La familia, tal
como se heredó del siglo XIX y mediados del XX, está en ruinas. En su lugar,
otra familia está en camino: la que intenta conciliar la libertad individual
con los lazos afectivos del viejo hogar.
Veamos.
Quien habla de la
destrucción de la familia moderna hace, implícitamente, referencia a una edad
de oro situada en el pasado. La historia de la familia es larga, no es lineal y
está hecha de sucesivas rupturas.
Toda sociedad
procura acondicionar la forma de la familia a sus necesidades; y se habla de
decadencia para estigmatizar los cambios con los que no estamos de acuerdo.
A finales del siglo
XIX, quienes señalaban esa decadencia eran los dueños del orden social y moral
por temor a la emancipación de las clases dominadas (los trabajadores, las
mujeres, los jóvenes). Por otro lado, por citar otro ejemplo, en el siglo pasado,
más precisamente entre las dos guerras mundiales, cupo a los regímenes nazi y fascista
alterar contra la degeneración, demonizando cualquier impulso de cambio.
Esto no significa
que la familia, tal y como la heredamos del siglo XIX y mediados de XX, no
esté, efectivamente, quebrándose en este comienzo del milenio. En la mayoría de
los países industrializados (o desarrollados), es cada vez menor la gente que
se casa y si lo hace, es a edad más avanzada. Más infrecuentes y más tardíos,
el matrimonio es menos duradero, y los hijos de divorciados suelen representar,
actualmente, un tercio de las aulas escolares.
Paralelamente, nos
encontramos con un aumento de los nacimientos extraconyugales y hay un fuerte
crecimiento de familias en que padre y madre son un solo individuo. Por lo
general (es decir que habría que ver todos los casos), la mujer, madre soltera
o divorciada, es quien asume la guarda y el cuidado de los hijos. Si a esto le sumamos
que muchos niños son criados únicamente entre madres y maestras, prácticamente
no ven más que rostros femeninos.
La noción de hijo
natural también ha perdido, hoy en día, gran parte de su connotación
peyorativa. El hijo ya no es más una finalidad básica de la pareja, incluso aunque
siga siendo el objeto de una inversión afectiva reforzada. Pero es el hijo, individuo,
y no tanto el descendiente, o el heredero, el que se inscribe en el núcleo de
las representaciones sociales.
Por otro lado, y
como si la prolongación global de la vida humana autorizase a un desplazamiento
de las etapas de la existencia, la mujer de más de 40 años adquirió la opción
de tener hijos, retrasando en una generación el papel de madre.
Pero ¿cuál es el
tipo de familia y de cultura familiar que estamos en vías de romper? Si la
familia es una realidad muy antigua (quizás tanto como la humanidad) tiene una
historia que se inscribe en la larga duración demográfica, en la media duración
económica e incluso en la corta duración política, modificando los
acontecimientos y las intervenciones del Estado, y a veces los comportamientos
familiares.
¿Cuál es el tipo de
familia y de cultura familiar que estamos en vías de romper? Heterosexual,
nuclear, patriarcal, monógama, la familia que heredamos del siglo XIX y
mediados del XX estaba investida de una gran cantidad de misiones.
En la conjunción de
lo público y de lo privado, esferas groseramente iguales a los roles de los
sexos, la familia debía asegurar la gestación de la sociedad civil y de los intereses
particulares, cuya buena andadura era esencial para la estabilidad del Estado y
el progreso de la humanidad. En aquellos tiempos de capitalismo en gran medida
familiar, aseguraba el funcionamiento económico, la composición de la mano de
obra, la transmisión de los patrimonios.
Célula de
reproducción, proveía niños que, por intermedio de las madres-maestras, recibían
una primera socialización a través de la exploración rural o del taller artesanal,
los primeros aprendices. La familia, en fin, formaba buenos ciudadanos y en una
época de expansión de los nacionalismos, patriotas conscientes de los valores
de sus tradiciones ancestrales.
Sobrecargada de
tareas, la familia se erguía triunfal y triunfante. El Estado poco intervenía,
pero se preocupaba cada vez más por ella, controlando particularmente a las familias
populares, sospechosas de no cumplir bien su papel. Si la familia no actuaba
como policía, entonces el Estado empleaba la suya.
Esa familia
santificada, celebrada, fortalecida, era también una familia patriarcal, dominada
por la figura del padre. En su seno, él era la honra, por lo que le daba su nombre,
era el jefe y el gerente. El padre representaba y encarnaba al grupo familiar, cuyos
intereses siempre prevalecían sobre las aspiraciones del resto de la familia.
Mujer e hijos se subordinaban a él rigurosamente. La esposa estaba destinada al
hogar, a los muros de la casa, a la fidelidad absoluta. Los hijos debían
someter sus elecciones (amorosas y profesionales) a las necesidades familiares.
Las uniones
privilegiaban las alianzas al amor, por lo que la pasión se consideraba fugaz y
destructiva. Para las muchachas, vigiladas siempre de cerca, no había otro
camino que el casamiento y la vida casera. Los propios trabajadores sólo
reconocían a las mujeres el derecho al trabajo en función del sustento de los
hijos y de las necesidades de la economía familiar.
