Slavoj
Žižek
Un
golpe tipo "Kill Bill" al capitalismo
La actual
propagación de la epidemia de coronavirus ha desencadenado a su vez vastas
epidemias de virus ideológicos que yacían latentes en nuestras sociedades:
noticias falsas, teorías conspiratorias paranoicas, explosiones de racismo,
etc.
La necesidad de
cuarentenas, bien fundamentada médicamente, ha encontrado un eco en la presión
ideológica para establecer fronteras definidas y poner en cuarentena a enemigos
que supongan una amenaza para nuestra identidad.
Pero quizá otro
virus ideológico, mucho más beneficioso, se extenderá y con suerte nos
infectará: el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más
allá del estado nación, una sociedad que se actualice a sí misma en la forma de
la solidaridad y la cooperación global.
Se suele oír hoy la
especulación de que el coronavirus puede dar lugar a la caída del gobierno
comunista chino, de la misma manera que (como el mismo Gorbachov admitió) la
catástrofe de Chernóbil fue el evento que desencadenó el fin del comunismo
soviético. Pero hay una paradoja en esto, el coronavirus también nos obliga a
reinventar el comunismo basándonos en la confianza en la gente y la ciencia.
En la escena final
de Kill Bill: Volumen 2, de Quentin Tarantino, Beatrix derrota al malvado Bill
y le asesta la "técnica de los cinco puntos para explotar un
corazón", el golpe más mortífero de todas las artes marciales. El
movimiento consiste en una combinación de cinco golpes con la punta de los
dedos en cinco lugares distintos del cuerpo del enemigo. Cuando el herido
retrocede y da cinco pasos, su corazón explota dentro de su cuerpo y este cae
irremisiblemente muerto al suelo.
Este ataque es
parte de la mitología de las artes marciales, y evidentemente imposible de
realizar en el combate real cuerpo a cuerpo. Pero, en la película, después de
que Beatrix lo ejecute, Bill hace las paces calmadamente con ella, da cinco
pasos y muere…
Lo que hace que
este ataque sea tan fascinante es el tiempo que pasa entre el momento del golpe
y el momento de la muerte. Puedo mantener una conversación con normalidad
mientras me quede tranquilamente sentado, pero en todo momento soy consciente
de que en el instante en que empiece a caminar, mi corazón explotará y yo
moriré.
¿No es parecida la
idea de aquellos que especulan sobre cómo el coronavirus puede suponer la caída
del gobierno comunista chino? Como si fuera alguna clase de "técnica
(social) de los cinco puntos para explotar un corazón" dirigida al régimen
comunista del país; las autoridades pueden sentarse, observar y tramitar
formalidades como las cuarentenas, pero cualquier cambio real en el orden
social (como confiar en la gente) resultará en su ruina.
Mi modesta opinión
es mucho más radical. La epidemia de coronavirus es una especie de "técnica
de los cinco puntos para explotar un corazón" dirigida al sistema
capitalista global. Una señal de que no podemos continuar por el camino que
estábamos recorriendo hasta ahora, de que un cambio radical es necesario.
Triste
realidad: necesitamos una catástrofe
Hace años, Fredric
Jameson llamó la atención sobre el potencial utópico de las películas sobre
catástrofes cósmicas (un meteorito que amenaza la vida en la Tierra o un virus
acabando con la humanidad). Semejantes amenazas globales dan lugar a su vez a
una solidaridad global, pues nuestras pequeñas diferencias se vuelven
insignificantes y todos trabajamos juntos para encontrar una solución. Y aquí
estamos, en la vida real. La cuestión no está en disfrutar sádicamente la
expansión del sufrimiento en tanto sirve a nuestra causa, por el contrario, la
cuestión es reflexionar sobre el triste hecho de que necesitemos una catástrofe
para ser capaces de repensar las características básicas de la sociedad en la
que vivimos.
El primer modelo,
vago aun, de semejante coordinación global es la Organización Mundial de la
Salud; de la cual no estamos recibiendo las típicas sandeces burocráticas, sino
advertencias precisas anunciadas sin pánico. Organizaciones como esta deberían
tener más poder ejecutivo.
