Cuando Teodosio
dividió el imperio romano entre sus dos hijos, en el año 395, la parte oriental
correspondió a Arcadio. Este estableció su corte en Constantinopla y, a partir
de ese momento, nació el imperio romano de Oriente. Constantinopla fue fundada
en el mismo sitio que ocupara la antigua colonia de Bizancio, de ahí que el imperio
de Oriente sea llamado también imperio bizantino.
En el año 476,
cuando el hérulo Odoacro depuso al último emperador romano de Occidente, la
unidad imperial quedó, teóricamente, establecida en Constantinopla. El imperio
bizantino logró subsistir casi diez siglos, en manos de emperadores que
lucharon, en vano, por restaurar el viejo poderío de Occidente. La influencia
del helenismo, y su contacto con los pueblos orientales, le otorgaron fisonomía
y características propias. Rodeado de peligros exteriores y carcomido en su
interior por luchas políticas y querellas religiosas, el imperio romano de
Oriente pudo sostenerse tras sus seguras fronteras naturales, con un ejército
bien equipado y una eficaz organización administrativa.
En el año 527, el
trono imperial fue ocupado por Justiniano. De origen humilde, fue adoptado por
su tío, el emperador Justino, y educado en Constantinopla, donde recibió las
influencias de la cultura helenística. Sostuvo cruentas guerras para restaurar
el antiguo poderío de Roma, cuyos resultados no lograron frutos permanentes. Su
esposa, la emperatriz Teodora, ejerció gran influencia en sus actos de
gobierno.
Sin ser un hábil
militar, Justiniano tuvo mucho éxito en sus campañas merced a las condiciones
de sus generales, el eslavo Belisario y el persa Narsés. Previamente a lanzar
sus legiones sobre el mundo occidental, trató de asegurar las fronteras del imperio
bizantino (luchó contra los persas pero, como éstos resistieron eficazmente,
prefirió comprarles la paz mediante el pago de un fuerte tributo anual).
La primera operación
destinada a recuperar el imperio de Occidente la dirigió contra los vándalos,
establecidos en el norte africano. En una breve campaña, Belisario logró
someterlos.
De inmediato se
dirigió a Italia para luchar contra los ostrogodos, los que durante varios años
ofrecieron resistencia. Cerca ya de la victoria, Justiniano destituyó a
Belisario. Entonces, los ostrogodos volvieron a reaccionar y fueron necesarios
los esfuerzos de Narsés para poner término a la guerra, que se había prolongado
durante 20 años. Italia se transformó en un virreinato o exarcado, cuya capital
fue la ciudad de Rávena.
Entretanto, los
bárbaros amenazaban las fronteras del norte. En el año 559, los búlgaros
atravesaron el Danubio; se encontraban cerca de Constantinopla cuando las
tropas bizantinas salieron a su encuentro y lograron derrotarlos.
Los éxitos
militares que Justiniano obtuvo en Occidente volvieron a transformar el mar
Mediterráneo en un lago romano. Pero a su muerte, ocurrida en el año 565, todo
volvió a derrumbarse. A mediados del siglo VIII, Italia fue totalmente ocupada
por los lombardos y luego por los francos, que acudieron a la península llamados
por los papas.
Lo más perdurable
del gobierno de Justiniano fue su obra legislativa. Con el objeto de reorganizar
el derecho romano, mandó revisar las antiguas leyes para efectuar su
ordenamiento y eliminar las contradicciones que entorpecían la labor de la
justicia. El advenimiento del cristianismo había modificado las costumbres y,
por lo tanto, su influencia se hacía sentir en el dictado y aplicación de las
sentencias; por eso era necesario actualizar la legislación, para eliminar la
oscuridad y agilizar la justicia.
En el año 529, fue
publicada en doce libros, con la denominación de Código de Justiniano (o Codex
Justinianus), lo que fue la abrumadora tarea de revisar y ordenar las leyes
romanas. Al año siguiente, fue publicado el estudio de los grandes
jurisconsultos romanos de los siglos II y III con el nombre de Digesto; al
mismo tiempo que un manual para estudiantes que se llamó Institutas, que
contenía los principios elementales del derecho y los aspectos sobresalientes
de la legislación imperial. Las leyes dictadas con posterioridad a esta
recopilación, fueron agrupadas con el nombre de Novelas (es decir, leyes
nuevas).
La codificación
ordenada por Justiniano permitió la resurrección del derecho romano, el que, si
bien resultó en parte mutilado, recibió la influencia del cristianismo y logró
subsistir hasta nuestros días.
