No se equivocaban
los viejos conservadores y sus herederos seducidos por el fascismo cuando
afirmaban que el país se había desnaturalizado. Tras catorce años de gobierno
radical, laxo y favorable a la espontánea expresión de las diversas fuerzas que
coexistían en la sociedad argentina, había quedado al descubierto un hecho
decisivo: el país criollo se desvanecía poco a poco y por sobre él se
constituía una nueva Argentina, cuya fisonomía esbozaba la cambiante
composición de la sociedad. Poco a poco se había constituido una vigorosa clase
media de empleados, de pequeños propietarios y comerciantes, de profesionales
que, concentrada en las ciudades, imponía cada vez más al país su propio
carácter ignorando a las nostálgicas minorías tradicionales. Esa clase media
era la que había ascendido al poder con el radicalismo y, tímidamente, proponía
una nueva orientación para la vida argentina. Precisamente contra ella se
dirigió la política de los sectores conservadores de viejo y nuevo cuño, que se
apoderaron del gobierno en septiembre de 1930, en pleno desarrollo de la crisis
mundial que había estallado el año anterior.
La crisis amenazaba
fundamentalmente a los sectores ganaderos, representados eminentemente por los
grupos políticos conservadores que habían sido desalojados del poder en 1916. Y
aunque sólo en parte habían movido éstos la revolución del 6 de septiembre,
supieron apoderarse de ella, rodeando al general Uriburu y distribuyéndose los
cargos del gabinete. La más notoria figura del conservadorismo, Sánchez
Sorondo, ocupó el ministerio del Interior y desde él orientó la política del nuevo
gobierno hacia la reconquista del poder para sus correligionarios.
Los grupos
nacionalistas (como se llamó a los teóricos del corporativismo, del
revisionismo rosista y de otras tendencias análogas) contaban, sin embargo, con
la simpatía del jefe del gobierno, que no vaciló en insinuar sus propósitos de
reformar la constitución de acuerdo con las concepciones moderadamente
corporativas que expuso Ibarguren en un discurso pronunciado en Córdoba el 15
de octubre de 1930. Pero el anuncio suscitó fuertes resistencias. Por una
parte, se levantó el clamor de los sectores democráticos, que se alinearon
decididamente contra el gobierno en defensa de la constitución de 1853 pero,
por otra, se originó un movimiento de protesta en el seno de los partidos comprometidos
con la revolución, que veían peligrar la herencia política que aguardaban.
Estos últimos, sostenidos por los sectores militares que encabezaba el general
Justo (ya candidato virtual a la presidencia), lograron prevalecer en el
gobierno; y a pesar del fracaso de los conservadores en las elecciones del 5 de
abril de 1931 en la provincia de Buenos Aires, en las que triunfaron los
candidatos radicales, consiguieron imponer el principio de la continuidad
institucional.
Era, ciertamente,
un régimen institucional muy endeble el que propiciaban. Mientras los nacionalistas
se organizaban en cuerpos armados, como la Legión Cívica Argentina, los
conservadores, los radicales antipersonalistas y los socialistas independientes
constituyeron un frente político que se llamó primero Federación Nacional
Democrática y luego Concordancia. Era evidente que esa coalición no lograría
superar al radicalismo, pero sus sostenedores estaban resueltos a apelar al
fraude electoral (que alguien llamó fraude patriótico) para impedir que los
radicales llegaran al poder. Con ello se abrió una etapa de democracia
fraudulenta promovida por quienes aspiraban a sujetar al país en la trama de sus
propios intereses.
La despiadada
persecución de los opositores fue la respuesta a la indignación general que provocaba
la marcha del gobierno. Hubo cárcel y torturas para políticos, obreros y
estudiantes; y, entre tanto, se comenzó a preparar un vigoroso dispositivo
electoral que permitiera el triunfo formal de la candidatura gubernamental en
las elecciones convocadas para el 8 de noviembre de 1931. El gobierno vetó la
candidatura radical de Alvear y la oposición se aglutinó alrededor de los
nombres de de la Torre y Repetto, proclamados por la Alianza Demócrata
Socialista. Mediante un fraude apenas disimulado, la Concordancia logró llevar
al gobierno al general Justo.
Signo revelador de
la orientación política conservadora fue la resolución de cerrar el país a la inmigración.
Ante la crisis que amenazaba a la economía agropecuaria, la preocupación
fundamental fue contener todas las manifestaciones de la desordenada expansión
que intentaba espontáneamente el país para reducirlo a los viejos esquemas. Tal
había sido la intención de la revolución de septiembre y en ella perseveraron
los gobiernos conservadores que le siguieron. Para salir de las primeras
dificultades se recurrió a empréstitos internos y externos; pero de inmediato
se emprendió el reajuste total de la economía nacional con la mirada puesta en
la defensa de los grandes productores.