Los escépticos han
ridiculizado a Bernie Sanders por su defensa de la cobertura universal de la
sanidad pública en EE.UU., pero ¿no nos enseña el coronavirus la lección de que
necesitamos incluso más que esto?, ¿de que deberíamos empezar a crear alguna
clase de red de sanidad pública global?
Un día después de
que Iraj Harirchi, viceministro de salud en Irán, diera una rueda de prensa
restándole importancia al coronavirus y asegurando que las cuarentenas masivas
no eran necesarias, hizo una breve declaración en la que informaba de que él
mismo tenía el coronavirus y que iba a aislarse una temporada (ya desde su
anterior aparición en televisión había dado muestras de fiebre y debilidad).
Harirchi añadió: "Este virus es democrático, y no distingue entre pobres y
ricos, entre hombres de estado y ciudadanos corrientes".
En esto tenía
razón, estamos todos en el mismo barco. Es difícil no darse cuenta de la
tremenda ironía de que aquello que nos empuja a unirnos y a abogar por la
solidaridad global se manifiesta en el día a día a través de estrictos mandatos
de evitar la cercanía y el contacto o incluso del autoaislamiento.
Y no solo estamos
lidiando con amenazas virales, podemos ver en el horizonte toda otra clase de
catástrofes que se avecinan, o que directamente ya están ocurriendo: sequías,
olas de calor, tormentas masivas, etc. En todos estos casos, la respuesta
adecuada no es el pánico, sino la acción urgente de establecer alguna clase de
coordinación global y eficiente.
¿Solo
estaremos seguros en la realidad virtual?
El primer espejismo
que hay que despejar es aquél formulado por el presidente de los EE.UU., Donald
Trump, durante su reciente visita a la India, donde dijo que la epidemia
decrecerá rápidamente y que no tenemos más que esperar al pico de contagios y
luego la vida volverá a la normalidad.
Contra semejantes
esperanzas de una fácil solución, lo primero que debemos aceptar es que la
amenaza está aquí para quedarse. Incluso si esta ola retrocede, reaparecerá
bajo nuevas formas, quizá aún más peligrosas.
Por esta razón,
podemos esperar que las epidemias de virus afectarán a nuestras interacciones
más elementales con la gente y los objetos que nos rodean, incluyendo nuestros
propios cuerpos: evitar tocar cosas que pueden estar (invisiblemente)
contaminadas, no apoyarse en pasamanos, no sentarse en baños o bancos públicos,
evitar abrazar o dar la mano a la gente. Quizá incluso nos volvamos más
cuidadosos de nuestros gestos espontáneos: no tocarse la nariz o frotarse los
ojos.
Así que no se trata
solamente de que nos controle el estado u otras instituciones similares,
debemos también aprender a controlarnos y a disciplinarnos nosotros mismos.
Quizá solo llegue a considerarse segura la realidad virtual, y moverse
libremente al aire libre esté únicamente permitido en las islas poseídas por
los ultrarricos.
Pero incluso aquí,
en el nivel de internet y la realidad virtual, debemos ser conscientes de que,
en las últimas décadas, los términos "virus" y "viral" han
sido principalmente usados para hacer referencia a amenazas digitales que
infectan la red y de las cuales no somos conscientes hasta que se desencadena
su poder destructivo (el poder de destruir nuestros datos y nuestros discos
duros). Lo que ahora vemos es un regreso masivo al significado original y
literal del término virus. Las infecciones virales actúan codo con codo en
ambas dimensiones, real y virtual.
El
regreso del animismo capitalista
Otro extraño
fenómeno que puede observarse en esta situación es el regreso triunfante del
animismo capitalista, esto es, el tratar fenómenos sociales, como mercados o
capital financiero, como si de organismos vivientes se tratase. Si se leen los
grandes medios de comunicación, la impresión que se tiene es la de que lo que
debería preocuparnos son los "mercados poniéndose nerviosos" y no los
miles de personas que han muerto y los miles que aún quedan por morir. El
coronavirus está quebrantando cada vez más el funcionamiento fluido del mercado
mundial, y, según dicen, el crecimiento económico caerá alrededor de un dos o
un tres por ciento.
