llegó a estar integrado por los actuales países de
Alemania, Austria, Suiza, Liechtenstein, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo,
República Checa y Eslovenia, el este de Francia, el norte de Italia y el oeste
de Polonia. Finalmente, fue disuelto en 1806 por Napoleón I.
[1] "Reinando, mejor,
atormentando, y por decirlo con mayor exactitud, ejerciendo la tiranía en
Italia Berengario y Adalberto, el sumo pontífice y universal Papa Juan, cuya
Iglesia había sufrido aquel tiempo la crueldad de los antes citados Berengario
y Adalberto, envió a Otón, entonces serenísimo y piadosísimo rey, ahora Augusto
Emperador, como legados de la Santa Romana Iglesia, el cardenal diácono Juan y
el escribano Azón, rogando y suplicando, con cartas y con palabras, a fin de
que, por amor de Dios y de los santos apóstoles Pedro y Pablo, que había
querido fuesen los remisores de sus pecados, liberase de las fauces de aquellos
a él mismo y a la Santa Romana Iglesia a él confiada, y le devolviese la
salvación y su prístina libertad. Mientras los legados romanos se lamentaban de
esto, Waldeperto, hombre venerable, arzobispo de Milán, liberado medio muerto
de la furia de los citados Berengario y Adalberto, se acercó al antes citado
Otón… y le puso en conocimiento que no podía soportar y sufrir la maldad de Berengario
y Adalberto, e incluso de Willa, que contra todo derecho divino y humano, había
puesto a la cabeza de la sede de Milán a Manasen, obispo de Arlés… Por tanto,
el piadosísimo rey, convencido de las lacrimosas lamentaciones de estos, atento
no a los propios intereses, sino a aquellos de Jesucristo, nombró,
contrariamente a la costumbre, rey a su hijo homónimo, todavía niño, lo dejó en
Sajonia, y reunidas las tropas marchó rápidamente a Italia. Con celeridad
expulsó a Berengario y Adalberto del reino, en cuanto se sabe que tuvo como
compañeros de armas a los santísimos apóstoles Pedro y Pablo. Y así el buen
rey, reuniendo cuanto está disperso y consolidando cuanto estaba roto,
restituyó a cada uno lo suyo, y después marchó hacia Roma, para hacer lo mismo…
Allí acogido con admirable magnificencia y nuevo ceremonial, recibió la unción
del imperio del mismo Sumo Pontífice y Papa Universal Juan; y no le restituyó
solo las cosas que le pertenecían, sino que le honró también con grandes
presentes de piedras preciosas, oro y plata. Y del Papa Juan en persona y de
todos los más importantes de la ciudad recibió el juramento sobre el
preciosísimo cuerpo de San Pedro, que ellos nunca prestarían ayuda a Berengario
y Adalberto. Después de lo cual volvió a Pavía en cuanto le fue posible".
Coronación de Otón I; citado en Patrología Latina (tomo 136).
[2] El inmenso poder alcanzado
por la Iglesia no se limitaba a lo religioso, ya que era propietaria de grandes
extensiones de tierra y de cuantiosas riquezas. En esos tiempos, en la abadía
de Cluny habían nacido dos nuevas órdenes, los cartujos y los cistercienses,
que crearon numerosos monasterios por toda Europa.
[3] Ossorio, en su Diccionario
de Ciencias Sociales, define el término "regencia" como la suplencia
de un monarca, en las funciones públicas constitucionales, por minoridad, ausencia,
incapacidad del titular, e incluso por quedar vacante el trono.
[4] "1º Que solo la Iglesia
romana ha sido fundada por Dios. 2º Que por tanto solo el pontífice romano
tiene derecho a llamarse universal. 3º Que solo él puede deponer o establecer
obispos. 4º Que un enviado suyo, aunque sea inferior en grado, tiene
preeminencia sobre todos los obispos en un concilio y puede pronunciar
sentencia de deposición contra ellos. 5º Que el papa puede deponer a los
ausentes. 6º Que no debemos tener comunión ni permanecer en la misma casa con
quienes hayan sido excomulgados por el pontífice. 7º Que solo a él es lícito
promulgar nuevas leyes de acuerdo con las necesidades del tiempo, reunir nuevas
congregaciones, convertir en abadía una canonjía y viceversa, dividir un
episcopado rico y unir varios pobres. 8º Que solo él puede usar la insignia
imperial. 9º Que todos los príncipes deben besar los pies solo al papa. 10º Que
su nombre debe ser recitado en la iglesia. 11º Que su título es único en el
mundo. 12º Que le es lícito deponer al emperador. 13º Que le es lícito, según
la necesidad, trasladar los obispos de sede a sede. 14º Que tiene poder de
ordenar a un clérigo de cualquier iglesia para el lugar que quiera. 15º Que
aquel que haya sido ordenado por él puede ser jefe de otra iglesia, pero no
subordinado, y que de ningún obispo puede obtener grado superior. 16º Que
ningún sínodo puede ser llamado general sino está convocado por él. 17º Que
ningún capítulo o libro puede considerarse canónico sin su autorización. 18º Que
nadie puede revocar su palabra y que solo él puede hacerlo. 19º Que nadie puede
juzgarlo. 20º Que nadie ose condenar a quien apele a la Santa Sede. 21º Que las
causas de mayor importancia de cualquier iglesia deben remitirse para que él
las juzgue. 22º Que la Iglesia romana no se ha equivocado y no se equivocará
jamás según el testimonio de la Sagrada Escritura. 23º Que el romano pontífice,
ordenado mediante la elección canónica, está indudablemente santificado por los
méritos del bienaventurado Pedro, según lo afirma San Enodio, obispo de Pavía,
con el consenso de muchos santos padres, como está escrito en los decretos del
bienaventurado papa Simmaco. 24º Que a los subordinados les es lícito hacer
acusaciones conforme a su orden y permiso. 25º Que puede deponer y establecer
obispos sin reunión sinodal. 26º Que no debe considerarse católico quien no
está de acuerdo con la Iglesia romana. 27º Que el pontífice puede liberar a los
súbditos de la fidelidad hacia un monarca inicuo". Dictatus Papae; citado
en Artola, Textos fundamentales para la Historia.
