sábado, 29 de febrero de 2020

El Sacro Imperio Romano Germánico


El reino de Germania
Por el tratado de Verdún (en el año 843), el reino de Carlomagno quedó dividido en tres reinos (Lotaringia, Francia y Germania).
Los invasores nórdicos aprovecharon la debilidad en que se encontraba Europa, tras la muerte de Carlomagno, y atacaron desde varios flancos: los daneses comenzaron a controlar las rutas del mar del Norte, mientras los noruegos invadían el norte de Escocia e Irlanda, incluyendo las costas occidentales inglesas.
Germania, ubicada al este del río Rhin, padeció pronto los efectos del feudalismo: los monarcas carolingios intentaron consolidar la unidad política, pero el poder de los señores (sobre todo, los duques) iba en aumento. Para fines del siglo IX, Germania estaba compuesta por cinco ducados (Sajonia, Suabia, Baviera, Franconia y Lorena), que disponían de una gran independencia política y jurídica, que predispuso la posterior disgregación del poder real. Con la desaparición de Luis (nieto de Carlomagno) y la extinción de los carolingios, Germania se encontró sin soberano legítimo, por lo que los duques adoptaron un soberano entre ellos (de esa manera, la monarquía comenzó a transformarse en electiva, lo que motivó la fragmentación del poder entre la autoridad central y las autoridades locales). El primero fue Conrado de Franconia, y a su muerte la corona recayó en Enrique el Cetrero, de la casa de Sajonia, que puede ser considerado como el fundador del reino alemán. Consiguió restaurar en parte la autoridad real (gracias al respaldo de la burguesía opositora a los señores feudales) e impuso el principio hereditario de sucesión.

Otón I y el Sacro Imperio Romano Germánico
Otón I (hijo de Enrique) fundamentó su poder en los obispos y abades, a los que designaba por sí mismo, y fortaleció su autoridad sobre los grandes señores. En el año 955, derrotó a los húngaros y a los eslavos (con lo que los límites de Germania se extendieron hacia Oriente, protegidos por la creación de marcas) y ubicó su Estado al frente de Europa Occidental. Defendió los Estados Pontificios de los ataques lombardos, y se hizo coronar soberano en Italia para luego obtener, en el año 962, la corona imperial[1]. Surgió así una entidad política: el Sacro Imperio Romano Germánico, denominación que adquirió, a partir de entonces, Germania. El título de sacro (o sagrado) obedecía  al tipo de ceremonia consagratoria de la autoridad imperial, a cargo del papa como representante de Dios.
Otón confirmó las donaciones hechas a la Iglesia[2] y prometió custodiarla de sus enemigos, pero obligó a los papas a jurar fidelidad al soberano antes de ser consagrados, porque para someter al clero alemán necesitaba dominar al pontífice. En el siglo XI, Alemania se transformó en el centro espiritual y religioso de Europa y, con la restauración del imperio, fue también el centro político.

La casa de Franconia
La casa de Franconia, con Conrado II, sucedió en la dignidad imperial a la de Sajonia. Este soberano acrecentó su poder sobre los nobles, anexionó Borgoña, combatió a los musulmanes y al feudalismo, defendió los límites de su Estado frente a daneses y checos, y conquistó Polonia. Durante el gobierno de la casa de Franconia, el Sacro Imperio alcanzó su máximo desarrollo.
Su hijo y sucesor, Enrique III, además de ser un mecenas, prosiguió la política de su padre contra los nobles y auspició la reforma de la Iglesia. Desde su muerte, y hasta la ascensión al trono de Federico I, Alemania soportó un siglo de luchas intestinas y de desgobierno. El poder central quedó reducido a causa del incremento del poder feudal alemán y por las querellas que enfrentaron al papa con el monarca por la cuestión de las investiduras.