¿Acaso no es todo
esto una clara señal de que necesitamos una reorganización de la economía
global para que deje de estar a merced de los mecanismos del mercado? Por
supuesto, no estamos hablando aquí de comunismo de viejo cuño, sino simplemente
de alguna clase de organización global que pueda regular y controlar la
economía, así como limitar la soberanía de los estados nación cuando sea
necesario. En otros momentos los países han sido capaces de hacerlo frente a la
amenaza de la guerra, y ahora todos nosotros nos estamos encaminando hacia un
estado de guerra médica.
Además, no
deberíamos tener miedo en reconocer en la epidemia algunos efectos secundarios
potencialmente beneficiosos. Uno de los símbolos de la epidemia son las
imágenes de pasajeros atrapados (en cuarentena) en enormes cruceros, lo cual me
tienta a decir que se trata del fin de la obscenidad de semejantes barcos.
Simplemente debemos tener cuidado de que desplazarse a islas lejanas o a otros
lugares de vacaciones no se convierta de nuevo en el privilegio de unos pocos
ricos, como pasaba hace décadas con viajar en avión. El coronavirus ha afectado
seriamente también a la producción de coches, lo cual no es tan malo, en la medida
en que puede inducirnos a reflexionar sobre alternativas a nuestra obsesión por
los vehículos individuales. Y la lista sigue y sigue.
En un discurso
reciente, el primer ministro húngaro Viktor Orban ha dicho: "No existe tal
cosa como un liberal. Un liberal no es más que un comunista con un
diploma".
¿Y si la realidad
fuera al revés? ¿Y si llamásemos "liberales" a aquellos que se preocupan
por nuestras libertades, y "comunistas" a aquellos que saben que solo
podremos salvar tales libertades a través de cambios radicales en un
capitalismo global que se aproxima a su propio colapso? Entonces deberíamos
decir que aquellos que se reconocen a sí mismos como comunistas son liberales
con un diploma, liberales que han estudiado seriamente por qué nuestros valores
liberales están bajo amenaza y que se han dado cuenta de que solamente un
cambio radical puede salvarlos.
Byung-Chul
Han
La
emergencia viral y el mundo de mañana
El coronavirus está
poniendo a prueba nuestro sistema. Al parecer Asia tiene mejor controlada la
pandemia que Europa. En Hong Kong, Taiwán y Singapur hay muy pocos infectados.
En Taiwán se registran 108 casos y en Hong Kong 193. En Alemania, por el
contrario, tras un período de tiempo mucho más breve hay ya 15.320 casos
confirmados, y en España 19.980 (datos del 20 de marzo). También Corea del Sur
ha superado ya la peor fase, lo mismo que Japón. Incluso China, el país de
origen de la pandemia, la tiene ya bastante controlada. Pero ni en Taiwán ni en
Corea se ha decretado la prohibición de salir de casa ni se han cerrado las
tiendas y los restaurantes. Entre tanto ha comenzado un éxodo de asiáticos que
salen de Europa. Chinos y coreanos quieren regresar a sus países, porque ahí se
sienten más seguros. Los precios de los vuelos se han multiplicado. Ya apenas
se pueden conseguir billetes de vuelo para China o Corea.
Europa está
fracasando. Las cifras de infectados aumentan exponencialmente. Parece que
Europa no puede controlar la pandemia. En Italia mueren a diario cientos de
personas. Quitan los respiradores a los pacientes ancianos para ayudar a los
jóvenes. Pero también cabe observar sobreactuaciones inútiles. Los cierres de
fronteras son evidentemente una expresión desesperada de soberanía. Nos
sentimos de vuelta en la época de la soberanía. El soberano es quien decide
sobre el estado de excepción. Es soberano quien cierra fronteras. Pero eso es
una huera exhibición de soberanía que no sirve de nada. Serviría de mucha más
ayuda cooperar intensamente dentro de la Eurozona que cerrar fronteras a lo loco.
Entre tanto también Europa ha decretado la prohibición de entrada a
extranjeros: un acto totalmente absurdo en vista del hecho de que Europa es
precisamente adonde nadie quiere venir. Como mucho, sería más sensato decretar
la prohibición de salidas de europeos, para proteger al mundo de Europa.
Después de todo, Europa es en estos momentos el epicentro de la pandemia.
