sábado, 29 de febrero de 2020
Las cruzadas
Las conquistas
árabes revistieron un doble carácter: político y religioso. El primero provocó
la reacción de los países agredidos o amenazados; el segundo interesó al
conjunto de la cristiandad, porque no se trataba de reconquistar o defender un
territorio particular, sino de proteger a todo el catolicismo puesto en peligro
por el Islam. Se inició, en consecuencia, un vasto movimiento, cuyo móvil
determinante era la fe. Pero a este sentimiento se sumó el deseo de aventuras, incitado
por el atractivo de viajes a comarcas desconocidas y el anhelo de enriquecerse,
aguzado por la pobreza general, en contraste con el lujo y la riqueza de los
Estados musulmanes.
Aunque la palabra
cruzada sólo se usó en la primera expedición a Tierra Santa, es comúnmente
empleada para designar las ocho empresas militares llevadas contra Oriente
durante los siglos XI al XIII, y aun todas las demás campañas medievales que
tuvieron como fin principal el triunfo de la religión católica.
Primera
cruzada – 1096 a 1099
Los árabes
respetaron los lugares santos y el sepulcro de Cristo en Jerusalén, y toleraron
las peregrinaciones que allí se dirigían. Pero en el año 1074, Palestina cayó
en manos de los turcos selyúcidas (de Selyuq, caudillo que los había unido),
musulmanes de raza amarilla provenientes del Turquestán, que persiguieron a los
peregrinos haciéndolos objeto de vejámenes y torturas. Los selyúcidas
extendieron sus conquistas al Asia Menor y llegaron hasta el mar de Mármara.
Sus éxitos pusieron en peligro el imperio de Oriente; a pesar del resentimiento
provocado por el reciente cisma ortodoxo, los papas resolvieron acudir en ayuda
de los soberanos bizantinos.
Antes de ser
elegido papa, Urbano II había estado en Constantinopla, donde se enteró de la difícil
situación política y de los maltratos inferidos en Palestina a los peregrinos.
Profundamente impresionado, resolvió promover la intervención militar de la
cristiandad.
Aprovechó para ello
un concilio, celebrado en Clermont (sur de Francia), en el año 1095. En
respuesta a las exhortaciones del pontífice, los presentes ofrecieron partir
contra los infieles, diciendo, llenos de fervor: "Dios lo quiere". Con
pedazos de tela hicieron cruces que pusieron sobre el hombro como distintivo. A
esto se llamó tomar la cruz, origen del término cruzado. Un religioso, conocido
como Pedro el Ermitaño, contribuyó poderosamente con sus giras por Europa a
exaltar los ánimos. El movimiento se dividió en dos corrientes: una popular,
otra de la nobleza.
Cruzada
popular. Tres meses más tarde emprendieron la marcha de
cuarenta a cincuenta mil personas, en su mayoría campesinos, acompañados de sus
mujeres e hijos, bajo la dirección de Pedro el Ermitaño y del caballero
Gualterio sin Hacienda. Para alimentarse asolaron las regiones por donde
pasaban; llegaron finalmente a Constantinopla, cruzaron el Bósforo y fueron
exterminados por los turcos en Nicea.
Cruzada
de los señores. El 15 de agosto de 1096 partió la
cruzada organizada por los nobles, principalmente flamencos, franceses,
ingleses, alemanes y normandos del sur de Italia, con un total que superaba el
medio millón, aunque sólo la mitad eran combatientes. Su jefe principal era el
noble flamenco Godofredo de Bouillón, con quien iba el legado pontificio Ademar
de Monteil. Se reunieron en Constantinopla, cuyo emperador les facilitó el paso
al Asia Menor; allí batieron a los turcos en la batalla de Dorilea. Después se
internaron, acosados por el enemigo, sufriendo las torturas de la sed, el
hambre y el calor, que las pesadas armaduras hacían insoportable. El camino
recorrido quedó sembrado por millares de cadáveres. Por último entraron en
Siria, donde tomaron Antioquía, a los ocho meses de sitio. Inmediatamente
fueron cercados por un nuevo ejército turco; pero gracias a un prodigioso
esfuerzo consiguieron abrirse paso y continuar la marcha. Finalmente, en julio de
1099 avistaron Jerusalén; tras un breve asedio la tomaron por asalto, e
hicieron una terrible matanza de musulmanes.
De acuerdo con el
régimen feudal, el territorio conquistado fue dividido en señoríos: Godofredo de
Bouillón sólo aceptó el título de comendador (encargado o defensor) del Santo
Sepulcro.
En la primera
cruzada comenzaron a establecerse las órdenes militares destinadas a defender
los feudos que acababan de fundarse y a proteger a los peregrinos. Sus miembros
eran a la vez monjes y caballeros. Como monjes hacían votos de pobreza,
celibato y obediencia, y dirigían asilos y hospitales; como caballeros se
dedicaban a la guerra y levantaban poderosos castillos. Usaban sobre la
armadura una túnica o un manto, con una cruz de diverso color según la orden a
que pertenecían.
Las principales
fueron las de los Hospitalarios y Templarios, de origen francés, y la de los
Teutónicos, de origen alemán. A semejanza de éstas se crearon en España las de
Alcántara, Calatrava y Santiago, en Castilla, y la de Montesa, en Aragón.
Cruzadas
posteriores
Los feudos cristianos
de Oriente, faltos de unidad y vigor cayeron, unos tras otros, en manos de los
príncipes de Mosul, estado de la Mesopotamia. Al ser atacada Jerusalén, San
Bernardo predicó la necesidad de defender el Santo Sepulcro; el rey de Francia
y el emperador de Alemania emprendieron entonces la segunda cruzada, que
terminó desastrosamente.
Un nuevo soberano
de Mosul, Saladino, trasladó la capital de su Estado a Egipto y reanudó la campaña
contra los cristianos, a quienes infligió una derrota decisiva en la batalla de
Hattin o Tiberíades: Jerusalén cayó en sus manos en 1187.
Federico Barbarroja
de Alemania, Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León de Inglaterra,
marcharon a Palestina al frente de la tercera cruzada; se apoderaron del puerto
de San Juan de Acre, pero no pudieron avanzar. El primero pereció ahogado; el
segundo regresó a su país. Ricardo, tras dos años de encarnizada lucha, abandonó
la empresa.
La cuarta cruzada
se formó con caballeros franceses y la flota veneciana. En vez de combatir a los
musulmanes, sus componentes ocuparon Constantinopla, derrocaron al emperador,
proclamando en su lugar al conde Balduino de Flandes, sometieron la Iglesia ortodoxa
al papa, y repartieron las provincias en feudos (1204). Su dominación duró
cerca de sesenta años.
La quinta cruzada
fue dirigida contra Egipto por un caballero francés y el rey de Hungría; no dio
ningún resultado.
El emperador
Federico II encabezó la sexta cruzada y consiguió pactar con los infieles una tregua
de diez años, así como la liberación de los lugares santos.
La séptima y octava
cruzadas tuvieron como jefe a San Luis, rey de Francia. Una terminó con su rendición,
en el delta del Nilo, debiendo pagar un crecido rescate para recuperar la
libertad; la otra con su muerte, a consecuencia de una epidemia de peste,
frente a los muros de Túnez.
Consecuencias
Las cruzadas produjeron
resultados inmediatos y mediatos. Entre los primeros pueden citarse la efímera
conquista de Siria y Palestina, la sumisión temporaria de Constantinopla al
catolicismo, y la contención de las invasiones turcas.
