lunes, 27 de abril de 2020

Rasgos de la cultura durante el primer peronismo: relecturas del peronismo, entre el tradicionalismo y la radicalización


Más allá de sus zonas grises, pareciera que durante el primer peronismo se repite en el campo intelectual, invertida, la polarización que domina en el resto de la sociedad (una minoría de intelectuales adhiere al movimiento, mientras que la mayoría lo rechaza). Sin embargo, esta imagen oculta fenómenos de modernización en las diversas disciplinas (la historia, la crítica literaria, la sociología), algunos de los cuales comenzaron durante el peronismo. La recepción de nuevos horizontes teóricos (como el existencialismo de Sartre) va a confluir con una necesidad en la que distintas voces coinciden: inmediatamente después del 55, se transforma en un imperativo repensar "el hecho peronista".
Esta lección difiere de las anteriores en algunos aspectos. En primer lugar, ocupa menos espacio relativo que las precedentes. Esto se debe a que mis exposiciones anteriores dependieron, en buena medida, de conocimientos del pasado producidos por otros investigadores a lo largo de mucho tiempo, incluso hasta la actualidad. En cambio, sucede que, a medida que nos acercamos a nuestro presente, esos estudios son menores en cantidad y sus afirmaciones resultan menos consolidadas.
Además, también a medida que nos acercamos al presente, yo mismo me encuentro con un tiempo y con acontecimientos que fueron parte de mi vida. Se sabe que, cuando ello sucede, la distancia con respecto a lo estudiado es mucho menor que cuando hablamos, por ejemplo, de Esteban Echeverría, y por ende resulta más difícil asegurar la objetividad de lo que se dice. Claro que eso que llamamos "objetividad" en última instancia no existe, puesto que siempre se piensa desde un conjunto de ideas y valores previos. Pero sin duda la distancia temporal ayuda a que ese ideal de objetividad, inalcanzable aunque siempre deseable, resulte más factible.
De todos modos, haré ese esfuerzo, pero aquí los lectores deben afinar el espíritu crítico para poder someter a duda aquellos aspectos que les resulten poco confiables en el curso de lo que sigue. Mi esfuerzo está representado en el hecho de que he utilizado desarrollos propios sobre el tema, lo cual puede haber determinado el carácter menos abierto de la exposición que sigue.
Con estas prevenciones, ingresamos entonces en la década de 1940, nuevamente refiriéndonos a la situación política. Verificamos así que ésta es prácticamente una constante, o al menos una situación recurrente. Es decir, que entre nosotros (y seguramente en esto no somos originales en el mundo) la política ha sido un marco condicionante de la práctica intelectual, ya sea porque se inmiscuyó directamente en dicho quehacer (por ejemplo, dictando desde el Estado normas que debían respetarse, a riesgo de sufrir desagradables consecuencias) o, más frecuentemente, porque muchos intelectuales mantuvieron una relación estrecha con ella. Esto no significa que la política haya determinado el contenido de la producción intelectual. Significa en cambio que la política construyó los rieles, los caminos, o al menos los contornos, por los que circularon las ideas.
En lecciones anteriores hemos hablado acerca del principio de la autonomía como definición del intelectual moderno. Si ahora miramos hacia atrás en estas mismas lecciones, podremos encontrar, de parte de escritores, artistas e intelectuales en general, distancias mayores y menores con respecto a la política. Pueden mencionarse asimismo casos de escritores que se dedicaron con empeño y éxito a mantener la autonomía de su obra. Pero eso no depende solamente de la vocación y el deseo de los intelectuales: también depende en buen grado del papel que la política ocupe en un período determinado en la vida de las sociedades. Es comprensible así que esa autonomía resulte más difícil (aunque por cierto no imposible) en momentos de fuerte politización e intensas tensiones políticas.
Aquí quería llegar. Porque la etapa que ahora visitaremos se caracteriza justamente por una presencia a veces abrumadora de la política en el escenario nacional. Muchos intelectuales se vieron involucrados en dicha presencia, e incluso algunos optaron por una plena participación en ella.
Precisamente, desde los primeros años de la década de 1940, los posicionamientos políticos adquirieron crecientes rasgos de un enfrentamiento radical. Esto es claro con respecto al plano internacional, definido por la confrontación de la segunda guerra entre el Eje (compuesto por la Alemania nazi, la Italia fascista y el Japón autocrático), por un lado, y los Aliados (Estados Unidos, Inglaterra, Francia y fuerzas afines), por el otro.
A diferencia de prácticamente todos los países latinoamericanos, en esa contienda la Argentina permaneció neutral; a eso se sumaron las conocidas simpatías pro fascistas e incluso pro nazis de algunos miembros de los elencos de los gobiernos de facto de la época. En cambio, la mayoría de los partidos tradicionales (conservadores, radicales, socialistas, comunistas) formaron fila detrás de los Aliados.
Fueron justamente estas últimas fuerzas las que, ante las elecciones de 1946, convocadas por los ejecutores del golpe militar de 1943, determinaron que la opción se jugaba entre democracia y fascismo. En cambio, el coronel Juan Domingo Perón definió que en ellas se dirimía "un partido de campeonato" entre la injusticia y la justicia social. Más allá de quién tuviera mejores razones, lo que se instalaba como hecho definitorio era que se trataba de dos consignas que apelaban a distintos e inconmensurables criterios de legitimidad. En efecto, la democracia de sufragio universal responde a derechos políticos, y la justicia social, a derechos sociales: bien pueden existir la una sin la otra.
Sea como fuere, lo cierto es que, evaluado en sus rendimientos a partir de su victoria electoral, el período abierto ese año se caracterizó por una notable redistribución económica en favor de las clases populares, medida tanto en el nivel salarial como en servicios sociales que otorgaron una amplia gama de beneficios. No se trató solamente de indudables beneficios materiales; aquel fenómeno también fue acompañado de una caída de la deferencia de los sectores populares hacia las escalas superiores de la sociedad. Esto es, se quebró el reconocimiento que, en sistemas jerárquicos, los de abajo deben profesar a los de arriba. Un ejemplo notorio tuvo lugar ya avanzado el gobierno peronista, en una coyuntura fuertemente polarizada, por el incendio del Jockey Club (símbolo por excelencia de las clases altas) a manos de adherentes al peronismo (podemos remitirnos aquí a la lección sobre la Generación del 80 para recordar "el lamento de Cané" por la caída de esa deferencia que veía nacer en la sociedad porteña).
Volviendo a los años 40, digamos que el liderazgo carismático notoriamente popular de Perón se definió por sus rasgos plebiscitarios, esto es, por una relación directa entre el líder y las masas, con la secundarización de las mediaciones institucionales. Los actos masivos celebrados en la Plaza de Mayo, centrados en el vínculo dinámico pero jerárquico entre el balcón y la plaza, entre el líder que habla desde arriba a una masa que responde e interpela desde abajo, son la representación espacial y escenográfica de ese vínculo.