La situación se
hizo más crítica a partir de 1932, cuando Gran Bretaña acordó en la conferencia
de Ottawa dar preferencia en las adquisiciones a sus propios dominios, lo que
constituía una amenaza directa para las exportaciones argentinas. La respuesta
fue una gestión diplomática que dio como resultado la firma del tratado Roca-Runciman,
por el que se establecía un régimen de exportaciones de carnes argentinas
compensadas con importantes ventajas concedidas al capital inglés invertido en
el país.
Entre ellas, la más
importante y la más resistida fue la concesión del monopolio de los transportes
de la ciudad de Buenos Aires a un consorcio inglés, para prevenir la
competencia del capital norteamericano que procuraba intensificar su acción en
el país. El gobierno de Justo había iniciado la construcción de una importante
red caminera de la que el país carecía: muy pronto Mar del Plata, Córdoba,
Bahía Blanca quedarían unidas a Buenos Aires por rutas pavimentadas que
estimularían el uso de ómnibus y camiones con grave riesgo para los
ferrocarriles ingleses. En cierto modo, la Corporación de Transportes de Buenos
Aires debía compensar a los inversores ingleses; pero la medida, como las otras
que incluía el tratado, dejó en el país la sensación de una disminución de la
soberanía.
El problema de las
carnes repercutió en el Senado, donde de la Torre, Palacios y Bravo denunciaron
los extravíos de la política oficial. En debates memorables (como el que
Palacios había suscitado antes sobre las torturas a presos políticos o el que
Bravo desencadenara sobre la adquisición de armamentos) de la Torre interpeló
al gobierno sobre la política seguida con los pequeños productores en relación
con los intereses de los frigoríficos ingleses y norteamericanos. El asesinato
del senador Bordabehere por un guardaespaldas de uno de los ministros
interpelados acentuó la violencia del debate, en el que quedó de manifiesto la
determinación del gobierno de ajustar sus actos a los intereses del capital
extranjero.
Esta tendencia se
puso de manifiesto, sobre todo, a través de una serie de medidas económicas y
financieras que alteraron la organización tradicional de la economía nacional.
Hasta entonces, a través de gobiernos conservadores y radicales, la economía
había estado librada a la iniciativa privada, estimulada por las organizaciones
crediticias; pero a partir del gobierno de Justo, el Estado adoptó una actitud
decididamente intervencionista. Se creó el Instituto Movilizador, para favorecer
a los grandes productores cuyas empresas estuvieran amenazadas por un pasivo
muy comprometedor; se estableció el control de cambios para regular las
importaciones y el uso de divisas extranjeras; y, coronando el sistema, se creó
el Banco Central, agente financiero del gobierno y regulador de todo el sistema
bancario, en cuyo directorio tenía nutrida representación la banca privada.
En el campo de la
producción, el principio intervencionista se manifestó a través de la creación
de las juntas reguladoras: las carnes, los granos, la vid y otros productos
fueron sometidos desde ese momento a un control gubernamental que determinaba
el volumen de la producción con el objeto de mantener los precios. A causa de
esas restricciones se limitaron considerablemente las posibilidades de
expansión que requería el crecimiento demográfico del país, y con ella las posibilidades
de trabajo de los pequeños productores y de los obreros rurales.
Quizá esa política
contribuyó, en cambio, al desarrollo que comenzó a advertirse en las actividades
industriales, cuyo monto empezó a crecer en proporción mayor que el de las
actividades agropecuarias. En el período comprendido entre 1935 y 1941, el
aumento producido en la renta nacional por el desarrollo industrial alcanzó a
los cuatro mil millones de pesos, mientras el monto de la producción agropecuaria
se mantenía estable. En 1944 se calculaba que había ocupadas en la industria un
total de 1.200.000 personas. Así se constituía un nuevo sector social de
características muy definidas, que se congregó alrededor de las grandes
ciudades y en particular de Buenos Aires.
El origen de ese
sector se escondía en un fenómeno de singular importancia para la vida del país.