Nudo y nido,
refugio cálido, centro de intercambio afectivo y sexual, barrera contra la
agresión exterior, encerrada en su territorio, la casa, protegida por el muro espeso
de la vida privada que nadie podía violar; pero también secreta, exclusiva,
cerrada, normativa, palco de incesantes conflictos que tejían una intriga
interminable, fundamento de la literatura romántica del siglo XIX… todo esto
representaba el hogar.
Las rupturas a las
que asistimos hoy, son la culminación de un proceso de disociación iniciado
hace ya mucho tiempo ligado, en particular, al desarrollo del individualismo
moderno. Un inmenso deseo de felicidad vio la luz, esa felicidad que el revolucionario
Saint-Just consideraba una idea nueva en Europa (ser uno mismo, escoger la profesión,
la actividad, los amores, la vida) se apoderó de cada uno… especialmente de las
clases más dominadas de la sociedad: las mujeres y los jóvenes.
Mientras los
muchachos jóvenes contradecían las decisiones paternas, las jovencitas
confiaban a su diario íntimo el deseo de amar y ser felices, de casarse por
amor y hasta de ser independientes y de crear.
Cumplidos los 18
años, los jóvenes trabajadores ya no aceptaban enviar la totalidad del dinero
que ganaban a sus padres. Preferían recorrer las calles o vivir en concubinato.
Las mujeres, tal vez con aún mayor empeño, querían ser personas, ir y venir en
libertad, estudiar, viajar, administrar sus bienes y con el tiempo trabajar y
disponer de su salario. Ellas soñaban con el amor y preferían a veces el
celibato a un matrimonio impuesto.
Entre las dos
guerras mundiales, la intensa campaña en favor de la natalidad no produjo
ningún efecto en la voluntad limitativa de los matrimonios, y de las mujeres. Tener
un hijo cuando quiero y como quiero fue el dicho más popular del feminismo contemporáneo.
La libre disposición del cuerpo, del vientre y del sexo se convirtió en una reivindicación
prioritaria en el siglo XX.
Amenazada, así, por
la efervescencia de los suyos, la familia tradicional sufre también los golpes
de factores externos. Lo obsoleto de las técnicas y los saberes aniquila las
posibilidades de transmisión, lo que hace que se produzca la ruptura de todas
las formas de transmisión de capital, sea éste económico, social, simbólico o
cultural. Virtualmente, no se transmite casi nada a los hijos: ni fortuna, ni
profesión, ni saberes, ni creencias.
Los padres hacen un
triste papel ante los nuevos medios de comunicación, como la informática, que
sus hijos dominan hasta con los ojos cerrados. Sumado a esto, la desigualdad de
conocimientos dejó de ser de arriba para abajo: basta con ver la cantidad de
adultos que frecuentan cursos universitarios. Los padres perdieron sus roles de
iniciadores del saber de lo que necesitan los hijos, lo cual altera
profundamente las relaciones familiares. Estamos condenados a innovar.
Yendo más allá, la
bioética interviene mucho más en la concepción y disocia a la pareja: mediante
las técnicas de procreación de laboratorio, un hombre y una mujer pueden tener
un hijo sin siquiera verse o conocerse.
Por lo tanto,
fuerzas múltiples (como los medios de comunicación, o las nuevas tecnologías,
por citar sólo dos ejemplos) tienden a dislocar la familia tradicional, como si
la sociedad no la precisase, como si el Estado dudase de los límites que la
esfera privada opuso al poder público y quisiera tan sólo tratar con
individuos.
Tales cambios
producen, de forma inmediata, costos y ventajas cuyo saldo es difícil de
calcular. El costo es el aumento de la soledad moral y material que acompaña
las separaciones. Cada individuo debe contar únicamente consigo mismo. ¿Pero
qué joven, qué mujer querría volver al viejo modelo de familia triunfante que
dicta sus órdenes e impone sus elecciones? Tal vez sólo los más débiles
preferirían la seguridad de antaño a ese mar de incertidumbres. ¿Esto significa
que la familia está muerta? Desde luego que no. Para empezar, de unos años a
esta parte, la familia ha empezado a dar señales de estabilización.
No es la familia en
sí lo que los contemporáneos rechazan, sino el modelo excesivamente rígido y
normativo que asumió en el siglo XIX y comienzos del XX. Rechazan el nudo, no
el nido. La casa es, y cada vez más, el centro de existencia. En un mundo duro,
el hogar ofrece una protección, un abrigo, un poco de calor humano. Lo que
ellos desean es conciliar las ventajas de la solidaridad familiar con las
ventajas de la libertad individual. A tientas, los contemporáneos esbozan
nuevos modelos de familia, que sean más igualitarias en las relaciones de edad
y sexo, más flexibles en sus temporalidades y en sus componentes, menos sujetas
a las reglas y más al deseo. Lo que les gustaría conservar de la familia para
este tercer milenio son sus aspectos positivos: la fraternidad, la solidaridad,
la ayuda mutua, los lazos de amor y afecto… Un bello sueño.
Michelle Perrot
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En caso de comentar una publicación se ruega tener especial cuidado con la ortografía y el vocabulario empleado.