Pero he aquí, sin embargo, que el gobierno consensuado por la mayoría no dejó de apelar a la coerción, violando libertades cívicas de los opositores mediante la censura, la obligación de adhesión política de los funcionarios públicos, el control de los medios de difusión y aun el encarcelamiento de opositores. El peronismo manifestó así una voluntad monocrática, donde toda disidencia debía ser eliminada para obtener un apoyo con tendencias unanimistas. Se reiteraba así ese carácter de un proceso que marcha progresivamente según la lógica amigo-enemigo que hemos visto en la lección VII con motivo del advenimiento del radicalismo yrigoyenista al gobierno, y la de cerrada oposición por parte de los demás partidos políticos del momento.
Al observar el panorama diseñado hasta aquí, podemos traducir estos fenómenos en términos objetivos y concluir que, en esa mitad de la década de 1940, se efectivizó un proceso de inclusión de las masas trabajadoras en la vida nacional por vía de un populismo con rasgos autoritarios, y que esos dos rostros del peronismo determinaron una evaluación igualmente antitética del período, según se lo mire desde el privilegiamiento de la ciudadanía política o bien de la social; esto es, desde dos escenarios que se presentaron superpuestos y simultáneos: la violación de derechos políticos de la oposición y la ampliación de los derechos sociales de los trabajadores.
Es fundamental comprender bien esto: antes que atribuir virtudes o maldades innatas a las fuerzas políticas actuantes, una visión que pretenda explicar y comprender más que juzgar podrá observar así los formidables efectos históricos que se generan en las sociedades a partir de circunstancias que incluso los mismos actores ignoran. Este tema fascinante y discutible, que aquí sólo puedo limitarme a mencionar, nos sirve empero para avanzar hacia la siguiente consideración, porque alrededor de esas miradas opuestas construidas sobre el peronismo es posible percibir que, una vez más en nuestra historia política, se desató la ya conocida mutua denegación de legitimidad. Como efecto de esta denegación, emergió el fantasma de "las dos Argentinas", ya que, aun contando el oficialismo con un apoyo electoral que en 1954 tocó el 63 por ciento, se mantuvo una oposición irreductible siempre dispuesta a negar legitimidad al régimen gobernante. Insisto, la denegación era mutua: en ese mismo año, el presidente Perón declaró que sólo había dos fuerzas políticas en la Argentina, y que ellas eran el pueblo y el antipueblo.
Estos rasgos políticos gravitaron profundamente sobre el ámbito cultural. En principio, porque la mayoría de los intelectuales se encontró de hecho o de derecho (y muchos en continuidad con su militancia antifascista) formando en las filas del antiperonismo. Menos son, por tanto, los nombres de intelectuales reconocidos que han de encuadrarse en el movimiento gobernante. Podemos mencionar a Leopoldo Marechal, Elías Castelnuovo, Nicolás Olivari, Carlos Astrada, Manuel Ugarte, Ramón Doll, Ernesto Palacio, Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo, Manuel Gálvez, Delfina Bunge, Juan José Hernández Arregui, Fermín Chávez, Cátulo Castillo, Julia Prilutzky, César Tiempo, María Granata, Eduardo Astesano, Homero Guglielmini. También existieron otros intelectuales que, sin incluirse en principio en las filas peronistas, les brindaron su apoyo crítico, como Juan José Real, Rodolfo Puiggrós o Jorge Abelardo Ramos.
Traducido al terreno de la productividad intelectual, la revista peronista Sexto Continente, dirigida por Alicia Eguren y Armando Cascella, resulta ilustrativa, dado que (como señaló Mariano Plotkin) no pasará de ser una "mezcla incoherente de nacionalismo, nativismo, catolicismo derechista y elogios al régimen".
A su vez, y también en continuidad con lineamientos provenientes del golpe de 1943, el gobierno peronista comenzó por delegar la educación en manos de la Iglesia católica, dentro de la cual se ha subrayado el predominio del nacionalismo integrista, que obtuvo un triunfo resonante con la implantación por ley de la enseñanza de la religión católica en las escuelas. En verdad, es posible pensar que, carente de un programa estructurado para el área educativa, en este sector la gestión peronista se preocupó antes bien por expulsar toda voz disidente, por lo que contaminó la cuestión cultural con una actitud de control político. Se produjeron así numerosas cesantías de profesores opositores, y en las universidades la suma de renunciantes y expulsados determinó una enorme pérdida de la planta docente.
Entonces, los resultados sobre la cultura universitaria fueron claramente negativos: basta hojear la revista de la Universidad de Buenos Aires de la época para encontrarse no sólo con un contenido proveniente del rancio integrismo católico, sino también con un nivel intelectual escasamente estimulante, en especial si se lo coteja con las radicales preocupaciones e innovaciones que habitaban el mundo de la segunda posguerra. Pensemos, por ejemplo, que la Argentina permanecía cerrada a las inquietudes que atravesaban ese mundo convulsionado, que se expresaban tanto en la literatura como en el cine y en las artes en general (el existencialismo, el cine del neorrealismo italiano y de Ingmar Bergman, el teatro de Samuel Beckett, el experimentalismo en las artes plásticas, y un extenso etcétera).
Por otra parte, la consigna "Alpargatas sí, libros no" representó el abismo abierto entre el mundo de estudiantes e intelectuales y el mundo de los trabajadores, y resultó un eslogan tan sentido que fue entonado en el asalto de una manifestación peronista a la Universidad de La Plata.
Esa fisura continuó profundizándose, con las consecuencias imaginables sobre la sociedad entera. Del mismo modo, la designación de Oscar Ivanisevich como interventor de la Universidad de Buenos Aires y ministro de Educación hasta 1950 es la muestra palpable del corte entre Estado, por un lado, y cultura progresista y cosmopolita, por el otro. Para eso debemos recordar la actitud antiliberal e irracionalista no exenta de histrionismo del funcionario peronista, quien no vaciló en calificar de "degenerado" al arte abstracto. Otro tipo de función del autoritarismo en este terreno puede verse en la expulsión de los miembros de la Academia de Letras por no haber avalado la candidatura al premio Nobel de Literatura de Eva Duarte de Perón por su libro La razón de mi vida, así como la circunstancia de que la cesantía pendía constantemente sobre maestros y profesores que no brindaran demostraciones de fidelidad o al menos de obediencia a los mandatos gubernamentales.