Las
ventajas de Asia
En comparación con
Europa, ¿qué ventajas ofrece el sistema de Asia que resulte eficiente para
combatir la pandemia? Estados asiáticos como Japón, Corea, China, Hong Kong,
Taiwán o Singapur tienen una mentalidad autoritaria, que les viene de su
tradición cultural (confucianismo). Las personas son menos renuentes y más
obedientes que en Europa. También confían más en el estado. Y no solo en China,
sino también en Corea o en Japón la vida cotidiana está organizada mucho más
estrictamente que en Europa. Sobre todo, para enfrentarse al virus los
asiáticos apuestan fuertemente por la vigilancia digital. Sospechan que en el
big data podría encerrarse un potencial enorme para defenderse de la pandemia.
Se podría decir que en Asia las epidemias no las combaten solo los virólogos y
epidemiólogos, sino sobre todo también los informáticos y los especialistas en
macrodatos. Un cambio de paradigma del que Europa todavía no se ha enterado.
Los apologetas de la vigilancia digital proclamarían que el big data salva
vidas humanas.
La conciencia
crítica ante la vigilancia digital es en Asia prácticamente inexistente. Apenas
se habla ya de protección de datos, incluso en estados liberales como Japón y
Corea. Nadie se enoja por el frenesí de las autoridades para recopilar datos.
Entre tanto China ha introducido un sistema de crédito social inimaginable para
los europeos, que permite una valoración o una evaluación exhaustiva de los
ciudadanos. Cada ciudadano debe ser evaluado consecuentemente en su conducta
social. En China no hay ningún momento de la vida cotidiana que no esté
sometido a observación. Se controla cada clic, cada compra, cada contacto, cada
actividad en las redes sociales. A quien cruza con el semáforo en rojo, a quien
tiene trato con críticos del régimen o a quien pone comentarios críticos en las
redes sociales le quitan puntos. Entonces la vida puede llegar a ser muy
peligrosa. Por el contrario, a quien compra por Internet alimentos sanos o lee
periódicos afines al régimen le dan puntos. Quien tiene suficientes puntos
obtiene un visado de viaje o créditos baratos. Por el contrario, quien cae por
debajo de un determinado número de puntos podría perder su trabajo. En China es
posible esta vigilancia social porque se produce un irrestricto intercambio de
datos entre los proveedores de Internet y de telefonía móvil y las autoridades.
Prácticamente no existe la protección de datos. En el vocabulario de los chinos
no aparece el término "esfera privada".
En China hay 200
millones de cámaras de vigilancia, muchas de ellas provistas de una técnica muy
eficiente de reconocimiento facial. Captan incluso los lunares en el rostro. No
es posible escapar de la cámara de vigilancia. Estas cámaras dotadas de
inteligencia artificial pueden observar y evaluar a todo ciudadano en los
espacios públicos, en las tiendas, en las calles, en las estaciones y en los
aeropuertos.
Toda la
infraestructura para la vigilancia digital ha resultado ser ahora sumamente
eficaz para contener la epidemia. Cuando alguien sale de la estación de Pekín
es captado automáticamente por una cámara que mide su temperatura corporal. Si
la temperatura es preocupante todas las personas que iban sentadas en el mismo
vagón reciben una notificación en sus teléfonos móviles. No en vano el sistema
sabe quién iba sentado dónde en el tren. Las redes sociales cuentan que incluso
se están usando drones para controlar las cuarentenas. Si uno rompe
clandestinamente la cuarentena un dron se dirige volando a él y le ordena
regresar a su vivienda. Quizá incluso le imprima una multa y se la deje caer
volando, quién sabe. Una situación que para los europeos sería distópica, pero
a la que, por lo visto, no se ofrece resistencia en China.
Ni en China ni en
otros estados asiáticos como Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, Taiwán o Japón
existe una conciencia crítica ante la vigilancia digital o el big data. La
digitalización directamente los embriaga. Eso obedece también a un motivo
cultural. En Asia impera el colectivismo. No hay un individualismo acentuado.
No es lo mismo el individualismo que el egoísmo, que por supuesto también está
muy propagado en Asia.