Los mediatos pueden
dividirse en religiosos, político-sociales, económicos y culturales.
Religiosos:
demostraron la unidad religiosa de Occidente y el poder de la Iglesia; en
cambio, la convivencia de católicos, ortodoxos y musulmanes difundió la
tolerancia.
Político-sociales:
las cruzadas debilitaron a los señores feudales; muchos perdieron la vida o
quedaron en Oriente; otros se empobrecieron por la venta de sus tierras;
además, la prolongada ausencia les impidió vigilar sus derechos. Los reyes se
incautaron de los feudos vacantes y redujeron tenazmente los privilegios de los
señores. Por su parte, los siervos y vasallos alcanzaron su libertad a cambio
de dinero. Las ciudades y la burguesía resultaron beneficiadas con las ganancias
que les proporcionaban el aprovisionamiento, el transporte de los ejércitos y
el incremento del tráfico con Oriente. Los franceses, principales participantes
de las cruzadas, gozaron de una influencia en los países orientales que alcanzó
hasta la época contemporánea.
Económicos:
se introdujeron en Occidente nuevos cultivos y procedimientos de fabricación
tomados de los pueblos musulmanes. El comercio, sobre todo marítimo, adquirió
mayor impulso. Los puertos de Génova, Venecia, Amalfi, Marsella y Barcelona
fueron los más favorecidos.
Culturales:
el arte y la ciencia árabe y bizantina mejoraron la cultura occidental; las
costumbres experimentaron sensibles cambios y el género de vida se hizo menos rudo.
El Sacro Imperio Romano Germánico
El
reino de Germania
Por el tratado de
Verdún (en el año 843), el reino de Carlomagno quedó dividido en tres reinos (Lotaringia,
Francia y Germania).
Los invasores
nórdicos aprovecharon la debilidad en que se encontraba Europa, tras la muerte
de Carlomagno, y atacaron desde varios flancos: los daneses comenzaron a
controlar las rutas del mar del Norte, mientras los noruegos invadían el norte
de Escocia e Irlanda, incluyendo las costas occidentales inglesas.
Germania, ubicada
al este del río Rhin, padeció pronto los efectos del feudalismo: los monarcas carolingios
intentaron consolidar la unidad política, pero el poder de los señores (sobre
todo, los duques) iba en aumento. Para fines del siglo IX, Germania estaba
compuesta por cinco ducados (Sajonia, Suabia, Baviera, Franconia y Lorena), que
disponían de una gran independencia política y jurídica, que predispuso la
posterior disgregación del poder real. Con la desaparición de Luis (nieto de
Carlomagno) y la extinción de los carolingios, Germania se encontró sin
soberano legítimo, por lo que los duques adoptaron un soberano entre ellos (de
esa manera, la monarquía comenzó a transformarse en electiva, lo que motivó la fragmentación
del poder entre la autoridad central y las autoridades locales). El primero fue
Conrado de Franconia, y a su muerte la corona recayó en Enrique el Cetrero, de
la casa de Sajonia, que puede ser considerado como el fundador del reino
alemán. Consiguió restaurar en parte la autoridad real (gracias al respaldo de
la burguesía opositora a los señores feudales) e impuso el principio
hereditario de sucesión.
Otón
I y el Sacro Imperio Romano Germánico
Otón I (hijo de
Enrique) fundamentó su poder en los obispos y abades, a los que designaba por
sí mismo, y fortaleció su autoridad sobre los grandes señores. En el año 955,
derrotó a los húngaros y a los eslavos (con lo que los límites de Germania se
extendieron hacia Oriente, protegidos por la creación de marcas) y ubicó su
Estado al frente de Europa Occidental. Defendió los Estados Pontificios de los
ataques lombardos, y se hizo coronar soberano en Italia para luego obtener, en
el año 962, la corona imperial[1]. Surgió así
una entidad política: el Sacro Imperio Romano Germánico, denominación que
adquirió, a partir de entonces, Germania. El título de sacro (o sagrado) obedecía
al tipo de ceremonia consagratoria de la
autoridad imperial, a cargo del papa como representante de Dios.
Otón confirmó las
donaciones hechas a la Iglesia[2] y
prometió custodiarla de sus enemigos, pero obligó a los papas a jurar fidelidad
al soberano antes de ser consagrados, porque para someter al clero alemán
necesitaba dominar al pontífice. En el siglo XI, Alemania se transformó en el
centro espiritual y religioso de Europa y, con la restauración del imperio, fue
también el centro político.
La
casa de Franconia
La casa de
Franconia, con Conrado II, sucedió en la dignidad imperial a la de Sajonia.
Este soberano acrecentó su poder sobre los nobles, anexionó Borgoña, combatió a
los musulmanes y al feudalismo, defendió los límites de su Estado frente a
daneses y checos, y conquistó Polonia. Durante el gobierno de la casa de
Franconia, el Sacro Imperio alcanzó su máximo desarrollo.
Su hijo y sucesor,
Enrique III, además de ser un mecenas, prosiguió la política de su padre contra
los nobles y auspició la reforma de la Iglesia. Desde su muerte, y hasta la
ascensión al trono de Federico I, Alemania soportó un siglo de luchas intestinas
y de desgobierno. El poder central quedó reducido a causa del incremento del
poder feudal alemán y por las querellas que enfrentaron al papa con el monarca
por la cuestión de las investiduras.
La
querella de las investiduras, la humillación de Canosa y el concordato de Worms
La dependencia en
que había quedado el papado, respecto del imperio, representaba un gran deterioro
para la libertad de la Iglesia. Mientras el emperador continuaba nombrando a
los altos cargos eclesiásticos, el ideal de reforma religiosa se iba
extendiendo: el sínodo de Letrán estableció el decreto según el cual no participarían
laicos en la elección del papa.
Durante la
minoridad de Enrique IV, el gobierno se mantuvo en manos de un regente[3]. En esa
época, el papa Gregorio dispuso desterrar la corrupción de la Iglesia e
independizarla de los poderes laicos, para lo que definió su programa en el Dictatus
Papae[4], según
el cual sólo el romano pontífice tenía derecho a destituir a los obispos, nadie
podía censurar al papa más que Dios, el papa tenía autoridad para destituir emperadores
y liberar a sus súbditos del juramento de fidelidad, etc.[5]
Cuando el emperador
asumió el gobierno, desconoció las medidas tomadas por el pontífice y continuó
atribuyéndose el derecho de elegir obispos y otorgar dignidades.
Este conflicto
entre el papado y el imperio, que se extendió entre 1073 y 1122, se conoce con
el nombre de "querella de las investiduras".
La actitud del
emperador, que continuó con las designaciones, motivó las protestas del
pontífice; por lo que Enrique convocó una asamblea de obispos alemanes,
partidarios suyos, e hizo declarar indigno al papa Gregorio (nombrando papa a
Clemente III, obispo de Rávena). El pontífice contestó excomulgándolo, al
tiempo que declaraba libres a los señores germanos de todo juramento o
compromiso con el emperador. La medida del papa produjo las consecuencias
esperadas: Enrique perdió la obediencia de sus súbditos, los que le otorgaron
un año de plazo para su absolución y reconciliación con el pontífice. Obligado
por las circunstancias, Enrique IV se declaró arrepentido, al tiempo que solicitó
al papa concurriera a la dieta de Augsburgo, donde se solucionaría la disputa;
pero quiso asegurarse el perdón presentándose ante las puertas del castillo de
Canosa, donde se hospedaba el pontífice. Gregorio consintió en perdonarle y le
retiró la excomunión.