Cegadas o disminuidas las fuentes de trabajo en muchas regiones del interior,
comenzó a producirse un movimiento migratorio hacia los centros donde aparecían
posibilidades ocupacionales y de altos salarios. Al llegar a 1947 las
migraciones internas totalizaban un conjunto de 3.386.000 personas, que
residían fuera del lugar donde habían nacido; de ese total el 50 por ciento se
había situado en el Gran Buenos Aires, el 28 por ciento en la zona litoral y sólo
el 22 por ciento en otras regiones del país. Así se constituyó poco a poco un
cinturón industrial que rodeaba a la capital y a algunas otras ciudades, en el
que predominaban provincianos desarraigados que vivían en condiciones
precarias, pero que preferían tal situación a la que habían abandonado en sus
lugares de origen. Un agudo observador de la realidad argentina, Martínez
Estrada, que en 1933 había descrito con rara profundidad los problemas de la
comunidad nacional en su Radiografía de la Pampa, llamó la atención poco
después sobre la significación del desequilibrio entre la capital y el país en
un estudio penetrante que tituló La cabeza de Goliat. Pero se necesitarían
todavía duras experiencias para que la conciencia pública se hiciera cargo de
la magnitud y de las consecuencias del problema.
La cambiante
composición de la clase trabajadora gravitó prontamente sobre la organización sindical,
orientada hasta entonces por grupos anarquistas o socialistas de cierta
experiencia política e integrada por inmigrantes o hijos de inmigrantes. Luego
de muchos intentos, se había constituido en 1930 la Confederación General de
Trabajadores, cuya labor se vio dificultada por las diferencias internas y por
la represión del movimiento obrero en la que el gobierno no cejaba, hasta el
punto de que sólo pudo constituirse definitivamente en 1937. Pero la
incorporación de crecidos grupos de obreros nativos, ajenos a las prácticas
sindicales y a las formas de la lucha obrera en el sector industrial, produjo desajustes
en los ambientes sindicales. Esas y otras causas provocaron la división y el debilitamiento
de la organización obrera en 1941.
Todas estas
circunstancias revelaban un cambio profundo en la estructura del país, que si bien
estaba vinculado a la situación mundial creada por la crisis de 1929, reconocía
como causa inmediata la deliberada acción de los gobiernos conservadores. De
ese carácter fue el de Justo iniciado el 20 de febrero de 1932 en una ceremonia
en la que Uriburu, al entregar las insignias de mando, había depositado en
manos del nuevo mandatario un proyecto de reforma constitucional que
sintetizaba sus viejos sueños corporativistas. Pero Justo lo desdeñó y procuró
orientar su gobierno dentro de las formas constitucionales, pese a los vicios
electorales de su origen y a la decisión de seguir manteniendo el fraude para
sostener el frente político en que se apoyaba.
Excluidos de la
lucha comicial, los radicales apelaron varias veces a la insurrección, sin
lograr éxito. También conspiraron largamente contra el gobierno los grupos
nacionalistas, que contaban con núcleos civiles disciplinados y con algunas
simpatías en el ejército; pero el gobierno sofocó todos los conatos
revolucionarios y, aunque no vaciló en perseguir a los opositores, supo
mantener la apariencia de un orden legal montado sobre una correcta
administración.
Al margen de la
actividad insurreccional de ciertos grupos, el radicalismo se organizó bajo la dirección
de Alvear dentro de una línea muy moderada que no tenía otro programa que la reconquista
del poder a través de elecciones libres. Pero la situación económico-social del
país suscitaba cada día nuevos y más difíciles problemas. Frente a las
soluciones de fondo que proponía el socialismo, comenzaron a delinearse las que
proponía el grupo FORJA, constituido por jóvenes radicales de ideología
progresista y nacionalista a un tiempo. Antibritánico por sobre todo, el grupo
FORJA analizó las influencias del capital inglés en la formación y el
desarrollo de la economía argentina, recogiendo los sentimientos
anti-imperialistas que se ocultaban en el vago pensamiento de Yrigoyen. Pero, a
medida que fue desenvolviéndose, se advirtió que se diferenciaban en su seno
los que querían mantener los principios democráticos del radicalismo
tradicional y los que empezaban a preferir soluciones antiliberales vinculadas
de alguna manera con las ideologías nazifascistas que por entonces alcanzaban
su apogeo en algunos países de Europa. Si aquellos se mantuvieron fieles al radicalismo,
estos últimos se manifestaron dispuestos a secundar cualquier aventura política
de tipo autoritario.
El estallido de la
guerra civil española en 1936 provocó en el país una polarización de las opiniones,
y el apoyo a la causa republicana constituyó una intencionada expansión para
quienes deseaban expresar su repudio al gobierno. Acaso ese clima, acentuado
por el creciente horror que provocaba el régimen de Hitler en Alemania,
robusteció la certidumbre de que era necesario hallar un camino para restaurar
la legalidad democrática en el país.
