domingo, 5 de abril de 2020

Debate Giorgio Agamben – Jean-Luc Nancy



Giorgio Agamben
La invención de una epidemia
Frente a las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debida al coronavirus, es necesario partir de las declaraciones de la CNR (sigla del Consejo Nacional de Investigación), según las cuales no sólo "no hay ninguna epidemia de SARS-CoV2 en Italia", sino que de todos modos "la infección, según los datos epidemiológicos disponibles hoy en día sobre decenas de miles de casos, provoca síntomas leves/moderados (una especie de gripe) en el 80-90 por ciento de los casos". En el 10-15 por ciento de los casos, puede desarrollarse una neumonía, cuyo curso es, sin embargo, benigno en la mayoría de los casos. Se estima que sólo el 4 por ciento de los pacientes requieren hospitalización en cuidados intensivos".
Si esta es la situación real, ¿por qué los medios de comunicación y las autoridades se esfuerzan por difundir un clima de pánico, provocando un verdadero estado de excepción, con graves limitaciones de los movimientos y una suspensión del funcionamiento normal de las condiciones de vida y de trabajo en regiones enteras?
Dos factores pueden ayudar a explicar este comportamiento desproporcionado. En primer lugar, hay una tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno. El decreto-ley aprobado inmediatamente por el gobierno "por razones de salud y seguridad pública" da lugar a una verdadera militarización "de los municipios y zonas en que se desconoce la fuente de transmisión de al menos una persona o en que hay un caso no atribuible a una persona de una zona ya infectada por el virus". Una fórmula tan vaga e indeterminada permitirá extender rápidamente el estado de excepción en todas las regiones, ya que es casi imposible que otros casos no se produzcan en otras partes. Consideremos las graves restricciones a la libertad previstas en el decreto: a. prohibición de expulsión del municipio o zona en cuestión por parte de todos los individuos presentes en cualquier caso en el municipio o zona; b. prohibición de acceso al municipio o zona en cuestión; c. suspensión de eventos o iniciativas de cualquier tipo, actos y toda forma de reunión en un lugar público o privado, incluidos los de carácter cultural, recreativo, deportivo y religioso, aunque se celebren en lugares cerrados y abiertos al público; d. suspensión de los servicios de educación para niños y escuelas de todos los niveles y grados, así como de la asistencia a actividades escolares y de educación superior, excepto las actividades de educación a distancia; e. suspensión de los servicios de apertura al público de museos y otras instituciones y lugares culturales a que se refiere el artículo 101 del Código del Patrimonio Cultural y del Paisaje, según lo dispuesto en el Decreto Legislativo 22 de enero de 2004, nº 42, así como la eficacia de las disposiciones reglamentarias sobre el acceso libre e irrestricto a esas instituciones y lugares; f. suspensión de todos los viajes educativos, tanto en Italia como en el extranjero; g. suspensión de los procedimientos de quiebra y de las actividades de las oficinas públicas, sin perjuicio de la prestación de los servicios esenciales y de los servicios públicos; h. aplicación de la medida de cuarentena con vigilancia activa entre las personas que hayan estado en estrecho contacto con casos confirmados de enfermedades infecciosas generalizadas.
La desproporción frente a lo que según la CNR es una gripe normal, no muy diferente de las que se repiten cada año, es sorprendente. Parecería que, habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos los límites.
El otro factor, no menos inquietante, es el estado de miedo que evidentemente se ha extendido en los últimos años en las conciencias de los individuos y que se traduce en una necesidad real de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal. Así, en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla.