Sin embargo, cuando
el emperador regresó a Germania reunió a sus partidarios y continuó con los
abusos, por lo que sus súbditos decidieron destituirlo y coronar a Rodolfo de
Suabia. Pero Enrique contaba con fuerzas más poderosas y, tras derrotar a su
contrincante, exigió del papa su reconocimiento, al tiempo que reiteraba sus
anhelos de otorgar las dignidades eclesiásticas. El pontífice reiteró la excomunión
en el año 1080 y reconoció a Rodolfo, por lo que Enrique depuso al papa y ocupó
Roma.
Enrique murió en
1106, pero un año antes había sido depuesto por su hijo Enrique V, quien optó
por hacer las paces con la Iglesia. En el año 1122, el emperador y el papa
firmaron en Worms un acuerdo, o concordato, por el que se disponía que la elección
de los obispos correspondiera a la Iglesia, pero accedía a que el emperador presidiera
las elecciones y prestara su consentimiento antes de procederse a la consagración[6]. Poco
antes se había creado una fórmula que aceptaron franceses e ingleses: el
obispo, elegido por el clero, recibía la consagración espiritual de otros obispos,
y el señor laico le confería de inmediato la investidura de los bienes temporales.
De esta forma,
triunfaba la Iglesia en su interés de delimitar poderes, recuperando el derecho
de elección sobre sus miembros.
La
casa de Suabia, los Hohenstaufen y Federico I Barbarroja
Muerto Enrique V
(último representante de la casa de Franconia), los electores coronaron a
Lotario II (duque de Sajonia), mientras los señores apoyaron a Conrado de
Suabia (perteneciente a la familia Hohenstaufen). De este modo quedaron
formados dos partidos:
a. Los güelfos, con
Lotario a la cabeza, agrupados alrededor del papa, que rechazaban la
intromisión imperial en las libertades italianas.
b. Los gibelinos, a
los que pertenecían los Hohenstaufen, partidarios del emperador y de su
gobierno.
Muerto Lotario, los
gibelinos consiguieron imponer a Conrado, con quien comenzó la dinastía de la casa
de Suabia (también llamada Hohenstaufen).
Después de Conrado
asumió el poder Federico I, apodado Barbarroja[7], quien dispuso
ampliar y confirmar su dominio en el norte italiano, donde muchas ciudades habían
logrado una casi total independencia, a raíz de las libertades otorgadas. Frente
a esta situación, que ponía en peligro la unidad italiana y la del Sacro
Imperio, Federico reunió a los señores italianos y proclamó su derecho de
administrar justicia e imponer tributos; además nombró en cada ciudad un
delegado. Las ciudades italianas resistieron y el emperador ordenó el saqueo e
incendio de Milán; por ese motivo, el papa se colocó al frente de la sedición y
apoyó a la Liga Lombarda. Renació la lucha entre el papado y el imperio, pero
el emperador fue derrotado y restableció a las ciudades italianas sus antiguas
libertades. De manera paulatina, el emperador comenzó a perder parte de su poder
al compartir la toma de decisiones con la Dieta, un organismo colegiado formado
por representantes de los príncipes y de las ciudades del imperio. Federico I
murió ahogado en el año 1190, en el transcurso de la tercera cruzada, en su
marcha hacia Jerusalén.
Le sucedió su hijo
Enrique VI y, más tarde, su nieto Federico II, quien fue una de las figuras más
destacadas de su tiempo. Por haber recibido una educación de tipo italiano, se
ocupó con mayor interés de los problemas peninsulares que de los alemanes.
Federico II agotó sus recursos para lograr la unificación ítalo-alemana, pero
debió enfrentar la resistencia de las ciudades y la oposición de los papas. Con
su muerte, en el año 1250, acabó el intento de unificación imperial.
La caída de los
Hohenstaufen significó para Alemania una época de anarquía y decadencia. Entre
1250 y 1273, los señores y ciudades se gobernaron por su cuenta y el trono
quedó vacante. Este período es conocido como "gran interregno", porque
marcó un intermedio entre el poder de dos grandes dinastías: la de los Hohenstaufen
y la de los Habsburgo.
A partir del siglo
XV, gobernaron los duques de Austria, de la dinastía de los Habsburgo. En su
máximo esplendor, su imperio llegó a estar integrado por los actuales países de
Alemania, Austria, Suiza, Liechtenstein, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo,
República Checa y Eslovenia, el este de Francia, el norte de Italia y el oeste
de Polonia. Finalmente, fue disuelto en 1806 por Napoleón I.
[1] "Reinando, mejor,
atormentando, y por decirlo con mayor exactitud, ejerciendo la tiranía en
Italia Berengario y Adalberto, el sumo pontífice y universal Papa Juan, cuya
Iglesia había sufrido aquel tiempo la crueldad de los antes citados Berengario
y Adalberto, envió a Otón, entonces serenísimo y piadosísimo rey, ahora Augusto
Emperador, como legados de la Santa Romana Iglesia, el cardenal diácono Juan y
el escribano Azón, rogando y suplicando, con cartas y con palabras, a fin de
que, por amor de Dios y de los santos apóstoles Pedro y Pablo, que había
querido fuesen los remisores de sus pecados, liberase de las fauces de aquellos
a él mismo y a la Santa Romana Iglesia a él confiada, y le devolviese la
salvación y su prístina libertad. Mientras los legados romanos se lamentaban de
esto, Waldeperto, hombre venerable, arzobispo de Milán, liberado medio muerto
de la furia de los citados Berengario y Adalberto, se acercó al antes citado
Otón… y le puso en conocimiento que no podía soportar y sufrir la maldad de Berengario
y Adalberto, e incluso de Willa, que contra todo derecho divino y humano, había
puesto a la cabeza de la sede de Milán a Manasen, obispo de Arlés… Por tanto,
el piadosísimo rey, convencido de las lacrimosas lamentaciones de estos, atento
no a los propios intereses, sino a aquellos de Jesucristo, nombró,
contrariamente a la costumbre, rey a su hijo homónimo, todavía niño, lo dejó en
Sajonia, y reunidas las tropas marchó rápidamente a Italia. Con celeridad
expulsó a Berengario y Adalberto del reino, en cuanto se sabe que tuvo como
compañeros de armas a los santísimos apóstoles Pedro y Pablo. Y así el buen
rey, reuniendo cuanto está disperso y consolidando cuanto estaba roto,
restituyó a cada uno lo suyo, y después marchó hacia Roma, para hacer lo mismo…
Allí acogido con admirable magnificencia y nuevo ceremonial, recibió la unción
del imperio del mismo Sumo Pontífice y Papa Universal Juan; y no le restituyó
solo las cosas que le pertenecían, sino que le honró también con grandes
presentes de piedras preciosas, oro y plata. Y del Papa Juan en persona y de
todos los más importantes de la ciudad recibió el juramento sobre el
preciosísimo cuerpo de San Pedro, que ellos nunca prestarían ayuda a Berengario
y Adalberto. Después de lo cual volvió a Pavía en cuanto le fue posible".
Coronación de Otón I; citado en Patrología Latina (tomo 136).