No obstante, llegados a este punto, debemos esforzarnos por dar cuenta de las diferencias y los matices. Así, también es cierto que, en 1948, desde el Estado, era posible organizar un encuentro internacional de filosofía con nombres relevantes dentro del campo, o promover luego la participación de artistas en algunas muestras y políticas culturales, ya que en el terreno de las artes plásticas también el antiperonismo nucleaba lo más significativo de los artistas del momento. Muchos de ellos habían participado, en septiembre de 1945, en el Salón Independiente, ocasión que Antonio Berni aprovechó para vincularlo con la reciente manifestación antiperonista denominada "Marcha por la Constitución y la Libertad". Mientras algunos ponían sus obras al servicio de la causa antifascista y antinazi (es el caso de la artista plástica Raquel Forner), los movimientos abstractos geométricos como Madí y Arte Concreto-Invención, con Gyula Kosice y Tomás Maldonado, defendían la autonomía del arte mediante el acceso a un mundo de valores abstractos correspondiente al "internacionalismo sin fronteras" de Jorge Romero Brest.
Se evidencia así que existieron manifestaciones culturales que o bien no fueron reprimidas por el Estado, o bien llegaron a ser promovidas por éste, preservándose zonas donde intelectuales opositores hallaron un espacio para continuar su práctica y su producción. De tal modo, en las artes plásticas continuaron celebrándose exposiciones tanto estatales como privadas de arte moderno europeo, y hacia 1952 (como recuerda Andrea Giunta) "los artistas abstractos llegan a ocupar un lugar destacado en exposiciones oficiales", mientras la del Museo Nacional de Bellas Artes de 1952-1953 sobre arte argentino incluyó todas las tendencias, en un ámbito de pluralismo ideológico y estético. Análoga permisividad (así haya sido por desinterés) puede haber posibilitado, en la poesía, la supervivencia del surrealismo, siempre con la jefatura de Aldo Pellegrini, y la emergencia en 1950 de la revista de vanguardia Poesía Buenos Aires, dirigida por Raúl Gustavo Aguirre.
Naturalmente, podría decirse, el gobierno aplicó prácticas de control y censura sobre las manifestaciones artísticas o intelectuales que alcanzaban a sectores más amplios que los intelectuales, como es el caso del cine. Pero aun allí el panorama resulta también algo más matizado que lo supuesto. Como ha señalado Clara Kriger, junto con los filmes expresamente destinados a la propaganda oficial sobre los logros gubernamentales (turismo social, planes de vivienda) o donde se explicitan tópicos del programa peronista (conciliación de clases y de conflictos mediante el arbitraje del Estado), existieron otros con una problemática social de denuncia más amplia, de los cuales Las aguas bajan turbias (Hugo del Carril, 1952) es el ejemplo más citado. De todos modos, en el reverso, películas antinazis como El gran dictador sólo pudieron exhibirse aceptando la censura de un pasaje del discurso antiautoritario que enunciaba Charles Chaplin al final del filme (si se me permite una intromisión personal, entre mis recuerdos de adolescencia figura la sorpresa al final de dicha película, cuando, en el cine del pueblo, los espectadores veíamos que Chaplin gesticulaba pero no podíamos escuchar lo que decía porque su voz había sido acallada).
¿Qué ocurrió entre tanto con los escritores y artistas opositores? Pues bien, aquí también la historia es más matizada de lo que suele suponerse, puesto que ellos encontraron espacios de resistencia y producción cultural desde donde se editaron revistas como Realidad, Imago Mundi o Ver y Estimar, mientras Sur configuraba aún el principal medio de la intelectualidad liberal. Además siguieron funcionando espacios alternativos como el Colegio Libre de Estudios Superiores y el Instituto Libre de Segunda Enseñanza, a la par que el teatro independiente no sólo sobrevivió sino que alcanzó desarrollos considerables; numerosas (y las más importantes) editoriales y librerías fueron otro campo de refugio y creación para los intelectuales antiperonistas (alguna vez Leopoldo Marechal declaró que en esa época le resultaba difícil publicar porque la mayoría de las editoriales estaban en manos de opositores al peronismo).
Entonces, hasta aquí hemos delineado un mapa del campo intelectual, que reproducía la escisión política de la sociedad entre peronistas y antiperonistas. Sólo que mientras en ella el peronismo era francamente mayoritario, esta proporción se invertía al llegar al mundo de los intelectuales. Pero si bien la polarización así planteada era dominante, también es cierto que no dejaron de existir franjas intermedias, zonas grises, que tuvieron su representación en el campo intelectual.
Así, en un círculo aún más interior de aquel mapa escindido en dos esferas, podemos detectar una línea de progresiva ruptura e innovación. Si tomamos el caso de la ciudad de Buenos Aires, el fenómeno más destacado en la investigación hasta el momento aquí tratado es el de una constelación de estudiantes que se constituye hacia 1950 en el Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Sus posiciones pueden seguirse a través de las revistas Centro y luego Contorno. Son los llamados "denuncialistas", entre quienes podemos mencionar a los hermanos Ismael y David Viñas, Carlos Correas, Juan José Sebreli, Oscar Masotta, León Rozitchner, Noé Jitrik, Ramón Alcalde, Adolfo Prieto. Ellos mismos se conciben como tales y también como una generación sin padres, aunque hallaron en Ezequiel Martínez Estrada un referente en cuanto a su abordaje crítico de la realidad nacional, afinado con una tonalidad desgarrada y comprometida.
En algunas notas de la revista Centro es posible percibir que la fuente de ese malestar en la cultura se ubica en lo que podríamos llamar un "cruce de caminos". Dado que, si bien se observa que en otros sitios del mundo también los más jóvenes procesaban con furia los resultados más dramáticos de la segunda guerra mundial, los jóvenes argentinos los miraban con envidia al reconocer que aquellos otros podían obtener un beneficio compensatorio en la apertura de un espacio de renovación y experimentalismo. En cambio, en la Argentina, estos estudiantes daban cuenta de su desazón ante el ambiente de mediocridad imperante en la vida cultural en general y en la universidad peronista en particular. Es lo que puede leerse en el número de mayo de 1953 de Centro: la enseñanza es deficiente, la cátedra revela incapacidades intelectuales o éticas, el libre intercambio de ideas está bloqueado.
He aquí que, sin embargo, por senderos complejos y destinados a no encontrarse, el existencialismo sartreano brindó una estructura de sensibilidad adecuada. Sabemos que la introducción en la Argentina de los escritos literarios y filosóficos de esta tendencia, en un sentido amplio, había comenzado tempranamente. Indiquemos a continuación algunos de ellos.
En 1939, Sur había presentado una traducción del cuento "El cuarto" de Jean-Paul Sartre. También la novela El túnel de Ernesto Sábato marcó con su aparición, en 1948, la presencia de estas influencias entrelazadas con la obra de Albert Camus. Desde la revista Capricornio, dirigida por Bernardo Kordon, se presentó al público argentino una célebre polémica entre Jean-Paul Sartre y Albert Camus. Incluso la presencia del sartrismo puede hallarse a través de Miguel Ángel Virasoro en la Facultad de Filosofía y Letras porteña, a la cual concurrían los denuncialistas y que tenían como eje de su sociabilidad. Prontamente, desde la editorial Losada se tradujo la obra de Sartre en forma sistemática. También en la década de 1950, desde las mismas páginas de la revista de Victoria Ocampo, Juan José Sebreli fue quien expresó con mayor productividad la aplicación del credo sartreano a temas nacionales.