En materia de
gobierno, el emperador era la autoridad absoluta y el centro de la organización
política y administrativa. En un principio, su cargo era electivo, pero en la
práctica los emperadores eligieron personalmente a sus sucesores. Sin embargo,
fueron escasas las veces en que el poder se transmitió por herencia, debido a
los motines y luchas intestinas.
El emperador (llamado
basileus, que significa rey) era al mismo tiempo el jefe de la Iglesia, por eso
su autoridad era casi divina y se pretendía revestir a su persona con un
carácter sagrado.
Para su mejor organización
administrativa, el imperio fue dividido en provincias, a cuyo frente estaban
los estrategos (especie de gobernadores políticos y militares), quienes gozaban
de gran autonomía y, en más de una oportunidad, utilizaron sus tropas
mercenarias para organizar revueltas y apoderarse del trono.
El pueblo
demostraba gran afición al circo y al hipódromo. Los espectadores estaban
divididos en dos grupos: verdes y azules, colores que no sólo distinguían los
bandos deportivos, sino que eran, además, expresiones de sectarismo político y
religioso.
El cristianismo fue
la religión oficial del imperio bizantino, pero el absolutismo político y
religioso ejercido por los emperadores embarcó a la Iglesia de Oriente en una
larga serie de conflictos y controversias. En el siglo VIII, el emperador León
III dispuso eliminar del culto las imágenes sagradas. Sus partidarios, llamados
iconoclastas[1],
se vieron envueltos en luchas con los tradicionalistas, que se opusieron a tal
medida. Esta querella de las imágenes finalizó un siglo después, con el
restablecimiento del culto tradicional, pero sin poder evitar un alejamiento
entre la Iglesia romana y la de Oriente. Entre los siglos IX y XI, se
acentuaron las divergencias entre Roma y Constantinopla en materia religiosa.
Las diferencias de idioma ritual (la Iglesia romana utilizaba el latín,
mientras que en la de Constantinopla el idioma utilizado era el griego), razas
y costumbres, unido a la intromisión de los emperadores bizantinos, provocaron
el cisma de Oriente (en el año 1053), o sea la separación definitiva de ambas
Iglesias. La bizantina tomó el nombre de ortodoxa, desconoció la autoridad del
papa y su jefe fue el patriarca de Constantinopla.
Durante su larga
existencia, el imperio bizantino se constituyó en un foco de irradiación
cultural, notablemente influido por el helenismo. Sin embargo, logró conservar
el legado romano, pues respetó su derecho y estructuró una civilización
esencialmente cristiana.
El arte bizantino
tuvo su apogeo entre los siglos VI y XI, y su expresión más destacada la
constituyen los templos monumentales. Los ricos y costosos materiales de
Oriente sirvieron para efectuar lujosas decoraciones, que otorgaron a los
templos bizantinos características fastuosas y excepcionales. La expresión más
destacada de esta arquitectura la constituye la iglesia de Santa Sofía,
edificada por orden de Justiniano. Cuando los musulmanes ocuparon la ciudad de
Constantinopla (en el año 1453) fue transformada en mezquita, por lo que las
imágenes y pinturas fueron cubiertas con una capa de cal.
La pintura y la
escultura fueron utilizadas con fines decorativos, la figura humana no ocupó un
lugar destacado y los artistas se limitaron a copiar los modelos tradicionales.
Durante más de mil
años, Bizancio defendió la Europa Oriental contra los ataques de pueblos
asiáticos que pugnaban por penetrar en el continente. Por otra parte, mientras
Occidente estaba en manos de los bárbaros, Constantinopla se transformaba en el
asilo de la civilización antigua, guardando las bibliotecas y tesoros romanos.
El imperio de Oriente elaboró una cultura propia, que irradió sobre los pueblos
bárbaros que lo rodeaban; así, Constantinopla fue para los árabes y eslavos lo
mismo que Roma para los germanos.
Con motivo de las
cruzadas, que comenzaron en el siglo XI, las relaciones entre Oriente y
Occidente se hicieron más estrechas, ya que toda la cristiandad se unió para la
lucha en común contra los turcos. Las distintas expediciones permitieron a los
occidentales conocer mejor a los bizantinos, y no tardó en producirse un activo
intercambio comercial y cultural entre Bizancio y las ciudades del Mediterráneo
occidental. Antes de que Constantinopla cayera en poder de los turcos, muchos
bizantinos emigraron a Roma llevando consigo valiosos aportes culturales. Este
movimiento emigratorio preparó en Occidente el camino al humanismo y al
Renacimiento.
[1] La voz iconoclasta refiere a
quien destruye pinturas o esculturas sagradas (iconos). Esa doctrina fue
sancionada como herética por un concilio convocado por Irene (madre del
emperador Constantino VI) y el pontífice Adriano I.
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