[2] El inmenso poder alcanzado
por la Iglesia no se limitaba a lo religioso, ya que era propietaria de grandes
extensiones de tierra y de cuantiosas riquezas. En esos tiempos, en la abadía
de Cluny habían nacido dos nuevas órdenes, los cartujos y los cistercienses,
que crearon numerosos monasterios por toda Europa.
[3] Ossorio, en su Diccionario
de Ciencias Sociales, define el término "regencia" como la suplencia
de un monarca, en las funciones públicas constitucionales, por minoridad, ausencia,
incapacidad del titular, e incluso por quedar vacante el trono.
[4] "1º Que solo la Iglesia
romana ha sido fundada por Dios. 2º Que por tanto solo el pontífice romano
tiene derecho a llamarse universal. 3º Que solo él puede deponer o establecer
obispos. 4º Que un enviado suyo, aunque sea inferior en grado, tiene
preeminencia sobre todos los obispos en un concilio y puede pronunciar
sentencia de deposición contra ellos. 5º Que el papa puede deponer a los
ausentes. 6º Que no debemos tener comunión ni permanecer en la misma casa con
quienes hayan sido excomulgados por el pontífice. 7º Que solo a él es lícito
promulgar nuevas leyes de acuerdo con las necesidades del tiempo, reunir nuevas
congregaciones, convertir en abadía una canonjía y viceversa, dividir un
episcopado rico y unir varios pobres. 8º Que solo él puede usar la insignia
imperial. 9º Que todos los príncipes deben besar los pies solo al papa. 10º Que
su nombre debe ser recitado en la iglesia. 11º Que su título es único en el
mundo. 12º Que le es lícito deponer al emperador. 13º Que le es lícito, según
la necesidad, trasladar los obispos de sede a sede. 14º Que tiene poder de
ordenar a un clérigo de cualquier iglesia para el lugar que quiera. 15º Que
aquel que haya sido ordenado por él puede ser jefe de otra iglesia, pero no
subordinado, y que de ningún obispo puede obtener grado superior. 16º Que
ningún sínodo puede ser llamado general sino está convocado por él. 17º Que
ningún capítulo o libro puede considerarse canónico sin su autorización. 18º Que
nadie puede revocar su palabra y que solo él puede hacerlo. 19º Que nadie puede
juzgarlo. 20º Que nadie ose condenar a quien apele a la Santa Sede. 21º Que las
causas de mayor importancia de cualquier iglesia deben remitirse para que él
las juzgue. 22º Que la Iglesia romana no se ha equivocado y no se equivocará
jamás según el testimonio de la Sagrada Escritura. 23º Que el romano pontífice,
ordenado mediante la elección canónica, está indudablemente santificado por los
méritos del bienaventurado Pedro, según lo afirma San Enodio, obispo de Pavía,
con el consenso de muchos santos padres, como está escrito en los decretos del
bienaventurado papa Simmaco. 24º Que a los subordinados les es lícito hacer
acusaciones conforme a su orden y permiso. 25º Que puede deponer y establecer
obispos sin reunión sinodal. 26º Que no debe considerarse católico quien no
está de acuerdo con la Iglesia romana. 27º Que el pontífice puede liberar a los
súbditos de la fidelidad hacia un monarca inicuo". Dictatus Papae; citado
en Artola, Textos fundamentales para la Historia.
[5] Otra medida de capital
importancia fue la adopción de un cuerpo normativo propio (el derecho canónico),
basado en el derecho romano; esto implicaba la superioridad del poder papal
sobre cualquier otro poder, incluido el imperial.
[6] "Privilegium
pontificis. Yo, Calixto obispo, siervo de los siervos de Dios, te concedo a ti,
querido hijo Enrique, por la gracia de Dios augusto emperador de los romanos,
que tengan lugar en tu presencia, sin simonía y sin ninguna violencia, las
elecciones de los obispos y abades de Germania que incumben al reino; y que si
surge cualquier causa de discordia entre las partes, según el consejo y el
parecer del metropolitano y de los sufragáneos, des tu consejo y ayuda a la
parte más justa. El elegido reciba de ti la regalía en el espacio de seis
meses, por medio del cetro, y por él cumpla según justicia sus deberes hacia
ti, guardando todas las prerrogativas reconocidas a la Iglesia romana. Según el
deber de mi oficio, te ayudaré en lo de mí dependa y en las cosas en que me
reclames ayuda. Te aseguro una paz sincera a ti y a todos los que son o han
sido de tu partido durante esta discordia…
Privilegium imperatoris. En
nombre de la Santa e Indivisible Trinidad yo, Enrique, por la gracia de Dios
augusto emperador de los romanos, por amor de Dios y de la Santa Iglesia romana
y de nuestro Papa Calixto y por la salvación de mi alma, cedo a Dios y a sus
santos apóstoles Pedro y Pablo y a la Santa Iglesia Católica toda investidura
con anillo y báculo, y concedo que en todas las iglesias existentes en mi reino
y en mi imperio, se realicen elecciones canónicas y consagraciones libres.
Restituyo a la misma Santa Iglesia romana las posesiones y privilegios del
bienaventurado Pedro, que le fueron arrebatadas desde el comienzo de esta
controversia hasta hoy, ya en tiempos de mi padre, ya en los míos, y que yo
poseo; y proporcionaré fielmente mi ayuda para que se restituyan las que no lo
han sido todavía. Igualmente devolveré, según el consejo de los príncipes y la
justicia, las posesiones de todas las demás iglesias y de los príncipes y de
los otros clérigos o laicos, perdidas en esta guerra, y que están en mi mano;
para las que no están, proporcionaré mi auxilio para que se restituyan. Y
aseguro una sincera paz a nuestro Papa Calixto y a la Santa Iglesia romana y a
todos los que son o fueron de su partido. Fielmente, daré mi ayuda cuando la
Santa Iglesia me lo reclame y rendiré a ella la debida justicia. Todo esto está
redactado con el consenso y el consejo de los príncipes cuyos nombres
siguen…". Concordato de Worms; citado en Landero Quesada, Historia
universal de la Edad Media.
[7] "Los senadores
presentes juraron y los futuros senadores juran, y con ellos todo el pueblo
romano, fidelidad al emperador Federico y ayudarle a mantener la corona de
imperio romano, y a defenderla contra todos, y ayudarle a conservar sus justos
derechos, tanto en la ciudad como fuera de ella, y no participar nunca con su
consejo y actos en una empresa en la que el señor emperador pudiese ser víctima
de vergonzosa cautividad o perder un miembro o sufrir algún daño en su persona,
y a no recibir investidura del senado más que de él o de su representante, y
observar todo esto sin fraude ni mala disposición… El señor emperador
confirmará al senado de modo perpetuo en el estatuto en que se encuentra
actualmente, y lo exaltará por recibir la investidura del mismo, y le rendirá
pleitesía, y recibirá de él un privilegio revestido del sello áureo, en el que
se incluirán todas estas cláusulas… La confirmación del senado y el mantener
intactas por parte del dicho emperador todas las justas posesiones del pueblo
romano, por depender estas de imperio". Coronación de Federico I; citado
en Pacaut, Federico Barbarroja.
viernes, 28 de febrero de 2020
La dinastía carolingia. Carlomagno
Con la muerte de
Clodoveo, en el año 511, el reino de los francos comenzó a desintegrarse, lo
que causó guerras civiles y la decadencia de la monarquía merovingia. Los
últimos representantes de esta familia fueron monarcas incapaces, llamados
"soberanos holgazanes". Lejos de las tareas de gobierno, delegaron el
poder en los llamados "mayordomos de palacio", los que comenzaron
siendo encargados de administrar los bienes personales del monarca. Con el
tiempo, la designación de estos funcionarios dejó de ser privilegio de los
soberanos y estuvo en manos de la aristocracia, que controlaba así el poder.