Ahora bien, podemos preguntarnos qué temas, estilos o imágenes de intelectual ofrecía el existencialismo francés a estos jóvenes intelectuales. Sin duda, todos ellos se concentraban en la noción del "compromiso", central en el credo existencialista. Esta idea formará parte del editorial de presentación de la revista dirigida por Sartre y titulada Les Temps Modernes, en septiembre de 1945: "El escritor tiene una situación en su época; cada palabra suya repercute. Y cada silencio también". Años después, Sebreli repetirá esa consigna entre nosotros: "El hombre es responsable hasta de lo que no hace; todo silencio es una voz, toda prescindencia es elección". He aquí un fenómeno claro de recepción de una misma temática en contextos heterogéneos, porque, en un caso, se hallaba inscripta en el mundo de la ocupación de Francia por Hitler, la resistencia y el colaboracionismo, y la posterior derrota del nazismo, mientras en la Argentina se correspondía con el desarrollo y triunfo del movimiento nacional-populista peronista.
El operador que permitía esa traducción se apoyaba precisamente en la noción de "compromiso". Para entender esto debemos recordar que, para el canon existencialista sartreano, el intelectual (como toda existencia humana) está inexorablemente arrojado en una situación (o un "contorno"), y debe dar cuenta de lo que hace en esa circunstancia a partir de su libertad, concebida como inexorable. Precisamente, el existencialismo había definido al ser humano a partir de su pura libertad, y por ende estaba condenado a construirse a sí mismo de manera permanente. Es decir, no hay nada en él que lo destine a ser algo ya definido, no hay ninguna naturaleza o esencia previa que tenga que desarrollarse en él; no es más que la suma de sus actos. Esto se expresaba en una consigna que sonaba de este modo: ser es existir o, más técnicamente, "la existencia precede a la esencia". Dicho de otra manera: no hay nada hecho de una vez y para siempre en nosotros; no somos sino la sumatoria de nuestros actos.
Es importante comprender entonces que la "teoría del compromiso" permitía así un doble movimiento: involucrarse en una situación político-social determinada, pero sin abandonar el campo intelectual. Esto es, el intelectual participa (a la Sartre) de los debates públicos, pero lo hace desde su condición de intelectual, manteniendo distancia con la práctica política partidaria. Veremos de qué forma esta posición irá variando en los años siguientes.
Hemos determinado entonces dos líneas que definen el tipo de participación de los intelectuales de Contorno: una actitud dramáticamente denuncialista y un mandato de compromiso con su situación histórica y político-social. Sumémosle un último rasgo, que podríamos llamar "corporalista" o "materialista" en un sentido amplio. Este rasgo está presente en algunos títulos de las novelas de David Viñas, como Dar la cara o Cuerpo a cuerpo. Este posicionamiento se colocaba en las antípodas del "espiritualismo" (también dicho en un sentido amplio) de la revista Sur o del suplemento literario del diario La Nación. Es decir, lo que se buscaba era remarcar la densidad del enraizamiento de los seres humanos en una realidad compleja, viscosa, inexorable, que no puede ser eludida mediante las ensoñaciones del espíritu o las fugas de las llamadas "almas bellas" de su condición terrenal y de las miserias de su época.
Comprendemos ahora que algunos términos que han ido apareciendo en esta lección (palabras como "denuncialismo", "compromiso" y "corporalismo") conforman una grilla, una perspectiva que permite organizar un primer sistema de simpatías y rechazos dentro de la tradición intelectual argentina. Desde el área de los denuncialistas, por ejemplo, simpatías hacia Ezequiel Martínez Estrada y Roberto Arlt, así como rechazos hacia Eduardo Mallea y Jorge Luis Borges. De tal modo, en el número de Contorno de diciembre de 1954, David Viñas rescata al primero como uno de los que "asumieron la dramática ocupación de ejercer la denuncia". En cambio, un año antes y también desde Contorno, el mismo Viñas caracterizaba a Mallea como miembro de esa generación de 1925 "que en su mayoría se debate en una introspección tan aguda como pasiva" y que ha quedado reducida al ejercicio discursivo y a la labor estrictamente estética. En 1955, desde la misma revista, León Rozitchner cuestiona en Mallea la ausencia de "una apertura sobre lo prohibido, por la irreverencia ante el poder actual, por la infracción" que debe caracterizar a todo intelectual crítico.
Empero, existía un "punto de distinción", una diferencia también con respecto a Martínez Estrada, que no dejará de ampliarse. Lo que se rechazaba de éste era su visión determinista de la realidad nacional a partir del telurismo, es decir (según vimos en la lección anterior), a partir de los caracteres de la naturaleza argentina o americana, según la cual la pampa aparecía como un destino. Sebreli lo señaló de ese modo en el epígrafe de su libro sobre el autor de Radiografía de la pampa: "La naturaleza es de derecha". Y es de derecha porque es inmodificable, mientras que el grupo Contorno apuesta a una modificación, a un cambio de la realidad que denuncia. Este punto de distinción marcó entonces un pasaje hacia lecturas de la realidad en clave histórica y social, donde aquellas lacras nacionales tuvieran no sólo una explicación, sino además una posible estrategia de modificación.
Dicha distinción se rebelaba asimismo contra el ontologismo telúrico y ahistorizado, contra la observación de la realidad americana como una esencia condenada a reiterar siempre los mismos males incorregibles. Quien mejor expresó esta última postura fue Héctor A. Murena, quien desde El pecado original de América, publicado en 1948, persistía en una línea de análisis martinezestradiana y extendía su influencia sobre Rodolfo Kusch y F.J. Solero dentro de Contorno. En el caso de Murena, su escrito ya registra el clima dramático de la segunda posguerra y su ingreso en el período amenazador de la guerra fría, para lo cual adoptará el estilo angustiado del existencialismo sartreano de El ser y la nada. Así, el exilio del mundo del espíritu haría pesar sobre argentinos y americanos una culpa acompañada por una soledad absoluta.
Empero, prestemos atención a que un rasgo fundamental de la cultura intelectual de esos años reside en que este tipo de ensayística esencialista fue cuestionado y desplazado desde dos perspectivas de análisis. Por un lado, a partir de la ya señalada interpretación que incluye variables sociales e históricas; por otro, debido a la emergencia de la sociología anglosajona importada por Gino Germani.