La querella de las investiduras, la humillación de Canosa y el concordato de Worms
La dependencia en que había quedado el papado, respecto del imperio, representaba un gran deterioro para la libertad de la Iglesia. Mientras el emperador continuaba nombrando a los altos cargos eclesiásticos, el ideal de reforma religiosa se iba extendiendo: el sínodo de Letrán estableció el decreto según el cual no participarían laicos en la elección del papa.
Durante la minoridad de Enrique IV, el gobierno se mantuvo en manos de un regente[3]. En esa época, el papa Gregorio dispuso desterrar la corrupción de la Iglesia e independizarla de los poderes laicos, para lo que definió su programa en el Dictatus Papae[4], según el cual sólo el romano pontífice tenía derecho a destituir a los obispos, nadie podía censurar al papa más que Dios, el papa tenía autoridad para destituir emperadores y liberar a sus súbditos del juramento de fidelidad, etc.[5]
Cuando el emperador asumió el gobierno, desconoció las medidas tomadas por el pontífice y continuó atribuyéndose el derecho de elegir obispos y otorgar dignidades.
Este conflicto entre el papado y el imperio, que se extendió entre 1073 y 1122, se conoce con el nombre de "querella de las investiduras".
La actitud del emperador, que continuó con las designaciones, motivó las protestas del pontífice; por lo que Enrique convocó una asamblea de obispos alemanes, partidarios suyos, e hizo declarar indigno al papa Gregorio (nombrando papa a Clemente III, obispo de Rávena). El pontífice contestó excomulgándolo, al tiempo que declaraba libres a los señores germanos de todo juramento o compromiso con el emperador. La medida del papa produjo las consecuencias esperadas: Enrique perdió la obediencia de sus súbditos, los que le otorgaron un año de plazo para su absolución y reconciliación con el pontífice. Obligado por las circunstancias, Enrique IV se declaró arrepentido, al tiempo que solicitó al papa concurriera a la dieta de Augsburgo, donde se solucionaría la disputa; pero quiso asegurarse el perdón presentándose ante las puertas del castillo de Canosa, donde se hospedaba el pontífice. Gregorio consintió en perdonarle y le retiró la excomunión.
Sin embargo, cuando el emperador regresó a Germania reunió a sus partidarios y continuó con los abusos, por lo que sus súbditos decidieron destituirlo y coronar a Rodolfo de Suabia. Pero Enrique contaba con fuerzas más poderosas y, tras derrotar a su contrincante, exigió del papa su reconocimiento, al tiempo que reiteraba sus anhelos de otorgar las dignidades eclesiásticas. El pontífice reiteró la excomunión en el año 1080 y reconoció a Rodolfo, por lo que Enrique depuso al papa y ocupó Roma.
Enrique murió en 1106, pero un año antes había sido depuesto por su hijo Enrique V, quien optó por hacer las paces con la Iglesia. En el año 1122, el emperador y el papa firmaron en Worms un acuerdo, o concordato, por el que se disponía que la elección de los obispos correspondiera a la Iglesia, pero accedía a que el emperador presidiera las elecciones y prestara su consentimiento antes de procederse a la consagración[6]. Poco antes se había creado una fórmula que aceptaron franceses e ingleses: el obispo, elegido por el clero, recibía la consagración espiritual de otros obispos, y el señor laico le confería de inmediato la investidura de los bienes temporales.
De esta forma, triunfaba la Iglesia en su interés de delimitar poderes, recuperando el derecho de elección sobre sus miembros.

La casa de Suabia, los Hohenstaufen y Federico I Barbarroja
Muerto Enrique V (último representante de la casa de Franconia), los electores coronaron a Lotario II (duque de Sajonia), mientras los señores apoyaron a Conrado de Suabia (perteneciente a la familia Hohenstaufen). De este modo quedaron formados dos partidos:
a. Los güelfos, con Lotario a la cabeza, agrupados alrededor del papa, que rechazaban la intromisión imperial en las libertades italianas.
b. Los gibelinos, a los que pertenecían los Hohenstaufen, partidarios del emperador y de su gobierno.
Muerto Lotario, los gibelinos consiguieron imponer a Conrado, con quien comenzó la dinastía de la casa de Suabia (también llamada Hohenstaufen).