No fue suficiente,
sin embargo, para decidir a los sectores conservadores a cambiar sus métodos al
aproximarse la elección presidencial de 1938. Bajo la influencia de Alvear, el
radicalismo (que estaba sacudido por un oscuro problema de concesiones
eléctricas en el que habían intervenido sus concejales) levantó la abstención
electoral en que se había mantenido desde que sus candidatos fueran vetados en
1931, y el propio Alvear fue elegido candidato a presidente. Los sectores
conservadores consintieron en apoyar la candidatura de Ortiz, un político de
extracción radical, pero con la condición de que lo acompañara en la fórmula un
conservador tan probado como Castillo. Cuando llegaron las elecciones, el
gobierno hizo el más audaz alarde de impudicia, alterando sin disimulos el
resultado de los comicios. Ortiz fue consagrado presidente, pero la democracia
sufrió un rudo golpe y el engaño contribuyó a acentuar el escepticismo de las
masas populares, especialmente de las que, agrupadas en los grandes centros
urbanos, comenzaban a adquirir conciencia política.
Una vez en el
poder, Ortiz manifestó cierta tendencia a buscar una salida para la turbia situación
política del país. La misma magnitud del fraude había demostrado la
persistencia del sentimiento democrático, demostrado no sólo en el apoyo al
radicalismo, sino también en la simpatía por la causa de la república española
y luego en el repudio a las agresiones nazis que condujeron a la guerra mundial
en septiembre de 1939. Desencadenado el conflicto, un sector del ejército se
inclinó hacia el Eje; pero los sectores liberales apoyaron a Ortiz, que decretó
la neutralidad. Con ese mismo respaldo, el presidente decidió dar los primeros
pasos hacia la normalización institucional del país. En un acto de innegable
energía, decretó la intervención de la provincia de Buenos Aires, cuyo
gobernador, Fresco, era no sólo desembozadamente adicto a las doctrinas
fascistas, sino también el más vehemente defensor del fraude electoral. A
partir de entonces las posiciones se polarizaron y los sectores pronazis emprendieron
una enérgica ofensiva que contó con la propaganda de los periódicos
subvencionados por la embajada alemana. Una circunstancia fortuita les dio el
triunfo: afectado por una ceguera incurable, Ortiz debió renunciar en junio de
1940 y ocupó la presidencia Castillo, conservador definido y que apenas
disimulaba su simpatía por Alemania.
El gobierno de
Castillo duró tres años y desde el primer momento se advirtió que retornaba a la
tradición del fraude. Si en ello no innovaba, se atrevió a acentuar aún más las
tendencias reaccionarias de sus predecesores. Los grupos pronazis lo rodearon y
tiñeron su administración con sombríos colores. Y los sectores militares
favorables al Eje trataron de forzar la política nacional para orientarla en el
sentido que ellos preferían.
Pero el curso de la
guerra mundial obligó a revisar las posiciones. Fuertes movimientos, como el
que se denominó Acción Argentina, se organizaron para defender la causa de las
potencias democráticas. Y en el seno de los grupos allegados al gobierno
comenzaron a dividirse las opiniones entre los que buscaban, para las
elecciones que debían realizarse en 1944, un candidato que respondiese a los
intereses de los Estados Unidos y los que buscaban uno que no precipitara esa definición.
Castillo se inclinó
hacia los primeros y apoyó la candidatura de Patrón Costas, en quien se creía
ver cierta tendencia a unir el destino del país a los Estados Unidos, acaso por
sus intereses industriales que no lo aproximaban a Gran Bretaña, como ocurría
con los ganaderos de la provincia de Buenos Aires. Esa preferencia pareció
peligrosa a los sectores pronazis del ejército, agrupados en una logia secreta
conocida con el nombre de GOU. La posibilidad de un vuelco hacia la causa de
los aliados podía poner en descubierto su actividad, contraria a la neutralidad
formalmente mantenida por el gobierno, y el 4 de junio de 1943, ante la mirada
estupefacta de la población de Buenos Aires, que no sospechaba la inminencia de
un golpe militar, sacaron a la calle las tropas de las guarniciones vecinas a la
Capital y depusieron sin lucha al presidente de la república, cuyo ministro de
guerra encabezaba la insurrección. Así terminó la república conservadora
suprimida por una revolución pretoriana análoga a la que le había dado
nacimiento, en el momento en que, en Europa, la suerte de las armas comenzaba a
girar hacia las democracias. Pero la revolución de junio no giraba hacia la
democracia, sino que aspiraba a iniciar en el país una era de sentido análogo
al de la que en Europa terminaba ante la execración universal.
José Luis Romero
Breve historia de la Argentina
FCE – 2004
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