Desde el siglo VII, el puesto pasó a ser hereditario y recayó en la familia de
Carlos Martel, de la casa de Heristal, que logró contener el ataque de los
musulmanes. A su muerte, sus hijos Carlomán y Pipino heredaron el cargo. Como
el primero ingresó en un convento, el segundo comenzó a gobernar en nombre de
Childerico III, un monarca que carecía de poder efectivo.
Pipino, llamado el
Breve, consultó al Papa si era justo que el título real residiera en manos de
quien no gobernaba y, estimulado por la respuesta papal, depuso a Childerico y
se hizo reconocer soberano de los francos, lo que marcó el fin de la monarquía
merovingia y el advenimiento de la dinastía carolingia. El Papa se trasladó a
Francia y consagró a Pipino, otorgándole el derecho a la sucesión hereditaria.
Después, solicitó su auxilio para derrotar a los lombardos, recibiendo como
legado los territorios del nordeste italiano. El pontífice se transformó así en
un soberano con autoridad espiritual y poder temporal.
Pipino falleció en
el año 768, y el reino fue heredado por sus hijos Carlos y Carlomán, quien
murió al poco tiempo; por lo que Carlos fue reconocido único soberano, con el
nombre de Carlomagno.
El reino franco de
Carlomagno comprendía casi toda la Francia actual, los Países Bajos y la parte
occidental de Alemania. Durante su reinado, batalló para ensanchar las
fronteras y para conservar los espacios conquistados. Las principales campañas
militares de Carlomagno fueron:
* Contra los
lombardos: muerto Pipino el Breve, los lombardos se apoderaron otra vez de los
territorios pontificios. Carlomagno logró derrotarlos, restituyendo al papa sus
dominios.
* Contra los
musulmanes: no obstante la derrota de Poitiers, los árabes continuaron atacando
el sur de Francia. Para alejarlos de los Pirineos, Carlomagno emprendió
expediciones poco afortunadas; por ejemplo, fue derrotado por los vascos en
Roncesvalles. Finalmente, logró someter los territorios españoles entre los
Pirineos y el Ebro, creando una comarca fronteriza, denominada marca, con
capital en Barcelona[1].
* Contra los
sajones: acaso la más dura de las campañas de Carlomagno. Los sajones eran
paganos, no aceptaban el cristianismo y durante años ofrecieron resistencia a
las expediciones de los francos. Para someterlos, Carlomagno apeló a matanzas y
deportaciones en masa. Lograda la sumisión de Sajonia, la incorporó al reino
franco y creó las marcas de Suabia, Brandeburgo y Baviera.
Con la derrota de
los ávaros, un pueblo pagano emparentado con los hunos, y los eslavos
Carlomagno logró dominar por completo la Germania, y ensanchó hacia el oeste
las fronteras de Occidente. Para consolidar su conquista, creó una marca en el
este, en los actuales territorios austriacos.
Con estas exitosas
campañas, las fronteras del reino franco fueron tan extensas como las del
imperio romano de Occidente; lo que, junto a la necesidad de consolidar la
unidad de los pueblos cristianos, indujo al Papa, en alianza con Carlomagno, a
restablecer la unidad imperial[2].
Repuesto en el
cargo el santo padre, que había sido destronado por una rebelión, Carlomagno
fue coronado, el 25 de diciembre del año 800, emperador por el Papa León, el
que se consideró su vasallo en el orden temporal[3].
La coronación de
Carlomagno aumentó su prestigio, y le aseguró el predominio sobre todos los
príncipes cristianos de Occidente. Impuso una política centralizada, a efectos
de mejorar la administración, además de alentar la instrucción pública y
difundir el cristianismo.
Para facilitar la
administración, dividió su territorio en unas trescientas regiones, a cuyo
frente puso a condes, funcionarios con autoridad militar y reglamentaria. Esos
condados fueron la base de la organización administrativa.
El gobierno de las
marcas estuvo en manos de los marqueses, cuya categoría era superior a la de
los condes.
Para vigilar la
marcha de la administración y la conducta de los funcionarios, Carlomagno
utilizó a los missi dominici, especie de inspectores reales, uno laico y otro
religioso. Comunicaban las órdenes del soberano y recibían las denuncias
referidas a la conducta de las autoridades. Logró así difundir su autoridad en
todo el reino, y concentrar el poder.
Con el objeto de
escuchar la opinión de los pueblos de sus dominios, solía reunir dos veces al
año asambleas, donde participaban el clero, la nobleza y los hombres libres.
Pero la autoridad del soberano era absoluta, pues las reuniones no tenían
carácter legislativo, sino consultivo. Fue elaborándose así un derecho que
desplazó poco a poco al derecho consuetudinario germano, favoreciendo la unidad
del Estado. El conjunto de reglamentos fue designado Capitulares, por estar
agrupado en 62 capítulos.
Si bien Carlomagno
residía preferentemente en el campo, en los últimos años se estableció en
Aquisgrán, ciudad instituida como capital del reino.
Conforme la
costumbre germana, la milicia no era permanente, y cada propietario estaba
obligado a armarse por cuenta propia. Carlomagno dispuso que los terratenientes
debían equipar un soldado por cada tres hectáreas de tierra, al tiempo que
todos los hombres libres estaban obligados a integrar el ejército.
Consolidados el
orden y la tranquilidad interior, dispuso lo necesario para impulsar la
instrucción pública y la recuperación intelectual, por ser grande en aquellos
tiempos la decadencia cultural. El soberano creó en su palacio una escuela
modelo, denominada palatina, que se erigió en espíritu del renacimiento
carolingio. Para difundir la instrucción en todas las clases sociales,
estableció la enseñanza gratuita y obligatoria[4].
Carlomagno falleció
en el año 814; pero, según la costumbre, antes había repartido el reino entre
sus tres hijos. Como Carlos y Pipino fallecieron, Luis asumió el gobierno a la
muerte de su padre.
Luis, llamado
Ludovico Pío, fue un soberano sin carácter ni condiciones, por lo que sus tres
hijos, Lotario, Pipino y Luis, le reclamaron la participación anticipada del
reino, a lo que el monarca accedió. El posterior nacimiento de Carlos el Calvo,
obligó a efectuar otro posterior reparto, con lo que se repitieron las luchas
intestinas.
Cuando Lotario
ocupó el trono desconoció, los derechos de Luis y Carlos (Pipino había muerto
con anterioridad), y éstos suscribieron un pacto de unión, conocido como Juramento
de Estrasburgo, que constituye el documento más antiguo tanto en lengua franca
como teutona, por haber sido redactado en ambos idiomas, y derrotaron a
Lotario, quien reconoció la derrota en el tratado de Verdún.
Según dicho pacto,
Lotario conservó la dignidad soberana y Lotaringia, Carlos recibió Francia y a
Luis le correspondió la Germania[5]. Este
tratado acabó con la unidad del reino carolingio, el que continuó separándose
en gran número de principados:
Luis el Germánico:
las tierras de la actual Alemania.