De todos modos, no bien se advierten en esta fracción intelectual actitudes y opiniones que revelan un talante diverso del que caracterizaba a la franja liberal, es evidente que aquello que los seguía reuniendo era la común oposición al peronismo. En un ambiente de creciente violencia y radicalización entre peronistas y antiperonistas, este emblocamiento parecía inevitable. De tal modo, la revista del CEFYL convoca para sus conferencias y concursos a conspicuos representantes del ala liberal (Francisco Romero, Vicente Fatone, Risieri Frondizi) y valora algunas de sus revistas, como aquellas que escapan a la medianía generalizada.
No obstante, es cierto que no se encuentran en estas expresiones la sensación de "casa tomada" o de auténtico bestiario (que Cortázar diseñará en 1951 en su descripción de un baile popular en "Las puertas del cielo"), ni el rencoroso desconocimiento de la legitimidad del peronismo del cuento de Borges y Bioy Casares, "La fiesta del monstruo". No obstante, no es menos cierto que el sector intelectual se siente tan agredido por los ocupantes del Estado que le resulta muy difícil apreciar y menos aún justipreciar la ampliación de la participación económica, social y cultural hacia sectores sociales subalternos. De allí que para que aquellas actitudes, opiniones y diferencias se transformaran en un principio de escisión sería necesario que el peronismo dejara de ser el factor aglutinante por oposición, como ocurrirá a partir de su derrocamiento en 1955.
"Si algo nos distinguía de nuestros mayores, y aún de los camaradas que se incorporaban sin esfuerzo a la vida literaria, era la idea de que nuestra evolución intelectual debía asimilarse íntimamente a la de nuestro país. Su destino era el nuestro. La humanidad iba a alguna parte, la historia tenía un sentido, y por lo tanto, también lo tenía mi existencia. Todo lo individual, salvo ese tributo a la circunstancia, tenía algo de escandaloso, de obsceno…
El peronismo, y sobre todo su caída, nos puso dramáticamente frente a nosotros mismos, frente a una parte de nosotros que procurábamos ignorar. Era difícil, sí, vivir bajo la lava de abyección y estupidez que cubrió nuestro país; pero nosotros, ¿no habíamos hecho de esa verdad evidente una razón secreta de complacencia, una coartada para la inercia y el aislamiento?" (Osiris Troiani, "Examen de conciencia", en Contorno, nº 7-8, julio de 1956).
Otra estrategia significativa en el campo intelectual progresista fue la transitada por la revista Imago Mundi, dirigida por José Luis Romero, que produjo doce números entre 1953 y 1956. En ellos se despliega el proyecto de una "universidad en las sombras", alternativa a la oficial cuyas puertas permanecían férreamente clausuradas para estos intelectuales, dentro de los cuales figuraban Luis Aznar, José Babini, Francisco Romero, Jorge Romero Brest. Con un contenido centrado en las ciencias sociales y las humanidades, hacia las cuales se dirige una labor de conexión y actualización desde esta parte del mundo, la publicación abordaba temas vinculados con la situación argentina que apelaban a instalarse en un registro que internacionalizaba la problemática de esos años: asimilación del antiintelectualismo con el fascismo, críticas al nacionalismo como plataforma del cesarismo, defensa de la tradición liberal progresista. En este marco, por ejemplo, el comentario al libro de Karl Jaspers La razón y sus enemigos en nuestro tiempo dio la ocasión para la defensa del legado de la Ilustración y al mismo tiempo para coincidir en que dicho emprendimiento debía tener su ámbito privilegiado en la universidad.
Entre los jóvenes, la revista Imago Mundi reclutó una buena acogida, contraponiéndosela a "la atonía e incapacidad para la vida intelectual a que han llegado nuestras llamadas facultades de humanidades", según expresó la revista Centro.
"Yo era todavía chico cuando el advenimiento de Perón. He pasado, por tanto, esos años frenéticos y desordenados en que intentamos comenzar a vivir en momentos en que mi país intentaba otro tanto. Toda una generación (que es la mía) está indisolublemente ligada al peronismo para siempre. Podemos apoyarlo o combatirlo, cruzarnos de brazos creyendo que todo da lo mismo, pero no podemos prescindir de él. Es nuestro lote. Está ahí, ineludiblemente como una esfinge, y tenemos que develar su enigma para saber lo que somos" (Juan José Sebreli, "Aventura y revolución peronista", en Contorno, nº 7-8, julio de 1956).
Era previsible, entonces, que cuando el presidente Perón fue derrocado en 1955 por un golpe cívico-militar, muchos de los integrantes de Imago Mundi pasaran a desempeñar cargos fundamentales en la estructura universitaria: sin ir más lejos, José Luis Romero fue interventor en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Pero cuando ello ocurrió, lejos de retomar una situación artificialmente interrumpida por el fenómeno peronista, se descubrió que lo sucedido había develado dimensiones subterráneas, más profundas, de la realidad nacional y que aquella emergencia había significado un auténtico parteaguas en la historia de la Argentina moderna. A partir de esta sospecha se inició una vertiginosa relectura del "hecho peronista" que escindió a las fracciones intelectuales de la izquierda respecto de la liberal, y resquebrajó incluso las propias estructuras internas de ambas fracciones. Fue un cambio de enormes consecuencias, que se proyectó hasta la década de 1980, por no decir hasta el presente.


Entre la modernización, el tradicionalismo y la radicalización
En ese momento de profunda brecha es posible marcar el nacimiento de otra vía de prolongadas y profundas resonancias. Nos centraremos aquí en uno de esos giros fundamentales, cuando sectores de izquierda juveniles que habían militado en la oposición al gobierno encabezado por Perón comenzaron a desconfiar de los sucesores de la llamada "Revolución Libertadora". Esto empezó a ocurrir cuando estos supuestos "libertadores" revelaron una actitud dispuesta a cegar autoritariamente hasta las fuentes simbólicas de la identidad peronista. De hecho, fue prohibida hasta la mención misma de los nombres de Juan Perón y de Eva Perón. De allí que los diarios, para referirse al presidente depuesto, debieran nombrarlo como "el tirano prófugo". Los ejemplos de este tratamiento de "desperonización" pueden multiplicarse fácilmente. Pero lo que resultó de semejante política fue un auténtico boomerang dentro de los sectores de capas medias intelectualizadas, y ese movimiento de desconfianza abrió paso a una vertiginosa relectura del peronismo. Sus consecuencias fueron numerosas y profundas.
Esa relectura se inscribió sobre, y contrastó con las visiones de, la franja liberal y socialista, dentro de las cuales había dominado hasta 1955 una convicción: que el peronismo era un fenómeno accidental y pasajero, y que una vez desalojado del Estado se abriría una etapa de retorno a la Argentina anterior al 45.
Existen testimonios puntuales e ilustrativos dentro del campo intelectual que se orientaban en esa dirección. Por caso, en el primer número posterior al golpe, Imago Mundi consideró que se trataba entonces de restaurar tanto en la universidad como en el país la tradición Mayo-Caseros. Del mismo modo, en el último número de 1955 de Sur, Borges escribió que el período peronista constaba de dos historias: "una de índole criminal, hecha de cárceles, torturas, prostituciones, robos, muertes e incendios; otra, de carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para consumo de patanes".