Jean-Luc Nancy
Excepción viral
Giorgio Agamben, un viejo amigo, afirma que el coronavirus es apenas diferente de una simple gripe. Olvida que para la gripe "normal" tenemos una vacuna de eficacia probada. Y esto también necesita ser adaptado a las mutaciones virales cada año. A pesar de ello, la gripe "normal" siempre mata a varias personas y el coronavirus para el que no hay vacuna es claramente capaz de una mortalidad mucho mayor. La diferencia (según fuentes del mismo tipo que las de Agamben) es de 1 a 30: no me parece una diferencia pequeña.
Giorgio dice que los gobiernos toman todo tipo de pretextos para establecer estados continuos de excepción. Pero no se da cuenta de que la excepción se convierte, en realidad, en la regla en un mundo en el que las interconexiones técnicas de todas las especies (movimientos, traslados de todo tipo, exposición o difusión de sustancias, etc.) alcanzan una intensidad hasta ahora desconocida y que crece con la población. La multiplicación de esta última también conduce en los países ricos a una prolongación de la vida y a un aumento del número de personas de avanzada edad y, en general, de personas en situación de riesgo.
No hay que equivocarse: se pone en duda toda una civilización, no hay duda de ello. Hay una especie de excepción viral (biológica, informática, cultural) que nos pandemiza. Los gobiernos no son más que tristes ejecutores de la misma, y desquitarse con ellos es más una maniobra de distracción que una reflexión política.
Recordé que Giorgio es un viejo amigo. Lamento traer a colación un recuerdo personal, pero no me distancio, después de todo, de un registro de reflexión general. Hace casi treinta años, los médicos me juzgaron para hacer un trasplante de corazón. Giorgio fue una de las pocas personas que me aconsejó no escucharlos. Si hubiera seguido su consejo, probablemente habría muerto tarde o temprano. Uno puede equivocarse. Giorgio sigue siendo un espíritu de finura y bondad que puede ser llamado (sin ironía) excepcional.