Carlos el Calvo:
los territorios coincidentes con la moderna Francia.
Lotario: el sector
entre los dominios de sus hermanos, actuales Holanda, Bélgica, parte de Francia
y la península itálica.
Como causas del
fraccionamiento podemos mencionar:
* La gran extensión
territorial y la inexistencia de buenas rutas de comunicación, que atentaron
contra la unidad y favorecieron el aislamiento de los diferentes pueblos.
* La estructura
administrativa, que careció de solidez; pues a la muerte de Carlomagno, sus funcionarios
procuraron erigirse en jefes hereditarios de los territorios confiados a su
custodia.
* La inexistencia
de tropas permanentes, que impidió a los soberanos defender con éxito las
fronteras de sus Estados.
* Los normandos,
que a partir del siglo IX comenzaron a asediar y saltear los restos del reino.
Los normandos
constituían un pueblo pagano, perteneciente a la raza germana y ocupaban la
península de Escandinavia y Dinamarca. Obligados por el aumento de la población
y la aspereza de sus tierras, se lanzaron sobre Occidente al mando de caudillos
llamados vikingos. Los primeros objetivos de sus ataques fueron las costas de
las islas británicas y, al finalizar el siglo IX, se había apoderado de esos
territorios. Francia soportó dos siglos los ataques normandos[6], las
principales ciudades fueron saqueadas e incluso París conoció el asedio[7].
En el año 911,
Carlos el Simple, nieto de Carlos el Calvo, cedió a éstos la región del Sena
inferior, que se llamó Normandía. Los normandos adoptaron el cristianismo, al
tiempo que asimilaban el idioma y las costumbres de los franceses.
Desde Francia, los
normandos continuaron su expansión. Llegaron a España, pero fueron expulsados
por los árabes. Luego penetraron en el Mediterráneo, y conquistaron Nápoles y
Calabria. En Sicilia desalojaron a los musulmanes, y también se establecieron
en Rusia. Descubrieron Islandia y, de acuerdo con algunas crónicas, Groenlandia
y las costas de la península del Labrador.
La
sociedad feudal y el señorío
La división del imperio
de Carlomagno y los ataques normandos, favorecieron la aparición de un nuevo
régimen político y social, llamado feudalismo, que predominó en Europa entre
los siglos IX y XV.
La ausencia de
buenas vías de comunicación y de ejércitos permanentes impidió a los reyes
defender las fronteras de sus Estados. Entonces, los ricos propietarios
asumieron por su cuenta la protección de sus intereses, para lo cual
organizaron fuerzas militares y construyeron recintos fortificados.
Todo eso contribuyó
a debilitar la autoridad del rey, al tiempo que aumentaba el poder de los
señores locales.
Campesinos y
pequeños propietarios, incapaces de organizar sus defensas, se agruparon
alrededor de los castillos y solicitaron amparo. Los "castellanos"
otorgaban dicha protección, pero exigían la entrega de tierras, la prestación
de ayuda militar y el acatamiento de su poder[8]. En
recompensa por esos servicios, los señores devolvían las tierras a sus
protegidos, quienes las recibían no como propias sino en calidad de feudos[9], es
decir, sujetas a las condiciones establecidas en el contrato feudal.
El que daba las
tierras se llamaba señor feudal, y el que recibía el feudo era vasallo o
servidor. El pacto se formalizaba mediante el homenaje[10],
ceremonia en la que el vasallo juraba fidelidad y acatamiento a su señor, al
tiempo que le cedía sus propiedades[11]. El
señor, transformado en propietario de los bienes del vasallo, se los
encomendaba en calidad de feudos y le concedía la investidura, devolviéndole el
símbolo recibido.
[1] "…y ciertamente
Carlomán, después de haber gobernado conjuntamente el reino durante dos años,
falleció de enfermedad; entonces Carlos, hermano del difunto, fue reconocido
rey con el consentimiento de todos los francos… De todas las guerras que hizo,
la primera fue la de Aquitania, empezada pero no terminada por su padre, el
cual él creía que podría terminar con rapidez. La inició en vida de su hermano
a quien solicitó ayuda. Y aunque este no le prestara el auxilio prometido
prosiguió la expedición iniciada vigorosamente, rehusó desistir de lo comenzado
o retirarse de la empresa iniciada antes que con perseverancia y continuidad
consiguiera llevarla a buen fin. Hunoldo, que después de la muerte de Waïfre
había intentado ocupar la Aquitania y reemprender la guerra ya así acabada, fue
obligado a dejar la Aquitania y dirigirse a Gascuña. Arreglados los asuntos de
Aquitania y acabada esta guerra, habiendo abandonado este mundo aquel que con
él compartía el reino, a ruegos y preces de Adriano, obispo de la ciudad de
Roma, emprendió una guerra contra los lombardos; la cual ya antes su padre, a
ruegos del Papa Esteban, había emprendido con gran dificultad, puesto que
algunos de los principales jefes francos, a los que acostumbraba a consultar,
se habían opuesto resueltamente a su proyecto… Sin embargo tuvo lugar la
expedición contra el rey Astolfo y se terminó rápidamente. Pero, aunque parece
que su guerra y la de su padre empezaron por una causa similar o mejor por la
misma causa, sin embargo no fueron comparables ni el esfuerzo realizado ni el
fin conseguido. Puesto que Pipino, después de haber sitiado unos pocos días al
rey Astolfo en Ticenum, le obligó a entregar rehenes, restituir a los romanos
las fortalezas y castillos arrebatados y jurar que no intentaría recobrar lo
que entregaba; Carlos, por su parte, después de haber empezado la guerra, no
cejó hasta que el rey Desiderio, agotado por tan largo asedio, se rindió, hasta
que su hijo Adalgiso, en el que todos habían puesto sus esperanzas, no solo fue
obligado a abandonar el reino sino también Italia, hasta que todas las cosas
arrebatadas a los romanos les fueron restituidas, hasta que toda Italia estuvo
subyugada bajo su autoridad y hasta que hubo establecido en ella a su hijo
Pipino como rey… Después que terminó esta guerra se reemprendió la de los
sajones, que parecía como interrumpida. Ninguna fue más larga, ninguna más
atroz y más costosa para el pueblo franco, puesto que los sajones, como casi
todos los pueblos que vivían en Germanía, eran feroces por naturaleza… Mientras
se combatía asiduamente y casi sin parar contra los sajones… marchó a Hispania
con todas las fuerzas disponibles; y salvados los Pirineos, recibida la
sumisión de todas las fortalezas y castillos que encontró, regresó con el
ejército salvo e incólume, con la particularidad de que en la misma cima de los
Pirineos, en el retorno, tuvo la ocasión de experimentar un poco la perfidia de
los wascones. Puesto que cuando el ejército marchaba extendido en larga fila,
tal y como lo exigían las angosturas del lugar, los wascones emboscados en el
vértice de la montaña… descolgándose de lo alto empujaron al barranco al bagaje
que cerraba la marcha y a las tropas que, yendo en retaguardia, cubrían la
marcha de las precedentes, y, entablada la batalla con los nuestros, mataron
hasta el último hombre… En esta empresa ayudó a los wascones no solo la
ligereza de su armamento sino también la configuración del lugar en que la
suerte se decidía; por el contrario a los francos, tanto la pesadez de su
armamento como el estar en un lugar más bajo les hizo a todas luces inferiores
a los wascones. En este combate perecieron el senescal Egiardo, el conde de
palacio Anselmo y Roldán, prefecto de la marca de Bretaña, entre otros muchos.