Por su parte, Victoria Ocampo relataba su detención en la cárcel del Buen Pastor como la experiencia que por fin le había permitido ser más libre que cuando estaba en las casas y calles de Buenos Aires, porque "nuestra vida misma era un mal sueño". Entonces, si la cárcel permitía vivir más cerca de la verdad, era porque durante el reinado peronista lo que se creía la realidad era, una vez más, una ficción. Es interesante ver en esta última intervención el retorno del tema de la simulación y el engaño. Sólo que para Ocampo, la Argentina real era, en ese contexto, la del autoritarismo y la ausencia de libertad, y el país peronista era una ficción, una ensoñación de la que se comenzaba a salir.
En suma, en esta y otras opiniones del arco liberal y de algunos miembros notorios del Partido Socialista (como Américo Ghioldi), se considera que el peronismo ha sido en el fondo un fenómeno artificial promovido por la demagogia de un líder, ejercida sobre masas ingenuas o ignorantes, y que por ende desaparecería cuando esas mismas masas despertaran del engaño.
Sabemos que se trataba de opiniones que muy pronto revelarían sus profundas limitaciones. Fue así como otros posicionamientos agitaron rápidamente y de tal modo el ámbito intelectual que alcanzaron a fisurar incluso el frente del grupo Sur. Estas fracturas fueron potenciadas por la política represiva adoptada por la segunda etapa de la llamada "Revolución Libertadora". Ésta alcanzó uno de sus extremos con los fusilamientos de junio de 1956, los que dieron lugar a una investigación célebre de Rodolfo Walsh cuyo título (Operación Masacre) era ya un enjuiciamiento de la técnica calificada de "quirúrgica", adoptada por el gobierno para extirpar el peronismo.
Esas fracturas buscaron y encontraron diversas fisuras para expresarse. Así, rompiendo con el frente liberal, en El otro rostro del peronismo, Ernesto Sábato optó por una estrategia que consistió en exculpar a las masas peronistas y mantener los juicios severamente condenatorios hacia Perón. Este escenario construido con la presencia de unas masas inocentes y un líder perverso volvía a incluir el tópico del histórico divorcio entre "doctores y pueblo". Para entonces, empero, ya el operativo Frondizi de incorporación del peronismo le permitía a Sábato confiar en un proceso que permitiera integrar las partes de verdad de los doctrinarios y de los caudillos, reeditando, de algún modo, el viejo sueño frustrado de la Generación del 37.
Ezequiel Martínez Estrada fue otro de los intelectuales consagrados que intervinieron en la toma de posiciones. Este escritor había adoptado una franca oposición al régimen peronista; una anécdota lo ilustra bien: como adolecía en esa época de una enfermedad de la piel, declaró que había padecido de una "peronitis" de la que se había curado a partir del derrocamiento de 1955. No obstante, aun dentro de su terminante antiperonismo, su mirada sobre el pasado inmediato adoptó un carácter problemático, evidente ya en el título mismo de su nuevo libro: ¿Qué es esto? Aquí, junto con la celebración de la huida del supuesto déspota, se inscribe al peronismo dentro de males que involucraban a la totalidad de la sociedad y la cultura argentinas, según el severo enjuiciamiento volcado en Radiografía de la pampa. Pero es preciso reparar en que también denunciaba la ignorancia de los letrados que el 17 de octubre sólo vieron lo que les parecía "una invasión de gentes de otro país, hablando otro idioma, vistiendo trajes exóticos", cuando en realidad "eran parte del pueblo argentino, del pueblo del himno". En una palabra, que el carácter literalmente diabólico que Perón investía para Martínez Estrada no le impedía reconocer que gracias a ese proceso los sectores populares habían cobrado conciencia de la injusticia social a la que habían sido sometidos por parte de las clases superiores.
En este recorrido sobre las relecturas del peronismo en ese agitado debate de 1956, una de las más incisivas resultó (desde el campo nacionalista católico) la que Mario Amadeo dio a conocer con el título de Ayer, hoy, mañana. Caracterizando la etapa que acababa de cerrarse como análoga a una "guerra perdida", indicaba que la argentina era una sociedad peligrosamente escindida que albergaba en sus entrañas una guerra civil larvada, pronta a estallar a menos que se adoptara una política que forjase la unidad compacta de toda la nación. Esa política no podía ser otra que la de asimilar a la masa peronista "crispada y resentida".
Pero he aquí que la suerte de tal intento dependía de la interpretación que se ofreciera del "hecho peronista". El antes funcionario del primer tramo de la Libertadora descarta entonces por incorrectas precisamente aquellas versiones que ven en el peronismo una pesadilla pasajera o un producto de la demagogia asociada a los bajos instintos de la plebe, corregibles mediante reeducación y represión. A todas ellas, Amadeo antepone su propia interpretación, y argumenta que el proletariado argentino carece de representación y contención política, porque hasta 1945 "nadie se había ocupado de hablarle su lenguaje", y ello determinó que se lanzara tras el caudillo que advirtió esa necesidad. Según esta perspectiva, la culpa de Perón residió en que, en lugar de resolver el divorcio entre pueblo y clases dirigentes, lo exacerbó. En definitiva, el golpe de septiembre no habría hecho más que poner "frente a frente a dos Argentinas", escisión de perspectivas catastróficas que sólo puede evitarse haciendo un "silencio piadoso acerca de lo que puede dividirnos".
Otra opinión desde el campo católico se lee en la nueva etapa de la revista Criterio. Allí también se consideraba que la marginación del peronismo inficionaba de ilegitimidad a todo el sistema político y que, por ende, resultaba imprescindible reincorporarlo, previa tarea de eliminación de sus elementos menos asimilables; tarea de reincorporación imprescindible además ante el riesgo (se decía) de que la extrema izquierda capturara a esa "fuerza en disponibilidad".
Es preciso entonces prestar atención justamente a esta noción de "masas en disponibilidad", puesto que ella jugará un papel estratégico dentro de la interpretación implementada por Gino Germani en su artículo "La integración de las masas a la vida política y el totalitarismo", quien lo hará desde la perspectiva que le ofrecía la sociología estructural-funcionalista y la teoría de la modernización. En la próxima lección aclararemos este concepto; baste ahora con decir que Germani elaboró un esquema de vasta influencia, que consistía en despegar al peronismo de su identificación con los fascismos europeos, debido a su diversa base social, y luego en explicar los motivos por los cuales en la Argentina fueron los sectores populares y no las clases medias los que constituyeron la base humana del totalitarismo.