Después de Conrado asumió el poder Federico I, apodado Barbarroja[7], quien dispuso ampliar y confirmar su dominio en el norte italiano, donde muchas ciudades habían logrado una casi total independencia, a raíz de las libertades otorgadas. Frente a esta situación, que ponía en peligro la unidad italiana y la del Sacro Imperio, Federico reunió a los señores italianos y proclamó su derecho de administrar justicia e imponer tributos; además nombró en cada ciudad un delegado. Las ciudades italianas resistieron y el emperador ordenó el saqueo e incendio de Milán; por ese motivo, el papa se colocó al frente de la sedición y apoyó a la Liga Lombarda. Renació la lucha entre el papado y el imperio, pero el emperador fue derrotado y restableció a las ciudades italianas sus antiguas libertades. De manera paulatina, el emperador comenzó a perder parte de su poder al compartir la toma de decisiones con la Dieta, un organismo colegiado formado por representantes de los príncipes y de las ciudades del imperio. Federico I murió ahogado en el año 1190, en el transcurso de la tercera cruzada, en su marcha hacia Jerusalén.
Le sucedió su hijo Enrique VI y, más tarde, su nieto Federico II, quien fue una de las figuras más destacadas de su tiempo. Por haber recibido una educación de tipo italiano, se ocupó con mayor interés de los problemas peninsulares que de los alemanes. Federico II agotó sus recursos para lograr la unificación ítalo-alemana, pero debió enfrentar la resistencia de las ciudades y la oposición de los papas. Con su muerte, en el año 1250, acabó el intento de unificación imperial.
La caída de los Hohenstaufen significó para Alemania una época de anarquía y decadencia. Entre 1250 y 1273, los señores y ciudades se gobernaron por su cuenta y el trono quedó vacante. Este período es conocido como "gran interregno", porque marcó un intermedio entre el poder de dos grandes dinastías: la de los Hohenstaufen y la de los Habsburgo.
A partir del siglo XV, gobernaron los duques de Austria, de la dinastía de los Habsburgo. En su máximo esplendor, su imperio llegó a estar integrado por los actuales países de Alemania, Austria, Suiza, Liechtenstein, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, República Checa y Eslovenia, el este de Francia, el norte de Italia y el oeste de Polonia. Finalmente, fue disuelto en 1806 por Napoleón I.

[1] "Reinando, mejor, atormentando, y por decirlo con mayor exactitud, ejerciendo la tiranía en Italia Berengario y Adalberto, el sumo pontífice y universal Papa Juan, cuya Iglesia había sufrido aquel tiempo la crueldad de los antes citados Berengario y Adalberto, envió a Otón, entonces serenísimo y piadosísimo rey, ahora Augusto Emperador, como legados de la Santa Romana Iglesia, el cardenal diácono Juan y el escribano Azón, rogando y suplicando, con cartas y con palabras, a fin de que, por amor de Dios y de los santos apóstoles Pedro y Pablo, que había querido fuesen los remisores de sus pecados, liberase de las fauces de aquellos a él mismo y a la Santa Romana Iglesia a él confiada, y le devolviese la salvación y su prístina libertad. Mientras los legados romanos se lamentaban de esto, Waldeperto, hombre venerable, arzobispo de Milán, liberado medio muerto de la furia de los citados Berengario y Adalberto, se acercó al antes citado Otón… y le puso en conocimiento que no podía soportar y sufrir la maldad de Berengario y Adalberto, e incluso de Willa, que contra todo derecho divino y humano, había puesto a la cabeza de la sede de Milán a Manasen, obispo de Arlés… Por tanto, el piadosísimo rey, convencido de las lacrimosas lamentaciones de estos, atento no a los propios intereses, sino a aquellos de Jesucristo, nombró, contrariamente a la costumbre, rey a su hijo homónimo, todavía niño, lo dejó en Sajonia, y reunidas las tropas marchó rápidamente a Italia. Con celeridad expulsó a Berengario y Adalberto del reino, en cuanto se sabe que tuvo como compañeros de armas a los santísimos apóstoles Pedro y Pablo. Y así el buen rey, reuniendo cuanto está disperso y consolidando cuanto estaba roto, restituyó a cada uno lo suyo, y después marchó hacia Roma, para hacer lo mismo… Allí acogido con admirable magnificencia y nuevo ceremonial, recibió la unción del imperio del mismo Sumo Pontífice y Papa Universal Juan; y no le restituyó solo las cosas que le pertenecían, sino que le honró también con grandes presentes de piedras preciosas, oro y plata. Y del Papa Juan en persona y de todos los más importantes de la ciudad recibió el juramento sobre el preciosísimo cuerpo de San Pedro, que ellos nunca prestarían ayuda a Berengario y Adalberto. Después de lo cual volvió a Pavía en cuanto le fue posible". Coronación de Otón I; citado en Patrología Latina (tomo 136).