Y este fracaso no pudo ser vengado de inmediato, porque el enemigo, realizado
el hecho, se dispersó de tal manera que ni siquiera quedó rastro del lugar
donde podía encontrarse…". Eginardo, Vie de Charlemagne; citado en Les
classiques de l'histoire de France.
[2] "Lo nuestro es según el
auxilio de la divina piedad, defender por fuerza con las armas y en todas
partes la santa Iglesia de Cristo de los ataques de los paganos y de la
devastación de los infieles, y fortificarla dentro con el conocimiento de la fe
católica. Lo vuestro es, santísimo padre, elevados los brazos a Dios como
Moisés, ayudar a nuestro ejército, hasta que gracias a vuestra intercesión el
pueblo cristiano alcance la victoria sobre los enemigos del santo nombre de
Dios, y el nombre de nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en todo el
mundo". Carlomagno. Epístola 7ª ann. 796; citado en Artola, Textos
fundamentales para la Historia.
[3] "…como en el país de
los griegos no había emperador y estaban bajo el imperio de una mujer, le
pareció al Papa León y a todos los padres que en asamblea se encontraban, así
como a todo el pueblo cristiano, que debían dar el nombre de emperador al rey
de los francos, Carlos, que ocupaba Roma, en donde todos los césares habían
tenido la costumbre de residir, así como también Italia, la Galia y Germanía.
Habiendo consentido Dios omnipotente colocar estos países bajo su autoridad,
pareció justo, conforme a la solicitud de todo el pueblo cristiano, que llevase
en adelante el título imperial. No quiso el rey Carlos rechazar esta solicitud,
sino que, sometiéndose con toda humildad a Dios y a los deseos expresados por
los prelados y todo el pueblo cristiano, recibió este título y la consagración
del Papa León". Annales Laureshamenses; citado en Joseph Calmette. Textes
et documentes d'histoire.
[4] "Hablaba con abundancia
y facilidad y sabía expresar con claridad lo que deseaba. Su lengua nacional no
le bastó; se aplicó al estudio de las lenguas extranjeras y aprendió tan bien
el latín que se expresaba indistintamente en esta lengua y en la materna. No le
ocurría lo mismo con el griego, que comprendía más que hablaba. Por lo demás,
tenía facilidad de palabra que lindaba casi con la prolijidad. Cultivó
apasionadamente las artes liberales y, lleno de veneración hacia aquellos que
le enseñaban, los colmó de honores. Para el estudio de la gramática siguió las
lecciones del diácono Pedro de Pisa, entonces en su vejez. Para las otras
disciplinas su maestro fue Alcuino, llamado Albius, diácono él también, sajón
originario de Bretaña y el hombre más sabio de entonces. Consagró mucho tiempo
y labor en aprender junto a él la retórica, la dialéctica, y sobre todo, la
astronomía. Aprendió el cálculo y se aplicó con atención y sagacidad en
estudiar el curso de los astros. Ensayó también a escribir y tenía la costumbre
de colocar bajo los almohadones de su cama tablillas y hojas de pergamino a fin
de aprovechar los momentos de descanso para ejercitarse en el trazo de las
letras. Pero se inició en ello demasiado tarde y el resultado fue
mediocre". Eginardo, Vie de Charlemagne; citado en Les classiques de
l'histoire de France.
[5] "…llegado Carlos, los
hermanos se reunieron en Verdún. Allí fue hecho el reparto; Luis recibió todo
el territorio más allá del Rhin, las ciudades de Spira, Worms, Maguncia y sus
pagos. Lotario, el territorio que se encuentra entre el Rhin y el Escalda,
hasta el mar, y del otro lado, por el Cambresis, el Hainaut, los países de
Lomme y de Meziers y los condados vecinos al Mosa hasta la confluencia del
Saona y del Ródano, y el curso del Ródano hasta el mar, con los condados
contiguos. Fuera de estos límites, Lotario obtuvo solamente Arras de la
humanidad de su hermano Carlos. El resto hasta España lo recibió Carlos.
Después de haber hecho los correspondientes juramentos, se separaron".
Annales de Saint Bertin, ann. 842 y ss.; citados en Joseph Calmette.
[6] "…los frecuentes e
infortunados ataques de los normandos… no disminuían en absoluto, y el abad
Hilbodus, de Noirmoutier, había construido en la isla un castillo que les
protegiera contra ese pueblo infiel. Junto con sus hermanos, acudió ante el rey
Pipino y preguntó a su alteza que proyectaba hacer sobre este problema.
Entonces el glorioso rey y los grandes hombres del reino, se celebraba entonces
asamblea general del reino, deliberaron sobre el problema con graciosa
preocupación y se hallaron incapaces de ayudar organizando un asalto vigoroso.
A causa de las extraordinariamente peligrosas mareas, la isla no era siempre fácilmente
accesible para nuestras fuerzas, pero todos sabían que a los normandos les
resultaba fácilmente accesible siempre que el mar estuviera tranquilo. El rey y
los grandes hombres optaron por la decisión que juzgaron más ventajosa. Con el
acuerdo del serenísimo rey Pipino, casi todos los obispos de la provincia de
Aquitania y los abades, condes y otros hombres fieles que estaban presentes y
otros muchos más que se habían enterado de la situación, aconsejaron
unánimemente que el cuerpo del bienaventurado Filiberto fuera sacado de la isla
y no permaneciera más en ella… El número de naves aumenta; la muchedumbre
innumerable de los normandos sigue creciendo; los cristianos son en todas
partes víctimas de sus ataques, pillaje, devastaciones e incendios, cuyas huellas
manifiestas perdurarán mientras dure el mundo. Toman todas las ciudades por las
que cruzan sin que nadie les ofrezca resistencia; toman las de Burdeos,
Périgueux, Limoges, Angulema y Tolosa, Angers, Tours y Orleáns son arrasadas.
Se llevan las cenizas de muchos santos; casi se cumple así la amenaza que
profirió el Señor por boca del profeta: 'desde el norte se desencadenará el mal
sobre todos los habitantes de la tierra' (Jer. 1.14). También nosotros huimos a
un lugar llamado Cunault, en el territorio de Anjou, en la orilla del Loire,
que Carlos, el glorioso rey antes nombrado, nos había dado como refugio, a
causa del inminente peligro, antes de que fuera tomado Angers. Los normandos
atacaron también España, bajaron por el Ródano y devastaron Italia. Mientras se
libraban por todas partes tantas guerras civiles y exteriores, transcurrió el
año de la encarnación de Cristo. Pero nos quedaba alguna esperanza de regresar
a nuestra patria, esperanza que resultó ser ilusoria, y mientras las peripecias
de nuestra huida hicieron que nos hospedáramos en lugares diversos, el cuerpo
de San Filiberto se había quedado en su lugar, como hemos dicho, porque a causa
de los males que nos abrumaban en todas partes no habíamos podido encontrar la
garantía de un asilo seguro…". Ermentaire, en Miracles de Saint Philibert;
citado en Ladero Quesada, Historia Universal de la Edad Media.
[7] "…entonces los daneses
empezaron a construir una plataforma y la colocaron sobre dieciséis ruedas,
¡oh, cosa maravillosa!, era un verdadero monstruo como jamás había conocido.