Al parecer el big
data resulta más eficaz para combatir el virus que los absurdos cierres de
fronteras que en estos momentos se están efectuando en Europa. Sin embargo, a
causa de la protección de datos no es posible en Europa un combate digital del
virus comparable al asiático. Los proveedores chinos de telefonía móvil y de
Internet comparten los datos sensibles de sus clientes con los servicios de
seguridad y con los ministerios de salud. El estado sabe por tanto dónde estoy,
con quién me encuentro, qué hago, qué busco, en qué pienso, qué como, qué
compro, adónde me dirijo. Es posible que en el futuro el estado controle
también la temperatura corporal, el peso, el nivel de azúcar en la sangre, etc.
Una biopolítica digital que acompaña a la psicopolítica digital que controla
activamente a las personas.
En Wuhan se han
formado miles de equipos de investigación digitales que buscan posibles infectados
basándose solo en datos técnicos. Basándose únicamente en análisis de
macrodatos averiguan quiénes son potenciales infectados, quiénes tienen que
seguir siendo observados y eventualmente ser aislados en cuarentena. También
por cuanto respecta a la pandemia el futuro está en la digitalización. A la
vista de la epidemia quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es
soberano quien dispone de datos. Cuando Europa proclama el estado de alarma o
cierra fronteras sigue aferrada a viejos modelos de soberanía.
No solo en China,
sino también en otros países asiáticos la vigilancia digital se emplea a fondo
para contener la epidemia. En Taiwán el estado envía simultáneamente a todos
los ciudadanos un SMS para localizar a las personas que han tenido contacto con
infectados o para informar acerca de los lugares y edificios donde ha habido
personas contagiadas. Ya en una fase muy temprana, Taiwán empleó una conexión
de diversos datos para localizar a posibles infectados en función de los viajes
que hubieran hecho. Quien se aproxima en Corea a un edificio en el que ha
estado un infectado recibe a través de la "Corona-app" una señal de
alarma. Todos los lugares donde ha habido infectados están registrados en la
aplicación. No se tiene muy en cuenta la protección de datos ni la esfera
privada. En todos los edificios de Corea hay instaladas cámaras de vigilancia
en cada piso, en cada oficina o en cada tienda. Es prácticamente imposible
moverse en espacios públicos sin ser filmado por una cámara de vídeo. Con los
datos del teléfono móvil y del material filmado por vídeo se puede crear el
perfil de movimiento completo de un infectado. Se publican los movimientos de
todos los infectados. Puede suceder que se destapen amoríos secretos. En las
oficinas del ministerio de salud coreano hay unas personas llamadas
"tracker" que día y noche no hacen otra cosa que mirar el material
filmado por vídeo para completar el perfil del movimiento de los infectados y
localizar a las personas que han tenido contacto con ellos.
Una diferencia
llamativa entre Asia y Europa son sobre todo las mascarillas protectoras. En
Corea no hay prácticamente nadie que vaya por ahí sin mascarillas respiratorias
especiales capaces de filtrar el aire de virus. No son las habituales
mascarillas quirúrgicas, sino unas mascarillas protectoras especiales con
filtros, que también llevan los médicos que tratan a los infectados. Durante
las últimas semanas, el tema prioritario en Corea era el suministro de
mascarillas para la población. Delante de las farmacias se formaban colas
enormes. Los políticos eran valorados en función de la rapidez con la que las
suministraban a toda la población. Se construyeron a toda prisa nuevas máquinas
para su fabricación. De momento parece que el suministro funciona bien. Hay
incluso una aplicación que informa de en qué farmacia cercana se pueden
conseguir aún mascarillas. Creo que las mascarillas protectoras, de las que se
ha suministrado en Asia a toda la población, han contribuido de forma decisiva
a contener la epidemia.
Los coreanos llevan
mascarillas protectoras antivirus incluso en los puestos de trabajo. Hasta los
políticos hacen sus apariciones públicas solo con mascarillas protectoras.
También el presidente coreano la lleva para dar ejemplo, incluso en las
conferencias de prensa. En Corea lo ponen verde a uno si no lleva mascarilla.
Por el contrario, en Europa se dice a menudo que no sirven de mucho, lo cual es
un disparate. ¿Por qué llevan entonces los médicos las mascarillas protectoras?