Según Germani, el veloz proceso de industrialización de la década del 30 había generado un movimiento igualmente veloz de migrantes del campo a la ciudad, los que atravesaban así la frontera de una sociedad tradicional hacia otra de estructura moderna. Estos migrantes arribaban a sus nuevas residencias sin experiencia sindical ni política y experimentaron de tal modo la sensación de haber perdido sus ámbitos de referencia, de pertenencia y de representación, que quedaron en "estado de disponibilidad" para ser capturados por la seudorrepresentación que les ofrecía un líder carismático.
Esta versión de una "nueva clase obrera" diferenciada de la "clásica" proveniente de la inmigración y proclive a las ideologías de izquierda tendrá un éxito considerable; de hecho, habrá que esperar al libro de Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero sobre los orígenes del peronismo para que comience a ser cuestionada.
Empero, es preciso aclarar que la adhesión que Germani reconocía en esas masas hacia el líder no debía entenderse a partir del simplismo despreciativo de la teoría del "plato de lentejas" (designación con que se comprendía una adhesión fundada en los beneficios materiales obtenidos por la clase trabajadora). En cambio, aquella adhesión se apoyaba en "la experiencia (ficticia o real) de que había logrado ciertos derechos" que afirmaban su dignidad personal y su orgullo frente a la clase patronal. Este reconocimiento no implicaba ignorar que, precisamente, "la tragedia política argentina residió en el hecho de que la integración política de las masas populares se inició bajo el signo del totalitarismo". De allí que la tarea que Germani concibe como inmensa resida en retomar esa misma experiencia, aunque relacionándola con la teoría y la práctica de la democracia y la libertad.
Es evidente que se habían puesto en circulación diversas relecturas del hecho peronista. Precisamente, esta disparidad de interpretaciones ampliaba con rapidez la brecha entre los antiguos aliados. Tan evidente era esta circunstancia que, ya a fines de 1956, Sur registraba el fenómeno cuando afirmaba: "como la oposición al tirano nos juntaba a todos algunos no se daban cuenta. Hoy aquella fisura alcanza proporciones cismáticas".
Así, en los extremos, mientras en el sector liberal persistía el enjuiciamiento poco dispuesto a los matices, desde las incipientes formaciones de la nueva izquierda se iniciaba un viaje reinterpretativo de vastas consecuencias político-culturales. Estos jóvenes contaron para ello con quienes, como Jorge Abelardo Ramos y Rodolfo Puiggrós, se les habían adelantado en la ruptura con la izquierda clásica. Entre fines de 1955 y principios de 1956, Puiggrós había escrito uno de los libros fundamentales para la relectura del peronismo (Historia crítica de los partidos políticos argentinos), en el que replicaba la acusación contra esa misma izquierda de la que había formado parte y a la que culpaba por haber coincidido "con la oligarquía y el imperialismo en la lucha contra un gobierno democrático y progresista que contaba con el apoyo de las amplias masas populares".
En suma, tratando de dar cuenta de la supuesta ceguera de la izquierda ante el 17 de octubre del 45 como acto fundacional del nuevo movimiento, aquellos jóvenes renegaron de la herencia de sus padres y produjeron una auténtica ruptura generacional. En el mismo movimiento, la presunta ceguera del 45 de la izquierda reactivó una serie de ideologemas de la tradición populista. Uno de ellos remitía a la imagen de los intelectuales colocados siempre de espaldas al pueblo y al país verdaderos. Arturo Jauretche explotó exitosamente este tópico en libros como El medio pelo en la sociedad argentina o Los profetas del odio, texto este último que se abría con un epígrafe de Gandhi denunciando "el duro corazón de los hombres cultos".
Se comprende entonces que con ello se abonaba el terreno para el retorno del tema de las dos Argentinas, así como el de una falaz historia oficial y otra verdadera expresamente ocultada y falsificada por los vencedores. En este punto se articulará el revisionismo histórico que, nacido desde una constelación política opuesta, teñirá de allí en más la cultura política de la nueva izquierda.
Resulta fundamental registrar y comprender la importancia de esta recolocación del significado del proceso histórico reciente. Porque se trataba, en síntesis, de un síntoma y un efecto del abandono de dicha izquierda de su relación con la tradición liberal, que ya no será considerada como un eslabón dentro de un sendero constructivo, sino como una etapa de la dependencia nacional. Este giro tendrá también extensas consecuencias.
Descalificado el liberalismo por haber sido la ideología dominante del antiperonismo, a poco andar la descalificación alcanzaría a todo el liberalismo, sin más. En ese emprendimiento se destacó Juan José Hernández Arregui, quien en un par de best sellers de la época (Imperialismo y cultura y La formación de la conciencia nacional) efectivizó el cruce entre marxismo y nacionalismo. Incluso desde el ala cultural del Partido Comunista, Héctor P. Agosti (en El mito liberal y Nación y cultura, ambos de 1959) diferenció en la tradición liberal argentina una línea oligárquica y otra democrática. Detrás de esta toma de distancia, era la misma democracia liberal la impugnada, al ser considerada un régimen político ligado a los intereses de la clase dominante, al igual que las libertades y los derechos que, por burgueses, pasaron a ser considerados puramente formales. Según esta perspectiva, los orígenes impregnados del mal del cosmopolitismo liberal habrían llevado por fin a la izquierda a su falta de comprensión de movimientos populares como el yrigoyenismo y, naturalmente, el peronismo.
En este marco, es fundamental recordar que estas nuevas intervenciones no sólo tenían lugar dentro de nuevos posicionamientos políticos. Por el contrario, se trataba de toda una nueva estructura de sensibilidad (ideas y creencias pero también valores, sentimientos y pasiones) emergente en esos años de la segunda posguerra. Comprobamos así que, en el período 1956-1976, en el sector intelectual (aunque con extensiones que van más allá hasta abarcar zonas considerables de las clases medias y hasta fracciones populares) se sucedieron y cohabitaron estructuras de sentimiento análogas a las que recorrían el arco occidental. Éstas fueron desde las sensaciones de angustia, soledad e incomunicación hasta las de confianza en que la voluntad tecnocrática o política podía modificar, por vía reformista o revolucionaria, realidades tradicionales. También la cultura juvenil en una época juvenilista imaginó y muchas veces realizó una huida gozosa del moderno mundo tecnocrático hacia paraísos naturales y artificiales. Éstas son las cuatro almas que habitaron el período: el alma Beckett del sinsentido, el alma Kennedy de la Alianza para el Progreso, el alma Lennon del flower power, el alma "Che Guevara" de la rebeldía revolucionaria.
En uno de esos registros, a partir de 1958 y a la par con el programa desarrollista encabezado por el presidente Arturo Frondizi, las elites modernizadoras irrumpieron con visibilidad en el universo cultural argentino. Desde espacios generados en la sociedad civil (editoriales, revistas, asociaciones intelectuales, grupos de estudio) se organizaron diversas representaciones de la política y de la historia nacional. Precisamente entonces se fundaron diversas instituciones estatales y privadas de gravitación en la reconfiguración cultural de la época (CONICET, Eudeba, Fondo Nacional de las Artes y otras).