Tenía tres pisos en un solo bloque, estaba hecha con troncos de gruesas
encinas; en cada piso se colocó un ariete, este estaba cubierto con un elevado
techo. En el espacio interior de las profundidades secretas de sus flancos se
escondían, según se decía, 60 hombres provistos de cascos. Sin embargo, solo
consiguen construir una de estas máquinas con la suficiente amplitud, pues
finalizando una segunda y trabajando en una tercera, una lanza arrojada con
destreza y con la fuerza de una ballesta, mató a la vez a dos de los
constructores; así estos fueron los dos primeros en comprobar la muerte que
ellos preparaban contra nosotros. En consecuencia, heridos mortalmente de un
solo tiro, el cruel golpe los mató. Los daneses arrancaron el cuero del cuello
y espaldas de toros jóvenes y con él construyeron mil escudos, que un autor
latino llama plutos o cratesves, cada uno de ellos podía cubrir de cuatro a
seis hombres… Estos infortunados hombres avanzaban hacia la ciudadela, con las
espaldas curvadas bajo el peso de los arcos y el hierro de las escamas de sus
corazas. Ocultan a nuestros ojos los campos con sus espadas y las aguas del
Sena con sus escudos. Mil balas de plomo fundido no cesaban de volar sobre la
ciudad. En los puentes se entremezclan las torres de vigilancia y las poderosas
catapultas… las campanas de bronce de todas las iglesias tocaban lúgubremente,
llenando el aire con sus siniestros sones… En este momento destacan los nobles
y los héroes; el primero de todos el obispo Gozlin y junto a él Eblo, su
sobrino, el abad favorito de Marte y también Roberto, Eudo, Regnario, Uttón,
Erilango, todos ellos condes, pero el más valiente era Eudo. Murieron tantos
daneses como dardos lanzó. El pueblo cruel combatió y el pueblo fiel se
defendió". Abbon, De bello parisiacae urbis; en Textos comentados del
medioevo.
[8] En la antigüedad, los
romanos acostumbraban ceder tierras en pago de servicios militares. En la Edad
Media, cuando los germanos invadieron el imperio, las tierras quedaron
repartidas entre los conquistadores. Algunas, se mantuvieron libres de toda
obligación, y se llamaron alodios (posesión antigua); pero otras, imponían la
obligación de prestar "determinados servicios" al donante, y se
denominaron beneficios. En el siglo IX, el régimen de beneficio y vasallaje se
hizo general, estimulado por razones políticas y sociales y por el edicto de
Mersen, dictado por Carlos el Calvo en el año 847, que autorizaba a hombres
libres a elegir señor "protector", dentro o fuera del reino. En el
año 877, el edicto de Kiersy reconoció los grandes feudos y declaró
hereditarios los cargos señoriales.
[9] "Qué cosa es feudo, et
ónde tomó este nombre. Et quántas maneras son de él… Feudo es bienfecho que da
el señor al algunt home porque se torna su vasallo, et le face homenatge de
serle leal: et tomó este nombre de fe que debe siempre guardar el vasallo al
señor. Et son dos maneras de feudo: la una es cuando es otorgado sobre villa, o
castiello o otra cosa que sea raíz: et este feudo a tal non puede ser tomado al
vasallo, fueras ende si fallesciere al señor las posturas que con él puso, e
sil feciese algunt yerro tal por que lo debiese perder, así como se muestra
adelante. Et la otra manera es la que dicen feudo de cámara: et este se face
quando el rey pone maravedís a algunt su vasallo cada año de su cámara: et este
feudo atal puede el rey toller cada que quisiere". El feudo según las
partidas de Alfonso X el Sabio; citado en Ladero Quesada, Historia Universal de
la Edad Media.
[10] "Arturo, duque de
Bretaña y Aquitania, conde de Anjou y Maine, a todos aquellos a quienes lleguen
las presentes cartas, salve. Sabed que he prestado homenaje ligio, contra todos
los que puedan vivir o morir, a mi muy querido señor Felipe, ilustre rey de
Francia, por los feudos de Bretaña, Anjou, Maine y Turena, cuando Dios lo
quiera, el rey o yo mismo hayamos adquirido estos bienes, con la excepción de
todas las tenencias que estaban en manos del señor rey y de sus hombres el día
que desafió a Juan, rey de Inglaterra, a causa de las actividades a las que
este se había entregado contra él durante toda la última guerra, debido a lo
cual sitió Boutavant. Este acuerdo se hace… en las condiciones siguientes:
cuando reciba los homenajes de Anjou, Maine y Turena, lo haré bajo reserva de
los convenios establecidos entre él, Felipe, y yo. Si falto a los convenios
hechos entre él y yo, los vasallos y sus feudos pasarán al señor rey y lo
ayudarán contra mí. Además, he hecho homenaje ligio a mi señor rey en lo
concerniente al 'dominio de Poitou', en el caso de que, gracias a Dios, lo
adquiriésemos, él o yo, de alguna manera. Los barones de Poitou que han tomado
partido por el señor rey, y los otros que acepte, le harán el homenaje ligio
por su tierra contra todos los que puedan vivir o morir. Y, por orden del rey
mismo, me harán homenaje ligio, reservando la fe que le deben. Si el ilustre
rey de Castilla pretende algún derecho sobre esta tierra, se procederá por
juicio del tribunal de nuestro señor el rey de Francia, si este último no puede
restablecer la paz entre el rey de Castilla y yo mismo, de nuestro común
acuerdo. En cuanto a Normandía, será como sigue: nuestro señor el rey de
Francia guardará para sí mientras le plazca los bienes que ya ha adquirido y
los que, con la ayuda de Dios, pueda adquirir; de la tierra de Normandía dará
la que le plazca a sus hombres que han perdido sus tierras por él".
Homenaje de Arturo,
duque de Bretaña, a Felipe Augusto (julio de 1202), Layettes du Trésor des
chartes; citado en Boutruche, Señorío
y feudalismo II: el apogeo. Siglos XI al XII.
[11] "En el nombre de
Cristo. A todos nosotros… place, sin que nadie fuerce nuestro albedrío, sino
por propia voluntad, haceros carta de donación a vos, conde Ramón, hijo del
conde Lope, y, en virtud de ella, os donamos todos nuestros alodios en el pago
de Pallars y villa Baén, tierras, viñas, casas, huertos, árboles, molinos,
aguas, canales: desde Nogaria hasta el lugar que llaman Exdrumunato o la Portella,
desde el bosque de Pentina hasta el oratorio de San Licerio, y por encima de
aquel bosque hasta la fuente llamada de Llano Tavernario… Te donamos, por
tanto, todo lo que se halla dentro de estos términos con integridad completa,
por voluntad expresa nuestra, con el fin de que seáis nuestro señor bueno y
defensor contra todos los hombres de vuestro condado y sea esto manifiesto a
todos, para que desde hoy tengáis potestad. Y si nosotros o cualquier otro
hombre tratara de estorbar el cumplimiento de lo que aquí se acuerda, pague el
duplo y siga en pie el contrato aquí expuesto. Hecha esta carta de donación el
mes de abril, año XXIII del reinado de Carlos emperador". Enmendación con
entrega del patrimonio (ann. 920); citado en de Abadal y de Vinyals, Catalunya
Carolingia III (doc. 132).
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