Pero hay que cambiarse de mascarilla con suficiente frecuencia, porque cuando
se humedecen pierden su función filtrante. No obstante, los coreanos ya han
desarrollado una "mascarilla para el coronavirus" hecha de
nano-filtros que incluso se puede lavar. Se dice que puede proteger a las
personas del virus durante un mes. En realidad es muy buena solución mientras
no haya vacunas ni medicamentos. En Europa, por el contrario, incluso los
médicos tienen que viajar a Rusia para conseguirlas. Macron ha mandado
confiscar mascarillas para distribuirlas entre el personal sanitario. Pero lo
que recibieron luego fueron mascarillas normales sin filtro con la indicación
de que bastarían para proteger del coronavirus, lo cual es una mentira. Europa
está fracasando. ¿De qué sirve cerrar tiendas y restaurantes si las personas se
siguen aglomerando en el metro o en el autobús durante las horas punta? ¿Cómo
guardar ahí la distancia necesaria? Hasta en los supermercados resulta casi
imposible. En una situación así, las mascarillas protectoras salvarían
realmente vidas humanas. Está surgiendo una sociedad de dos clases. Quien tiene
coche propio se expone a menos riesgo. Incluso las mascarillas normales
servirían de mucho si las llevaran los infectados, porque entonces no lanzarían
los virus afuera.
En los países europeos
casi nadie lleva mascarilla. Hay algunos que las llevan, pero son asiáticos.
Mis paisanos residentes en Europa se quejan de que los miran con extrañeza
cuando las llevan. Tras esto hay una diferencia cultural. En Europa impera un
individualismo que trae aparejada la costumbre de llevar la cara descubierta.
Los únicos que van enmascarados son los criminales. Pero ahora, viendo imágenes
de Corea, me he acostumbrado tanto a ver personas enmascaradas que la faz
descubierta de mis conciudadanos europeos me resulta casi obscena. También a mí
me gustaría llevar mascarilla protectora, pero aquí ya no se encuentran.
En el pasado, la
fabricación de mascarillas, igual que la de tantos otros productos, se
externalizó a China. Por eso ahora en Europa no se consiguen mascarillas. Los estados
asiáticos están tratando de proveer a toda la población de mascarillas
protectoras. En China, cuando también ahí empezaron a ser escasas, incluso
reequiparon fábricas para producir mascarillas. En Europa ni siquiera el
personal sanitario las consigue. Mientras las personas se sigan aglomerando en
los autobuses o en los metros para ir al trabajo sin mascarillas protectoras,
la prohibición de salir de casa lógicamente no servirá de mucho. ¿Cómo se puede
guardar la distancia necesaria en los autobuses o en el metro en las horas
punta? Y una enseñanza que deberíamos sacar de la pandemia debería ser la
conveniencia de volver a traer a Europa la producción de determinados
productos, como mascarillas protectoras o productos medicinales y farmacéuticos.
A pesar de todo el
riesgo, que no se debe minimizar, el pánico que ha desatado la pandemia de
coronavirus es desproporcionado. Ni siquiera la "gripe española", que
fue mucho más letal, tuvo efectos tan devastadores sobre la economía. ¿A qué se
debe en realidad esto? ¿Por qué el mundo reacciona con un pánico tan
desmesurado a un virus? Emmanuel Macron habla incluso de guerra y del enemigo
invisible que tenemos que derrotar. ¿Nos hallamos ante un regreso del enemigo?
La "gripe española" se desencadenó en plena primera guerra mundial.
En aquel momento todo el mundo estaba rodeado de enemigos. Nadie habría
asociado la epidemia con una guerra o con un enemigo. Pero hoy vivimos en una
sociedad totalmente distinta.
En realidad hemos estado
viviendo durante mucho tiempo sin enemigos. La guerra fría terminó hace mucho.