[2] El inmenso poder alcanzado por la Iglesia no se limitaba a lo religioso, ya que era propietaria de grandes extensiones de tierra y de cuantiosas riquezas. En esos tiempos, en la abadía de Cluny habían nacido dos nuevas órdenes, los cartujos y los cistercienses, que crearon numerosos monasterios por toda Europa.
[3] Ossorio, en su Diccionario de Ciencias Sociales, define el término "regencia" como la suplencia de un monarca, en las funciones públicas constitucionales, por minoridad, ausencia, incapacidad del titular, e incluso por quedar vacante el trono.
[4] "1º Que solo la Iglesia romana ha sido fundada por Dios. 2º Que por tanto solo el pontífice romano tiene derecho a llamarse universal. 3º Que solo él puede deponer o establecer obispos. 4º Que un enviado suyo, aunque sea inferior en grado, tiene preeminencia sobre todos los obispos en un concilio y puede pronunciar sentencia de deposición contra ellos. 5º Que el papa puede deponer a los ausentes. 6º Que no debemos tener comunión ni permanecer en la misma casa con quienes hayan sido excomulgados por el pontífice. 7º Que solo a él es lícito promulgar nuevas leyes de acuerdo con las necesidades del tiempo, reunir nuevas congregaciones, convertir en abadía una canonjía y viceversa, dividir un episcopado rico y unir varios pobres. 8º Que solo él puede usar la insignia imperial. 9º Que todos los príncipes deben besar los pies solo al papa. 10º Que su nombre debe ser recitado en la iglesia. 11º Que su título es único en el mundo. 12º Que le es lícito deponer al emperador. 13º Que le es lícito, según la necesidad, trasladar los obispos de sede a sede. 14º Que tiene poder de ordenar a un clérigo de cualquier iglesia para el lugar que quiera. 15º Que aquel que haya sido ordenado por él puede ser jefe de otra iglesia, pero no subordinado, y que de ningún obispo puede obtener grado superior. 16º Que ningún sínodo puede ser llamado general sino está convocado por él. 17º Que ningún capítulo o libro puede considerarse canónico sin su autorización. 18º Que nadie puede revocar su palabra y que solo él puede hacerlo. 19º Que nadie puede juzgarlo. 20º Que nadie ose condenar a quien apele a la Santa Sede. 21º Que las causas de mayor importancia de cualquier iglesia deben remitirse para que él las juzgue. 22º Que la Iglesia romana no se ha equivocado y no se equivocará jamás según el testimonio de la Sagrada Escritura. 23º Que el romano pontífice, ordenado mediante la elección canónica, está indudablemente santificado por los méritos del bienaventurado Pedro, según lo afirma San Enodio, obispo de Pavía, con el consenso de muchos santos padres, como está escrito en los decretos del bienaventurado papa Simmaco. 24º Que a los subordinados les es lícito hacer acusaciones conforme a su orden y permiso. 25º Que puede deponer y establecer obispos sin reunión sinodal. 26º Que no debe considerarse católico quien no está de acuerdo con la Iglesia romana. 27º Que el pontífice puede liberar a los súbditos de la fidelidad hacia un monarca inicuo". Dictatus Papae; citado en Artola, Textos fundamentales para la Historia.