Este espíritu modernizador tuvo una expresión notoria en el ámbito intelectual de clase media por excelencia: la universidad. Allí la renovación fue considerable y abarcó las ascendentes disciplinas humanísticas y sociales. Por su parte, la crítica literaria verificaba una profunda renovación: primero, mediante una lectura sociopolítica e histórica de la literatura; inmediatamente después, a través del enfoque textualista (o intratextual, por el cual la obra debía ser analizada y comprendida en sí misma sin referencia al contexto). Dentro del primer lineamiento, en 1964 David Viñas daba a conocer un clásico de la época: Literatura argentina y realidad política.
Por su parte, la historia social, junto con las recién creadas carreras de Psicología y Sociología, reclutaron numerosos adherentes y tuvieron (con José Luis Romero, José Bleger y Gino Germani) sus propios héroes modernizadores. Además de su importancia estrictamente académica, es preciso subrayar que la sociología desempeñó un papel altamente significativo por el modo en que modificó el abordaje de los fenómenos nacionales, y lo mismo puede ser dicho con respecto al discurso historiográfico. Así, se pasó a disputar el espacio del ensayo de interpretación ontológico-intuicionista dominante desde la década de 1930. Ahora, o bien el estudio de la sociedad debía ser científico como condición de neutralidad, y debía incluir un análisis no valorativo, alejado de toda ideología, incluida la política, o bien debía comprenderse con una fuerte impregnación político-social. De todos modos, el género ensayístico no se retiró ni dejó de gozar de la alta recepción que mostró otro clásico de la época: Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, de Juan José Sebreli.
Pero resultará imposible comprender el despliegue de este y otros movimientos intelectuales si no se los proyecta sobre el fondo omnipresente de la revolución cubana, ya que difícilmente podría exagerarse su gravitación sobre la intelectualidad tanto en la Argentina como en toda Latinoamérica.
En principio, esta revolución fue leída como la demostración evidente de que un emprendimiento de transformación radical podía triunfar a partir de un núcleo de militantes a pocos kilómetros del territorio norteamericano. Esta emergencia de un Estado latinoamericano revolucionario colocó a muchos intelectuales ante la misión de brindarle su apoyo, aun relativizando o abandonando su clásica posición como conciencias críticas. Estos lineamientos se fueron radicalizando en la reunión de la OLAS en 1967 y en el Congreso Cultural de La Habana de 1968.
Un indicador relevante del cambio de hegemonía en el campo intelectual lo constituye el hecho de que la revista cubana de Casa de las Américas resultó altamente exitosa en su capacidad para reclutar adhesiones de intelectuales, artistas y escritores. Así, los autores del boom literario ya no pasaron por las páginas de Sur, y fue el proceso revolucionario cubano el que recogió elogios y adhesiones no sólo entre los recién llegados al campo intelectual sino entre escritores consagrados provenientes de la generación anterior, como Ezequiel Martínez Estrada, Leopoldo Marechal o José Bianco.
En ese período, signado de tal modo en la franja crítica de los intelectuales por la relectura del peronismo y por el deslumbramiento de la revolución cubana, los afanes modernizadores en la cultura contaban asimismo con una estela de difusión que desbordaba los círculos académicos. Así lo demuestran las preferencias de un público ampliado por las lecturas de Marx y de Freud y, en este último sendero, por la presencia del lenguaje psicoanalítico en revistas populares, shows televisivos, obras de teatro, ficción y ensayos. Así, el psicoanálisis formó parte de la corriente de época en la cual, en un ambiente de criticismo y de experimentalismo, la categoría de "lo nuevo" adquirió una marcada legitimidad. Contó además con sus propios faros difusores, como Marie Langer, Pichon Rivière, Arnaldo Rascovsky o Eva Giberti.
Lo nuevo también ingresó en la filosofía, con las corrientes del existencialismo, el empirismo lógico, el marxismo y el estructuralismo; ingreso que coincidió con un elenco académico supérstite que los jóvenes filósofos descalificaron por tradicional. Siguiendo la misma curva biográfico-intelectual de Jean-Paul Sartre, muchos intelectuales de la franja crítica desembocaron, en cambio, en las primeras lecturas en clave humanista del marxismo. Las revistas El Grillo de Papel y El Escarabajo de Oro, dirigidas por Abelardo Castillo, extenderán hasta 1974 este entrecruzamiento entre marxismo, humanismo y existencialismo sartreano.
Pronto, estas inspiraciones resultaron enriquecidas por la superposición de la teoría freudiana y el estructuralismo, en una línea que los desplazamientos teóricos de Oscar Masotta ilustraron en forma muy precisa. Otra línea venía configurándose desde la década anterior en el seno del Partido Comunista Argentino en torno de la traducción de los textos de Antonio Gramsci. Allí, un sector de la nueva izquierda encontró elementos para releer el hecho peronista. Estos lineamientos definieron el carácter distintivo del grupo Pasado y Presente mientras, desde inspiraciones tomadas del trotskismo, Silvio Frondizi y Milcíades Peña promovieron el estudio y la aplicación del marxismo a la interpretación socio-histórica de la Argentina. Sólo la exitosa penetración de los escritos de Louis Althusser, hacia mediados de la década de 1960, introdujo otro espacio teórico de interlocución, preparado por la exitosa recepción del estructuralismo en nuestro medio, activada por Eliseo Verón mediante su presentación de la Antropología estructural de Lévi-Strauss y la edición de su propio libro Conducta, estructura y comunicación en 1967.
Tal como ocurría en Francia, y según palabras de José Sazbón, también en la Argentina el estructuralismo "en poco tiempo instaló un ánimo 'cientifizador' y formalizante en la crítica literaria, la teoría de la comunicación y el análisis de los media, el psicoanálisis, el marxismo, la historia de las ideas, los estudios de costumbres, etcétera, además de impulsar en el mismo sentido las investigaciones en el propio ámbito fundador, la antropología". En esa línea, Marta Harnecker produjo en escala latinoamericana el manual marxista de mayores alcances pedagógicos y de público: Conceptos fundamentales del materialismo histórico, de 1969. Al dar cuenta de esa explosión productiva, en esos mismos años José Aricó certificaba celebratoriamente desde la revista Los Libros la hegemonía alcanzada por el marxismo dentro del espacio intelectual: "El marxismo -escribió- participa del saber de nuestra época y todos somos, de una manera u otra, marxistas".
Se trataba de una de las caras de aquella realidad, que progresivamente entraría en contradicción (catastrófica) con otros actores, fuerzas e intereses liberados en la sociedad argentina de las décadas del 60 y 70.

Oscar Terán
Historia de las ideas en la Argentina (1810 – 1980)
Siglo Veintiuno Editores, 2008

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