Últimamente incluso el terrorismo islámico parecía haberse desplazado a zonas
lejanas. Hace exactamente diez años sostuve en mi ensayo La sociedad del
cansancio la tesis de que vivimos en una época en la que ha perdido su vigencia
el paradigma inmunológico, que se basa en la negatividad del enemigo. Como en
los tiempos de la guerra fría, la sociedad organizada inmunológicamente se
caracteriza por vivir rodeada de fronteras y de vallas, que impiden la
circulación acelerada de mercancías y de capital. La globalización suprime
todos estos umbrales inmunitarios para dar vía libre al capital. Incluso la
promiscuidad y la permisividad generalizadas, que hoy se propagan por todos los
ámbitos vitales, eliminan la negatividad del desconocido o del enemigo. Los
peligros no acechan hoy desde la negatividad del enemigo, sino desde el exceso
de positividad, que se expresa como exceso de rendimiento, exceso de producción
y exceso de comunicación. La negatividad del enemigo no tiene cabida en nuestra
sociedad ilimitadamente permisiva. La represión a cargo de otros deja paso a la
depresión, la explotación por otros deja paso a la autoexplotación voluntaria y
a la autooptimización. En la sociedad del rendimiento uno guerrea sobre todo
contra sí mismo.
Umbrales
inmunológicos y cierre de fronteras
Pues bien, en medio
de esta sociedad tan debilitada inmunológicamente a causa del capitalismo
global irrumpe de pronto el virus. Llenos de pánico, volvemos a erigir umbrales
inmunológicos y a cerrar fronteras. El enemigo ha vuelto. Ya no guerreamos
contra nosotros mismos, sino contra el enemigo invisible que viene de fuera. El
pánico desmedido en vista del virus es una reacción inmunitaria social, e incluso
global, al nuevo enemigo. La reacción inmunitaria es tan violenta porque hemos
vivido durante mucho tiempo en una sociedad sin enemigos, en una sociedad de la
positividad, y ahora el virus se percibe como un terror permanente.
Pero hay otro
motivo para el tremendo pánico. De nuevo tiene que ver con la digitalización.
La digitalización elimina la realidad. La realidad se experimenta gracias a la
resistencia que ofrece, y que también puede resultar dolorosa. La digitalización,
toda la cultura del "me gusta", suprime la negatividad de la
resistencia. Y en la época posfáctica de las fake news y los deepfakes surge
una apatía hacia la realidad. Así pues, aquí es un virus real, y no un virus de
ordenador, el que causa una conmoción. La realidad, la resistencia, vuelve a
hacerse notar en forma de un virus enemigo. La violenta y exagerada reacción de
pánico al virus se explica en función de esta conmoción por la realidad.
La reacción pánica
de los mercados financieros a la epidemia es además la expresión de aquel
pánico que ya es inherente a ellos. Las convulsiones extremas en la economía
mundial hacen que esta sea muy vulnerable. A pesar de la curva constantemente
creciente del índice bursátil, la arriesgada política monetaria de los bancos
emisores ha generado en los últimos años un pánico reprimido que estaba
aguardando al estallido. Probablemente el virus no sea más que la pequeña gota
que ha colmado el vaso. Lo que se refleja en el pánico del mercado financiero
no es tanto el miedo al virus cuanto el miedo a sí mismo. El crash se podría
haber producido también sin el virus. Quizá el virus solo sea el preludio de un
crash mucho mayor.
Žižek afirma que el
virus ha asestado al capitalismo un golpe mortal, y evoca un oscuro comunismo.
Cree incluso que el virus podría hacer caer el régimen chino. Žižek se
equivoca. Nada de eso sucederá. China podrá vender ahora su estado policial
digital como un modelo de éxito contra la pandemia. China exhibirá la
superioridad de su sistema aún con más orgullo. Y tras la pandemia, el
capitalismo continuará aún con más pujanza. Y los turistas seguirán pisoteando
el planeta. El virus no puede reemplazar a la razón. Es posible que incluso nos
llegue además a Occidente el estado policial digital al estilo chino. Como ya
ha dicho Naomi Klein, la conmoción es un momento propicio que permite
establecer un nuevo sistema de gobierno. También la instauración del
neoliberalismo vino precedida a menudo de crisis que causaron conmociones. Es
lo que sucedió en Corea o en Grecia. Ojalá que tras la conmoción que ha causado
este virus no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino. Si
llegara a suceder eso, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción
pasaría a ser la situación normal. Entonces el virus habría logrado lo que ni siquiera
el terrorismo islámico consiguió del todo.
El virus no vencerá
al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es
capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera
ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo
de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias
mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más
pacífica, más justa. No podemos dejar la revolución en manos del virus.
Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos nosotros, personas
dotadas de razón, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el
capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad,
para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta.
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