[5] Otra medida de capital importancia fue la adopción de un cuerpo normativo propio (el derecho canónico), basado en el derecho romano; esto implicaba la superioridad del poder papal sobre cualquier otro poder, incluido el imperial.
[6] "Privilegium pontificis. Yo, Calixto obispo, siervo de los siervos de Dios, te concedo a ti, querido hijo Enrique, por la gracia de Dios augusto emperador de los romanos, que tengan lugar en tu presencia, sin simonía y sin ninguna violencia, las elecciones de los obispos y abades de Germania que incumben al reino; y que si surge cualquier causa de discordia entre las partes, según el consejo y el parecer del metropolitano y de los sufragáneos, des tu consejo y ayuda a la parte más justa. El elegido reciba de ti la regalía en el espacio de seis meses, por medio del cetro, y por él cumpla según justicia sus deberes hacia ti, guardando todas las prerrogativas reconocidas a la Iglesia romana. Según el deber de mi oficio, te ayudaré en lo de mí dependa y en las cosas en que me reclames ayuda. Te aseguro una paz sincera a ti y a todos los que son o han sido de tu partido durante esta discordia…
Privilegium imperatoris. En nombre de la Santa e Indivisible Trinidad yo, Enrique, por la gracia de Dios augusto emperador de los romanos, por amor de Dios y de la Santa Iglesia romana y de nuestro Papa Calixto y por la salvación de mi alma, cedo a Dios y a sus santos apóstoles Pedro y Pablo y a la Santa Iglesia Católica toda investidura con anillo y báculo, y concedo que en todas las iglesias existentes en mi reino y en mi imperio, se realicen elecciones canónicas y consagraciones libres. Restituyo a la misma Santa Iglesia romana las posesiones y privilegios del bienaventurado Pedro, que le fueron arrebatadas desde el comienzo de esta controversia hasta hoy, ya en tiempos de mi padre, ya en los míos, y que yo poseo; y proporcionaré fielmente mi ayuda para que se restituyan las que no lo han sido todavía. Igualmente devolveré, según el consejo de los príncipes y la justicia, las posesiones de todas las demás iglesias y de los príncipes y de los otros clérigos o laicos, perdidas en esta guerra, y que están en mi mano; para las que no están, proporcionaré mi auxilio para que se restituyan. Y aseguro una sincera paz a nuestro Papa Calixto y a la Santa Iglesia romana y a todos los que son o fueron de su partido. Fielmente, daré mi ayuda cuando la Santa Iglesia me lo reclame y rendiré a ella la debida justicia. Todo esto está redactado con el consenso y el consejo de los príncipes cuyos nombres siguen…". Concordato de Worms; citado en Landero Quesada, Historia universal de la Edad Media.
[7] "Los senadores presentes juraron y los futuros senadores juran, y con ellos todo el pueblo romano, fidelidad al emperador Federico y ayudarle a mantener la corona de imperio romano, y a defenderla contra todos, y ayudarle a conservar sus justos derechos, tanto en la ciudad como fuera de ella, y no participar nunca con su consejo y actos en una empresa en la que el señor emperador pudiese ser víctima de vergonzosa cautividad o perder un miembro o sufrir algún daño en su persona, y a no recibir investidura del senado más que de él o de su representante, y observar todo esto sin fraude ni mala disposición… El señor emperador confirmará al senado de modo perpetuo en el estatuto en que se encuentra actualmente, y lo exaltará por recibir la investidura del mismo, y le rendirá pleitesía, y recibirá de él un privilegio revestido del sello áureo, en el que se incluirán todas estas cláusulas… La confirmación del senado y el mantener intactas por parte del dicho emperador todas las justas posesiones del pueblo romano, por depender estas de imperio". Coronación de Federico I; citado en Pacaut, Federico Barbarroja.

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