Aïcha Liviana Messina
Política y pandemia
La creciente información (¿o desinformación?) que circula sobre el llamado coronavirus está dando lugar a actitudes opuestas, y quizás por lo mismo no tan diferente entre ellas: la primera es el pánico, que sin embargo hace difícil huir, pues nos hace descubrir que no hay dónde huir, no hay zona que pueda no estar contagiada. La segunda actitud es la indiferencia, la idea de que este virus es igual a cualquier otro y que el pánico que produce es solo fruto de una estrategia estatal para producir aún más sujeción. Mientras unos y otros ceden ante el miedo (¡ya no hay mascarillas disponibles en muchas farmacias de Santiago!), otros y otras se sienten surfeando una ola, o arriba de un pony. Están en una posición que les permite no temer, no ceder, y desde allí ver al estado y sus "perversas manipulaciones".
Pero si es cierto que el coronavirus puede ser comparable a una gripe, ¿qué vale esta homologación y esta información? ¿Qué es una gripe en el ámbito de la vida política? ¿No es algo importante?
En un reciente intercambio publicado en Italia, pero que a su vez ha sido "viralizado" y está ya circulando en Chile, los filósofos Giorgio Agamben y Jean-Luc Nancy abordaron este tema enfocándose justamente en la relación entre política y enfermedad. Ahora bien, mientras el primero ve en la viralización del pánico una maniobra de los estados para someter a los individuos a su control, el segundo se focaliza en el problema de la técnica y su relación con la vida (Nancy recuerda tácitamente su trasplante de corazón, sin el cual no estaría vivo y que en su momento, probablemente por rechazo a la técnica, Agamben le recomendó no hacer). Alejándonos un poco del intercambio, muy lapidario, podemos estipular que mientras para Agamben la técnica obedece al proyecto estatal de someter a los individuos a su control, para el segundo la vida es indisociable de la técnica. Siguiendo esta segunda línea, preguntarse sobre la rapidez de la propagación del virus no es solo provocar pánico con fines políticos, es también reconocer que lo político se conjuga con la finitud (la vulnerabilidad) de la vida, que es impensable sin el artificio, sin la técnica.
Planteado en estos términos, nos desplazamos del enfoque meramente binario que opone el pánico "democrático" (en el sentido de que es un pánico de la mayoría) a la indiferencia aristocrática (pues unos y unas pocas se pueden permitir abstraerse de esta emoción y preocupación generalizada). Dicho de otro modo, la oposición entre sumisión al control y la actitud heroica. En efecto, con la respuesta que Nancy da a Agamben, vemos que el problema no es si el virus es distinto a otro sino que, de partida, la vida es inconcebible sin la comunidad y la técnica. Siempre estamos relacionados con otros y sometidos a distintas formas de control. Siempre estamos en mano de otros y otras. No hay mano que pueda sentir y desplegarse sin haber tocado y haber sido tocada por otra. Pero por esto mismo, siempre podemos escapar al control. No es desde una posición externa, heroica (un pensamiento aristocrático) que nos emancipamos del poder, sino desde la propia vulnerabilidad de la vida, que ya siempre ha tomado forma en una multiplicidad de instituciones. ¡Si podemos no tenerle miedo a la gripe, es porque no estamos solos y solas frente a ella! Nuestra relación con la gripe no es la relación de un sujeto a un objeto: tiene una historia, definida por la relación intrínseca entre vida, técnica y comunidad (existe una vacuna, como recuerda Nancy). Podemos no tenerle miedo a la gripe en la medida en que la política constituye el marco de nuestra relación con la enfermedad en general. Quien homogeneiza todo hace como si la enfermedad no fuera un asunto intrínsecamente político e histórico, como si el pensador crítico fuera un sujeto extraíble de un todo. Hace además como si no se tuvieran afectos y como si estos no fueran constitutivos de nuestras formas de vida, y entonces de la política. Por lo mismo, lo importante no es si el coronavirus es o no como una gripe, lo que importa es el marco político dentro del cual podemos relacionarnos, vivir la enfermedad, y vivirla en común. Si el coronavirus da hoy lugar al pánico, es porque es el nombre de una mediación que hace falta, de una ausencia de marco político. Cuando un virus se "viraliza" con esta rapidez, el punto no es la mortalidad del virus (y entonces si es igual a una gripe cualquiera) sino cómo enfrentamos la rapidez de un contagio dentro de las estructuras políticas, los recursos y las estructuras hospitalarias que tenemos. Hacer como si el coronavirus fuera como cualquier otro virus es concebirse como sujetos sin historia y libres de toda dimensión política. Es además concebir la enfermedad como un simple objeto que puede o no afectar la vida.
Plantear el carácter indisociable entre la vida y la técnica y la dimensión de por sí política de la enfermedad, ¿significa que no deberíamos hacer nada? ¿Debemos entregarnos pasivamente al poder?
Al contrario, la rapidez del contagio, el contexto en el que se ha producido este contagio (la relación entre ciencia y autoridades políticas, así como el autoritarismo político en un país determinado, no importa cuál), la impotencia de los estados en prevenir el contagio y su rapidez, hace que lo que presenciamos hoy sea otra cara de la globalización. La globalización no es, en efecto, el mero intercambio económico, es también la "com-partición" de la experiencia, de su/s sentidos y del mundo que construimos en común (porque es la apertura de lo común). La globalización no es solo el libre mercado, sino la porosidad de las fronteras, el inevitable contagio, una vulnerabilidad que no es solo de sistema, sino de la vida y de lo que le es necesario (la misma globalización es coextensiva a la vida). Asimismo, reconocer la dimensión ya política de la enfermedad en el marco de un mundo inevitablemente globalizado, es plantearse el problema del mundo político que podemos construir con (y no solo contra) la enfermedad.
Llama la atención que tanto las actitudes heroicas y aristocráticas como las políticas del pánico reproduzcan el mismo esquema: quieren eliminar la enfermedad, no plantearla como un asunto común. Es más, ignorar el virus o ceder ante el pánico implica también que se puede (y que se debe) rechazar o dominar los afectos y la vulnerabilidad, el sufrimiento y el miedo al sufrimiento. Implica entonces, nuevamente, rechazar o ignorar lo común (esto es particularmente patente, y triste, cuando el argumento contra la política del pánico consiste en decir que el virus mata principalmente a personas de edad avanzada: tal argumento no se plantea la pregunta por la vida en la vejez e ignora además que el virus mata quienes no tendrán las condiciones para medicarse, y que esas personas morirán entonces solas, de manera inhumana. Esa lógica pasa por alto los afectos y entonces disocia el quién del cómo se muere). Ignorar el virus es ignorar también el rol que juega el miedo dentro y para lo común. Pensar en cambio el virus como lo que amenaza y constituye la vida siempre en relación con otros, con una técnica, con instituciones, es ver en el virus tareas que exceden la administración del miedo o su mero rechazo, es decir, la actitud que pretende dominarlo. Esto, pues la dimensión política de la enfermedad no consiste ni en eliminar los afectos (ni entonces en eliminar el miedo) sino más bien en transformar con los afectos nuestra relación con el miedo y la política. Recordemos que para Hobbes el origen del estado no es el miedo a la muerte, sino el miedo a la muerte violenta. Nos constituimos como seres políticos no porque no queremos morir (cediendo al pánico generalizado o haciéndose, aristocráticamente, los supramortales, los que se sienten por encima la finitud), sino porque la pregunta por la finitud, por darle un marco al sufrimiento, es infinita. Tenerle miedo a la muerte violenta es tenerle miedo a la indiferencia ante la muerte. De esto no hay que avergonzarse, pues sin duda este miedo tiene virtudes heurísticas, políticas, virtudes que no son heroicas pero que tal vez permitirán pensar de otro modo la democracia en el contexto de la globalización.

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