[5] Otra medida de capital
importancia fue la adopción de un cuerpo normativo propio (el derecho canónico),
basado en el derecho romano; esto implicaba la superioridad del poder papal
sobre cualquier otro poder, incluido el imperial.
[6] "Privilegium
pontificis. Yo, Calixto obispo, siervo de los siervos de Dios, te concedo a ti,
querido hijo Enrique, por la gracia de Dios augusto emperador de los romanos,
que tengan lugar en tu presencia, sin simonía y sin ninguna violencia, las
elecciones de los obispos y abades de Germania que incumben al reino; y que si
surge cualquier causa de discordia entre las partes, según el consejo y el
parecer del metropolitano y de los sufragáneos, des tu consejo y ayuda a la
parte más justa. El elegido reciba de ti la regalía en el espacio de seis
meses, por medio del cetro, y por él cumpla según justicia sus deberes hacia
ti, guardando todas las prerrogativas reconocidas a la Iglesia romana. Según el
deber de mi oficio, te ayudaré en lo de mí dependa y en las cosas en que me
reclames ayuda. Te aseguro una paz sincera a ti y a todos los que son o han
sido de tu partido durante esta discordia…
Privilegium imperatoris. En
nombre de la Santa e Indivisible Trinidad yo, Enrique, por la gracia de Dios
augusto emperador de los romanos, por amor de Dios y de la Santa Iglesia romana
y de nuestro Papa Calixto y por la salvación de mi alma, cedo a Dios y a sus
santos apóstoles Pedro y Pablo y a la Santa Iglesia Católica toda investidura
con anillo y báculo, y concedo que en todas las iglesias existentes en mi reino
y en mi imperio, se realicen elecciones canónicas y consagraciones libres.
Restituyo a la misma Santa Iglesia romana las posesiones y privilegios del
bienaventurado Pedro, que le fueron arrebatadas desde el comienzo de esta
controversia hasta hoy, ya en tiempos de mi padre, ya en los míos, y que yo
poseo; y proporcionaré fielmente mi ayuda para que se restituyan las que no lo
han sido todavía. Igualmente devolveré, según el consejo de los príncipes y la
justicia, las posesiones de todas las demás iglesias y de los príncipes y de
los otros clérigos o laicos, perdidas en esta guerra, y que están en mi mano;
para las que no están, proporcionaré mi auxilio para que se restituyan. Y
aseguro una sincera paz a nuestro Papa Calixto y a la Santa Iglesia romana y a
todos los que son o fueron de su partido. Fielmente, daré mi ayuda cuando la
Santa Iglesia me lo reclame y rendiré a ella la debida justicia. Todo esto está
redactado con el consenso y el consejo de los príncipes cuyos nombres
siguen…". Concordato de Worms; citado en Landero Quesada, Historia
universal de la Edad Media.
[7] "Los senadores
presentes juraron y los futuros senadores juran, y con ellos todo el pueblo
romano, fidelidad al emperador Federico y ayudarle a mantener la corona de
imperio romano, y a defenderla contra todos, y ayudarle a conservar sus justos
derechos, tanto en la ciudad como fuera de ella, y no participar nunca con su
consejo y actos en una empresa en la que el señor emperador pudiese ser víctima
de vergonzosa cautividad o perder un miembro o sufrir algún daño en su persona,
y a no recibir investidura del senado más que de él o de su representante, y
observar todo esto sin fraude ni mala disposición… El señor emperador
confirmará al senado de modo perpetuo en el estatuto en que se encuentra
actualmente, y lo exaltará por recibir la investidura del mismo, y le rendirá
pleitesía, y recibirá de él un privilegio revestido del sello áureo, en el que
se incluirán todas estas cláusulas… La confirmación del senado y el mantener
intactas por parte del dicho emperador todas las justas posesiones del pueblo
romano, por depender estas de imperio". Coronación de Federico I; citado
en Pacaut, Federico Barbarroja.
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